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UNDÉCIMA PARTE 4 страница‑ He tenido el placer ‑ replicó el prí ncipe André s ‑ no só lo de participar en la retirada, sino incluso de perder en esta retirada a un ser querido, sin hablar de mis bienes y la casa de mi linaje. Mi padre murió de pena. Soy de Smolensk. ‑ ¡ Ah!. ¿ es usted el prí ncipe Bolkonski? Celebro conocerle. El teniente Denisov, má s conocido por el nombre de Vaska ‑ dijo Denisov estrechando la mano del prí ncipe André s y mirá ndole con bené vola expresió n ‑. Sí, ya he oí do hablar de usted ‑ añ adió con gesto compasivo, despué s de un corto silencio‑. Esto es una guerra de escitas. ¡ Todo está bien menos para los que lo pagan con la vida! ¡ Ah! Entonces ¿ es usted el prí ncipe André s Bolkonski? André s inclinó la cabeza. ‑ Celebro veros, Prí ncipe, celebro de veras haberle conocido ‑ repitió con una sonrisa triste, estrechá ndole de nuevo la mano. Sonreí a así al recordar los tiempos en que estuvo enamorado de Natacha. Pero enseguida pasó a lo que le preocupaba intensamente: el plan de campañ a que habí a imaginado mientras hací a el servicio en la vanguardia durante la retirada. Habí a presentado ese plan a Barclay de Tolly, y ahora se proponí a someterlo a Kutuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la lí nea de operaciones de los franceses se habí a alargado demasiado y que antes que ellos, o al mismo tiempo que ellos maniobraban de frente, era preciso cerrar el camino a los franceses y atacar sus comunicaciones. Empezó a explicar su plan al prí ncipe André s. ‑ No se podrá defender toda esta lí nea, es imposible; yo doy mi palabra de romperla. Deme quinientos hombres y la romperé. Estoy convencido. ¡ Só lo hay un sistema posible: las guerrillas! Denisov se levantó y expuso, gesticulando, su plan a Bolkonski. A media explicació n llegaron del campo de revista gritos, mezclados y confundidos con la mú sica y los cantos. El pueblo se llenó de ruidos, pasos y gritos. ‑ ¡ Es é l! ‑ gritó un cosaco que se hallaba en la puerta de la casa. Bolkonski y Denisov se acercaron a la puerta cochera, cerca de la cual se encontraba un pequeñ o grupo de soldados: la guardia de honor. Vieron que Kutuzov, montado en un caballo gris y de mediana altura, se acercaba por la calle. Un grupo de generales le acompañ aba; Barclay estaba casi a su lado. Una multitud de oficiales corrí a detrá s de é l gritando«¡ hurra! ». Delante de é l, los ayudantes de campo entraron a galope en el patio. Kutuzov, picando espuelas impaciente al caballo, que andaba despacio bajo su enorme peso, y saludando continuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel, redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guardia de honor de bravos granaderos, la mayorí a de los cuales ostentaban sus condecoraciones, que le daban escolta, durante un minuto, en silencio, los miró fijamente con una mirada obstinada y fija, volvié ndose despué s hacia la multitud de generales y oficiales que le rodeaban. De pronto, su cara tomó una expresió n fija y encogió los hombros con gesto de extrañ eza. ‑ ¡ Retroceder, retroceder siempre con unos muchachotes así! ‑ dijo ‑. ¡ Vaya! Hasta la vista, general ‑ añ adió. Y, picando espuelas hacia la puerta, pasó por delante del prí ncipe André s y de Denisov. ‑ ¡ Hurra, hurra, hurra! ‑ gritaban detrá s de é l. Desde que el prí ncipe André s le habí a visto por ú ltima vez, Kutuzov habí a engordado, hacié ndose má s pesado; pero su ojo perdido, su gesto, la impresió n de fatiga y de su persona eran los mismos. Llevaba la casaca ‑ el lá tigo sostenido por una correa fina le atravesaba la espalda ‑ y la gorra blanca de caballero de la guardia. Andaba columpiá ndose sobre el caballo. Al entrar en el patio se puso a silbar. Su cara expresaba la alegrí a tranquila de un hombre que tiene intenció n de descansar despué s de una revista. Sacó el pie izquierdo del estribo e incliná ndose y moviendo su cuerpo con esfuerzo se levantó de la silla con dificultad, apoyó se con las rodillas, tosió y bajó confiando en los brazos del cosaco ayudante de campo. Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su alrededor con los ojos medio entornados, miró al prí ncipe André s‑ evidentemente sin reconocerlo ‑ y con su paso de oca entró en el portal. La impresió n de la cara del prí ncipe André s no se unió al recuerdo de su persona sino al cabo de unos cuantos segundos, tal como es corriente en los viejos. ‑ ¡ Ah! ¡ Buenos dí as, Prí ncipe! ¡ Buenos dí as, querido! Vamos... ‑ dijo en un tono de fatiga mirando a su alrededor. Y subió pesadamente las escaleras, que crují an bajo su peso. Se desabrochó la levita y se sentó en el banco que se hallaba bajo el pó rtico de la entrada ‑. ¿ Y có mo está su padre? ‑ Ayer supe que habí a muerto ‑ dijo brevemente el prí ncipe André s Kutuzov miró al prí ncipe André s con los ojos desmesuradamente abiertos y enseguida se descubrió, persigná ndose. ‑ ¡ Que Dios le tenga en la gloria! ¡ Que se haga su voluntad sobre todos nosotros. ‑ Suspiró profundamente y se calló por el momento ‑. Le querí a y le respetaba; lo compadezco con toda mi alma. Abrazó al prí ncipe André s, le estrechó contra su robusto pecho, retenié ndole un rato en esta posició n. Cuando le soltó, el prí ncipe André s vio que los gruesos labios de Kutuzov temblaban y que tení a los ojos llenos de lá grimas. Suspiró y apoyó las manos en el banco para levantarse ‑ Vamos, vamos a casa y hablaremos ‑ dijo. En aquel momento, Denisov, que no se paraba ni ante los jefes ni ante el enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo querí an pararlo cerca del portal, subió resuelto la escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov se puso a mirar a Denisov con mirada fatigada y con gesto de despecho, y con las manos apoyadas en el vientre repitió: ‑ ¿ Por el bien de la patria? Y bien, ¿ qué es esto? ¡ Hable! Denisov se sonrojó como un muchacho. Era extrañ o ver sonrojada aquella vieja cara, bigotuda y pecosa. Con decisió n comenzó a exponer su plan para romper la lí nea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma. Denisov habí a vivido mucho tiempo en aquella regió n y la conocí a bien. Su plan parecí a indiscutiblemente bueno, sobre todo gracias a la fuerza y convicció n con que lo exponí a. Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuando echaba una mirada al patio de la vecina isba como si en aquel lugar aguardara alguna cosa desagradable. En efecto, de la isba que miraba mientras hablaba Denisov salió un general con una cartera bajo el brazo. ‑ ¿ Có mo? ¿ Ya está is a punto? ‑ preguntó Kutuzov en medio de la explicació n que le hací a Denisov. ‑ Estoy a punto, Excelencia ‑ dijo el general. Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir: «¡ Có mo es posible que un hombre solo pueda hacer esto! », y continuó escuchando a Denisov. ‑ Doy mi palabra de honor de oficial de hú sares que cortaré las comunicaciones a Napoleó n ‑ dijo Denisov. ‑ Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia, ¿ qué parentesco tiene contigo? ‑ le interrumpió Kutuzov. ‑ Es mi tí o, Alteza. ‑ ¡ Ah! Así, pues, somos amigos ‑ dijo alegremente Kutuzov ‑. Está bien, hombre, está bien; qué date aquí, en el Estado Mayor mañ ana hablaremos. Y saludando con la cabeza a Denisov se volvió y recogió los papeles que le entregaba Konovnitzin. ‑ ¿ Vuestra Alteza no se dignará entrar en la habitació n? ‑ dijo el general de servicio con tono de descontento ‑. Es necesario examinar los planos y firmar algunos documentos. El ayudante de campo que salí a por la puerta anunció que todo estaba preparado dentro. Pero, evidentemente, Kutuzov querí a encontrar la habitació n despejada. Hizo una mueca. ‑ Bueno, amigo, bueno, di que traigan la mesa. Lo estudiaremos aquí mismo. Tú qué date aquí ‑ añ adió dirigié ndose al prí ncipe André s.
X Despué s de unos dí as de mal tiempo, el 25 mejoró, por lo que, despué s del almuerzo, Pedro partió de Moscú. Por la noche, al cambiar de caballos en Perkhuchkovo, Pedro supo que aquella tarde se habí a librado una gran batalla. Decí an que en Perkhuchkovo la tierra habí a temblado de los cañ onazos. Pedro preguntó quié n era el vencedor, pero nadie supo responderle; era la batalla de Schevardin, del 24. A primeras horas de la mañ ana, Pedro llegaba cerca de Mojaisk. Todas las casas de Mojaisk estaban ocupadas por las tropas, y en el mesó n donde Pedro encontró a su lacayo y a su cochero no habí a sitio: los oficiales lo ocupaban todo. A partir de Mojaisk se encontraban tropas por todas partes: cosacos, soldados de infanterí a, de caballerí a, furgones, cajas, cañ ones... Pedro se apresuró y cuanto má s se alejaba de Moscú, má s se sumergí a en este mar de tropas, má s se sentí a invadido por una extrañ a inquietud y por un sentimiento de alegrí a desconocido para é l. El 24, la batalla se habí a entablado en el reducto Schevardin; el 25, las tropas no dispararon un tiro; el 26 se habí a librado la batalla de Borodino. En la mañ ana del 25, Pedro partió de Mojaisk para Tatarinovo. A mano derecha del collado que va hacia la ciudad delante de la catedral, situada en la cima, Pedro, cuando la campana anunciaba el oficio, bajó del coche y echó a andar. Detrá s de é l descendí a un regimiento de caballerí a con cantores delante; los postillones y los campesinos corrí an de un lado a otro azotando a los caballos, gritando cerca de ellos. Las carretas, en cada una de las cuales iban echados y sentados tres o cuatro soldados heridos, saltaban por las piedras que tapizaban el suelo de la rá pida cuesta. Los heridos, vendados, pá lidos, con los labios cerrados, las cejas hirsutas, se cogí an a los barandales mientras chocaban los unos contra los otros dentro de las carretas. Casi todos, con una curiosidad infantil e inocente, miraban el frac verde y la gorra blanca de Pedro. El cochero de Pedro gritaba con violencia para que los convoyes de heridos se apartaran. El regimiento de caballerí a que descendí a de la montañ a cantando cerró el paso al coche de Pedro. É ste se detuvo en el margen del camino. El sol no habí a penetrado hasta aquel camino profundo, en el que hací a frí o y humedad. Por encima de la cabeza de Pedro brillaba una clara mañ ana de agosto y se sentí a un alegre campanilleo. Una carreta de heridos se detuvo cerca de Pedro. El postilló n, un campesino con lapti, corrió resoplando hacia el carro, puso una piedra bajo las ruedas de atrá s y empezó a arreglar la guarnició n del caballo. Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que andaba al lado de la carreta, cogió le la mano, volvié ndose hacia Pedro. ‑ ¿ Nos arrastraré is hasta Moscú? ‑ preguntó. Pedro, de tan pensativo como estaba, no entendió la pregunta; tan pronto miraba al regimiento de caballerí a, que en aquel momento se cruzaba con el convoy de heridos, como a la carreta que tení a cerca, en la que iban dos heridos sentados y uno echado, y le pareció que allí, en presencia de aquellos heridos, se encontraba la solució n que buscaba. Uno de los soldados sentado en la carreta estaba herido, probablemente en la mejilla; tení a la cabeza vendada con jirones de tela; una de sus mejillas estaba tan hinchada que parecí a una cabeza de niñ o; la boca y la nariz se le habí an torcido. El soldado miró a la iglesia y se persignó. El otro, un muchacho joven ‑ un recluta ‑, rubio y blanco, miró a Pedro con una bondadosa sonrisa, acartonada, que se destacaba en una cara fina completamente exangü e. Los cantores del regimiento de caballerí a pasaban a la altura de la carreta. Cantaban una canció n de soldados. Como respondié ndoles, pero con otro gé nero de alegrí a, los rayos tibios del sol acariciaban la cima opuesta de la montañ a. Abajo, al pie, cerca de la carreta de los heridos y del caballito voluntarioso, parado junto al coche, habí a mucha humedad y tristeza. El soldado de la mejilla hinchada miraba colé rico a los cantores. ‑ ¡ Oh! ¡ Qué presumidos! ‑ dijo con desdé n. ‑ Hoy no han tenido bastante con los soldados y tambié n han cogido a los campesinos. ¡ Hasta a los campesinos...! Tambié n los cazan..., hoy todos somos iguales. Quieren lanzar a todo el pueblo. ¡ Quieren acabar de una vez! ‑ dijo con una sonrisa triste, dirigié ndose a Pedro, el soldado que iba dentro de la carreta. A pesar de la oscuridad de las palabras del soldado, Pedro comprendió todo lo que querí a decir e inclinó la cabeza en señ al de aprobació n. La carretera quedó libre. Pedro descendió y se fue un poco má s lejos. Miró a los dos soldados del camino, buscando una cara conocida, pero no encontraba má s que rostros desconocidos de militares de diversos regimientos, que miraban con extrañ eza su gorra blanca y su frac verde. Despué s de haber recorrido cuatro verstas encontró a un conocido al que interpeló con alegrí a. Era uno de los mé dicos en jefe del ejé rcito e iba en un cabriolé; seguí a un camino distinto al de Pedro; a su lado iba un mé dico joven. Al reconocer a Pedro, mandó parar al cosaco que iba en el asiento del cochero. ‑ ¡ Conde! ¡ Excelencia! ¿ Có mo se encuentra usted aquí? ‑ preguntó el doctor. ‑ Nada, he querido ver... ‑ Sí, sí, ya le aseguro yo que hay muchas cosas por ver. Pedro descendió y se puso a hablar con el doctor, explicá ndole su propó sito de participar en la batalla. ‑ ¿ Por qué quiere encontrarse Dios sabe dó nde, en un lugar desconocido, durante la batalla? ‑ dijo cambiando una mirada con su joven compañ ero ‑. Ademá s, el Serení simo le conoce y le recibirá con mucho gusto. Cré ame, há galo así, querido. El doctor parecí a cansado y nervioso. ‑ Así, pues, piensa... ¡ Ah! Tambié n quisiera preguntarle dó nde se encuentra exactamente la posició n ‑ dijo Pedro. ‑ ¿ La posició n? Esto no es de mi especialidad. Pase por el pueblo de Tatarinovo, allá preparan algo, y suba al collado, desde allí se ve todo ‑ dijo el doctor. ‑ ¿ De veras? Si usted... Pero el doctor le interrumpió y se acercó al cabriolé. ‑ De buena gana le acompañ arí a, pero le juro que estoy hasta aquí ‑ el doctor señ alaba su cuello ‑. Voy corriendo al comandante del cuerpo. Lo hemos arreglado como hemos podido. ¿ Sabe usted, Conde? La batalla está decidida para mañ ana, y por cien mil hombres hay que calcular por lo menos unos veinte mil heridos, y no tenemos literas, ni camas de campañ a, ni mé dicos ni para seis mil. Tenemos diez