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UNDÉCIMA PARTE 6 страница



Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza, suspiró profundamente, demostrando con todos sus gestos que sabí a apreciar y comprender las palabras del Emperador.

 

XVI

Al volver de Gorki, despué s de dejar al prí ncipe André s, Pedro ordenó a su lacayo que le preparara los caballos y le despertase a primera hora de la mañ ana. Despué s de dar estas ó rdenes se durmió detrá s de un biombo, en un rinconcito que Boris le habí a habilitado.

Cuando a la mañ ana siguiente Pedro se despertó, en la isba no habí a nadie. Los cristales del ventanillo temblaban y el lacayo, de pie ante é l, le sacudí a.

‑ ¡ Excelencia! ¡ Excelencia! ¡ Excelencia! ‑ decí a el lacayo sacudiendo a Pedro por la espalda con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin esperanza de poderlo despertar.

‑ ¿ Qué? ¿ Ya ha empezado? ¿ Hace mucho? ‑ dijo Pedro desvelá ndose.

‑ Escuche como tiran ‑ dijo el lacayo, que era un soldado retirado ‑. Todos los señ ores ya se han marchado, incluso el propio Serení simo ha pasado hace mucho rato.

Pedro vistió se aprisa, y corriendo, salió disparado al portal. En el patio, el dí a era claro, fresco y alegre. El sol, que acababa de salir por detrá s de una nube que lo tapaba, entre los tejados de la calle, proyectaba sus rayos, cortados por las nubes, sobre el polvo de la carretera hú meda de rocí o, sobre las paredes de las casas, sobre las aberturas del cercado y sobre los caballos que se encontraban cerca de la isba. En el patio se oí a má s claro el retumbar de los cañ ones. Un ayudante de campo, acompañ ado de un cosaco, pasaba al trote por allí delante.

‑ ¡ Ya es hora, Conde, ya es hora! ‑ gritó le el ayudante.

Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajo se dirigió a la fortificació n, desde la cual, el dí a anterior, miraba el campo de batalla. Allí se encontraban muchos militares, se oí an conversaciones en francé s de los oficiales del Estado Mayor y se veí a la cabeza casi blanca de Kutú zov, con gorra blanca ribeteada de rojo; con la nuca gris hundida entre los hombros, Kutuzov oteaba la gran carretera con unos gemelos.

Pedro, al subir los escalones de la entrada de la fortificació n, miraba ante sí y quedó maravillado de la belleza del espectá culo. Era el mismo panorama que habí a admirado el dí a anterior desde la fortificació n, pero ahora todo el terreno se encontraba cubierto de tropas, del humo de los cañ onazos y de los rayos oblicuos del sol claro, que se levantaba por detrá s y a la izquierda de Pedro y le echaba encima, en el aire puro de la mañ ana, la luz cegadora de un resplandor dorado y rosa y largas sombras negras.

Los lejanos bosques que limitaban el panorama le parecí an una recortada piedra preciosa de color verde-amarillo; se los veí a en el horizonte con sus ondulantes lí neas, y entre ellos, detrá s de Valuievo, se descubrí a la gran carretera de Smolensk, llena de tropas. Má s cerca brillaban los bosquecillos y los dorados campos. Pero lo que particularmente impresionó a Pedro fue la vista del campo de batalla de Borodino, con los torrentes del Kolocha a ambos lados.

La niebla se fundí a y se alargaba, transparente, bajo un cielo claro, que teñ í a de una manera má gica todo lo que se veí a a travé s de sus rayos. A la niebla se uní a el humo de los disparos. En aquella niebla y humareda brillaban por todas partes los relá mpagos de la luz matutina, tan pronto sobre el agua, como sobre el rocí o, como sobre las bayonetas de las tropas que se concentraban en las má rgenes del rí o y en Borodino. A travé s de aquella niebla se veí a la iglesia blanca y a los dos lados los tejados del pueblo; má s lejos, una masa compacta de soldados; en otro sitio, má s cajones verdes y má s cañ ones, y todo aquello se removí a o parecí a que se moviera, porque la niebla y el humo se extendí an por encima de todo aquel espacio. De igual manera junto a Borodino que abajo, en los torrentes llenos de niebla, que má s arriba y a la izquierda, como sobre toda la lí nea de los bosques, por encima de los campos, bajo el collado o encima de los picos, aparecí an sin descanso masas de humo ‑ venidas de no se sabe dó nde o de los cañ ones ‑, tan pronto aisladas como amontonadas, a veces raras y otras frecuentes; y estas nubes, hinchá ndose, ensanchá ndose, daban vueltas y llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos cañ onazos, aquel estré pito, aunque pueda parecer extrañ o, constituí an la principal belleza del espectá culo.

