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UNDÉCIMA PARTE 5 страницаPedro explicaba su intenció n de participar en la batalla y de inspeccionar la posició n. ‑ Lo mejor será que haga usted lo que le digo ‑ indicó Boris‑. Yo le haré los honores del campamento. Desde donde se encuentra el conde Benigsen podrá usted verlo todo. Estoy con é l; soy agregado. Le haré un informe y si quiere recorrer la posició n puede venir con nosotros. Iremos primeramente al flanco izquierdo y volveremos enseguida. Le ruego que me haga el honor de pasar la noche conmigo. Jugaremos una partida. ¿ Conoce usted a Dmitri Sergueich? Se aloja aquí ‑ y señ aló la tercera casa de Gorki. ‑ Pero yo quisiera ver el flanco derecho. Dicen que se halla muy fortificado ‑ dijo Pedro ‑. Quisiera atravesar el Moscova y ver toda la posició n. ‑ ¡ Oh, eso no puede ser! Lo principal es el flanco izquierdo. ‑ Está , bien, está bien, y ¿ dó nde se encuentra el regimiento del prí ncipe Bolkonski? ¿ Podrí a indicá rmelo? ‑ preguntó Pedro. ‑ ¿ De André s Nicolaievich? Pasaremos por allí. Le llevaré a su casa. Ademá s de Kaisserov, ayudante de campo de Kutuzov, otros amigos fueron a saludar a Pedro, tantos, que no tení a tiempo para contestar a todas las preguntas que sobre Moscú se le hací an ni para oí r todos los relatos que querí a oí r. En todos los rostros se reflejaba la animació n y la preocupació n. Mas a Pedro le pareció que la animació n de aquellos rostros se referí a al posible é xito individual, no apartá ndose de su memoria la expresió n que habí a visto a veces en otros rostros que no hablaban de cuestiones personales, sino de las grandes cuestiones generales de la vida y de la muerte. Kutuzov vio a Pedro y al grupo que le rodeaba. ‑ Hagan que se acerque ‑ dijo Kutuzov. Un ayudante de campo transmitió el deseo del Serení simo y Pedro se dirigió a su banco. En aquel momento, Boris, con su habilidad de cortesano, se colocó al lado de Pedro, cerca del jefe y, con el aire má s natural del mundo y en un tono distraí do, como si continuara una conversació n, dijo a Pedro: ‑ Los milicianos, como quien no hace la cosa, se han vestido sus camisas blancas y limpias, dispuestos para la muerte. ¡ Qué heroí smo, Conde! Boris decí a evidentemente todo esto a Pedro para que el Serení simo le oyera. Sabí a que Kutuzov escuchaba sus palabras. Efectivamente, el Serení simo se dirigió a é l: ‑ ¿ Qué cuentas de los milicianos? ‑ Que prepará ndose, Excelencia, para morir, se han vestido sus camisas limpias. ‑ ¡ Ah, son hombres admirables, no existen otros como ellos! ‑ dijo Kutuzov, que cerró los ojos e inclinó la cabeza ‑. Esa gente es incomparable ‑ repitió suspirando. ‑ ¿ Quiere usted oler la pó lvora? ‑ preguntó a Pedro ‑. Echa muy buen olor. Tengo el honor de ser un adorador de su esposa. ¿ Sigue bien? Mi campamento está a su disposició n. Y, como ocurre frecuentemente a los viejos, Kutuzov empezó a mirar distraí damente a su alrededor, como si hubiera olvidado lo que tení a que hacer o decir. Boris dijo algo a su General, y el conde Benigsen, dirigié ndose a Pedro, le propuso que fuera con ellos a la lí nea de fuego. ‑ Lo encontrará todo muy interesante ‑ le dijo. ‑ ¡ Oh, sí, sí, ya lo creo, muy interesante! ‑ repitió Pedro. Media hora despué s, Kutuzov marchó hacia Tatarinovo, y Benigsen, con su sé quito, en el que se encontraba tambié n Pedro, se dirigió a las avanzadas.
XIII La tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el prí ncipe André s se hallaba echado, recostada la cabeza sobre una mano, en una choza medio hundida de Kanizakovo, en los confines de la posició n de su regimiento. Por el agujero del muro agrietado miraba la lí nea de viejos á rboles, sus ramas cortadas, la cabañ a, con las gavillas de cebada y los matorrales, por encima de los cuales divisaba la humareda de las hogueras en que los soldados hací an su comida. A pesar de que su vida le parecí a bastante mezquina, inú til y penosa, el prí ncipe André s se sentí a tan emocionado y nervioso como, siete añ os atrá s, la ví spera de la batalla de Austerlitz. Habí a recibido y