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DECIMOTERCERA PARTE 1 страница



I

En las altas esteras de San Petersburgo, la complicada lucha entre los partidarios de Rumiantzev, de los franceses, de Marí a Fedorovna, del Gran Duque heredero y tantos otros bandos proseguí a sin interrupció n, ahogada, como siempre, por el ruido de los zá nganos de la Corte. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila, lujosa, en la que nadie se cuidaba sino de visiones y reflejos, seguí a su curso ordinario, y, a travé s de ella, habí a que hacer grandes esfuerzos para reconocer el peligro, la difí cil situació n en que el pueblo ruso se hallaba. Siempre las mismas salidas, los mismos bailes, el mismo teatro francé s, los mismos intereses de cortesanos, las mismas intrigas. En los cí rculos má s elevados se trataba ú nicamente de comprender las dificultades de la situació n. Se contaba, muy bajito, que en aquellas crí ticas circunstancias las dos emperatrices habí an procedido de manera distinta. La emperatriz Marí a Fedorovna, cuidadosa del bienestar de los establecimientos educativos y de beneficencia que presidí a, habí a ordenado que se enviasen a Kazá n todos los beneficiados, y los bienes de estos establecimientos estaban ya embalados. La emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió, cuando se le preguntó qué ordenes se dignaba dar, que no podí a dar ó rdenes relativas a las instituciones del Estado, porque dependí an del Emperador, y en cuanto a lo que le concerní a directamente, mandó decir que serí a la ú ltima en salir de San Petersburgo.

El 26 de agosto, dí a de la batalla de Borodino, Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad del dí a era la enfermedad de la condesa Bezukhov. Habí a enfermado repentinamente dí as antes; desde entonces faltaba a las reuniones que siempre habí a engalanado con su presencia, y se decí a que no recibí a a nadie y que, prescindiendo del cé lebre mé dico de San Petersburgo que la cuidaba de ordinario, se habí a puesto en manos de un doctor italiano, que la trataba de acuerdo con un mé todo nuevo y extraordinario.

‑ La pobre Condesa está muy enferma. El mé dico dice que se trata de una angina de pecho.

‑ ¿ Angina de pecho? ¡ Oh, es una enfermedad terrible!

La palabra «angina» se repetí a con placer.

‑ ¡ Oh! Serí a una pé rdida terrible. Es una mujer tan encantadora...

‑ ¿ Hablan de la pobre Condesa? ‑ preguntó Ana Pavlovna acercá ndose a los comentaristas ‑. A mí me han dicho, cuando he mandado a preguntar, que está un poco mejor. Es sin duda la mujer má s encantadora del mundo ‑ añ adió, sonriendo ante su propio entusiasmo ‑. Pertenecemos a campos distintos, pero ello no me impide apreciarla como se merece. ¡ Es tan desgraciada!

Suponiendo que las palabras de Ana Pavlovna levantaban un poco el velo misterioso de la enfermedad de la Condesa, un joven imprudente se permitió expresar su asombro al saber que no se habí a llamado a ningú n mé dico conocido y que la paciente se dejaba cuidar por un charlatá n que podí a recetar remedios milagrosos.

‑ Sus informes pueden ser mejores que los mí os ‑ dijo Ana de pronto, atacando al inexperto joven‑, pero sé de buena tinta que ese mé dico es muy há bil y competente. Ha asistido a la reina de Españ a.

Y luego de fulminar así sus rayos contra el joven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, en otro grupo y con el ceñ o fruncido, se disponí a a hablar de los austriacos.

Los invitados de Ana siguieron comentando la situació n de la patria e hicieron diversas suposiciones sobre el resultado de la batalla que debí a librarse aquellos dí as.

‑ Mañ ana, aniversario del nacimiento del Emperador ‑ concluyó Ana Pavlovna ‑, tendremos buenas noticias; ya lo verá n ustedes. Es un presentimiento.

 

II

El presentimiento se cumplió. Al dí a siguiente, durante el servicio de acció n de gracias con que la Corte honraba el cumpleañ os del soberano, se recibió un pliego que enviaba el prí ncipe Kutuzov. Contení a una informació n escrita en Tatarinovo el mismo dí a de la batalla. Kutuzov explicaba que los rusos no habí an cedido ni una sola pulgada de terreno, que las pé rdidas de los franceses eran muy superiores a las rusas y que escribí a el comunicado a toda prisa y en el mismo campo de batalla, sin conocer las ú ltimas noticias. Se habí a obtenido, pues, una victoria y enseguida, sin salir de la iglesia, se dio gracias al Creador por su ayuda y por el triunfo obtenido.