¡ Puf! Y enseguida se veí a una humareda redonda, compacta, que se irisaba en tonos grises y blancos. Y ¡ bum!, se oye de nuevo entre aquella humareda. ¡ Puf! ¡ Puf! Dos humaredas se levantan juntas y se confunden; ¡ bum!, ¡ bum!, y el sonido confirma lo que el ojo ve. Pedro miraba la primera humareda, que se levantaba como un globo, y ya en su sitio otras humaredas se arrastraban y ¡ puf!, ¡ puf!, otras humaredas y, con los mismos intervalos, ¡ bum!, ¡ bum!, ¡ bum!, respondí an con sonido agradable, limpio y preciso. Las humaredas tan pronto parecí a que corrí an como que se detení an y que ante ellas pasaran los bosques, los campos y las brillantes bayonetas. De la izquierda, de los campos y de los matorrales salí an continuamente grandes remolinos con ecos solemnes, y, má s cerca, al pie de la colina y de los bosques, se encendí an las humaredas de los fusiles, sin tiempo de redondearse, que producí an unos pequeñ os ecos. ¡ Ta!, ¡ ta!, ¡ ta! Los fusiles chisporroteaban con mucha frecuencia, pero sin regularidad, y su estallido era muy dé bil comparado con el de los cañ ones.

Pedro hubiera querido encontrarse donde estaban las humaredas y las brillantes bayonetas, el movimiento y el estré pito. Miró a Kutuzov y a su sé quito para contrastar su impresió n con la de los demá s. Todos, igual que é l y con el mismo sentimiento, segú n le parecí a, miraban hacia el campo de batalla. En todos los rostros aparecí a aquel ardor latente del sentimiento que Pedro habí a observado el dí a anterior y que habí a comprendido perfectamente despué s de su conversació n con el prí ncipe André s.

‑ ¡ Ve, hijo mí o, y que Cristo te acompañ e! ‑ dijo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a un general que tení a cerca.

Despué s de recibir la orden, el general pasó por delante de Pedro y descendió por el glacis de la fortificació n. ‑ Cerca del torrente ‑ respondió el general frí a y severamente a un oficial del Estado Mayor que le preguntó adó nde se dirigí a.

«Y yo», pensó Pedro. Y siguió al general.

El general montó un caballo que le presentó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que guardaba los suyos. Le preguntó cuá l era el má s manso y le montó. Cogió se a las crines y apretó los talones contra el vientre del caballo. Sentí a que le caí an los lentes; pero no querí a soltar ni las crines ni las riendas: galopó detrá s del general, provocando la risa entre los oficiales del Estado Mayor, que desde la fortificació n le miraban.

 

XVII

El general tras del cual galopaba Pedro torció bruscamente a la izquierda, y Pedro, que le perdió de vista, se lanzó sobre las lí neas de soldados de infanterí a que marchaban ante é l. Trataba de salir tan pronto hacia delante como hacia la derecha o hacia la izquierda, pero por todas partes encontraba soldados con caras que expresaban la misma preocupació n, ocupados en algo que no se descubrí a al primer golpe de vista, pero que evidentemente era muy importante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada, miraban a aquel hombre de la gorra blanca que no sabí an por qué les pisaba con su caballo.

‑ ¿ Por qué pasa por entre el batalló n? ‑ gritó uno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culata de su fusil, mientras Pedro, encogido sobre la silla, casi no podí a contener al caballo, que saltó por delante de los soldados hacia el espacio libre.

Delante de Pedro se encontraba un puente y cerca del puente soldados que disparaban. Sin saberlo, Pedro habí a llegado al puente del Kolocha, entre Gorki y Borodino, que en la primera acció n de la batalla ‑ despué s de haber ocupado Borodino ‑ los franceses atacaron. Pedro veí a el puente delante de é l; a los lados de los prados de heno recié n cortado, que Pedro no habí a distinguido a travé s del humo el dí a anterior, los soldados hací an algo, pues, a pesar de las continuas descargas que sonaban en aquel lugar, no creí a encontrarse en el campo de batalla. No oí a el silbido de las balas procedentes de los cuatro puntos cardinales ni el de las granadas que detrá s de é l estallaban. No veí a al enemigo, que se encontraba a la otra parte del rí o, y durante mucho rato no vio a los muertos y heridos, a pesar de caer muchos soldados cerca de donde é l se encontraba.

