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DUODÉCIMA PARTE 3 страница



En la isba vecina se hallaba, con un brazo roto, el ayudante de campo de Raiewski; sus sufrimientos eran tan horribles que gemí a sin descanso. Sus ayes resonaban lú gubremente en la oscuridad de aquella noche de otoñ o. La primera noche la pasó el herido en el patio que ocupaban los Rostov. La Condesa se quejó má s tarde de que no habí a podido cerrar los ojos a causa de aquellos gemidos, y en Mitistchi se la alojó en una isba menos có moda con el ú nico objeto de que estuviera lejos de los heridos.

A travé s de la alta carrocerí a del coche que se hallaba cerca de la entrada del patio, uno de los criados vislumbró en la oscuridad nocturna el nuevo y dé bil resplandor de un incendio.

Hací a tiempo que se veí a otro, y todos sabí an que era Mitistchi la Menor la que ardí a, incendiada por los cosacos de Mamonov.

‑ ¡ Otro incendio, amigos! ‑ anunció el sirviente.

Todas las miradas se clavaron en aquella luz.

‑ Se dice que los cosacos de Mamonov han incendiado Mitistchi la Menor.

‑ Sí, pero Mitistchi queda má s lejos. El incendio no puede ser allí.

‑ ¡ Mira! Se dirí a que el fuego arde en Moscú.

Dos criados que se hallaban a la puerta del patio se acercaron y tomaron asiento en el estribo del coche.

‑ Está má s a la derecha... Mitistchi está allá, en el otro extremo.

Otros criados se unieron a é stos.

‑ Fijaos bien. El incendio es en Moscú, bien por la parte de Suchevskoi, bien por la de Rogojsloi.

Nadie contestó; todos estuvieron mirando largo rato, silenciosos, la llama lejana del nuevo incendio.

Danilo Terentitch, viejo ayuda de cá mara del Conde, se acercó al grupo y llamó a Michka.

‑ ¿ Qué será lo que tú no hayas visto, chismoso? El Conde te llama. Ve a preparar los trajes.

Michka dijo:

‑ Só lo he venido al patio por agua.

‑ ¿ Qué te parece, Danilo Terentitch: proviene o no ese resplandor de Moscú? ‑ preguntó uno de los servidores.

Danilo no contestó y todos callaron. El resplandor se extendí a má s y má s.

‑ ¡ Que Dios nos asista! El viento y el aire son secos ‑ clamó una voz.

‑ Mirad có mo avanza. ¡ Señ or, Señ or! Guarda a estos pecadores de todo mal.

‑ Probablemente se detendrá.

‑ ¿ Quié n? ‑ dijo Danilo Terentitch, que habí a guardado silencio hasta entonces ‑. Es Moscú la que arde, hermanos... Es ella, nuestra madre blan...

Se le quebró la voz de pronto y sollozó como só lo sollozan los viejos, y como si todos esperasen oí r aquello para comprender el significado del resplandor, se oyeron suspiros, oraciones y los sollozos del viejo ayuda de cá mara del Conde.

 

IX

Un criado le dio al Conde la noticia. Este se puso la bata y salió al exterior para contemplar el incendio. Sonia, que aú n no se habí a desvestido, salió tambié n. Natacha y la Condesa se quedaron en la habitació n (Petia no acompañ aba a sus padres: se habí a adelantado a su regimiento, que marchaba hacia la Trinidad).

Al saber que ardí a Moscú, la Condesa se echó a llorar. Natacha, pá lida, con la mirada fija, se sentó en un banco bajo los iconos; no prestó atenció n a las explicaciones de su padre. Escuchaba los gemidos del ayudante de campo, que, aunque el herido distaba de ellos tres casas, se oí an con claridad.

‑ ¡ Qué horror! ‑ exclamó Sonia volviendo del patio transida y asustada ‑. Creo que está ardiendo todo Moscú. El resplandor es inmenso. Natacha, mira por aquí; se ve ya desde la ventana ‑ dijo para distraer a su prima.