transmitido las ó rdenes para el dí a siguiente, no quedá ndole ya nada que hacer, pero los pensamientos má s sencillos, los má s claros y, por ende, los má s terribles, no le dejaban tranquilo. Sabí a que la batalla del dí a siguiente serí a la má s espantosa de cuantas habí a participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su vida, sin ninguna relació n con todos los vivos, sin pensar en lo que sentirí an los otros, no só lo hacia é l mismo, sino hacia su alma, se le presentó casi cierta, con una certidumbre simple y descorazonadora. El objetivo de toda esa representació n, todo aquello que le preocupaba y le atormentaba, se aclaraba sú bitamente, con una claridad frí a, blanca, sin sombras, sin perspectivas y sin diferenciació n de planos. Toda la vida se le presentaba como una linterna má gica, a travé s de la cual, como a travé s de un cristal color de rosa, habí a mirado durante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, de pronto, veí a sin ningú n cristal interpuesto y a la clara luz del dí a todas aquellas imá genes mal coloreadas. «Sí, aquí está is, falsas imá genes que me habé is conmovido, atormentado y entusiasmado – se decí a recordando los cuadros de la linterna má gica de su vida, que en aquel momento veí a a la claridad frí a y blanca del dí a‑. Aquí está s, idea de la muerte. He aquí esas figuras pintadas groseramente que se presentan como algo viejo y misterioso, la gloria, el bien pú blico, el amor de la mujer, la patria misma. ¡ Qué grandes parecí an estos cuadros! ¡ De qué sentido tan profundo les creí a llenos! Y todo es simple, pá lido y grosero a la luz frí a de esta mañ ana que siento que amanece en mí. » Tres dolores de su vida retuvieron particularmente su atenció n: su amor por la mujer, la muerte de su padre y la invasió n francesa que habí a conquistado media Rusia. «¡ El amor...! Aquella muchacha me parecí a llena de una dulce fuerza misteriosa. ¿ Y qué? La amaba, hací a poé ticos planes sobre el amor y sobre la felicidad que gozarí a con ella. ¡ Buen chico! ‑ pronunció en alta voz, colé rico ‑. ¡ Y yo que creí a en un amor ideal que debí a conservarme toda su fidelidad durante el añ o de mi ausencia! Igual que la tierna paloma de la fá bula, ella debí a morir al separarse de mí... Sí, todo es muy sencillo. ¡ Todo esto es horriblemente sencillo y feo! » «Mi padre construí a Lisia‑ Gori, que consideraba como su tierra, como su paí s. Llega Napoleó n y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su camino y destruye Lisia-Gori y toda su vida. ¡ Mientras, la princesa Marí a dice que esto es una prueba enviada por el cielo! ¿ Y por qué esta prueba cuando é l ya no está allí y nunca má s estará? Si ya no existe, ¿ de qué ha de servir esta prueba? La patria, la pé rdida de Moscú..., y mañ ana me matará n, y a lo mejor no será un francé s el que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses vendrá n y, cogié ndome por la cabeza y por los pies, me echará n en una fosa comú n para que no haya epidemia. Despué s se formará n nuevas condiciones de vida, que se hará n habituales para los demá s y que yo no conoceré porque no me encontraré allí. » Miró las copas de los á rboles, que tení an un tono amarillento e inmó vil, miró su propia piel blanca que brillaba al sol. «¡ Morir! ¡ Que me maten mañ ana...! ¡ Que deje de existir...! ¡ Que abandone todo esto y que me vaya para siempre! » Se representaba vivamente su ausencia de esta vida. Aquellos á rboles, con su juego de luces y sombras, aquellas nubes y aquellas humaredas de las hogueras del campamento, todo se transformaba para é l, parecié ndole que algo terrible le amenazaba. Sintió frí o en la espalda y empezó a pasearse. Por detrá s del cobertizo se oí an voces. ‑ ¿ Quié n es? ‑ preguntó el prí ncipe André s. El capitá n Timokhin, el de la nariz roja, comandante de la compañ í a en la que se hallaba Dolokhov y que ahora, por falta de oficiales, era comandante de batalló n, entró tí midamente en el cobertizo. El ayudante de campo y el cajero entraron a continuació n. El prí ncipe André s saludó rá pidamente, oyó