Miraba a su alrededor con una sonrisa que se petrificó en su rostro.

‑ ¿ Qué hace aqué l delante de la lí nea? ‑ gritó alguien nuevamente.

‑ ¡ Vete hacia la izquierda! ¡ Tira hacia la derecha! ‑ le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto vió se ante un ayudante de campo del general Raiewsky, conocido suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con mirada de descontento; aquel oficial tambié n sentí a deseos de abroncar a Pedro, pero al reconocerlo inclinó la cabeza.

‑ ¿ Usted? ¿ Pero có mo es que se encuentra aquí? ‑ le dijo, y se alejó galopando.

Pedro sentí ase desplazado y comprendí a que no serví a para nada; temeroso de que só lo sirviera como estorbo, siguió al ayudante de campo.

‑ ¿ Qué pasa? ¿ Puedo ir con usted? ‑ preguntó.

‑ ¡ Un momento! ¡ Un momento! ‑ replicó el ayudante, que se acercó a un coronel que estaba allí, transmitiendo alguna orden, y despué s dirigió se a Pedro.

‑ ¿ Por qué se encuentra usted aquí, Conde? ¿ Siempre curioso? ‑ le dijo con una sonrisa.

‑ Sí, sí ‑ repuso Pedro. El ayudante de campo hizo caracolear su caballo, apartá ndose un poco.

‑ Aquí no pasa nada, a Dios gracias ‑ dijo el ayudante de campo ‑, pero en el flanco izquierdo, donde se encuentra Bagration, la batalla es espantosa.

‑ ¡ Caramba! ¿ Y dó nde está eso? ‑ preguntó Pedro.

‑ Venga conmigo al espoló n. Desde allí se ve bien y aú n es posible permanecer en el lugar ‑ dijo el ayudante de campo.

‑ Sí, le acompañ o ‑ repuso Pedro mirando a su alrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dió se cuenta de los heridos, que andaban penosamente o eran conducidos en literas.

En aquel mismo campo de gavillas de perfumado heno que habí a atravesado el dí a anterior, un soldado permanecí a echado, inmó vil, con la gorra en el suelo, junto a é l, y la cabeza inclinada de un modo extrañ o.

‑ ¿ Y por qué no se lo han llevado? ‑ empezó Pedro. Pero al ver la cara severa del ayudante de campo, que miraba hacia el mismo lugar, se calló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó con el ayudante de campo a la fortificació n de Raiewsky. Su caballo, al que pegaba a intervalos regulares, seguí a al del ayudante de campo.

‑ Parece que no está usted muy acostumbrado a montar a caballo, Conde ‑ le dijo el ayudante de campo.

‑ No, pero no importa. Este salta mucho ‑ repuso Pedro, un poco confundido.

‑ ¡ Ah! Vea usted que está herido en la pata izquierda, por encima de la rodilla. Debe haber sido una bala. Le felicito, Conde, é se es el bautismo de fuego ‑ dijo el ayudante.

Atravesando la humareda del sexto cuerpo, detrá s de la artillerí a, que avanzaba haciendo fuego y ensordeciendo con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo. Hací a fresco, estaba en calma y se notaba la presencia del otoñ o. Pedro y el ayudante de campo apeá ronse de los caballos y emprendieron la subida de la cuesta a pie.

‑ ¿ Está aquí el General? ‑ preguntó el ayudante de campo al acercarse a la fortificació n.

‑ Ha estado hasta hace un momento. Ha pasado por allí ‑ le respondieron señ alando a la derecha.

El ayudante de campo volvió se hacia Pedro, como si no supiera qué hacer de é l en aquel instante.

‑ No se preocupe usted por mí, ya iré yo solo hasta la fortificació n. ¿ Puede irse? ‑ preguntó Pedro.

‑ Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay tanto peligro. Ya iré yo a buscarle luego.