En la ciudad hubo durante todo el dí a un ambiente de gozo y de fiesta. Todos daban por segura la victoria definitiva, y se hablaba ya del cautiverio de Napoleó n, de su destronamiento y de la elecció n de un nuevo jefe de Estado francé s.

En el informe de Kutuzov se hablaba tambié n de las pé rdidas rusas, y se citaba, entre otros, a Tutchkov y Kutaissov. El mundo petersburgué s lamentó en particular la desaparició n de Kutaissov. Era joven e interesante; el Emperador lo apreciaba mucho y todo el mundo lo conocí a.

Aquel dí a todos comentaban al verse:

‑ ¡ Es sorprendente! Precisamente durante el servicio de acció n de gracias. Pero ¡ qué pé rdida..., Kutaissov! ¡ Una verdadera desgracia!

‑ ¿ Qué os decí a yo de Kutuzov? ‑ manifestaba el prí ncipe Basilio con el orgullo del profeta ‑. ¿ No sostuve siempre que é l solo era capaz de vencer a Napoleó n?

Pero como al dí a siguiente no se tuvieran noticias del ejé rcito, la opinió n pú blica se inquietó. Los cortesanos sufrí an a causa de la incertidumbre en que se hallaba el Emperador.

Aquel dí a, el prí ncipe Basilio no dedicó alabanzas a su protegido Kutuzov. Es má s: cuando se hablaba del comandante en jefe guardaba silencio. Por añ adidura, aquella tarde todo pareció confabularse contra los habitantes de San Petersburgo para sumirlos en la turbació n y en la inquietud. Otra noticia terrible se difundió por la ciudad: la condesa Elena Bezukhov acababa de morir, fulminada por el terrible mal cuyo nombre era tan agradable de pronunciar. Oficialmente y en las altas esferas se decí a que habí a muerto de un ataque de angina de pecho, pero en los cí rculos particulares se contaba que el mé dico secreto de la reina de Españ a habí a hecho tomar a Elena, en pequeñ as dosis, cierto medicamento, y que ella, atormentada por la falta de noticias de su marido (el desdichado Pedro), al que habí a escrito inú tilmente, se tomó una tremenda dosis de la medicina, muriendo entre sufrimientos atroces antes de que pudiera acudirse en su socorro. Se murmuraba tambié n que el prí ncipe Basilio acusó al mé dico italiano, pero que é ste le enseñ ó tantas cartas de amor de la Condesa difunta, que le dejó partir sin ponerle obstá culos. La conversació n general versaba sobre tres penosos acontecimientos: la incertidumbre del Emperador, la pé rdida de Kutaissov y la muerte de Elena.

Un poderoso terrateniente moscovita llegó a San Petersburgo tres dí as despué s y por toda la ciudad se extendió el rumor de la caí da de Moscú. ¡ Era horroroso!

El Emperador envió al prí ncipe Kutuzov el escrito siguiente:

«Prí ncipe Mikhail Ilarionovitch: Desde el dí a 29 de agosto no he vuelto a tener noticias de usted. Sin embargo, con fecha del l° de septiembre he recibido por medio de Iaroslav, que hablaba en nombre del gobernador general de Moscú, la triste nueva de que ha decidido usted abandonar con su ejé rcito la ciudad. Ya puede imaginarse el efecto que ello me ha producido. Su silencio aumenta mi sorpresa. Le enví o este pliego por mediació n del general ayudante de campo, a fin de conocer por usted mismo la situació n del ejé rcito y las causas que le han inducido a adoptar tan dolorosa decisió n. »

Nueve dí as despué s llegaba a San Petersburgo un enviado de Kutuzov con la noticia de que Moscú habí a sido abandonado.

 

III

MIENTRAS Rusia era conquistada a medias, mientras los habitantes de Moscú huí an a provincias lejanas, mientras se formaba una milicia tras otra para la defensa de la patria, Nicolá s Rostov, sin ningú n propó sito de sacrificio, por simple casualidad, tomaba parte decisivamente en la defensa de su paí s y observaba sin pesimismo alguno lo que ocurrí a a su alrededor. Unos dí as antes de la batalla de Borodino recibió papeles y dinero: se envió a sus hú sares a Voronezh y é l mismo partió hacia esta població n, utilizando caballos de posta.