carretas, pero no es esto só lo lo que se necesita, y ahí queda eso, arré glate como puedas... Este pensamiento extrañ ó a Pedro: entre aquellos millares de hombres vivos y sanos, jó venes y viejos, a los que causaba una alegre admiració n su gorra, habí a seguramente unos veinte mil destinados a ser heridos o a morir ‑ quié n sabe si aquellos mismos que veí a ‑; este pensamiento le aplastó: «Quizá mueran mañ ana. ¿ Por qué piensan en otras cosas que en la muerte? » Y de pronto, por una asociació n misteriosa de ideas, se representó vivamente la salida de Mojaisk, la carreta con los heridos, la campana, los rayos inclinados del sol, las canciones de los de caballerí a. «Los jinetes van a la batalla, encuentran heridos y no piensan ni por un instante lo que les espera, y echan adelante mientras guiñ an el ojo a los heridos. Y de todos estos hombres, veinte mil está n destinados a la muerte, y a pesar de ello se preocupan de mi gorra. ¡ Qué extraordinario!, pensaba Pedro dirigié ndose al pueblo de Tatarinovo. Cerca de la casa señ orial, a izquierda del camino, se encontraban coches, carros y una multitud de asistentes y centinelas. El cuartel del Serení simo se hallaba allí. Pero cuando Pedro llegó casi no habí a nadie del Estado Mayor. Todos estaban en el oficio de acció n de gracias. Pedro marchó má s lejos, en direcció n a Gorki. Despué s de subir una cuesta, al entrar en una calleja del pueblo, Pedro se dio cuenta por primera vez de los campesinos milicianos, con sus gorras y camisas blancas, que, hablando y gritando animados y sudorosos, trabajaban a la derecha del camino, en un inmenso reducto cubierto de hierba. Los unos cavaban con azadones, los otros se llevaban la tierra sobrante sobre unas tablas y los otros no hací an nada. Dos oficiales daban ó rdenes. Al ver a aquellos campesinos que el nuevo estado militar animaba, Pedro se acordó otra vez de los heridos de Mojaisk y comprendió lo que querí a decir el soldado cuando le dijo «que querí an lanzar a todo el pueblo». La vista de aquellos campesinos barbudos, que trabajaban en el campo de batalla, pesados, con botas que no eran de su pie, con los cuerpos bañ ados de sudor, con las camisas abiertas, por las cuales se veí an los huesos de las claví culas, impresionó má s vivamente a Pedro que todo lo que habí a visto y sentido hasta entonces respecto a la solemnidad e importancia del instante presente,
XI Pedro descendió de su coche y subió a un collado desde el que se veí a el campo de batalla. Eran las once de la mañ ana. El sol, un poco a la izquierda por detrá s de Pedro, a travé s del aire puro y suave, iluminaba vivamente un enorme panorama, que se abrí a como un anfiteatro ante su vista. Encima y a la izquierda, rompiendo aquel anfiteatro, pasaba la carretera de Smolensk, que atravesaba el pueblo de la iglesia blanca, que se hallaba exactamente debajo, a unos quinientos pasos delante del collado; era Borodino. La carretera, má s allá del pueblo, atravesaba un puente y, serpenteando cada vez má s, seguí a hacia el pueblo de Valluievo, que se percibí a a la distancia de unas seis verstas. Napoleó n se encontraba allí. Detrá s de Valluievo, la carretera desaparecí a en el bosque que se veí a amarillear en el horizonte. En aquel bosque de abetos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol la cruz lejana y el campanario del convento de Kolotzki. Entre toda aquella lejaní a azulada a derecha e izquierda del bosque y de la carretera, en diversos lugares, se veí an las hogueras humeantes y las masas imprecisas de las tropas rusas y las del enemigo. A la derecha, a