Pedro se fue hacia la baterí a y el ayudante de campo alejó se de allí. No volvieron a verse y, mucho tiempo despué s, Pedro supo que aquel mismo dí a una bala habí a arrancado el brazo al ayudante.

La cuesta por la que subí a Pedro era el cé lebre lugar conocido por los rusos con el nombre de «baterí a del espoló n» o «baterí a de Raiewsky», y por los franceses con el nombre de «gran reducto», «reducto fatal» o «reducto del centro» y alrededor del cual cayeron una decena de miles de hombres. Dicho lugar era considerado por los franceses como la clave de la posició n.

Aquel reducto estaba formado por la eminencia, alrededor de la cual, por tres lados, habí anse abierto fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, habí a diez cañ ones asomando por las aberturas de los muros.

En la misma lí nea del reducto y a cada lado habí a cañ ones que tambié n disparaban sin descanso. Las tropas de infanterí a se encontraban un poco má s atrá s. Al subir hacia aquella fortificació n, Pedro no pensaba ni por asomo que aquel lugar, rodeado de pequeñ os fosos, en el que estaban situados y disparaban algunos cañ ones, pudiera ser el má s importante de la batalla; por el contrario, a é l le parecí a que aquel sitio ‑ precisamente porque é l se encontraba allí ‑ era el má s insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentó se en el extremo de una empalizada que rodeaba a la baterí a y, con una sonrisa alegre e inconsciente, miró lo que a su alrededor se hací a. De vez en cuando, y siempre con la misma sonrisa, se levantaba y, cuidando de no molestar a los soldados que cargaban los cañ ones y que corrí an por delante de é l con sacos y cargas, se paseaba por la baterí a. Los cañ ones de la baterí a, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordecié ndole con sus detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y pó lvora.

Contrariamente al espanto experimentado entre los soldados de infanterí a de la cobertura, allí, en la baterí a, donde los pequeñ os grupos de hombres ocupados en su trabajo estaban muy unidos, separados del resto por la empalizada, se sentí a una animació n igual, solidaria y comú n a todos. La persona tan poco marcial de Pedro, con su gorra blanca, de momento chocó desagradablemente a aquellos hombres. Los soldados, al pasar delante de é l, le miraban extrañ ados y casi con miedo. Un oficial superior de artillerí a, picado de viruelas, alto y de piernas muy largas, se acercó a Pedro fingiendo examinar el ú ltimo cañ ó n, y le miró con curiosidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, un adolescente casi, que probablemente hací a muy poco habí a salido de la Academia, sin descuidar los dos cañ ones que se le habí an confiado, se dirigió severamente a Pedro:

‑ Señ or, permí tame que le ruegue que se aleje; no puede permanecer aquí

Los soldados, mirando a Pedro, bajaban la cabeza en señ al de desaprobació n; pero cuando todos se hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no solamente no hací a dañ o a nadie, sino que tan pronto se sentaba en el glacis de la muralla como con tí mida sonrisa se apartaba corté smente de los soldados, o bien se paseaba por encima de la baterí a, bajo los cañ ones, con la misma calma que si se paseara por un bulevar, entonces, poco a poco, el sentimiento de hostilidad hacia é l transformó se en simpatí a cariñ osa y burlona, igual que la que los soldados sienten para con los animales: perros, gallos, corderos, etc., que viven cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los soldados; le adoptaron, ponié ndole un mote: «el señ or», y entre ellos se rieron y se burlaron afectuosamente de é l.

Una bala arañ ó la tierra a dos pasos de Pedro, que miraba sonriente a todas partes mientras se sacudí a el polvo que la bala le habí a echado encima.

‑ ¿ Có mo, señ or? ¿ De verdad no siente miedo? ‑ dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas y rojo de cara, luciendo unos magní ficos dientes blancos y fuertes.

‑ Y tú, ¿ tienes miedo? ‑ replicó Pedro.

‑ ¡ Có mo no! ¡ «É l» no nos perdonará! Acabará por darnos y nos arrancará las entrañ as. ¿ Có mo quiere usted que no tenga miedo? ‑ repuso riendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bondadoso se acercaron a Pedro. Parecí a como si hubieran creí do que no hablaba como todo el mundo y la comprobació n de su error los alegrara.

‑ ¡ Nuestra obligació n es la del soldado! Pero «el señ or» sí que es raro. ¡ Qué señ or!