Só lo las personas que hayan vivido por espacio de meses enteros en un ambiente rural podrá n comprender el placer que experimentó Nicolá s cuando dejó las tropas, los forrajes y ví veres, la ambulancia, y, sin soldados ni convoyes, lejos del trá fago del campamento, pudo contemplar los pueblos, los campesinos y sus mujeres, las mansiones señ oriales, los verdes terrenos donde pací a el ganado, los relevos ante los adormecidos maestros de postas. Sintió tanta alegrí a como si viera todo aquello por primera vez. Lo que má s le maravilló y le regocijó fue tropezarse con mujeres jó venes y vigorosas, a las que seguí an decenas de oficiales; mujeres que se sentí an felices y agradecidas cuando un oficial se detení a a bromear con ellas.

Ya era de noche cuando Nicolá s llegó a Voronezh de excelente humor. Pidió en el hotel todo aquello de que llevaba tanto tiempo privá ndose, y al dí a siguiente, despué s de afeitarse cuidadosamente y de ponerse el uniforme de gala, fue a presentarse a las autoridades.

El jefe de milicia era un paisano que tení a el grado de general, hombre entrado en añ os que estaba visiblemente encantado de sus ocupaciones militares y de su alta graduació n. Recibió con ira a Nicolá s (estaba convencido de que la ira era una cualidad muy militar) y, dá ndose importancia y en el tono del que hace uso de un derecho, juzgó la marcha general de los asuntos, y le interrogó, aprobando o desaprobando sus respuestas. Pero Nicolá s se sentí a tan contento que todo aquello le pareció muy divertido.

Luego visitó al gobernador de la provincia. El gobernador era un hombrecillo muy activo, muy bueno y muy simple.

Indicó a Nicolá s dó nde encontrarí a buenos caballos y le recomendó un tratante del pueblo y un propietario rural que habitaba a veinte verstas de allí y que poseí a una excelente yeguada. Finalmente le prometió su apoyo.

‑ ¿ Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch? Mi mujer era muy amiga de su madre. En casa nos reunimos los jueves. Si lo desea, como hoy es jueves, le invito a que venga a vernos sin gastar cumplidos ‑ dijo el gobernador al despedirle.

Por la tarde, Nicolá s, despué s de vestirse, se perfumó, y, aunque un poco tarde, se presentó en casa del gobernador.

En la reunió n habí a muchas señ oras. Nicolá s habí a conocido a algunas en Moscú, pero entre los varones no habí a nadie que pudiera rivalizar con el caballero de la cruz de San Jorge, con el hú sar de remonta, con el excelente y atento conde Rostov. Figuraba entre ellos un prisionero italiano, oficial del ejé rcito francé s, y Nicolá s juzgó que la presencia del mismo aumentaba su importancia de hé roe ruso: era como un trofeo.

En cuanto apareció en el saló n, vestido con el uniforme de hú sar, esparciendo a su alrededor un olor a vino y a perfume, oyó decir a varias voces: «Má s vale tarde que nunca. » Luego, todos los presentes le rodearon, todas las miradas se posaron en é l, y en un instante se sintió elevado a la posició n de favorito, posició n agradable siempre y que ahora, despué s de tan largas privaciones, le embriagaba. No só lo en los relevos, en los albergues y en las casas particulares habí a servidores que le halagaban con sus atenciones: tambié n allí, en la velada del gobernador, habí a señ oras jó venes y bellas señ oritas que esperaban con impaciencia a que se fijara en ellas. Todas coqueteaban con é l, y las personas mayores pensaban ya en casarle.

Entre estas ú ltimas se hallaba la esposa del gobernador, que le recibió como a un pariente, llamá ndole Nicolá s y tuteá ndole.

‑ Nicolá s, Ana Ignatievna desea verte ‑ dijo, pronunciando aquel nombre con un tono tan significativo, que Rostov comprendió que aquella Ana Ignatievna debí a de ser persona muy importante ‑. Vamos, Nicolá s, ¿ me permites que te llame así?

‑ Sí, tí a. ¿ Por qué quiere verme esa señ ora?

‑ Porque sabe que has salvado a su sobrina... ¿ Sabes de quié n te hablo?

‑ , Oh! ¡ He salvado a tantas damas!

‑ Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está aquí, en Voronezh, con su tí a. ¡ Oh, có mo te ruborizas! ¿ Qué? ¿ Hay algo entre vosotros?

‑ No, ni siquiera he pensado en ello, tí a.

‑ ¡ Bueno, bueno!

