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UNDÉCIMA PARTE 7 страницаCuando entró observó que no se oí an los cañ onazos y que alguien hací a alguna cosa. Pedro no tuvo tiempo para comprender quié nes eran aquellas gentes. Divisó al coronel, que estaba echado sobre la muralla, vuelto de espaldas a é l, como si examinara alguna cosa situada abajo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos para librarse de unos hombres que le tení an sujeto por los brazos, gritaba: «¡ Hermanos! », y todaví a vio otra cosa extrañ a. Pero no habí a tenido tiempo de darse cuenta de que el coronel habí a muerto y que aquel que gritaba «¡ hermanos! » era un prisionero, cuando sus ojos descubrieron, delante de é l, a otro soldado, muerto por una bayoneta que le salí a por la espalda. Acababa de llegar a la trinchera cuando un hombre delgado, de tez blanca, cubierto de sudor, con uniforme azul y con la espada en la mano, corrió hacia é l gritando algo. Pedro, por un instintivo movimiento de defensa, sin ver del todo a su adversario, cerró contra é l, le cogió ‑ era un oficial francé s ‑ y con la otra mano le apretó la garganta. El oficial soltó la espada, cogiendo a Pedro por el cuello de su traje. Durante unos cuantos segundos, los dos se miraron con ojos desorbitados, perplejos; parecí a como si no supieran exactamente lo que hací an y lo que debí an hacer. «¿ Soy yo el prisionero o soy yo quien le ha hecho prisionero? », pensaban los dos. Pero, evidentemente, el oficial francé s se inclinaba ante la idea de que el prisionero era é l, porque la vigorosa mano de Pedro, movida por el miedo, involuntariamente le iba apretando la garganta cada vez má s fuerte. El francé s querí a decir algo, cuando, de pronto, una bala silbó de un modo siniestro casi al nivel de sus cabezas, y a Pedro le pareció que la bala se habí a llevado la cabeza del oficial francé s, tal fue lo rá pido que é ste inclinó la cabeza. Pedro tambié n inclinó la suya y abrió las manos. Sin preguntarse quié n habí a hecho un prisionero, el francé s volvió se a la baterí a y Pedro emprendió el descenso, tropezando con muertos y heridos, parecié ndole que é stos se cogí an a sus piernas. Todaví a no habí a llegado abajo cuando tropezó con una masa compacta de soldados rusos que subí an corriendo, cayendo, empujá ndose y profiriendo gritos de alegrí a y que bravamente se dirigí an hacia la baterí a. Los franceses que ocupaban la baterí a huyeron. Las tropas rusas, con gritos de «¡ hurra! », interná ronse tanto entre las baterí as francesas que fue difí cil contenerlas. En las baterí as fue hecho prisionero, entre otros, un general francé s herido, al que rodeaban sus oficiales. Una multitud de heridos rusos y franceses, con los rostros deformados por el dolor, marchaban, se arrastraban y eran sacados de la baterí a sobre parihuelas. Pedro subió la cuesta, donde estuvo má s de una hora, y de todo aquel pequeñ o cí rculo que tan amistosamente le recibiera no pudo reconocer a nadie. Habí a muchos muertos que no sabí a quié nes eran, entre los cuales, sin embargo, reconoció a alguno. El joven oficial continuaba sentado, doblado del mismo modo, sobre un lago de sangre, cerca de la muralla. El soldado del rostro colorado aú n se moví a, pero lo dejaron. Pedro corrió hacia abajo. «Ahora acabará n, sentirá n horror de lo que han hecho», pensaba Pedro, sin saber dó nde iba, siguiendo a una multitud de camillas que se alejaban del campo de batalla. El sol, todaví a muy alto, estaba cubierto de humo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algo se moví a entre el humo y las detonaciones. No só lo los cañ onazos y las descargas continuaban, sino que aumentaban desesperadamente, igual que un hombre que hace su ú ltimo esfuerzo.
