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DUODÉCIMA PARTE 1 страница



I

Cuando tocaba a su fin la batalla de Borodino, Pedro abandonó por segunda vez la baterí a de Raiewsky y, con un grupo de soldados, se dirigió a campo traviesa a Kniazkovo, donde se unió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oí r los gritos y los gemidos se apresuró a alejarse, confundido con los soldados. Un solo afá n llenaba su alma: salir lo antes posible de allí, olvidar las horribles impresiones del dí a y echarse a dormir tranquilamente en su habitació n, en su cama. Se daba cuenta de que só lo en condiciones normales de vida podrí a comprender todo lo que habí a visto y experimentado. Pero le faltaban estas condiciones.

Ni balas ni granadas silbaban ya en el camino, pero por todas partes veí a lo mismo que allá abajo, en el campo de batalla: las mismas caras atormentadas, llenas de dolor, extrañ amente transfiguradas; la misma sangre, los mismos capotes... Y oí a las mismas descargas de fusilerí a, lejanas pero no por eso menos aterradoras. Ademá s, el polvo y el calor eran asfixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a travé s de la densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos cantaban cuando comenzaron a subir la pronunciada cuesta que conducí a al pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedro pasó al patio, subió al coche y reclinó la cabeza sobre los cojines.

Al levantarse al dí a siguiente ordenó que enganchasen, pero é l atravesó el pueblo a pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la població n, dejando detrá s diez mil heridos. Se los veí a en los patios y en las ventanas de las casas; otros se agrupaban en la calle. Cerca de las ambulancias se oí an gritos, invectivas, golpes. Pedro ofreció un sitio en su coche a un general herido al que conocí a y le acompañ ó hasta Moscú.

El dí a 30 entró en la ciudad.

Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En é l saló n halló a ocho personas: el secretario del comité, el coronel de su batalló n, su administrador y diversos solicitantes que iban a verle para que los ayudase a resolver sus asuntos. A Pedro le eran indiferentes aquellos asuntos, de los que no sabí a ni una palabra, y contestó a las preguntas que le dirigieron con el ú nico fin de librarse de aquellas gentes. Cuando se quedó solo, al fin, abrió y leyó una carta de su mujer. Aturdido, empezó a murmurar: «Los soldados de la baterí a..., el viejo..., el prí ncipe André s muerto... La sencillez, la sumisió n a Dios... Hay que sufrir..., la importancia de todo... Mi mujer..., es preciso ponerse de acuerdo..., hay que comprender y olvidar... » Y acercá ndose a la cama se echó en ella sin desnudarse y se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañ ana siguiente le aguardaban en el saló n diez personas que tení an necesidad de verle. Pedro se vistió a escape, pero, en lugar de ir a verlas, bajó la escalera de servicio y por la puerta de la cochera salió a la calle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueo de la ciudad, nadie volvió a verle ni supo dó nde se hallaba, a pesar de que se le buscó por todas partes.

 

II

Los Rostov permanecieron en Moscú hasta el dí a 1° de septiembre, es decir, hasta la ví spera de la entrada del enemigo.

Por causa de la indolencia del Conde, llegó el 28 de agosto sin que se hubiera llevado a cabo ningú n preparativo de marcha, y los carros que se esperaban, procedentes de los dominios de Riazá n, para llevarse los muebles, no aparecieron hasta el dí a 30.

Durante estos tres dí as, la ciudad entera estuvo en movimiento, haciendo preparativos. Por la puerta Dorogomilov entraban diariamente millares de heridos de la batalla de Borodino, mientras millares de carros cargados de muebles y de habitantes salí an por otras puertas.

Se adivinaba que iba a descargar pronto la tormenta, volvié ndolo todo de arriba abajo, pero hasta el primer dí a de septiembre no se verificó ningú n cambio.

Moscú continuaba su vida habitual. Era como el criminal a quien se lleva al suplicio y que, aun sabiendo que va a morir, mira sin cesar a su alrededor y se arregla el sombrero, que lleva mal puesto.

Durante los tres dí as que precedieron a la ocupació n de Moscú, toda la familia Rostov trabajó con afá n. El jefe, conde Ilia Andreievitch, iba y vení a sin cesar, recogiendo las noticias y rumores que circulaban, y en la casa daba ó rdenes superficiales y apresuradas sobre los preparativos de la huida.

