Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





UNDÉCIMA PARTE 8 страница



Al ver la cara del prí ncipe André s se volvió rá pidamente.

‑ ¡ Desnudadlo! ¿ Qué hacé is ahí como unos pasmados? ‑ gritó severamente a los enfermeros.

La imagen de, su primera infancia apareció en la memoria del prí ncipe André s cuando el enfermero, con mano inhá bil y subidas las mangas, le desabrochó el uniforme y le quitó la ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la tocó, dio un profundo suspiro y enseguida llamó a alguien. El espantoso dolor en el abdomen habí a hecho perder el sentido al prí ncipe André s. Cuando volvió en sí ya tení a fuera los trozos rotos de fé mur, un trozo de carne destrozada, y limpia la herida; le echaban agua sobre la cara. Así que abrió los ojos, el doctor se inclinó ante é l, besá ndole, y se alejó rá pidamente.

Despué s de tanto padecer, el prí ncipe André s experimentó un bienestar como no habí a experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los mejores momentos de su vida, los má s felices, particularmente la infancia má s lejana, cuando le desnudaban y le metí an en la cama y la vieja criada le cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida entre almohadas, se sentí a feliz con la sola conciencia de la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban en su imaginació n no como el pasado, sino como la realidad presente.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza no era desconocida del prí ncipe André s, los mé dicos trabajaban. Le levantaron, procurando calmarle.

‑ ¡ Enseñ á dmela! ¡ Oh, oh, oh!

Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos de espanto y de resignació n ante el dolor.

Al oí r aquellos gemidos, el prí ncipe André s quiso llorar. Y fuera porque morí a sin gloria o porque sentí a separarse de la vida, ya fuera a causa de los recuerdos de su infancia, desaparecidos para siempre, o bien porque padeciera con el dolor de los demá s y por aquellos plañ ideros gemidos, hubiera querido llorar con lá grimas de niñ o, dulces, casi alegres.

Enseñ aron al herido su pierna cortada, calzada todaví a y con la sangre seca.

‑ ¡ Oh! ¡ Oh! ¡ Oh! ‑ lloriqueó como una mujer.

El doctor, de pie ante el herido, evitaba que André s pudiera verlo, al que se apartó.

«¡ Dios mí o! ¿ Qué es esto? », se dijo el prí ncipe André s.

En el hombre desgraciado que lloraba, y al cual acababan de cortarle la pierna, el prí ncipe André s creyó reconocer a Anatolio Kuraguin. Sostení an a Anatolio por la axila, mientras le ofrecí an un vaso de agua, cuyo borde casi no podí a coger con sus temblorosos e hinchados labios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡ Sí, es é l! ¡ Sí, este hombre está ligado a mí por algo í ntimo y doloroso! », pensó el prí ncipe André s sin reconocer todaví a del todo al que se encontraba delante de é l. «¿ Qué lazo existe entre este hombre, mi infancia y mi vida? », se preguntaba, sin encontrar respuesta. De pronto un recuerdo nuevo, inesperado, del dominio de la infancia, puro y amoroso, se presentó al prí ncipe André s. Recordaba a Natalia tal como la habí a visto por primera vez en el baile de 1810, con su fino cuello, sus brazos, su cara resplandeciente y asustadí sima, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su ternura para con ella se despertaron má s fuertes que nunca en su alma. Ahora recordaba qué lazo existí a entre é l y aquel hombre que, a travé s de las lá grimas que le inflamaban los ojos, le miraba vagamente. El prí ncipe André s se acordó de todo: y la piedad y el entusiasmo y el amor por aquel hombre le llenaron de alegrí a el corazó n.

El prí ncipe André s no pudo contenerse má s. Lloraba lá grimas dulces, amorosas, por los demá s, por sí mismo, por los errores ajenos, por los errores propios.

«La misericordia, el amor por los demá s, el amor por los que nos aman, el amor por los que nos odian, el amor por nuestros enemigos. Sí, este amor que Dios ha predicado en la tierra es el mismo que me enseñ aba la princesa Marí a y que yo no sabí a comprender. Por esto siento abandonar la vida. He aquí lo que en mí habrí a si viviera, pero es ya demasiado tarde, lo sé. »

 

XXII

Algunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme yací an muertos, en distintas posiciones, en los campos propiedad del señ or Davidov y de los campesinos del Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoie recogí an sus cosechas y hací an pastar a sus rebañ os.

En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados, hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes, avanzaban hacia delante. Otros quedá banse donde estaban y empezaban a tirar.

Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se confundí an las bayonetas y las humaredas brillantes al sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pó lvora y de la sangre. Las nubes se habí an acumulado y una lluvia menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia quisiera decir: «¡ Basta, basta! ¡ Hombres, deteneos, sosegaos, pensad en lo que hacé is! »

Los hombres de uno y otro ejé rcito, fatigados, hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso continuar matá ndose los unos a los otros; en todos los rostros se observaba la vacilació n, y cada uno se planteaba la pregunta: «¿ Para qué? ¿ Por qué he de matar o ser matado? ¡ Matad si queré is, haced lo que querá is, yo ya estoy harto! » Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podí an, en cualquier momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se hubieran sentido muy contentos detenié ndose, una fuerza incomprensible, misteriosa, continuaba retenié ndolos, y los artilleros, sudando a chorro, sucios de pó lvora y de sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie, ahogá ndose de fatiga, continuaban conduciendo cargas, cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible, que se hací a no por voluntad de los hombres, sino por la voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba cumplié ndose.

Cualquiera que hubiese visto las ú ltimas filas del ejé rcito ruso hubiera dicho que los franceses no tení an que hacer má s que un ligero esfuerzo para aniquilarlo. Cualquiera que viera la retaguardia francesa hubiese dicho que los rusos no tení an que hacer má s que un pequeñ o esfuerzo para destruir a los franceses. Pero ni los franceses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuego de la batalla se extinguió lentamente.

Pero aunque el objetivo del ejé rcito ruso hubiera sido el de aniquilar a los franceses, no hubieran podido hacer este ú ltimo esfuerzo, porque todas las tropas rusas estaban batidas y no habí a una sola parte del ejé rcito que no hubiera padecido mucho en la batalla, pues los rusos, al resistir sin moverse de su sitio, habí an perdido la mitad de su ejé rcito. Los franceses, que habí an conseguido el ré cord de las victorias obtenidas en quince añ os, con la seguridad en la invencibilidad de Napoleó n y la conciencia de que se habí an apoderado de una parte del campo de batalla, que só lo habí an perdido una cuarta parte de sus hombres y que la guardia, de veinte mil hombres, estaba intacta, los franceses sí que podí an hacer aquel esfuerzo. Los franceses, que esperaban al ejé rcito ruso para desalojarlo de sus posiciones, habí an de hacer este esfuerzo, pues mientras los rusos cerraran como antes el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no habí a podido lograrse y todos sus esfuerzos y todas sus pé rdidas eran inú tiles. Sin embargo, los franceses no hicieron este esfuerzo. Algunos historiadores dicen que Napoleó n debió haber hecho entrar en acció n a su vieja guardia para ganar la batalla. Decir lo que hubiera pasado si Napoleó n hubiese cedido su vieja guardia es igual que decir lo que pasarí a si el otoñ o se convirtiera en primavera. Tal cosa no podí a ser y no fue. Napoleó n no dio su guardia no porque lo quisiera así, sino porque no podí a.

Todos los generales, oficiales y soldados del ejé rcito francé s sabí an que no podí a hacerlo, porque el espí ritu del ejé rcito no lo permití a.

No era solamente Napoleó n el que experimentaba esa sensació n propia de un sueñ o, de la mano que cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados del ejé rcito francé s, hubieran participado o no en el combate, despué s de la experiencia de todas las batallas precedentes, en las que el enemigo huí a siempre despué s de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un sentimiento parecido al horror ante un enemigo que despué s de haber perdido la mitad de su ejé rcito, al final de la batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza moral del ejé rcito francé s que atacaba se habí a agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la victoria que se definí a por unos harapos clavados en palos elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La invasió n francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en su huida una herida mortal, se sentí a vencida, pero no podí a detenerse, de la misma manera que el ejé rcito, dos veces má s dé bil, tampoco podí a ceder. Despué s del choque, el ejé rcito francé s todaví a podrí a arrastrarse hasta Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del ejé rcito ruso, habí a de morir desangrado por la herida mortal recibida en Borodino.

El resultado directo de la batalla de Borodino fue la marcha injustificada de Napoleó n a Moscú, su vuelta por el viejo camino de Smolensk, la pé rdida de un ejé rcito de quinientos mil hombres y la de la Francia napoleó nica, sobre la cual se posó en Borodino, por primera vez, la mano de un adversario moralmente má s fuerte.

 

UNDÉ CIMA PARTE



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.