Pero Natacha la miró como si no comprendiera sus palabras y volvió a posar la vista en la estufa. Desde por la mañ ana, cuando Sonia, suscitando el despecho y el asombro de la Condesa, creyó necesario, sin que se supiera por qué, notificar a Natacha que el prí ncipe André s estaba herido e iba en el convoy, estaba sumida en un estado de estupor. La Condesa se habí a enfadado con Sonia de un modo desacostumbrado; Sonia lloró y le pidió perdó n, y ahora, como no podí a borrar su falta, se ocupaba de su prima sin cesar.

‑ ¡ Mira có mo arde, Natacha!

‑ ¿ Qué es lo que arde? ¡ Ah, sí! Moscú...

Y como si no quisiera ofender a Sonia y deseando, ademá s, que la dejara tranquila, Natacha se acercó a la ventana y luego volvió a sentarse.

‑ ¡ Pero si no has visto nada!

‑ Sí, sí, lo he visto ‑ repuso con acento de sú plica.

Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la Condesa comprendieron que ni Moscú ni el incendio le importaban lo má s mí nimo en aquellos momentos.

El Conde se retiró tras el biombo y se acostó. La Condesa se aproximó a Natacha, le tocó la cabeza como hací a siempre que estaba enferma y enseguida, apoyando los labios en su frente para comprobar si ardí a, la besó.

‑ Tienes frí o, está s temblando. Acué state.

‑ ¿ Qué me acueste? Sí, bueno. Enseguida, enseguida voy.

Al saber, por la mañ ana, que el prí ncipe André s iba con ellos, se hizo numerosas preguntas: «¿ Dó nde tendrá la herida? ¿ Có mo le habrá n herido? ¿ Estará grave? ¿ Podré verle? » Mas, al enterarse de su gravedad, aunque no corrí a peligro su vida, y de que no le permitirí an que lo visitara, sin creer nada de lo que le decí an, es má s, convencida de que le dirí an siempre lo que no era, dejó de hablar y de hacer preguntas. Durante todo el dí a, con los ojos muy abiertos, expresió n que ya conocí a y temí a la Condesa, permaneció inmó vil en un rincó n del coche. E inmó vil seguí a ahora sentada en el banco donde se habí a dejado caer a su llegada. Pensaba en algo que resolví a o que habí a resuelto ya en su interior. La Condesa estaba segura de ello. ¿ Qué serí a? Lo ignoraba, y ello la atormentaba y la llenaba de inquietud.

‑ Desnú date, Natacha, hijita, y acué state en mi cama.

Só lo la Condesa dormí a en un lecho. Las dos muchachas lo hací an sobre paja desparramada en el suelo de madera.

‑ No, no, mamá. Me echaré aquí, en el suelo ‑ replicó Natacha. Y fue a abrir la ventana.

Desde entonces los gemidos del ayudante de campo se percibieron má s claramente. Natacha sacó la cabeza para aspirar el aire fresco de la noche, y la Condesa vio temblar los sollozos en su garganta.

La joven sabí a que aquellos gemidos no eran del prí ncipe André s, que dormí a en la isba vecina, separada de ella por un tabique, pero las lú gubres e ininterrumpidas quejas le destrozaban el corazó n.

La Condesa cambió con Sonia una mirada significativa.

‑ Acué state, hijita. Acué state, tesoro mí o – insistió dá ndole un golpecito en el hombro ‑. Ea!, acué state de una vez.

‑ ¡ Ah, sí...! Me acostaré. Me acostaré enseguida.