La esposa del gobernador le presentó a una anciana fornida, de estatura elevada, que acababa de terminar su partida de naipes con las personas má s notables del pueblo. Era la señ ora Malvintzeva, una viuda rica, sin hijos, tí a materna de la princesa Marí a, que viví a en Voronezh todo el añ o. Cuando se acercó a ella Rostov, estaba ya en pie pagando lo que habí a perdido. Hizo un guiñ o severo, le miró dá ndose importancia y siguió dirigiendo reproches al general que habí a ganado.

‑ Encantada, querido ‑ ‑ dijo enseguida a Rostov, tendié ndole la mano ‑. Le invito a que venga a vernos si gusta.

Despué s de hablar de la princesa Marí a y de su difunto padre, a quien la tí a parecí a no haber querido mucho, tras escuchar esta ú ltima lo que el joven le refirió acerca del prí ncipe André s ‑ que tampoco gozaba de sus simpatí as ‑, se despidió de é l, reiterá ndole la invitació n de que fuera a hacerle una visita. Nicolá s se lo prometió y volvió a ruborizarse al despedirse de ella. Siempre que se hablaba delante de é l de la princesa Marí a sentí a una mezcla de temor y de confusió n incomprensibles para é l mismo.

Al separarse de la señ ora Malvintzeva quiso volver a bailar, pero la esposa del gobernador puso sobre su brazo su mano llena de hoyuelos y manifestó que tení a necesidad de hablarle.

‑ ¿ Sabes, querido ‑ comenzó a decir una vez se hubieron sentado en un apartado rincó n‑, que eres un buen partido? ¿ Quieres que pida para tí su mano?

‑ ¿ La mano de quié n, tí a? ‑ preguntó Nicolá s.

De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Princesa. Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Esa muchacha es encantadora; yo no la encuentro fea.

-¡ Qué ha de ser fea! - exclamó Nicolá s al que hirió la observació n-. Pero yo soy un soldado, tí a; no puedo comprometerme ni asegurar nada ‑ agregó sin pensar lo que decí a.

‑ Bien. Recuerda mis palabras. No hablo en broma.

Nicolá s sintió de repente el deseo y la necesidad de explayarse (cosa que nunca hací a con su madre, ni con su hermana, ni con ningú n amigo), de exponer sus pensamientos má s í ntimos a aquella mujer, casi una extrañ a.

Má s adelante, al recordar este inexplicable, imperioso e injustificado afá n, imaginó (como muchos hombres) que habí a sido casual. Sin embargo, unido a otros pequeñ os acontecimientos, debí a tener enormes consecuencias no solamente para é l, sino tambié n para su familia.

‑ Mamá desea casarme con una mujer rica ‑ explicó ‑, pero me repugna y disgusta esa idea. No quisiera casarme por interé s.

‑ Lo comprendo ‑ asintió la esposa del gobernador.

‑ Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa. Ante todo, confiesoque me gusta mucho, que me inspira muchí sima simpatí a, que desde que la he conocido en circunstancias tan poco corrientes pienso sin cesar en la influencia del destino en nuestras vidas. Por extrañ o que pueda parecer, mi madre, que no la conoce, me la nombra continuamente. Mientras Natacha estuvo prometida a su hermano, yo no pude pensar en dirigirme a ella, y ha venido a cruzarse en mi camino precisamente cuando Natacha ha roto su compromiso matrimonial... No he dicho a nadie, ni diré, una sola palabra de todo esto. Só lo usted lo sabe.

La esposa del gobernador le estrechó la mano, reconocida.

‑ ¿ Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le he dado palabra de casamiento y haré honor a ello... Ya ve como no puedo pensar en otra mujer‑ concluyó Nicolá s ruborizá ndose.

‑ ¡ Muy razonable, querido! Pero Sonia no posee nada y tú mismo confiesas que andan mal los asuntos de tu padre. ¿ Y tu madre? Esto la matará. Si Sonia tiene corazó n, ¿ cuá nto no sufrirá? La apenará ver a tu madre desesperada, los asuntos embrollados... No, amigo mí o, Sonia y tú tené is que comprender.

Nicolá s callaba. Le habí a gustado oí r aquella conclusió n. Tras un breve silencio, dijo suspirando:

‑ No obstante, tí a, todaví a falta saber si la Princesa me querrá. Ademá s, está de luto. ¿ Có mo va a pensar en esto?

‑ ¿ Imaginas, acaso, que voy a casarte enseguida? Hay muchas maneras de hacer las cosas.