La Condesa se mostraba descontenta de todo; buscaba a Petia, que huí a siempre de ella, y tení a celos de Natacha, con quien é l estaba a todas horas. Sonia era la ú nica que se ocupaba prá cticamente de todo. Pero Sonia estaba triste y silenciosa. La carta de Nicolá s en que hablaba de la princesa Marí a habí a inspirado, en presencia suya, comentarios alegres de la Condesa, que en este encuentro de su hijo con Marí a veí a la mano de Dios.

‑ Los esponsales de Bolkonski con Natacha no me regocijaron ‑ decí a ‑, pero ahora tengo el presentimiento de que Nicolá s se casará con la princesa Marí a, como es mi deseo. Eso serí a sumamente agradable.

No obstante su dolor, o quizá s a causa de é l, Sonia echaba sobre sus hombros todo el peso del trabajo de la casa, lo cual la tení a ocupada el dí a entero. Siempre que el Conde y la Condesa querí an dar ó rdenes se dirigí an a ella. Petia y Natacha no só lo no ayudaban, sino que molestaban a todo el mundo, llenando la casa con sus risas, sus gritos y sus discusiones. Reí an y se regocijaban no porque tuvieran motivo para ello, sino porque eran de cará cter alegre y estaban contentos, y cualquier cosa los hací a reí r y alborotar. Petia se sentí a alborozado porque, habiendo salido de su casa siendo un niñ o, volví a a ella convertido en un hombre valeroso. Tambié n estaba contento porque pensaba batirse en Moscú, recuperando así el tiempo que habí a perdido en Bielaia‑ Tzerkov. Y, sobre todo, lo estaba porque veí a a Natacha feliz. Y Natacha estaba alegre porque habí a estado triste mucho tiempo, porque nada le recordaba la causa de su tristeza y porque se sentí a a gusto. Y tambié n porque Petia la admiraba, y la admiració n era para ella un elemento necesario. Los dos hermanos estaban gozosos tambié n porque se avecinaba la guerra a Moscú, porque la gente pensaba batirse en las murallas, porque comenzaba la distribució n de armas, porque todo el mundo corrí a, porque, en general, pasaban cosas extraordinarias, y esto divierte siempre a los jó venes.

 

III

EL sá bado 31 de agosto todo andaba manga por hombro en casa de los Rostov. Las puertas estaban abiertas; los muebles, fuera de sitio; los cuadros y los espejos, descolgados. En las habitaciones se veí an cofres, heno, papel de embalaje, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Los criados iban sacando las cosas poco a poco. En el patio se cruzaban los carros vací os con los ya repletos. Las voces y los pasos de domé sticos y campesinos recié n llegados resonaban en toda la casa. El Conde habí a salido muy de mañ ana. La Condesa, a la que el ruido y el movimiento producí an dolor de cabeza, estaba echada en un divá n con compresas de vinagre en las sienes.

Petia habí a ido a ver a un amigo con quien tení a intenció n de pasar de la milicia al servicio activo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje de cristales y porcelanas. Natacha estaba sentada en su dormitorio, cuyo entarimado se hallaba materialmente cubierto de telas, cintas y chales. Con la mirada fija en el suelo, tení a entre las manos un vestido viejo, el mismo que se puso para asistir a su primer baile en San Petersburgo.

Las conversaciones de las doncellas en la habitació n vecina y sus pasos precipitados por la escalera de servicio la sacaron de sus reflexiones y fue a mirar por la ventana. Un enorme convoy de heridos se habí a parado en la calle. Doncellas, lacayos, domé sticas, cocineras, cocheros, marmitones, de pie junto a la puerta cochera, miraban a los heridos.

Natacha se echó por los hombros un pañ uelo blanco y salió a la calle. La vieja Marí a Kouzminichna se habí a separado de la muchedumbre que se apiñ aba junto a la puerta y hablaba con un joven oficial, de rostro pá lido, que iba echado en una ambulancia. Natacha avanzó unos pasos sin dejar de sujetar el pañ uelo con ambas manos y luego se detuvo tí midamente a escuchar lo que decí a el ama.

‑ ¿ De modo que no tiene usted a nadie en Moscú? ‑ preguntaba ‑. Entonces estará mejor en una casa particular. Por ejemplo, en la nuestra. Mis señ ores se marchan.

‑ Ignoro si me lo permitirá n. Vea al jefe ‑ repuso el oficial con voz dé bil.