‑ ¡ A vuestros puestos! ‑ gritó el oficial joven a los soldados que se habí an agrupado alrededor de Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercí a sus funciones por primera o segunda vez, por lo que se mostraba tan formalista y tan exacto con los soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañ ones y de los fusiles aumentaba en todo el campo de batalla, especialmente hacia la izquierda, allí donde se encontraban las avanzadas de Bagration; pero, a causa del humo de los cañ onazos, desde el lugar donde se hallaba Pedro casi no podí a verse nada. Aparte de que las observaciones de aquel pequeñ o cí rculo de personas, separadas de todas las demá s, que atendí an la baterí a, absorbí an toda la atenció n de Pedro.

La primera emoció n, inconsciente y alegre, producida por el aspecto y los sonidos del campo de batalla, ahora dejaba paso a otro sentimiento. Sentado sobre la muralla, observaba a las personas que moví anse en torno suyo.

Hacia las diez ya se habí an llevado a una veintena de hombres de la baterí a; dos cañ ones habí an sido destruidos y las balas disparadas desde lejos, saltando y silbando, caí an muy frecuentemente sobre el reducto.

‑ ¡ Eh, granada! ‑ gritó un soldado a una bala que se acercaba silbando.

‑ ¡ Pasa de largo! ¡ Vete hacia la infanterí a! – añ adió otro con una gran risotada al observar que la granada les habí a pasado por encima y caí a entre las filas de las tropas de cobertura.

‑ ¿ Le conoces? ‑ gritó un soldado a un campesino que se inclinaba ante un proyectil que le pasaba por encima.

Algunos soldados acercá banse a la muralla y miraban lo que ocurrí a en el exterior.

‑ Han variado la lí nea, ¿ no lo ves? Se han vuelto ‑ decí a otro mostrando el espacio má s allá de las murallas.

‑ ¿ Cuá ndo conocerá s el oficio? ‑ gritó un viejo cabo ‑ Han pasado atrá s; esto quiere decir que atrá s es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hombros, le dio un puntapié.

Estalló una risotada general.

‑ Al quinto cañ ó n ‑ gritaron desde un lado.

‑ ¡ Tiremos todos, compañ eros! ¡ Venga a tirar! ‑ gritaban alegremente los que sustituí an el cañ ó n.

‑ Un poco má s y se lleva la gorra del «señ or» ‑ exclamó el fresco de la cara colorada luciendo su dentadura e indicando a Pedro.

‑ ¡ Qué poca habilidad! ‑ dijo con tono de reproche ante la mala punterí a de la bala, que tocó una rueda y la pierna de un hombre.

‑ ¡ Eh, zorros! ‑ decí a otro designando a los milicianos que, agachados, entraban en la baterí a para retirar los heridos‑. ¿ No os gusta este trabajo?

‑ ¡ Eh, cuervos! ‑ gritaban los milicianos junto al soldado al que la bala habí ase llevado la pierna ‑. Parece que no os gusta ese baile ‑ decí an burlá ndose de los campesinos.

Pedro observaba que despué s de cada bala, despué s de cada baja, la animació n era má s viva.

Como una nube tempestuosa que se acerca, los rayos de un fuego escondido, que crecí an y se inflamaban frecuentemente, se mostraban cada vez en los rostros de todos aquellos hombres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni le interesaba nada de lo que allí sucedí a. Estaba completamente absorto en la contemplació n de aquellos fuegos que cada vez brillaban má s y que a é l ‑ se daba perfecta cuenta de ello ‑ tambié n inflamá banle el alma.

A las diez, los soldados de infanterí a que se hallaban delante de la baterí a, entre los matorrales, cerca del Kamenka, retrocedieron. Desde la baterí a veí aselos correr hacia delante y hacia atrá s, transportando a los heridos sobre los fusiles dispuestos en forma de parihuelas. Un general, con todo su sé quito, subió a la fortificació n; hablaba con un coronel. Despué s de mirar severamente a Pedro, descendió, mientras ordenaba a las tropas de infanterí a que se hallaban detrá s que se tendieran sobre el suelo para mejor evitar los tiros. Despué s de esto, de entre las lí neas de la infanterí a de la derecha de la baterí a se oyeron voces de mando y redobles de tambor, vié ndose avanzar a la infanterí a en formació n. Pedro miraba por encima de la muralla. Un militar le llamaba la atenció n particularmente: era un oficial joven, que marchaba de espaldas, con la espada baja y que se volví a con inquietud.