Para ir má s deprisa, Natacha se arrancó el cordó n de la falda. Despué s de quitarse la ropa y de ponerse la de dormir, se sentó en el lecho de paja formado en el suelo, estirando las piernas, y se puso a trenzarse los cabellos. Sus finos, largos y há biles dedos hací an rá pidamente la trenza. Con un gesto caracterí stico volví a la cabeza ya a un lado, ya al otro, pero sus grandes ojos miraban siempre en lí nea recta. Cuando concluyó su tocado se deslizó, sin ruido, hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobre la tela que cubrí a la paja.

‑ Coló cate en el centro ‑ le indicó Sonia.

‑ No; aquí estoy bien ‑ repuso ella ‑. Pero acostaros tambié n vosotras ‑ agregó con despecho. Y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

La Condesa y Sonia se desvistieron en un abrir y cerrar de ojos y se acostaron. En la habitació n no quedó má s luz que la de una lamparilla; pero el patio estaba iluminado por el incendio de Mitistchi la Menor, que distaba dos verstas de allí, y se oí an los gritos de los campesinos en una granja que habí an destruido los cosacos del regimiento de Mamonov, así como los incesantes gemidos del ayudante de campo.

Natacha permaneció inmó vil, escuchando ruidos que llegaban hasta allí procedentes de la casa y del exterior.

Oyó la oració n y los suspiros de la madre, el crujido de su lecho y la respiració n acompasada de Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella no contestó.

‑ Debe de haberse dormido, mamá ‑ murmuró Sonia.

Tras un breve silencio, la Condesa volvió a llamar a Natacha. Tampoco obtuvo contestació n.

Poco despué s, Natacha oyó la respiració n regular de su madre. Pero no se movió aunque tení a un pie fuera de la paja y se le helaba sobre el frí o suelo.

Como si festejara su victoria sobre el mundo, surgió el «cri‑ crip» de un grillo de un boquete del pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro, cercano, le contestó. Los gritos habí an cesado en la granja y só lo se oí an los gemidos del ayudante de campo. Natacha se incorporó.

‑ ¡ Sonia!, ¿ Duermes...? ¡ Mamá!

No obtuvo respuesta de ninguna de las dos. Natacha se levantó sin hacer ruido, se santiguó, y, al poner los delgados y desnudos pies sobre el suelo entarimado, é ste crujió. Con la elasticidad de un gato joven, avanzó unos pasos y tocó la frí a cerradura de la puerta.

Le pareció que algo pesado golpeaba las paredes de la isba. Era su corazó n que palpitaba de angustia, de miedo, de amor. Abrió la puerta, franqueó el umbral y sentó la planta en la tierra frí a y hú meda del vestí bulo. El frí o que se apoderó de ella le serenó. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre dormido. Saltó por encima de é l y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el prí ncipe André s. La isba estaba a oscuras. En el fondo, en un rincó n, cerca de un lecho donde habí a alguien acostado, se fundí a un trozo de bují a, semejante a una gran seta, que descansaba sobre un banco.

Desde que habí a sabido aquella mañ ana que estaba allí el prí ncipe André s habí a decidido ir a verle. Sabí a que la entrevista serí a penosa, pero, sin que supiera bien por qué, la consideraba necesaria.

Durante todo el dí a acarició el pensamiento de verle por la noche; y ahora, llegado el momento, se sentí a sobrecogida de terror. ¿ Có mo serí a la herida? ¿ Qué quedarí a de é l? ¿ Estarí a en un estado parecido al de aquel ayudante de campo que gemí a incesantemente? Sí, así debí a de ser. En su magí n, era el Prí ncipe la personificació n de aquellos gemidos pavorosos. Al distinguir en el rincó n una masa confusa que tení a las rodillas levantadas bajo la manta creyó hallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvo con terror. Pero una fuerza invisible la impulsaba a seguir adelante. Dio prudentemente un paso, luego otro, y se encontró en mitad de una isba llena de gente. En el banco, bajo los iconos, habí a un hombre acostado (era Timokhin), y en el suelo, otros dos hombres: el mé dico y el ayuda de cá mara.