lo que le comunicaban los oficiales sobre el servicio, dió les alguna nueva orden y se disponí a a despedirlos cuando oyó una voz conocida que chillaba: ‑ ¡ Diablo! En aquel instante, un hombre chocaba con algo. El prí ncipe André s miró al interior del cobertizo y vio que se acercaba Pedro, quien se habí a enganchado con un tronco de leñ a. En general, al prí ncipe André s le era muy desagradable ver gente de su mundo y especialmente a Pedro, que le recordaba todos los momentos penosos por que habí a atravesado durante su ú ltima estancia en Moscú. ‑ ¡ Ah, eres tú! ¿ Qué viento te trae? Te aseguro que no te aguardaba ‑ dijo. Mientras pronunciaba estas palabras, en sus ojos y en toda la expresió n de su rostro existí a algo má s que sequedad; era hostilidad lo que manifestaba. Pedro se dio cuenta enseguida. Se acercaba al cobertizo con una disposició n de espí ritu má s animada, pero al observar la expresió n de la cara del prí ncipe André s sintió se cortado y sin saber qué decir. ‑ He venido..., pues... ¿ Sabes?, he venido... porque esto me interesa ‑ dijo Pedro, que aquel dí a habí a repetido muchas veces: «Esto me interesa» ‑. He querido ver la batalla.
XIV Los oficiales querí an retirarse, pero el prí ncipe André s, como si temiera quedarse solo con su amigo, les propuso que tomaran el té con é l. Trajeron las tazas y el té. Los oficiales miraban algo extrañ ados a la persona enorme de Pedro y escuchaban lo que decí a sobre Moscú y sobre la disposició n del campamento que acababa de recorrer. El prí ncipe André s callaba y poní a tal cara que Pedro se dirigí a con preferencia al buen comandante del batalló n, Timokhin. ‑ Así, pues, ¿ has entendido toda la disposició n de las tropas? ‑ le interrumpió el prí ncipe André s. ‑ Sí; es decir, no siendo de la profesió n no puedo asegurar que lo haya entendido absolutamente todo, pero sí en lí neas generales. ‑ Pues sabes má s que nadie ‑ replicó el prí ncipe André s. ‑ ¿ Có mo? ‑ dijo Pedro, extrañ ado, mirando a su amigo por encima de los lentes ‑. ¿ Y qué me dices del nombramiento de Kutuzov? ‑ Me ha satisfecho mucho ‑ respondió el prí ncipe André s. Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó al prí ncipe André s si creí a que se ganarí a la batalla del dí a siguiente. ‑ Sí, sí ‑ respondió distraí damente el Prí ncipe ‑. La ú nica cosa que harí a yo, si pudiera, serí a no coger prisioneros. ¿ Para qué sirven los prisioneros? Es cuestió n de caballerosidad. Los franceses han saqueado mi casa, devastará n Moscú, me han ofendido y me ofenden a cada instante, son mis enemigos; para mí son unos criminales, y Timokhin y todo el ejé rcito piensa lo mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son mis enemigos, no pueden ser mis amigos. ‑ Sí, soy completamente de tu opinió n ‑ dijo Pedro mirando al prí ncipe André s con los ojos brillantes. La cuestió n que todo aquel dí a, desde su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parecí ale ahora definitivamente clara y resuelta. Comprendí a todo el sentido y la importancia de esta guerra y de la futura batalla. Todo lo que habí a visto durante aquel dí a, la expresió n solemne y severa de las caras que habí a observado al pasar, todo se aclaró en su mente con una nueva luz. Comprendí a aquel fuego latente de patriotismo que veí a y aquello le explicaba que todos se preparasen a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta frivolidad. ‑ Ni un prisionero ‑ continuaba el prí ncipe André s ‑ esto só lo cambiarí a el cará cter de la guerra, hacié ndola menos cruel. Nosotros hemos sido magná nimos, y é ste es el mal, hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidad y esta sensibilidad son, en la guerra, las de una señ ora que se pone mala al ver matar a un becerrito: es tan buena que no puede ver sangre, pero se come el becerrito con buen apetito cuando se lo sirven guisado. Se nos habla del derecho de la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanos para con los desgraciados, etcé tera. ¡ Tonterí as! ¡ En mil ochocientos cinco vi la caballerosidad y el parlamentarismo! Nos