lo largo de los rí os Kolotcha y Moscova, el paí s estaba lleno de cavernas y era muy accidentado. Lejos, en uno de los valles, se divisaban los pueblos de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, el terreno era má s regular, con campos de trigo; se veí a el pueblo de Semeonovskoie. Todo lo que Pedro veí a tanto a derecha como a izquierda era tan impreciso que en ningú n sitio encontraba algo para satisfacer su imaginació n. En ninguna parte descubrí a aquel campo de batalla que esperaba encontrar; só lo veí a campos, llanuras, tropas, bosques, cortijos, hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro, por má s que mirara, no podí a descubrir en aquel paisaje la posició n y tampoco podí a distinguir las tropas rusas de las del enemigo. «He de informarme con alguien que entienda», pensó y se dirigió a un oficial que miraba curioso su enorme persona, tan poco marcial. ‑ ¿ Quiere usted hacerme el favor de decirme qué pueblo es aquel de allá abajo, enfrente de nosotros? ‑ Burdino, ¿ no? ‑ dijo el oficial dirigié ndose a su compañ ero. ‑ Borodino ‑ rectificó el otro. El oficial, visiblemente contento por la ocasió n que se le presentaba de hablar, se acercó a Pedro. ‑ Los nuestros ¿ está n allá abajo? ‑ preguntó Pedro. ‑ Sí, y má s lejos está n los franceses. Mire, mire, ¡ si se ven! ‑ dijo el oficial. ‑ ¿ Dó nde? ¿ Dó nde? ‑ preguntó de nuevo Pedro. ‑ Se distinguen a simple vista. Mire. El oficial señ alaba el humo que veí a a la izquierda, detrá s del rí o, cuando apareció en su rostro aquella expresió n severa y grave que Pedro habí a ya observado en muchos de los rostros que habí a visto. ‑ ¡ Ah! ¿ Son franceses? Y allá a lo lejos... ‑ Pedro señ aló a la izquierda del collado, cerca del cual se veí an tropas. ‑ Son los nuestros. ‑ ¡ Ah! ¡ Los nuestros! Pedro señ alaba un collado lejano con un gran á rbol, cerca del pueblo que se divisaba en el valle; allí tambié n se veí a humareda de fuegos y algo que se moví a. ‑ Es «é l» tambié n ‑ dijo el oficial (era el reducto de Schevardin) ‑. Ayer se encontraban los nuestros, hoy está «é l». ‑ Así, pues, ¿ cuá l es nuestra posició n? ‑ ¡ La posició n! ‑ dijo el oficial con una sonrisa de placer ‑. Le puedo hablar con gran conocimiento de causa, pues yo soy quien ha construido casi todas las fortificaciones. ¿ Ve? Allá abajo tenemos el centro de Borodino. ¿ Ve aquello? ‑ y señ alaba al pueblo con la iglesia Blanca que se hallaba delante ‑, ahí está el paso para atravesar el Kolocha. Allá, ¿ lo ve?, allá donde se divisan aquellas gavillas de heno... Es el puente, es nuestro centro. Aquí tenemos nuestro flanco derecho ‑ señ alaba muy a la derecha, lejos, hacia los valles‑. Allá abajo está el rí o Moscova, sobre el que hemos construido tres reductos muy fuertes. El flanco izquierdo... ‑ El oficial se detuvo ‑. Verá usted, eso es muy difí cil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo se encontraba allá abajo, en Schevardin, donde está el roble; ahora hemos retrocedido nuestra ala izquierda hacia atrá s. ¿ Ve usted el pueblo y la humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie, y mire allí tambié n ‑ señ aló al collado de Raievski ‑. Pero no es muy probable que la batalla se dé aquí. Es para tendernos una celada el hecho de que «é l» haya hecho pasar sus tropas hacia esta parte; es casi seguro que dará la vuelta, dejando Moscú a la derecha. Pero es lo mismo, muchos de nosotros caeremos mañ ana ‑ acabó el oficial. ‑ ¡ Helos aquí! Llevan... van... usted... Estará n aquí enseguida ‑ dijeron de pronto las voces. Los oficiales, los soldados y los