Este ú ltimo se incorporó murmurando palabras incomprensibles. Timokhin, al que mantení an desvelado los dolores de la pierna herida, contemplaba la singular aparició n de aquella muchacha que se cubrí a con un camisó n blanco, una chambra y un gorro de dormir. Las palabras temblorosas del criado: «¿ Qué quiere? ¿ Qué viene a hacer aquí? » apresuraron la marcha de Natacha en direcció n de la persona acostada en el rincó n. Por terrible que fuera el espectá culo, tení a que verlo. Pasó por delante del ayuda de cá mara sin responder. La seta de sebo se dobló y Natacha vio con claridad al prí ncipe André s. Estaba acostado, con las manos puestas sobre el embozo de la sá bana, tal como se lo representaba siempre.

En realidad, era el mismo, pero el rubor que la fiebre poní a en su rostro, el brillo de los ojos, que posaba en ella con entusiasmo, y sobre todo aquel cuello delgado, juvenil, que emergí a del de la camisa de dormir, le daban un aire particular de inocencia que jamá s le habí a visto. Se aproximó a é l y, con un movimiento repentino, irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El le tendió la mano sonriendo.

 

X

Desdeque el prí ncipe André s abrió los ojos en la ambulancia, despué s de la batalla de Borodino, hasta aquel momento habí an transcurrido siete largos dí as. Casi todo este tiempo habí a estado sumido en una especie de sí ncope. Tení a fiebre y una inflamació n en los lesionados intestinos, mortal de necesidad segú n el dictamen mé dico. Pero al sé ptimo dí a comió con placer un poco de tarta con el té, y el doctor observó que la temperatura disminuí a. Aquella mañ ana habí a recuperado el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú hizo mucho calor y dejaron dormir al Prí ncipe en su coche, pero al llegar a Mitistchi el herido pidió que le sacaran del vehí culo y le dieran una taza de té. Los dolores que sintió durante el traslado a la isba le arrancaron fuertes gemidos y volvió a perder el conocimiento. Cuando se le colocó sobre el lecho de campañ a, estuvo largo rato inmó vil y con los ojos cerrados. Mas apenas los abrió dijo en voz baja: «Pero ¿ y ese té? » Este recuerdo de los pequeñ os detalles de la vida llamó la atenció n del doctor. Le tomó el pulso y, con sorpresa y descontento, observó que estaba mejor. La mejorí a le desagradaba porque su experiencia le decí a que el prí ncipe André s no podí a vivir y que, si no morí a entonces, morirí a má s adelante en medio de sufrimientos mayores todaví a. Timokhin, el mayor de su regimiento, herido en una pierna tambié n en la batalla de Borodino, fue colocado en la misma isba, para que le hiciera compañ í a. Estaba con ellos el mé dico, el ayuda de cá mara del Prí ncipe, su cochero y dos asistentes.

Se sirvió el té al Prí ncipe. Se lo bebió á vidamente, con los ojos febriles fijos en la puerta, como si tratase de comprender o recordar algo.

‑ ‑ No quiero má s ‑ dijo ‑. ¿ Está ahí Timokhin? ‑ preguntó luego.

Timokhin se deslizó por el banco.

‑ Aquí estoy, Excelencia.

‑ ¿ Có mo va la herida?

‑ ¿ La mí a? Bien. ¿ Y la de usted?

El prí ncipe André s se quedó otra vez pensativo; parecí a recordar algo.

‑ ¿ Querrá buscarme un libro?

‑ ¿ Qué libro?

‑ El Evangelio. No tengo ninguno aquí.