hemos engañ ado, nos hemos engañ ado. Te roban la casa, ponen en circulació n billetes falsos, matan a mis hijos y a mi padre y se habla del derecho de la guerra y de magnanimidad para con los enemigos. ¡ Ni un prisionero, só lo matar a ir o la muerte! El que como yo ha llegado a estas conclusiones, por lo mismo que ha padecido... El prí ncipe André s, que creí a que le era indiferente que Moscú fuera o no tomado como lo habí a sido Smolensk, se interrumpió bruscamente y un sollozo inesperado le agarrotó la garganta. Quedó un momento silencioso, pero sus ojos brillaban de fiebre y los labios le temblaban cuando volvió a hablar. ‑ Si en la guerra no hubiera magnanimidad, só lo marcharí amos cuando fuera necesario, como hoy, ir a la muerte. No habrí a guerra ú nicamente porque Pablo Ivanich hubiera ofendido a Pedro Ivanich. De este modo, todos los westfalianos y hessianos que Napoleó n lleva consigo no le seguirí an a Rusia y nosotros no hubié ramos ido a batirnos a Austria y a Prusia sin saber por qué. La guerra no es una cosa graciosa, sino muy fea y desagradable, por lo que es preciso comprenderla y no convertirla en juego, aceptando seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestió n reside en esto: apartad la mentira, y la guerra será la guerra y no un juego; de otro modo, la guerra se convierte en la diversió n predilecta de la gente ociosa y ligera... ‑ Y despué s de una breve pausa dijo de pronto el prí ncipe André s‑: ¡ Eh!, ¿ Duermes? Tambié n es la hora para mí. Vete a Gorki. ‑ ¡ Oh, no! ‑ replicó Pedro mirá ndole con ojos tiernos y espantados. ‑ Vete, vete. Antes de la batalla hay que dormir ‑ repitió el prí ncipe André s. Se acercó rá pidamente a Pedro y le besó ‑. Adió s, vete ‑ le gritó ‑. Nos veremos... No... Y volvié ndose rá pidamente entró en el cobertizo. Era ya de noche, por lo que Pedro no pudo distinguir si la expresió n del rostro del prí ncipe André s era dura o tierna. Pedro quedó unos instantes inmó vil, preguntá ndose si deberí a seguirle o irse a casa. «No ‑ decidió Pedro ‑. Sé que es nuestra ú ltima entrevista. » Suspiró profundamente y se volvió a Gorki. El prí ncipe André s entró en su cobertizo; se echó sobre una alfombra, pero no pudo dormirse. Cerró los ojos. Las imá genes sucedí an a las imá genes; en una se detuvo mucho rato. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo; Natacha, con el rostro animado y emocionado, le contaba que en el verano anterior, yendo a buscar setas, se habí a perdido en un gran bosque. Le describí a desordenadamente la profundidad de la selva, sus caminitos, la conversació n que mantuvo con un abejero que habí a encontrado. A cada momento de su narració n se interrumpí a diciendo: «No, no puedo, no sé contarlo. No lo comprendes. » Y é l tuvo que tranquilizarla y decirle que lo comprendí a todo perfectamente, y, en efecto, comprendí a todo lo que ella le querí a decir. Natacha estaba disgustada con su narració n, porque comprendí a que no daba la sensació n viva y poé tica que habí a sentido aquel dí a y que querí a expresar. «Aquel viejo era encantador y el bosque era tan oscuro..., y tení a tal dulzura aquel hombre..., no, no lo sé contar», decí a emocionada y sonrojá ndose. El prí ncipe André s sonreí a ahora con la misma sonrisa alegre con que entonces miraba a los ojos de ella. «La comprendí a ‑ pensaba el prí ncipe André s ‑. No só lo la comprendí a, sino que era aquella fuerza de espí ritu, aquella franqueza y aquella frescura de alma que el cuerpo parecí a rodear lo que amaba en ella. Lo amaba todo... Era tan feliz... » De pronto recordó el final de la novela. Para «é l», nada de todo aquello era necesario; «é l» no veí a nada ni comprendí a nada. «É l» veí a una muchacha bonita y «fresca» a la que no se dignaba unir a su destino. «Y hoy «é l» todaví a se encuentra vivo y está alegre... » Como si acabara de quemarse, el prí ncipe André s se puso en pie de un salto y de nuevo empezó a pasear por delante del cobertizo.
