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DUODÉCIMA PARTE 4 страница



«¿ No me habré retrasado? ‑ se dijo ‑. No, probablemente no entrará en Moscú antes del mediodí a. »

Pedro no quiso detenerse a reflexionar en lo que iba a hacer; no pensó má s que en actuar con la mayor rapidez posible.

Se habí a alisado el traje, tení a ya la pistola en la mano y se disponí a a salir, cuando, por vez primera, se preguntó có mo llevarí a el arma por la calle. Desde luego, en la mano no. Bajo el largo caftá n le parecí a tambié n difí cil ocultar una pistola tan grande. Tampoco podrí a disimularla colocá ndola en su cintura ni debajo de la silla del caballo. Ademá s, tenia que llevarla descargada y habí a que contar con que necesitaba tiempo para cargarla.

«Quizá me sirva el puñ al... », pensó, aunque repetidas veces, al reflexionar en el modo de poner en prá ctica su proyecto, se habí a dicho que el error principal del estudiante, en 1809, fue querer matar con un puñ al a Napoleó n. Al parecer, el objetivo principal de Pedro consistí a no en la realizació n de su idea, sino en demostrar que no renunciaba a ella y harí a todo lo posible para ponerla en prá ctica. Cogió, pues, el puñ al mohoso, encerrado en su vaina verde, que habí a comprado en Sukharevo, y lo introdujo debajo de su chaleco.

Despué s de sujetarse con un cinturó n el caftá n y de ponerse el sombrero, Pedro avanzó por el corredor, procurando no hacer ruido, y salió a la calle. El incendio que la ví spera por la tarde contempló con indiferencia, se habí a agravado de manera considerable durante la noche. Moscú ardí a por diversos puntos: la calle Karietnaia, Zamoskvoretché. Gostinni‑ Dvor, la calle Poverskaia, las embarcaciones del Moscova, los mercados de madera, pró ximos al puente Dragomilov, ardí an a la vez.

Pedro tuvo que pasar por callejuelas para llegar a la calle Poverskaia, y de é sta dirigirse al Arbat, en las cercaní as de la iglesia de San Nicolá s, donde, hací a ya mucho tiempo, habí a decidido ejecutar su plan.

Lo mismo las puertas cocheras que los huecos de las casas aparecí an cerrados. Calles y callejuelas se hallaban desiertos. El olor a quemado y el humo saturaban el aire. De vez en cuando se tropezaba con rusos de rostros tí midos e inquietos y con franceses nó madas. Unos y otros le miraban sorprendidos. Los rusos le observaban con atenció n, no só lo por su aventajada estatura, su magní fica presencia y la expresió n singular, sombrí a y concentrada de su rostro y de toda su persona, sino porque no acertaban a descubrir a qué clase pertenecí a. Los franceses le seguí an, sorprendidos, con la vista, porque no les hací a el menor caso, en vez de mirarlos, como los demá s rusos, con curiosidad o con miedo. Cerca de la puerta de una casa, tres franceses, que contaban algo a unos rusos que no los comprendí an, le preguntaron si sabí a hablar en francé s.

Pedro hizo un gesto negativo y continuó la marcha. Un centinela que se hallaba de pie junto a un cajó n pintado de verde le llamó a gritos. Só lo despué s de oí r repetidamente sus severas voces y de verle manejar el fusil se dio cuenta de que debí a pasar al otro lado de la calle. Ni oí a ni veí a nada de lo que sucedí a a su alrededor. Como si todo lo demá s le fuera indiferente, estaba absorto en sus proyectos y una mezcla deprisa y horror le impulsaba a ponerlos en prá ctica, hacié ndole temer un fracaso debido a su inexperiencia. Pero estaba escrito que no llevarí a sus sentimientos intactos al lugar adonde se dirigí a. Ademá s, aun cuando nada le hubiera detenido por el camino, ya no podí a realizar su plan, pues hacia cuatro horas que por la muralla de Dragomilov y por el Arbat habí a entrado Napoleó n en el Kremlin, y entonces estaba sentado, con el má s sombrí o humor, en el gabinete imperial del palacio, donde daba ó rdenes detalladas acerca de las medidas que debí an tomarse inmediatamente para extinguir el incendio, prevenir el merodeo y tranquilizar a los habitantes.

Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absorto en el hecho que iba a llevar a cabo, se atormentaba como se atormentan todos aquellos que emprenden una tarea imposible no só lo por las dificultades que encierra, sino por su incompatibilidad con el propio cará cter. Temí a ceder a la debilidad en el momento decisivo y perder por esta causa la propia estimació n.

A pesar de que no oí a ni veí a nada de lo que a su alrededor sucedí a, seguí a instintivamente su camino y no se extraviaba en las callejuelas que conducí an a la calle Poverskaia. A medida que se acercaba a ella veí a disminuir el humo y sentí a un aumento de temperatura debido a la proximidad del fuego. De vez en cuando, las lenguas de fuego aparecí an por encima de las casas. Las calles estaban animadas y las gentes se mostraban má s inquietas. Pero, aunque notaba que ocurrí a algo extraordinario en torno suyo, Pedro no se daba cuenta de que se acercaba al foco del incendio. Al pasar por unos vastos terrenos sin edificar, que lindaban por un lado con la calle Poverskaia y por el otro con los jardines del prí ncipe Gruzinski, sonó a su espalda, inesperadamente, un desesperado grito de mujer. Se detuvo y, como si saliera de un sueñ o, levantó la cabeza.

Al borde del camino, sobre la hierba seca y polvorienta, habí a un montó n de objetos domé sticos: colchones, samovares, iconos, cofres. Una mujer madura, seca, de dientes largos y proyectados hacia fuera, que llevaba un gorro y un mantó n negros, estaba sentada en el suelo, junto a los cofres. Esta mujer sollozaba, balanceando el cuerpo y murmurando palabras incomprensibles. Dos niñ as de diez o doce añ os, envueltas tambié n en mantones, bajo los que se veí an unos vestidos cortos y sucios, miraban a su madre con una expresió n de espanto en sus pá lidos rostros. Un niñ o de siete añ os, el menor de los hijos, lloraba en brazos de una vieja sirvienta.

Otra joven, sucia y con los pies descalzos, estaba sentada en un cofre, deshacié ndose la rubia trenza y arrancá ndose los cabellos chamuscados que iba encontrando. El marido, un hombre de uniforme, de mediana estatura y con patillas rizadas, separaba, con semblante impasible, los cofres amontonados y sacaba de debajo de ellos algunas prendas de ropa.

Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus pies.

‑ ¡ Socorrednos, caballero! ‑ clamó sollozando ‑. ¡ Mi hija..., mi nenita! Dejamos atrá s a la má s pequeñ a y se habrá abrasado... ¡ Oh ¿ Y para eso la he criado? ¡ Dios mí o, Dios mí o...!

‑ Basta, Marí a Nikolaievna ‑ le ordenó en voz baja el marido para justificarse delante de aquel extrañ o ‑. Nuestra hermana la habrá recogido.

‑ ¡ Monstruo! ¡ Malvado! ‑ gritó la mujer, colé rica, dejando sú bitamente de llorar‑. Ni siquiera te compadeces de tu hija. Otro en tu lugar habrí a corrido a arrancarla de las llamas. No eres hombre, no eres padre. Eres un cobarde. Usted es noble, caballero ‑ dijo a Pedro ‑. El incendio ha comenzado por este lado de la ciudad. Las llamas prendieron en nuestra casa. La sirvienta gritó: «Fuego! » Y todo el mundo corrió y se lanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos a mudarnos de ropa. He aquí lo que hemos traí do: la bendició n de Dios, el lecho nupcial y pare usted de contar. El resto se ha perdido. Al reunir a los niñ os, no hemos encontrado a Catalina.

La mujer volvió a sollozar.

‑ ¡ Mi hijita adorada! ¡ Se ha abrasado, se ha abrasado!

‑ Pero ¿ dó nde está? ¿ Dó nde estaba? ‑ preguntó Pedro.

La animació n de su rostro hizo comprender a la mujer que se disponí a a ayudarla.

‑ ¡ Padrecito, padrecito! ‑ exclamó asié ndole por las rodillas‑. Bienhechor mí o, tranquiliza mi corazó n... Aniska, perezosa, acompá ñ ale ‑ dijo con ira a la sirvienta. Y su boca mostraba los largos dientes ‑. Acompá ñ ale, acompañ a a este caballero...