El doctor prometió buscá rselo y comenzó a preguntarle qué sentí a. Al Prí ncipe le costaba hablar o no querí a hacerlo, pero respondió razonablemente a todas las preguntas del doctor. Luego, como no estaba có modo, pidió que le pusieran algo debajo de la almohada. El doctor y el ayuda de cá mara levantaron el capote que cubrí a su cuerpo y, haciendo una mueca a causa del olor sofocante de carne podrida que se desprendí a de é l, se pusieron a examinar la horrible herida. El doctor quedó descontento del examen. Hizo una cura y volvió al herido del otro lado, lo que le arrancó nuevos gemidos y le hizo perder el conocimiento. A continuació n, el Prí ncipe comenzó a delirar. Repetí a que le trajesen el libro inmediatamente y que le llevaran a é l allá abajo.

‑ ¿ Por qué no me lo dan? No tengo ninguno. Buscadlo, por favor. Poné dmelo delante un momento ‑ suplicaba con acento quejumbroso.

El doctor salió del vestí bulo para lavarse las manos.

‑ Es un mal tan terrible que no sé có mo puede soportarlo ‑ dijo al ayuda de cá mara que le echaba el agua en las manos.

‑ Pues me parece que le tenemos bien instalado, señ or.

Por vez primera, el Prí ncipe, se dio cuenta del lugar en que se hallaba y de lo que le habí a ocurrido. Recordó que habí a sido herido, dó nde y có mo; que cuando se detuvo el coche en Mitistchi rogó que se le trasladase a la isba y que allí volvió a encontrarse mal y que de nuevo habí a recobrado el conocimiento despué s de tomar un poco de té. Y siguió pasando revista a todo lo que le habí a sucedido. Se representaba con singular clarividencia la ambulancia y có mo al presenciar los sufrimientos de un hombre al que detestaba brotaron en su mente ideas nuevas que le prometí an la felicidad. Y, aunque vagas y confusas, estas ideas se apoderaron de nuevo de su alma. Recordaba que era dueñ o de una felicidad que nunca habí a poseí do y que é sta tení a algo de comú n con el Evangelio. Por eso lo habí a pedido. Pero su nueva postura, desfavorable para la herida, confundió sus ideas nuevamente, y, má s tarde, despertó por tercera vez a la vida, ya en medio del silencio de la noche. Todos dormí an a su alrededor. Los grillos cantaban en el vestí bulo. Alguien vociferaba y reí a en la calle. Las cucarachas corrí an por encima de las mesas, sobre los iconos, por las paredes; una gruesa mosca revoloteaba alrededor de la bují a, cerca de é l. Pero su alma no se hallaba en estado normal. El hombre que goza de buena salud piensa, siente, se acuerda simultá neamente de infinidad de cosas y posee la facultad de escoger una serie de ideas o de fenó menos y de prestarles toda su atenció n. El hombre que goza de buena salud puede, en medio de las reflexiones má s profundas, salir de ellas para decir una palabra de cortesí a a la persona que acaba de llegar, y luego vuelve a asir el hilo de sus pensamientos en el punto en que lo ha soltado. Mas el alma del prí ncipe André s se hallaba en un estado anormal. Las fuerzas de su espí ritu eran má s activas, má s claras que nunca, pero actuaban independientemente de su voluntad. Las ideas, las representaciones má s diversas, se apoderaban de é l, todas a un tiempo. A veces su pensamiento comenzaba a trabajar con un vigor, con una clarividencia, con una profundidad que en su estado normal no conseguí a, y, de pronto, en mitad de su trabajo, sus ideas se desvanecí an y eran reemplazadas por una imagen cualquiera, una visió n mental imprecisa, y ya no podí a reanudar sus meditaciones.