XV El 25 de agosto, ví spera de la batalla de Borodino, el prefecto del Palacio Imperial, M. de Beausset, y el coronel Fabvier encontraron a Napoleó n en su campamento de Valuievo. El primero llegaba de Parí s y el segundo de Madrid. M. de Beausset, que vestí a el uniforme de la Corte, ordenó que le trajeran el paquete que llevaba a Napoleó n y entró en la tienda del Emperador, donde empezó a abrir el paquete mientras hablaba con los ayudantes de campo que le rodeaban. Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cerca hablando con los generales que conocí a. El emperador Napoleó n todaví a no habí a salido de su dormitorio y estaba terminando su aseo. Soplando y tosiendo, tan pronto volví ase sobre el pecho carnoso y peludo, como sobre la espalda deformada, bajo el cepillo con que un criado le frotaba el cuerpo. Otro criado con el dedo sobre el gollete de la botella iba echando agua de Colonia sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador, lo cual hací a con una expresió n que querí a decir que só lo é l podí a saber cuá ndo y có mo debí a echarle el agua de Colonia. Napoleó n tení a sus cortos cabellos mojados y le caí an sobre la frente, pero su cara, amarilla e hinchada, expresaba el bienestar fí sico. ‑ Fuerte, fuerte, sigue ‑ dijo volvié ndose, mientras tosí a, hacia el criado que le frotaba. El ayudante de campo que entró en el dormitorio para dar un informe sobre el nú mero de prisioneros hechos el dí a anterior, despué s de dar cuenta, se habí a quedado cerca de la puerta, aguardando el permiso para poderse retirar. Napoleó n arrugó las cejas y miró por debajo a su ayudante de campo. ‑ Ningú n prisionero. Se hacen desaparecer. Peor para el ejé rcito ruso ‑ respondió a las palabras del ayudante de campo ‑. Frota, frota fuerte ‑ dijo, curvá ndose y presentando sus carnosas espaldas. ‑ Está bien; haced entrar a M. de Beausset y tambié n a Fabvier‑ dijo al ayudante de campo bajando la cabeza. ‑ ¡ A vuestras ó rdenes, Sire! ‑ El ayudante de campo desapareció detrá s de la puerta de la tienda. Los dos criados vistieron rá pidamente a Su Majestad con el uniforme azul de la guardia. Entró en la sala de recepciones con paso firme y rá pido. Beausset, aguardando, preparaba deprisa el regalo que le llevaba de parte de la Emperatriz; lo instaló sobre dos sillas frente a la puerta por donde entrarí a el Emperador. Pero Napoleó n se vistió tan aprisa y entró tan inesperadamente que el efecto no estaba del todo preparado. El Emperador no quiso privarle del placer de darle una sorpresa. Fingió no darse cuenta de M. de Beausset y llamó a Fabvier. Oyó frunciendo el ceñ o todo lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y fidelidad de sus tropas, que, vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa, no tení an má s que un pensamiento y un temor: mostrarse dignas de su soberano y miedo de no complacerle. Los resultados de la batalla eran tristes. Napoleó n hací a iró nicas observaciones durante el relato de Fabvier, como si no supiera que detrá s de é l pudiera pasar lo mismo. ‑ He de arreglar esto en Moscú ‑ dijo Napoleó n ‑ Hasta pronto ‑ añ adió. Llamó a Beausset, que despué s de preparar la sorpresa sobre dos sillas la habí a cubierto con un velo. Beausset se inclinó profundamente, con reverencia de la Corte francesa, con la que só lo sabí an saludar los viejos cortesanos de los Borbones, y se acercó mientras le entregaba un pliego cerrado. Napoleó n dirigió sele alegremente, cogié ndole por las orejas. ‑ Habé is corrido mucho. Estoy muy contento. ¿ Y qué se dice por Parí s? ‑ preguntó, cambiando de pronto su severa expresió n por otra extraordinariamente cariñ osa. ‑ Sire, todo Parí s siente vuestra ausencia ‑ respondió há bilmente Beausset. Napoleó n sabí a de sobra que Beausset le responderí a esto u otra cosa por el estilo, y sabí a ademá s que no era cierto, pero le era muy agradable oí rlo. Otra vez dignó se tirar de la oreja a Beausset. ‑ Siento haberos obligado a hacer un camino tan largo ‑ le dijo. ‑ Sire, suponí a encontraros ya a las puertas de Moscú ‑ dijo Beausset. Napoleó n sonrió, levantó distraí damente la cabeza y miró a la derecha. El ayudante de campo, con paso de pato, se acercó con una