Las lí neas de la infanterí a desaparecí an entre el humo. Se oí an gritos prolongados y frecuentes descargas de fusiles. A los pocos minutos retiraron una cantidad de heridos en literas. Sobre la baterí a, las bombas empezaban a caer con mucha mayor frecuencia. Algunos soldados estaban tendidos en el suelo. Alrededor de los cañ ones, los soldados maniobraban con animació n. Nadie se acordaba de Pedro. Dos o tres veces le gritaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba de un cañ ó n al otro dando largas zancadas. El oficial joven y pequeñ o, cuyo color habí a subido de punto, dirigí a a los soldados con la má s rigurosa exactitud. Los soldados pasá banse las municiones, trabajando con un valor admirable. Cuando andaban lo hací an a saltos, como movidos por resortes invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego, cuyos progresos seguí a Pedro con tanta atenció n, brillaban en todos los rostros. Pedro se hallaba al lado del oficial superior. El oficial joven se dirigió corriendo hacia é ste con la mano en la visera.

‑ Tengo el honor de anunciarle, mi coronel, que no quedan má s que ocho cargas. ¿ Quiere usted que continú e el fuego?

‑ ¡ Metralla! ‑ gritó casi sin responderle el oficial superior, que miraba má s allá de la muralla.

De pronto sucedió algo: el pequeñ o oficial dejó escapar un «¡ ay! » y, doblá ndose, se desplomó como un pá jaro herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió extrañ o, vago y sombrí o.

Las balas silbaban una detrá s de otra y caí an sobre la muralla, sobre los soldados y sobre los cañ ones. Pedro, que un rato antes no oí a aquel silbido, era la ú nica cosa que ahora percibí a. De la parte de la baterí a de la derecha, con un grito de«¡ hurra! », los soldados corrí an, aunque, segú n le pareció a Pedro, no iban hacia delante, sino que corrí an hacia atrá s.

Una bala chocó contra la muralla, delante de donde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra; una bala negra pasó por delante de sus ojos y en aquel momento algo cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la baterí a volvié ronse hacia atrá s corriendo.

‑ ¡ Metralla en todos los cañ ones! ‑ gritó el oficial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y con un murmullo de espanto ‑ igual que un maitre d'hotel informa al hostelero que se ha terminado el vino que piden‑ le dijo que no tení an má s cargas.

‑ ¡ Ladrones! ¿ Qué hacen entonces? ‑ gritó el oficial volvié ndose hacia Pedro. La cara del oficial ardí a; mojada por el sudor, sus hundidos ojos brillaban como ascuas.

‑. ¡ Corre a las reservas, trae los cajones! ‑ gritó al soldado, mientras lanzaba una mirada irritada a Pedro.

‑ ¡ Ya iré yo! ‑ dijo Pedro.

Sin responderle, el oficial empezó a ir de una parte a otra dando grandes zancadas.

‑ ¡ No tires..., aguarda! ‑ gritó.

El soldado que recibió la orden chocó con Pedro.

‑ ¡ Eh, señ or! ¡ Que estorba! ‑ le dijo, y emprendió la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrá s de é l, dando una vuelta para no pasar por donde habí a caí do el joven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de é l o caí an delante, al lado o detrá s. Pedro corrí a hacia abajo. «¿ Dó nde voy ahora? », se dijo de pronto, extenuado, cerca de las cajas verdes. Paró se indeciso y se preguntó si era conveniente seguir adelante o volverse atrá s. De pronto, un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada le iluminó y un ruido como de trueno, seguido de un silbido ensordecedor, estalló en sus oí dos. Cuando Pedro volvió en sí se encontró sentado en el suelo, apoyado en sus manos. La caja cerca de la cual habí a llegado ya no existí a. Por encima de la hierba só lo se veí an trozos de madera pintada de verde quemados y astillas encendidas; un caballo, pasando por encima de los restos de las camillas, huí a, y otro, tendido en el suelo, relinchaba de un modo penetrante.

 

XVIII

Pedro, demasiado espantado para darse cuenta de lo que acababa de ocurrir, levantó se de un salto y corrió otra vez hacia la baterí a, como al ú nico refugio contra todos los horrores que le rodeaban.



  

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