milicianos se precipitaron a la carretera. La procesió n, que habí a salido de la iglesia de Borodino, descendí a la cuesta. Delante de todos, por la polvorienta carretera, marchaba la infanterí a, con la cabeza descubierta y los fusiles a la funerala. Detrá s de la infanterí a se oí a el canto de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron con la cabeza descubierta, pasando por delante de Pedro. ‑ Traen a la Madre de Dios. ¡ La protectora! ¡ Iverskai...! ‑ Es Nuestra Señ ora de Smolensk ‑ corrigió otro. Los milicianos, tanto aquellos que se hallaban en el pueblo como los que trabajaban en la baterí a, dejaron las palas y los picos para correr hacia la procesió n. Detrá s del batalló n que avanzaba por la polvorienta carretera seguí an los sacerdotes con sus casullas. El uno era viejo y usaba há bito; le acompañ aban los asistentes y los chantres. Detrá s de ellos, soldados y oficiales transportaban una gran imagen de cara morena, muy decorada. Era la imagen que se habí an llevado de Smolensk y que desde entonces seguí a al ejé rcito. Alrededor de la imagen andaban, corrí an y saludaban haciendo reverencias, con la cabeza descubierta, multitud de militares. De pronto, la multitud que rodeaba a la imagen se apartó y alguien, probablemente algú n personaje importante a juzgar por la prisa con que todos le dejaban sitio, empujó a Pedro y se acercó a la imagen. Era Kutuzov, que inspeccionaba la posició n. Al entrar en Tatarinovo se habí a acercado para asistir a la acció n de gracias. Pedro reconoció a Kutuzov enseguida por su particular figura, muy distinta de cualquier otra; su cuerpo enorme, con una larga levita y cargado de espaldas, la blanca cabeza descubierta y un ojo vací o. Kutuzov, con su paso cansado y vacilante, penetró dentro del cí rculo y se detuvo ante el sacerdote. Se persignó con un movimiento maquinal, con la mano tocó hasta el suelo y, suspirando muy profundamente, inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y el sé quito seguí an a Kutuzov. A pesar de la presencia del comandante en jefe, que atraí a toda la atenció n de los oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron rezando sin mirarlo. Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov se acercó a la imagen y se arrodilló pesadamente con una gran reverencia, costá ndole despué s mucho levantarse, debido a su obesidad y a su debilidad; su blanca cabeza se congestionaba con los esfuerzos. Finalmente se levantó y con expresió n infantil e inocente fue a besar la imagen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocar la tierra. Los generales siguieron su ejemplo, despué s los oficiales y despué s de é stos, empujá ndose los unos a los otros, resoplando y con la cara congestionada, los soldados y los milicianos, a los que por fin les llegó el turno.
XII Perdido entre la gente como se hallaba, Pedro miró a su alrededor. ‑ Conde Pedro Kirilovich, ¿ có mo es que se encuentra aquí? ‑ dijo una voz. Pedro buscó a su alrededor. Boris Drubetzkoi, sacudié ndose el polvo de las rodillas del pantaló n, que se le habí an ensuciado, acercó se sonriendo a Pedro. Boris vestí a elegantemente prendas llenas de marcialidad: usaba una larga tú nica e, igual que Kutuzov, llevaba un largo lá tigo atravesado sobre la espalda. Entre tanto, Kutuzov volví a al pueblo y se sentaba a la sombra de la casa má s pró xima, en un banco que un cosaco le trajo corriendo y que otro se habí a apresurado a cubrir con una pequeñ a alfombra. Un numeroso y brillante sé quito rodeaba al Generalí simo.
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