‑ Haré... lo que pueda... ‑ prometió Pedro con voz ahogada.

La sirvienta salió de detrá s del cofre, se colocó bien la trenza y, suspirando, echó a andar descalza delante de Pedro.

Este parecí a haber vuelto a la realidad tras un largo sí ncope. Levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos con un resplandor de vida y, a paso ligero, siguió a la sirvienta y pronto llegaron a la calle Poverskaia. Toda ella aparecí a inundada de un humo denso y negro.

A travé s de estas nubes surgí an aquí y allá lenguas de fuego. Una muchedumbre se apiñ aba ante el incendio. En medio de la calle, un general francé s decí a algo a las personas que le rodeaban.

Acompañ ado por la muchacha, Pedro quiso acercarse al general, pero los soldados franceses le detuvieron.

‑ No se puede pasar ‑ le gritó una voz.

‑ Venga, caballero; iremos por una calle lateral ‑ indicó la sirvienta.

Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando el paso para no quedarse atrá s.

La muchacha atravesó corriendo la calle, torció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin, dejando atrá s tres casas, se metió por una puerta cochera.

‑ Es aquí ‑ dijo.

Cruzó un patio, abrió una puerta, se paró y mostró a Pedro el pequeñ o pabelló n de madera, que ardí a con violentas y cegadoras llamaradas.

Uno de los costados se habí a venido abajo, el otro se mantení a en pie y las llamas salí an por techos y ventanas.

Pedro se detuvo, a su pesar, delante de la puerta cochera, frenado por el terrible calor.

‑ ¿ Cuá l es su casa? ‑ preguntó.

La muchacha le mostró, gimiendo, el pabelló n.

‑ ‑ ¡ Ahí está nuestro tesoro, mi señ orita adorada, la pequeñ a Catalina! ¡ Oh! ‑ sollozó, creyé ndose obligada a conmoverse ante el incendio.

Pedro se acercó al pabelló n, mas el calor era tan intenso que involuntariamente le volvió la espalda, con lo que se halló frente a la casa que ardí a por un solo costado y a cuyo alrededor hormigueaban los franceses. Por el momento, Pedro no se fijó en lo que hací a; ú nicamente vio que arrastraban algo. Pero al advertir que un francé s daba bastonazos a un mujik para arrancarle de las manos una piel de zorro, comprendió vagamente que estaban saqueando la casa. Sin embargo, no tuvo tiempo de detenerse a pensar en ello.

Los crujidos, el ruido de muros y vigas que se derrumbaban, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente, las nubes de humo, ora espesas, ora claras, que despedí an chispas, las llamas rojas y doradas que lamí an las paredes, aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidez de movimientos que percibí a en torno suyo produjeron en é l la excitació n que suele engendrar el incendio en todos los hombres.

Tan violenta fue la impresió n que recibió, que de improviso se sintió libre de las ideas que le obsesionaban.

Se sentí a joven, há bil, audaz. Recorrió el pabelló n por la parte má s pró xima a la casa, y ya iba a dirigirse a la que se conservaba intacta, cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza. Luego oyó un crujido y finalmente vio caer a sus pies un cuerpo pesado.

Levantando la cabeza, distinguió en una ventana a varios franceses que arrojaban al patio una có moda llena de objetos de metal. Otros soldados de la misma nacionalidad, que se encontraban abajo, se acercaron a la có moda.

‑ ¡ Eh! ¿ Qué buscas tú por aquí? ‑ preguntó uno de ellos.

‑ A una niñ a que habitaba en esta casa. ¿ La han visto ustedes?

‑ ¡ Mira con lo que nos sale é ste ahora! ¡ Vete a paseo! ‑ gritó una voz. Y, temiendo sin duda que Pedro quisiera disputarle la plata o el bronce que contení a un arcó n, otro francé s avanzó hacia é l con aire amenazador.

‑ ¿ Una niñ a? La he oí do llorar en el jardí n. Quizá sea la que busca este buen hombre. Seamos humanos ‑ exclamó otro soldado desde la ventana.

‑ ¿ Dó nde está? ¿ Dó nde está? ‑ preguntó Pedro.