‑ Es usted una buena casamentera, tí a ‑ dijo Nicolá s besá ndole la mano.

IV

 

Al llegar a Moscú, despué s de su encuentro con Rostov, la princesa Marí a halló allí a su sobrino, con el preceptor y una carta del prí ncipe André s en que é ste le trazaba su itinerario a Voronezh y le hablaba de tí a Malvintzeva. Las peripecias del viaje, la inquietud que le inspiraba el estado de su hermano, la instalació n en una nueva casa, entre caras nuevas, la educació n de su sobrino, todo esto ahogaba en el alma de la Princesa el sentimiento, muy parecido a la tentació n, que la atormentó durante la enfermedad de su padre y despué s de su fallecimiento, y especialmente a raí z de su encuentro con Rostov. Se sentí a trastornada. Tras un mes de vida tranquila, experimentaba con mayor intensidad la impresió n de la pé rdida de su padre, al unirse en su alma a la pé rdida de Rostov. La sola idea de los peligros que corrí a su hermano, ú nico pariente que le quedaba, la atormentaba sin cesar. La inquietaba la educació n de su sobrino, porque se veí a incapaz de dá rsela. Pero en el fondo de su alma albergaba una satisfacció n que nací a de la conciencia de haber acallado sus sueñ os y esperanzas relacionadas con la aparició n de Rostov.

Al dí a siguiente de la fiesta, la esposa del gobernador llegó a casa de la señ ora Malvintzeva, y despué s de hablar de sus proyectos con la tí a de la Princesa, haciendo la observació n de que si, dadas las circunstancias, no se podí a pensar en unos esponsales oficiales, sí que podí a reunirse a los dos jó venes con objeto de que se conocieran má s a fondo y de recibir su aprobació n; hizo en presencia de la princesa Marí a el elogio de Rostov y contó que se habí a ruborizado al oí r hablar de ella. Entonces é sta experimento no una alegrí a sincera, sino un sentimiento enfermizo. Su equilibrio interior no existí a ya, y nuevos deseos, nuevas dudas, nuevas esperanzas, se despertaban en ella.

Durante los dos dí as que mediaron entre esta entrevista y la visita de Rostov, la princesa Marí a no dejó de pensar en la actitud que debí a adoptar. Tan pronto resolví a no salir al saló n cuando llegara é l, dicié ndose que no era correcto que, llevando luto, recibiera invitados, como pensaba que esta conducta resultarí a descorté s despué s de lo que Nicolá s habí a hecho por ella. Se dijo que su tí a y la esposa del gobernador forjaban proyectos sobre ella y Rostov (sus miradas, sus palabras, parecí an confirmar esta suposició n) y que estos proyectos les incumbí an ú nicamente a los interesados; y luego pensó que só lo a ella, espí ritu perverso, podí an ocurrí rsele y no olvidaba que en su situació n ‑ todaví a no se habí a despojado de sus crespones ‑ sus esponsales constituirí an una ofensa para ella y para la memoria de su padre. Despué s de decidir por fin que se presentarí a ante Rostov, se imaginó lo que dirí a é l y lo que ella responderí a. Y estas palabras le parecí an ora frí as y fú tiles, ora demasiado importantes.

Temí a, sobre todo, que é l supusiera que la molestaba. Pero cuando el domingo, ‑ terminada la misa, anunció el criado en el saló n la llegada del conde Rostov, la Princesa no dio muestras de sentirse disgustada. Sus mejillas se tiñ eron de un leve rubor y una nueva y resplandeciente luz iluminó sus pupilas.

‑ ¿ Le has visto, tí a? ‑ interrogó con voz tranquila, sin saber ella misma có mo podí a permanecer tan serena y natural.

Al aparecer Rostov, bajó un momento la cabeza, a fin de dar tiempo al visitante para que saludara a su tí a. La levantó cuando Nicolá s se dirigió a ella, y correspondió a su mirada con los ojos brillantes. Con un movimiento lleno de dignidad y de gracia, con una alegre sonrisa, se levantó, le tendió su fina y suave mano y le habló con una voz que por vez primera tení a un matiz femenino. La señ orita Bourienne, que se encontraba tambié n en el saló n, la miró con asombro. Ni la coqueta má s há bil hubiese maniobrado mejor al enfrentarse con un hombre al que quisiera agradar.

«No sé si es que el negro le sienta bien o que se ha embellecido sin que yo me haya dado cuenta... ¡ Qué tacto, qué gracia! », pensaba la señ orita Bourienne.