tabaquera de oro que tendió a Napoleó n. ‑ Si esto es bueno para vos, que os gusta viajar ‑ dijo Napoleó n acercando el rapé a la nariz ‑, dentro de tres dí as veré is Moscú. Seguramente no esperabais ver la capital del Asia. Haré is un agradable viaje. Beausset saludó, agradecido por esta atenció n a su amor ‑ hasta entonces ignorado ‑ por los viajes. ‑ ¿ Qué es eso? ‑ dijo Napoleó n observando que todos los cortesanos miraban algo tapado con una gasa. Beausset, con solicitud de cortesano, sin volver la espalda, dio media vuelta y dos pasos atrá s, al tiempo que, quitando la gasa, decí a: ‑ Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la Emperatriz. Era un retrato pintado por Girard, con colores claros, del niñ o nacido de Napoleó n y de la hija del Emperador de Austria, al que todo el mundo llamaba, sin saberse la razó n, Rey de Roma. Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado, con una mirada semejante a la del Jesú s de la Madona Sixtina, que estaba representado jugando al bilboquet. La bola era el mundo, y la varita que sostení a con la otra mano representaba el cetro. Aunque la intenció n del pintor, que habí a representado al Rey de Roma agujereando al mundo con una varilla, no fuera muy clara, aquella alegorí a gustó extraordinariamente tanto a los que habí an visto el cuadro en Parí s como a Napoleó n. ‑ ¡ El Rey de Roma! ‑ dijo señ alando con un gracioso gesto el cuadro ‑. ¡ Admirable! Con la capacidad propia de los italianos para cambiar de expresió n segú n la voluntad, se acercó al cuadro adoptando un aire de ternura pensativa. Sabí a que lo que dirí a y harí a en aquel momento pasarí a a la Historia. Le pareció que lo mejor que podí a hacer ante su hijo, que jugaba al bilboquet con el mundo, gracias a su grandeza, era demostrar la má s sencilla ternura paternal. Los ojos se le llenaron de lá grimas. Se acercó, buscó una silla, que le acercaron enseguida, sentó se delante del retrato, hizo un gesto y todos salieron, dejando al gran hombre solo con é l mismo y con sus sentimientos. Quedó se de aquel modo un buen rato y, sin saber por qué, tocó con el dedo la bola y se levantó luego, llamando a Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el cuadro delante de la tienda para no privar a la vieja guardia ‑ que rodeaba la tienda ‑ del placer de ver al Rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador. Tal como esperaba, durante el desayuno con M. de Beausset, que sintió se muy honrado por esta distinció n, se oyeron los gritos entusiastas de los soldados y de los oficiales de la vieja guardia, que habí an corrido a ver el retrato. ‑ ¡ Viva el Emperador! ¡ Viva el Rey de Roma! ¡ Viva el Emperador! ‑ gritaban las voces. Despué s de desayunarse, Napoleó n, en presencia de Beausset, dictó una proclama a su ejé rcito. ‑ Corta y ené rgica ‑ dijo cuando leyó la siguiente proclama, escrita de una plumada y sin una falta: ‑ «Soldados: la batalla que tanto esperasteis ha llegado. La victoria depende de vosotros. Es necesario para todos. Ella nos proporcionará todo lo que precisamos: estancia có moda y el pronto regreso a la patria. Conducí os como os condujisteis en Austerlitz, en Friedland, en Vitebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros actos de este dí a. Que se diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla del Moscova. » ‑ Del Moscova ‑ repitió Napoleó n. E, invitando a M. de Beausset, al que tanto gustaba viajar, a dar un paseo, salió de la tienda y se dirigió hacia los caballos ensillados. ‑ Vuestra Majestad tiene demasiadas bondades conmigo ‑ dijo Beausset para agradecer la invitació n del Emperador. Querí a dormir y no sabí a montar a caballo, lo que, ademá s, le causaba mucho miedo. Pero Napoleó n inclinó la cabeza y Beausset tuvo que seguirle. Cuando Napoleó n salió de la tienda, los gritos de la guardia delante del retrato de su hijo crecieron. Napoleó n frunció el ceñ o. ‑ Retiradlo ‑ dijo con gesto gracioso y real señ alando el retrato ‑. Es muy pronto todaví a para que é l vea campos de batalla.
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