Y le señ aló un grueso oficial que entraba en la calle tras la fila de coches.

Natacha contempló asustada el rostro del oficial herido y corrió al encuentro del mayor.

‑ ¿ Puedo tener heridos en mi casa? ‑ le preguntó Natacha.

El mayor se llevó una mano a la gorra, sonriendo.

‑ ¿ A qué se debe ese servicio, señ orita? ‑ dijo guiñ ando los ojos.

Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y su rostro y toda su persona cobraron, a pesar del pañ uelo, tal seriedad, que el mayor dejó de sonreí r y se quedó pensativo, preguntá ndose sin duda si aquello era factible. Luego repuso afirmativamente.

‑ ¡ Oh, sí! ¿ Por qué no?

Natacha le dio las gracias con una leve inclinació n de cabeza y a paso rá pido volvió junto a Marí a Kouzminichna, que seguí a al lado del oficial y le hablaba con acento compasivo.

‑ ¡ Dice que sí, que podemos tener heridos! ‑ murmuró.

El coche entró en el patio de la casa, y decenas de coches llenos de heridos le siguieron por indicació n de sus habitantes, detenié ndose junto a las escaleras de las casas de la calle Proverskaia.

Natacha estaba visiblemente encantada de entrar en contacto con gentes nuevas en aquellas extraordinarias circunstancias de la vida, y, ayudada por Marí a Kouzminichna, procuró hacer entrar en el patio al mayor nú mero de heridos posible.

‑ Pero antes habrí a que pedir permiso a su padre ‑ objetó Marí a.

‑ ¡ No, no, no vale la pena! Nosotros podemos ocupar el saló n. Que los heridos se instalen en nuestras habitaciones. Só lo se trata de un dí a.

‑ ¡ Ah, señ orita! No se haga ilusiones. Hay que pedir permiso incluso para entrar en el pabelló n de la servidumbre.

‑ Bien, lo pediré.

Natacha corrió a la casa y franqueó de puntillas la puerta entreabierta; se situó ante el divá n impregnado del olor del vinagre y de las gotas de Hoffmann.

‑ ‑ ¿ Duermes, mamá?

‑ ¡ Cualquiera duerme! ‑ repuso la Condesa, que, sin embargo, acababa de despertarse.

‑ Mamá querida ‑ dijo Natacha arrodillá ndose ante su madre y acercando su cara a la de ella ‑, perdona que te haya despertado; no volveré a hacerlo. Me enví a Marí a Kouzminichna. Nos traen oficiales heridos porque no saben dó nde meterlos. ¿ Lo permites, verdad? ¡ Sí, ya sé que lo permites! ‑ añ adió en el acto.

‑ ¿ De qué oficiales hablas? ¿ Quié n los ha traí do? No te entiendo ‑ dijo la Condesa.

Natacha se echó a reí r. A los labios de su madre asomó una dé bil sonrisa.

‑ Ya sabí a yo que lo permitirí as. Voy a decirlo.

Abrazó a su madre, se puso en pie y salió.

En el saló n tropezó con su padre, que traí a malas noticias.

‑ El club está cerrado; se marcha la policí a ‑ dijo sin poder disimular su despecho.

‑ Papá, he invitado a los heridos. ¿ Verdad que no te importa?

‑ No ‑ repuso el Conde, distraí do ‑. Pero dejé monos de bobadas y ayudemos a embalar las cosas. Hay que partir mañ ana mismo.

Despué s de comer, toda la familia Rostov se dedicó a embalar objetos y a preparar la marcha con una actividad febril. El viejo Conde no salió en toda la tarde. Iba y vení a sin cesar del patio a la casa y de la casa al patio, incitando a los criados a que se dieran prisa. Sus ó rdenes contradictorias desorientaban a la pobre Sonia. Petia daba voces de mando en el patio. Los sirvientes chillaban, disputaban, alborotaban, corrí an a travé s de las habitaciones y del patio. Natacha trabajó con el mismo ardor que poní a en todo. Su intervenció n suscitó al principio desconfianza. Se esperaba escuchar de sus labios alguna broma, y los criados se preguntaban si deberí an obedecerla o no. Pero ella, con su obstinació n y su calor habituales, exigí a obediencia; cuando se la desobedecí a se enfadaba o lloraba, y por fin logró que todos la escucharan.

Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las cosas inú tiles se desechaban, las ú tiles se embalaban de la mejor manera posible. Pero, aú n así, llegó la noche sin que estuviera todo preparado. La Condesa se dormí a. É l Conde su fue a la cama, dejando la marcha para el dí a siguiente.

Sonia y Natacha se acostaron vestidas en el cuarto tocador. La noche les trajo por la calle Proverskaia a un herido nuevo, y Marí a Kouzminichna, que se encontraba junto a la puerta cochera, le hizo entrar.

«El herido ‑ se dijo ‑ debe de ser persona importante, porque se le conduce en un coche cerrado. » Junto al cochero iba sentado un viejo ayuda de cá mara de aire respetable. Detrá s, en otro coche, le seguí an un mé dico y dos soldados.

‑ Entren si gustan. Los señ ores se marchan. Toda la casa quedará vací a ‑ explicó Marí a Kouzminichna al viejo servidor.

‑ Nosotros tenemos casa puesta en Moscú ‑ explicó é ste ‑, pero está lejos y ademá s no hay nadie.

‑ Entren, entren, por favor. Aquí hallará n todo lo necesario ‑ insistió Marí a.

El criado abrió los brazos.

‑ Antes voy a hablar con el doctor ‑ dijo.

Se apeó de la calesa y se acercó al segundo coche.

‑ ¡ Bueno! ‑ concedió el mé dico.

El criado volvió junto a la calesa, dirigió una ojeada al interior, bajó la cabeza, se colocó al lado de Marí a y ordenó al cochero que entrara en el patio.

‑ ¡ Dios mí o! ‑ exclamó ella.

Luego propuso entrar el herido en la casa.

‑ Los amos no dirá n nada...

Mas, como no se le podí a subir por la escalera, se le condujo al pabelló n y allí quedó instalado. ¡ El herido era el prí ncipe André s Bolkonski!

 

IV

Fue un domingo, un hermoso y tibio dí a de otoñ o, cuando sonó la ú ltima hora de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaron como en todas las fiestas llamando a los fieles. Nadie se daba cuenta todaví a de lo que a Moscú le tení a deparado el destino.

Ú nicamente los dos baró metros del Estado y de la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y las subsistencias, revelaban lo precario de la situació n.

Obreros, criados, campesinos, formando una muchedumbre a la que se mezclaban funcionarios, seminaristas y gentileshombres, se dirigieron a primera hora a las Tres Montañ as. Pero convencidos, tras permanecer allí algú n tiempo, de que era inú til esperar a Rostoptchin y de que Moscú se entregarí a, se dispersaron por las tabernas. Los precios que tení an las cosas aquel dí a indicaban lo mal que estaba la situació n. El valor de las armas, del oro, de los coches, de los caballos, subí a cada vez má s; en cambio, el de los billetes de Banco y el de los artí culos de primera necesidad bajaba incesantemente. Determinadas mercancí as caras, como el terciopelo, se vendí an a precios irrisorios y, sin embargo, se pagaban hasta quinientos rublos por un caballo del campo. Muebles, bronces, espejos, carecí an de valor; se cedí an gratis.

Empero, en la vieja y có moda mansió n de los Rostov se desconocí a aú n la abolició n de las antiguas condiciones de vida. La numerosa servidumbre conservaba su fidelidad. Durante la noche desaparecieron tres hombres, pero ninguno habí a robado nada, pese a que los treinta carros que se habí an cargado contení an riquezas incalculables que despertaron la codicia de má s de cuatro. A cambio de ellas se habí a ofrecido a Rostov dinero constante y sonante. Y no só lo le ofrecieron sumas considerables por los carros, sino que tambié n se prodigaron sú plicas. Al despuntar el nuevo dí a y durante todo é l, los heridos que se alojaban en la casa, e incluso los de las casas vecinas, enviaron a sus criados a casa del Conde para pedir un vehí culo con que poder salir de la ciudad. El mayordomo a quien se dirigieron estas demandas se compadecí a de los heridos, pero se negó a complacerlos bajo pretexto de no atreverse a hablar de ello con el Conde. Porque era evidente que, de haberles cedido un carro, hubiera tenido que ceder muy pronto otro, y luego el tercero, y así sucesivamente hasta el ú ltimo, sin mencionar los coches de los señ ores. Treinta carros no bastaban, en realidad, para el transporte de tantos heridos, y por eso el mayordomo decidió pensar primero en é l y en la familia.