‑ ¡ Allí! ‑ le contestó el francé s de la ventana, mostrá ndole el jardí n que se extendí a detrá s de la casa ‑ Espera un momento.

En efecto, poco despué s, un muchacho de ojos negros, con el rostro tiznado y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y dando a Pedro un golpecito en el hombro corrió con é l al jardí n.

‑ ¡ Vosotros, daos prisa! ‑ gritó a sus camaradas. ­Aquí hace demasiado calor.

Al llegar al enarenado sendero, el francé s cogió a Pedro de la mano y le señ aló un arriete. Echada en un banco habí a una niñ ita de unos tres añ os que llevaba un vestido de color de rosa.

‑ Ahí tiene al corderito. ¡ Ah! ¡ Es una niñ a! Tanto mejor. Adió s, gordito. Hay que ser humanitario. Todos somos mortales, ¿ verdad?

Y el francé s de la cara tiznada corrió a reunirse con sus camaradas.

Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niñ a e intentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desconocido, ella, que era escrofulosa y de aspecto tan desagradable como la madre, echó a correr dando gritos.

Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. Ella si guió gritando mientras sus manitas se esforzaban por apartar de sí los brazos de Pedro, y hasta empezó a morderle. Pedro experimentaba un sentimiento de horror, de repugnancia parecido al que hubiera sentido al contacto de un animal cualquiera, pero, haciendo un esfuerzo para no abandonar a la criatura, corrió con ella hacia la casa. Ya no se podí a pasar por el mismo camino: Aniska la sirvienta, habí a desaparecido, y Pedro, con un sentimiento de lá stima y disgusto, apretando con má s ternura a la niñ a, que sollozaba, corrió a travé s del jardí n buscando otra salida.

 

XII

Cuando, despué s de recorrer varias callejuelas, llegó con su carga junto al jardí n de Gruzinski, en una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de momento el sitio de donde habí a partido en busca de la niñ a. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de las llamas. Ademá s de las familias rusas que llegaban huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con uniformes distintos. Pedro no les prestó atenció n. Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la niñ a a su madre y seguir salvando vidas. Le parecí a que tení a mucho trabajo y que debí a hacerlo lo má s deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentí a ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de animació n, de resolució n, que se habí an despertado en é l cuando salió en busca de la niñ a. É sta, apaciguada, se así a con sus manitas al caftá n de Pedro, que la tení a sentada en su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un animalejo salvaje.

Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreí a. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeñ o y enfermizo una conmovedora expresió n de inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rá pidamente entre el gentí o mirando los rostros que encontraba a su paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental, vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus finas cejas negras, su rostro alargado, de expresió n muy dulce aunque algo frí a.

Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje color lila claro, con el que se cubrí a la cabeza, hací a pensar en una frá gil planta de invernadero arrojada sobre la nieve. Estaba sentada sobre los paquetes, detrá s de la anciana, y sus grandes ojos negros, inmó viles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se advertí a que tení a miedo porque sabí a que era hermosa. Su rostro llamó la atenció n a Pedro y, no obstante la prisa con que pasó por donde ella se hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla. No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y mujeres, a quienes llamó la atenció n, le rodearon.

‑ ¿ Ha perdido a alguien, amigo? ¿ Es gentilhombre? ¿ De quié n es esa niñ a? ‑ le preguntaron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su familia, y preguntó si alguien conocí a su paradero.

‑ Habla de los Enferov, sin duda ‑ dijo un viejo dirigié ndose a una mujer picada de viruelas.

‑ No ‑ repuso ella ‑. Los Enferov partieron muy de mañ ana. Debe de tratarse de los Ivanov o de Marí a Nikolaievna.

‑ Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer: Marí a Nikolaievna es una señ ora ‑ objetó un lacayo.

‑ Quizá la conozca usted ‑ explicó Pedro ‑. Es muy delgada y tiene los dientes largos.

‑ Sí, es Marí a Nikolaievna. Salió del jardí n a la llegada de esos lobos‑ dijo la mujer señ alando a los soldados franceses.

‑ ¡ Sá lvanos, Señ or! ‑ murmuró el anciano.

‑ Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por ahí ‑ manifestó la mujer.

Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre pequeñ o, de movimientos vivos, vestí a un capote azul ceñ ido por una cuerda. Iba descalzo y se cubrí a la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que atrajo especialmente la atenció n de Pedro, era delgado, rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresió n estú pida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones azules y botas altas bastante viejas. El francé s bajito del capote azul se acercó a los armenios, murmuró algo, asió las piernas del viejo y empezó a quitarle las botas. El otro se paró ante la bellaarmenia y la miró en silencio, inmó vil, con las manos metidas en los bolsillos.

‑ Toma, toma a la niñ a ‑ dijo Pedro a la mujer con acento imperioso entregá ndole la criatura ‑. Tú la devolverá s. Tó mala ‑ exclamó incliná ndose para dejarla sentada en el suelo. La niñ a lloraba. El miró al francé s y a la familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francé s bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.

Mas Pedro no veí a ni oí a nada de lo que ocurrí a a su alrededor. Toda su atenció n se concentraba en el francé s del capote de lana, que en aquel momento, contoneá ndose, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella armenia, que seguí a inmó vil y en la misma postura, con los grandes ojos bajos, no parecí a ver ni sentir lo que hací a el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le separaban del francé s, el merodeador alto del capote arrancó el collar de la armenia, que lanzó un grito, llevá ndose una mano al cuello.

‑ ¡ Suelta a esa mujer! ‑ ordenó Pedro en un tono terrible asiendo por los hombros al soldado y empujá ndole. Este cayó y, levantá ndose, echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de sí las botas, tiró del sable y cargó furioso contra Pedro.

‑ ¡ Nada de tonterí as! ‑ exclamó.

Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francé s y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le derribó y comenzó a golpearle con los puñ os. La multitud que le rodeaba lanzó un grito de aprobació n, pero en aquel preciso instante desembocó en el jardí n un destacamento de ulanos franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a Pedro y al francé s.

Pedro no sabí a a ciencia cierta lo que sucedió despué s. Creí a recordar que habí a pegado a alguien y que otros le habí an pegado a é l despué s de atarle las manos y mientras un nutrido grupo de soldados le rodeaba.

‑ Lleva un puñ al, teniente ‑ fueron las primeras palabras que comprendió.

‑ ¡ Ah! Un arma ‑ repuso el oficial, y, dirigié ndose al soldado que habí an cogido a la vez que a Pedro, añ adió ‑: Bueno. Ya explicaré is todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿ Habla usted francé s? ‑ preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y no contestó.

‑ Que venga el inté rprete.

Un hombre vestido de paisano salió de las filas. Pedro reconoció por é l, por el traje y por el acento, a un francé s que trabajaba en un comercio de Moscú.

‑ No tiene el aire de un hombre del pueblo ‑ observó mirando al detenido.

‑ Yo creo que tiene aspecto de incendiario ‑ repuso el oficial ‑. Pregú ntele quié n es.

‑ ¿ Quié n eres? ‑ interrogó el inté rprete ‑. Responde a los superiores.

‑ Soy vuestro prisionero ‑ repuso de pronto Pedro en francé s ‑. Llevadme a donde os parezca.

La multitud se apiñ aba alrededor de los ulanos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la niñ a en brazos. Cuando el destacamento se puso en marcha, ella avanzó tambié n y preguntó al prisionero:

‑ ¿ Adó nde le llevan? ¿ Y dó nde dejaré a la niñ a si no encuentro a sus padres?

‑ ¿ Qué quiere esa mujer? ‑ inquirió el oficial.

Pedro se sentí a como ebrio. Su entusiasmo se acentuó al ver a la niñ a que habí a salvado.

‑ ¿ Que qué dice? ‑ contestó ‑. Me trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas. ¡ Adió s!

Y sin saber có mo se le habí a ocurrido decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y arrogante entre los franceses que lo conducí an.

El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel recorrí an las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, segú n la opinió n que tení an los jefes franceses en aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad. El destacamento recorrió varias calles todaví a y detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos seminaristas, un campesino, un criado y despué s a algunos merodeadores. Pero el má s sospechoso era Pedro. Cuando llegaron a la prisió n militar, instalada en un gran edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo una guardia muy severa.

 

DUODÉ CIMA PARTE



  

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