Si en aquellos momentos hubiera podido reflexionar, la Princesa se habrí a sorprendido má s que la señ orita Bourienne del cambio que se habí a operado en ella. Desde que su vista se posó en aquel encantador y amado rostro, una nueva fuerza vital se posesionó de ella y la hizo hablar y actuar contra su voluntad. Su rostro se habí a transformado de sú bito al aparecer Nicolá s. Así como los cristales pintados de un farolito permiten ver, cuando se encienden de improviso, el trabajo artí stico que poco antes parecí a grosero y falto de sentido, se transfiguró de pronto el rostro de la princesa Marí a. Por vez primera se exteriorizaba aquel trabajo puro, espiritual, que habí a realizado en secreto. Todo este trabajo interior, todos sus sufrimientos, sus aspiraciones hacia el bien, la sumisió n, el amor, el sacrificio, brillaban ahora en sus radiantes ojos, en su fina sonrisa, en cada rasgo de su dulce semblante.

Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta claridad como si la conociera de toda la vida. Advirtió instintivamente que el ser que tení a delante era distinto y superior a todos los que habí a conocido hasta aquel momento y, sobre todo, mejor que é l mismo.

Cuando le hablaban de la Princesa o cuando pensaba en ella, se ruborizaba y se turbaba; en cambio, en su presencia se sentí a despreocupado y animoso. No dijo nada de lo que llevaba preparado, sino cuanto pasó por su magí n, lo cual fue, por cierto, lo má s oportuno.

La Princesa no salí a de casa por el luto, y Nicolá s no juzgó conveniente prodigar sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguí a madurando sus proyectos. Hablaba a Nicolá s de las lisonjas que le dedicaba la Princesa, y a é sta de las que le dedicaba Nicolá s. Especialmente insistió en que el joven tuviera una conversació n a solas con ella. Por fin arregló una entrevista entre los dos, despué s de la misa, en casa del arzobispo.

Pero Rostov objetó que no tení a por qué mantener aquel diá logo y no quiso prometer su asistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit, donde jamá s se atrevió a preguntar a los demá s si lo que juzgaban bueno lo era en realidad, ahora, tras una lucha breve pero franca entre la tentació n de ordenar su vida de acuerdo con la razó n o de someterse dó cilmente a las circunstancias, escogió lo ú ltimo, cediendo a lo que le atraí a irremisiblemente. Sabí a que no estaba bien hablar de amor a la Princesa despué s de la promesa hecha a su prima, y jamá s lo harí a, pero sabí a igualmente que si se dejaba llevar por las personas que le dirigí an no só lo no cometerí a ninguna mala acció n, sino que harí a algo importante, lo má s importante de todo lo que habí a hecho hasta entonces.

Tras su entrevista con la Princesa, su vida exterior no cambió, pero todos los placeres de que gozó antes perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en Marí a, pero no como pensaba en todas las jó venes, sin excepció n, de la esfera que frecuentaba; tampoco recordaba ya con tanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a Sonia. Como todos los jó venes decentes, habí a querido ver en cada una de ellas a una esposa, y en su imaginació n las habí a dotado de las cualidades que son indispensables para la vida conyugal. Las veí a vestidas con una bata blanca, delante del samovar, en coche, con los niñ os, con papá y mamá; se representaba sus relaciones con ellas..., y é stas perspectivas le eran agradables. Cuando pensaba en la princesa Marí a, con quien querí a casarse, no acertaba a imaginar ningú n episodio de su vida en comú n, y cuando trataba de representá rselo, le parecí a ficticio.

 

V

La terrible noticia de la derrota de Borodino, con las pé rdidas rusas, y la má s terrible aú n del abandono de Moscú al enemigo llegaron a Voronezh a mediados de septiembre.

La princesa Marí a no tuvo noticias directas de la herida de su hermano, el prí ncipe André s, sino que se enteró por los perió dicos, disponié ndose a partir en su busca. Esto fue todo lo que supo Nicolá s, que no habí a vuelto a verla.

Despué s, aunque no sentí a desesperació n, ira, deseo de venganza ni nada semejante, Rostov comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en el pueblo. Todas las conversaciones se le antojaban falsas, no sabí a qué opinar de los acontecimientos y se daba cuenta de que só lo cuando se hallara en el regimiento lo verí a todo má s claro. Por esto se apresuró a poner fin a la misió n que allí le condujera ‑ la de comprar caballos ‑, y má s de una vez, sin motivo alguno, increpó a sus subordinados.



  

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