Lo hací a en beneficio de sus amos.

 

Por la mañ ana, el primero que salió de su habitació n, sin hacer ruido, para no despertar a la Condesa, que se habí a dormido de madrugada, fue el conde Ilia Andreievitch. Los carros, ya cargados, se hallaban en el patio; los coches, delante de la escalera de entrada. El mayordomo, de pie junto a ella, hablaba con un viejo asistente y con un pá lido y joven oficial que llevaba un brazo en cabestrillo. Al divisar al Conde, el mayordomo les ordenó con un gesto severo que se alejaran.

‑ Bien, Vassilitch; ¿ está todo dispuesto? ‑ preguntó el Conde enjugá ndose la calva y mirando, bené volo, al asistente y al oficial, a los que saludó con una inclinació n de cabeza, porque le gustaba ver caras nuevas.

‑ Sí, Excelencia. Vamos a enganchar enseguida.

‑ ¡ Bien! La Condesa despertará; luego partiremos con la ayuda de Dios. ¿ Qué desean ustedes, señ ores? ‑ agregó dirigié ndose especialmente al oficial ‑. ¿ Son ustedes de casa?

El oficial avanzó. Su rostro habí a enrojecido de pronto.

‑ Conde, se lo suplico... Le ruego..., en nombre de Dios..., que me permita acompañ arle. Como nada poseo, no me importa ir dondequiera que sea. En el carro de los equipajes..., encima de ellos..., donde usted disponga.

El asistente dirigió la misma sú plica al Conde en nombre de su superior.

‑ ¡ Ah, sí! ¡ Con mucho gusto! ‑ se apresuró a responder Ilia Andreievitch ‑. Vassilitch, da las ó rdenes. Di que se vací en dos carros,.., aquellos de allá abajo. Haz todo lo que sea preciso.

La calurosa expresió n de agradecimiento que adquirió la fisonomí a del oficial le afirmó en su decisió n, y dirigió una ojeada a su alrededor. En el patio, en la puerta cochera, en las ventanas del pabelló n, vio soldados y heridos. Todos le miraron cuando se acercó a la puerta.

‑ Pase a la galerí a, Excelencia ‑ dijo el mayordomo ‑. ¿ Qué debo hacer con los cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio en los carros a los heridos que desearan salir de la ciudad.

‑ Se puede quitar alguna cosa ‑ dijo con un acento muy dulce, en voz baja, como si temiera ser oí do.

Cuando la Condesa se despertó eran las nueve. Matrena, la vieja doncella que la asistí a, le comunicó que el Conde, en su bondad, dio orden de que descargasen algunos carros para facilitar el traslado de los heridos. La Condesa mandó llamar a su marido.

‑ ¿ He oí do bien, amigo mí o? ¿ Por qué se descargan los carros?

‑ ¡ Ah, querida...! Pensaba decí rtelo... Verá s. Ha venido un oficial a pedirme que le cediera unos cuantos vehí culos de transporte para los heridos... Los objetos pueden volver a comprarse, ¿ comprendes?, y ellos no pueden quedarse aquí. Ten presente que los hemos invitado a alojarse en nuestra casa y que está n en el patio...

El Conde dijo todo esto con timidez.

La Condesa estaba habituada ya a aquel tono que precedí a siempre a un proyecto ruinoso para sus hijos: la construcció n de una galerí a, de un invernadero, de un teatro o de una sala para una orquesta. Estaba acostumbrada, pues, y consideraba su deber contradecirle cuando se expresaba con aquella voz temblorosa. De modo que en esta ocasió n dijo a su marido, adoptando un aire de tí mida sumisió n:

‑ Escucha, querido: nos has colocado en una situació n tal que ya nadie quiere dar nada por la casa y ahora te empeñ as en perder tambié n toda la fortuna de tus hijos. Tú mismo has dicho que todaví a nos quedan objetos por valor de cien mil rublos. Yo no puedo consentir que se pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de los heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin se llevaron ayer cuanto les pertenecí a. Es lo que hacen todos, porque no son tontos como nosotros. Si no tienes compasió n de mí, tenla al menos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin pronunciar una sola palabra.

‑ ¿ Qué hay, papá? ‑ preguntó Natacha, que entraba en aquel momento en la habitació n de su madre.

‑ Nada. ¡ Nada que te concierna! ‑ exclamó el Conde, irritado.