«Sí ‑ pensaba acostado en la isba, casi a oscuras y mirando ante sí con ojos febriles y muy abiertos‑, se me ha revelado una dicha nueva: la que se encuentra fuera de las fuerzas fí sicas, de las influencias externas; la dicha del alma, la dicha del amor. Pero ¿ có mo presenta Dios esta ley? ¿ Por qué el hijo...? »

De sú bito se interrumpió el curso de sus reflexiones, y el Prí ncipe aguzó el oí do... Ignoraba si era delirio o realidad, pero oí a el murmullo de una voz que repetí a sin cesar, con una entonació n muy dulce: «Beber..., beber... eer... eer... » Y otra vez: «Beber..., beber... eer... eer... » Al mismo tiempo veí a levantarse un edificio en el aire, sobre su misma frente, una construcció n extrañ a, aé rea, que parecí a hecha de finas agujas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuenta de que tení a que conservar el equilibrio para que el edificio no se derrumbase. Pero se derrumbó. Y luego volvió a levantarse poco a poco, al son de una mú sica cadenciosa. «He de estarme quieto, muy quieto», se decí a mientras escuchaba aquel murmullo y experimentaba la sensació n de que se formaba aquel edificio. A la roja luz de la bují a, veí a las cucarachas, oí a el zumbido del moscardó n que revoloteaba cerca de la almohada, sobre su cabeza. Al propio tiempo le maravillaba que no echara abajo con sus alas el edificio erigido sobre su frente. Un objeto blanco colocado cerca de la puerta le asfixiaba con su aspecto de esfinge.

«Debe de ser mi camisa que alguien ha dejado sobre la mesa ‑ pensó ‑. É stas son mis piernas, aqué lla es la puerta, pero ¿ por qué tiene que desaparecer todo eso? Beber..., beber..., beber..., beber... ¡ Oh, basta, por el amor de Dios! », suplicó sin saber a quié n.

De improviso, las ideas y los sentimientos renacieron en é l con una claridad, con una intensidad sorprendente.

«Sí, el amor ‑ pensó ‑, pero no ese amor que se siente por cualquier cosa, sino el que sentí por vez primera cuando vi y amé a un enemigo moribundo. Yo he experimentado ese amor, que es esencia misma del alma y que no necesita objetivos. Ahora mismo tengo una sensació n de beatitud: deseo amar al pró jimo, a los enemigos; deseo amarlo todo, amar a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede amar con amor humano a una persona querida; só lo a un enemigo se le puede amar con un amor divino. Por eso experimenté tanta dicha cuando me di cuenta de que amaba a aquel hombre. ¿ Qué habrá sido de é l? ¿ Vivirá todaví a? »

«El amor humano puede convertirse en odio, el amor divino no puede modificarse: nada, ni siquiera la muerte, es capaz de destruirlo. Es el sentido del alma. He aborrecido a muchas personas en la vida, pero a nadie he aborrecido tanto ni he amado tanto como a ella. »

Y recordó ví vidamente a Natacha, pero no se imaginó solamente sus encantos como otras veces, sino que pensó en su alma por vez primera. Comprendí a ahora sus sentimientos, sus sufrimientos, su vergü enza, su arrepentimiento. Por primera vez se dio cuenta de toda la crueldad de su ruptura con ella. ¡ Ah, si pudiera verla una sola vez! Mirarla a la cara y decirle: «Beber..., beber..., be­ber..., beber... »

La mosca cayó. De repente le llamó la atenció nalgo extraordinario que sucedí a en aquel mundo mezcla de delirio y de realidad en que se hallaba.

En é l se reconstruí an incesantemente edificios que no habí an sido destruidos... Algo se alargaba...; la bují a ardí a rodeada de su circulo rojo... Cerca de la puerta seguí a vié ndose la camisa‑ esfinge. De pronto algo chirrió, y entonces penetró en la isba un vientecillo fresco, y una nueva esfinge blanca apareció en el umbral. Esta nueva esfinge tení a un rostro pá lido, blanco y unos ojos brillantes parecidos a los de aquella Natacha en quien André s estaba pensando.