‑ No, pero lo he oí do todo. ¿ Por qué no consiente mamá?

‑ ¿ Qué te importa a ti? ‑ volvió a gritar el Conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó pensativa.

‑ Padre, ahí llega Berg ‑ anunció despué s de mirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, condecorado con la orden de San Vladimiro y de Ana, y ocupaba siempre la misma posició n, tranquila y agradable, de ayudante del jefe de Estado Mayor del segundo cuerpo de ejé rcito.

El 1° de septiembre habí a salido para Moscú.

Llegó a casa de su suegro en su cochecito, limpio y reluciente, tirado por un par de caballos bien alimentados, dignos del carruaje de un prí ncipe. Cuando se detuvo en el patio, dirigió una atenta ojeada a los carros y a la puerta de entrada, sacó un limpí simo pañ uelo del bolsillo y se hizo un nudo. Luego atravesó la antecá mara y entró en el saló n andando como un pato. Allí abrazó al Conde, besó las manos de Sonia y de Natacha y se informó del estado de salud de su suegra.

La Condesa se levantó en este momento del divá n, con aire sombrí o y descontento. Berg se precipitó a su encuentro para besarle la mano, se volvió a informar del estado de su salud y, despué s de expresarle con un ademá n su compasió n, se detuvo junto a ella.

‑ Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero no hay que inquietarse con exceso. Aun les queda tiempo para partir...

‑ No comprendo qué demonios hacen los criados ‑ se quejó la Condesa dirigié ndose a su marido ‑. Acaban de decirme que no hay nada listo todaví a. Es preciso que alguien se encargue de dirigir. ¡ Acabemos de una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.

Se levantó de la silla y se acercó a la puerta.

Berg se sacó en este momento el pañ uelo del bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudo se quedó pensativo. A continuació n inclinó la cabeza y dijo grave y tristemente:

‑ Padre, deseo pedirle algo muy importante.

El Conde frunció las cejas.

‑ Habla con tu madre. Yo no mando aquí.

‑ Se trata de Vera... He adquirido para ella un armario y un tocador maravillosos..., ya sabe usted cuá nto le gustan a ella estas cosas, y quisiera que me dejara usted disponer de uno de esos campesinos que he visto en el patio para que los transportara...

‑ ¡ Bah! ¡ Id al diablo! La cabeza me da vueltas. ‑ Y el Conde salió de la habitació n.

La Condesa se echó a llorar.

‑ Sí, mamá. Vivimos dí as muy duros ‑ dijo Berg.

Natacha salió tras su padre. Primero le siguió, luego reflexionó un momento y echó a correr escaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del armamento de los campesinos que salí an de Moscú.

En el patio estaban todaví a los carros.

Dos estaban vací os. Un oficial, ayudado por su asistente, subí a a uno de ellos.

‑ ¿ Sabes la causa? ‑ preguntó Petia.

Natacha comprendió que preguntaba por qué habí an reñ ido sus padres. Sin embargo, no contestó.

‑ Papá querí a ceder nuestros carros a los heridos ‑ explicó su hermano‑. Me lo ha dicho Vassilitch.

‑ ¡ Oh! ¡ Es una mala acció n, una cobardí a! ‑ exclamó de pronto Natacha ‑. Algo que no tiene nombre. ¿ Acaso somos alemanes? ‑ En su garganta temblaban los sollozos y, temiendo dejar escapar alguno en su có lera, volvió a Petia la espalda y echó a correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolaba con palabras respetuosas; el Conde, con la pipa en la mano, paseaba por la habitació n. De pronto entró Natacha como un huracá n, con el semblante transfigurado por la ira, y se acercó a su madre.

‑ ¡ Es una cobardí a! ‑ exclamó ‑. No es posible que tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro, asustados.

‑ Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡ Se quedan!

‑ Pero, ¿ qué te pasa? ¿ De quié n hablas? ¿ Qué quieres?

‑ ¡ De los heridos! Es imposible, mamá... Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿ Qué importa que se queden aquí los muebles? Mira al patio. ¡ No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin volver la cabeza, escuchaba lo que decí a Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su emoció n, en su semblante avergonzado y comprendió por qué no estaba su marido de su parte. Con un gesto de perplejidad miró a su alrededor.

‑ ¡ Dios mí o! Hacé is de mí cuanto queré is. ¿ De qué os privo yo? ‑ exclamó sin ceder del todo.



  

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