«¡ Este delirio es terrible!, se dijo tratando de alejar aquel rostro de su imaginació n. Pero el rostro estaba ante é l con toda la fuerza de la realidad y se le acercaba. El prí ncipe André s querí a volver al mundo del pensamiento puro, pero no podí a: el delirio le arrastraba a sus dominios. La voz dulce continuaba sus murmullos... El Prí ncipe reunió todas sus fuerzas para resistir. Al hacer un movimiento, sus oí dos se llenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscurecieron y, como hombre que cae al fondo del agua, perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Natacha, la misma Natacha, viva, a la que querí a amar con el amor puro, divino, que acababa de revelá rsele, se encontraba arrodillada junto a su lecho.

Comprendió en seguida que era una Natacha viva, pero, en vez de sorprenderse, experimentó una dicha muy dulce.

Natacha, de rodillas aú n (no podí a moverse), le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Su pá lido semblante permanecí a inmó vil; só lo su labio inferior temblaba.

El prí ncipe André s suspiró y le tendió la mano sonriendo.

‑ ¡ Usted! ¡ Qué felicidad! ‑ exclamó.

Natacha se acercó má s al herido, andando de rodillas, le cogió con suavidad una mano, se inclinó y la rozó con los labios.

‑ Perdó n ‑ dijo luego levantando la cabeza y mirá ndole ‑. Perdó neme.

‑ ¡ La amo! ‑ repuso el Prí ncipe.

‑ Perdó neme...

‑ ¿ De qué?

‑ Siento... el mal que... le hice... ‑ profirió Natacha con voz entrecortada y apenas perceptible.

Y, só lo rozá ndola con los labios, volvió a besar repetidas veces la mano del prí ncipe André s.

‑ Te amo má s ahora que antes ‑ dijo é l levantando la cabeza para mirarla de frente. Tení a los ojos llenos de lá grimas de alegrí a. La mirada de ella le llenaba de dicha y de compasió n. El pá lido y delgado rostro de Natacha, sus labios hinchados, la afeaban horriblemente, pero el Prí ncipe no veí a aquella cara; no veí a má s que los ojos brillantes, hermosos...

A sus espaldas se oyeron voces.

Pedro, el ayuda de cá mara, se despertó y despertó al doctor. Timokhin, que no podí a pegar los ojos a causa del dolor que sentí a en la pierna, lo habí a presenciado todo y se apretaba contra el banco, cubrié ndose cuidadosamente con una bandera.

‑ ¿ Qué es eso? ‑ preguntó el mé dico levantá ndose de su yacija ‑. Señ ora, má rchese, por favor.

En este instante llamó a la puerta una doncella, enviada por la Condesa, que habí a advertido la ausencia de su hija.

Natacha salió de la habitació n como una soná mbula a la que se acaba de despertar de su sueñ o, entró sollozando en su isba y se dejó caer en el lecho.

A partir de aquel dí a, y durante todo el viaje, Natacha aprovechó los relevos y todos los altos en el camino para correr junto a Bolkonski. Y el doctor tuvo que confesar que no esperaba hallar en una joven tanta firmeza ni tanta habilidad para cuidar a un herido.

A pesar de que la horrorizaba la idea de que el Prí ncipe pudiera morir (el doctor estaba convencido de que no se salvarí a) en los brazos de su hija, la Condesa no osó hacer ninguna observació na Natacha. No dejó de decirse que en el caso de que André s se curase y en vista de las relaciones que con é l mantení a entonces su hija, podrí an volver a hacerse proyectos matrimoniales, pero nadie, ni siquiera Natacha, hablaba de esto. El problema sin resolver de vida o muerte suspendido no só lo sobre la cabeza de Bolkonski, sino de Rusia entera, absorbí a por entero la mente de todos.

 

XI

Pedro se levantó tarde el dí a 3 de septiembre. Le dolí a la cabeza; le pesaba el traje con que habí a dormido. El reloj de pared señ alaba las once de la mañ ana, pero la calle estaba sumida en sombras. Pedro se levantó, se frotó los ojos y miró la pistola que el criado habí a colocado sobre el escritorio. Entonces recordó dó nde se hallaba y lo que pensaba hacer.



  

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