XIX Kutuzov estaba sentado, con la cabeza baja, y su pesado cuerpo yací a sobre un montó n de alfombras, en el mismo lugar donde Pedro le habí a visto por la mañ ana. No daba ninguna orden, limitá ndose a aceptar o no lo que le proponí an. ‑ Sí, sí, há ganlo ‑ respondí a a diversas proposiciones ‑. Sí, ve, hijo mí o ‑ decí a a uno y a otro de sus subalternos; o bien: No, no es preciso, es preferible atacar. Escuchaba los informes que se le daban, daba ó rdenes cuando sus subordinados se las pedí an; pero cuando oí a los informes parecí a no interesarle el sentido de las palabras que le decí an, sino alguna otra cosa, como la expresió n del rostro y el tono de la voz de los que le hablaban. A las once de la mañ ana le dieron la noticia de que las avanzadas ocupadas por los franceses habí an sido tomadas de nuevo, pero que Bagration estaba herido. Kutuzov exclamó: «¡ Ah! », e inclinó la cabeza. ‑ Vete a ver al prí ncipe Pedro Ivanovich y enté rate con detalle de lo que ocurre ‑ dijo a uno de sus ayudantes de campo; despué s se dirigió al prí ncipe de Wurtemberg, que se encontraba detrá s de é l. ‑ ¿ No desea Vuestra Alteza tomar el mando del primer cuerpo de ejé rcito? Poco despué s de haber partido el Prí ncipe, el ayudante de campo, que no habí a tenido tiempo de llegar a Semeonovskoie, volvió y anunció al Serení simo que el Prí ncipe pedí a refuerzos. Kutuzov arrugó las cejas y dio a Dokhturov la orden de encargarse del mando del primer ejé rcito y pidió hicieran volver al Prí ncipe, del cual, segú n decí a, no podí a prescindir en aquellos importantes momentos. Cuando, procedente del flanco izquierdo, llegó Chibinin corriendo con la noticia de que los franceses habí an tomado las avanzadas y Semeonovskoie, Kutuzov, adivinando por los rumores llegados del campo de batalla y por la cara de Chibinin, que la situació n no era buena, se levantó como si lo hiciera para estirar las piernas y, cogiendo a Chibinin por el brazo, se lo llevó aparte. ‑ Ve allí, querido, y mira si puede hacerse algo ‑ le dijo. Kutuzov se encontraba en Gorki, en el centro de la posició n del ejé rcito ruso. El ataque de Napoleó n contra el flanco izquierdo habí a sido rechazado muchas veces. El centro de los franceses no habí a pasado de Borodino, y en el flanco izquierdo la caballerí a de Uvarov habí a hecho retroceder al enemigo. A las tres cesaron los ataques de los franceses. Por las caras de los que llegaban del campo de batalla y por las de los que le rodeaban, Kutuzov comprendí a que la tensió n habí a llegado al má ximo. Kutuzov estaba satisfecho del inesperado é xito de aquel dí a, pero sus fuerzas le abandonaban. La cabeza se le inclinaba frecuentemente hacia delante y se dormí a. Le sirvieron la comida. El ayudante de campo del Emperador, Volsogen, se acercó a Kutuzov durante la comida. Vení a de parte de Barclay para darle cuenta de la marcha de las cosas en el flanco izquierdo. El prudente Barclay, viendo una multitud de heridos que huí an y que las lí neas de atrá s se dislocaban, pesando todas las circunstancias del asunto, habí a decidido que la batalla estaba perdida y enviaba esta noticia al General en jefe por conducto de su favorito. Kutuzov mascaba dificultosamente un pollo asado mientras miraba con su pequeñ o y vivo ojo a Volsogen. Este, con paso negligente y una sonrisa casi desdeñ osa, se acercó a Kutuzov, tocá ndose apenas la visera. Delante del Serení simo afectaba una especie de negligencia que tení a por objeto mostrar que é l, militar instruido, dejaba a los rusos el trabajo de convertir en un í dolo a aquel viejo inú til, aunque sabí a perfectamente con quié n habí a de habé rselas. «Der alte Herr‑ como llamaban los alemanes entre ellos a Kutuzov‑ mach es sich ganz beguem[SC10] », pensaba Volsogen mientras lanzaba una mirada severa a los platos que Kutuzov tení a delante. Empezó por recordar al «viejo señ or» la situació n de la batalla en el flanco izquierdo, tal como Barclay le habí a ordenado que hiciera y tal como é l mismo la veí a y la comprendí a. ‑ Todos los puntos de nuestra posició n está n en manos del enemigo; no sabemos qué hacer para retroceder, porque no tenemos bastantes tropas y é stas todaví a huyen, siendo imposible detenerlas. Kutuzov dejó de masticar y, extrañ ado, como si no entendiera bien lo que le decí a, fijó su mirada en Volsogen, el cual, al observar la emoció n del «viejo señ or», dijo con una sonrisa: ‑ Creo que no tengo derecho a ocultar a Vuestra Excelencia lo que he visto: las tropas está n completamente desorganizadas. ‑ ¿ Lo ha visto usted? ¿ Usted? ‑ exclamó Kutuzov frunciendo el ceñ o, levantá ndose y acercá ndose a Volsogen ‑. ¿ Usted...? ¿ Có mo se atreve...? ‑ gritó haciendo un gesto amenazador con su temblorosa mano, mientras resollaba ‑. ¿ Có mo se atreve usted a decí rmelo a mí? Usted no sabe nada. Diga de mi parte al general Barclay que sus informaciones son falsas y que yo, el General en jefe, conozco mejor que é l la marcha de la batalla. Volsogen quiso decir algo, pero Kutuzov le interrumpió: ‑ El enemigo ha sido rechazado en el flanco izquierdo y vencido en el derecho. Si usted lo ha visto mal, no le permito que diga lo que no sabe. Há game el favor de regresar al lado del general Barclay y transmitirle para mañ ana la orden terminante de atacar al enemigo ‑ dijo severamente Kutuzov. Todos callaban; ú nicamente se oí a el resollar del viejo General. ‑ Son rechazados por todas partes, por lo que doy gracias a Dios y a nuestro viejo ejé rcito. ¡ El enemigo está vencido y mañ ana le echaremos de nuestra santa Rusia! ‑ dijo Kutuzov persigná ndose; de pronto se echó a llorar. Volsogen encogió se de hombros, hizo una mueca y sin decir una palabra se retiró a un lado, admirado ueber diese Eingenommenheit des alten Herr[SC11] . ‑ ¡ Ah! ¡ He aquí a mi hé roe! ‑ exclamó Kutuzov al ver al General, buen mozo, muy gordo, de negra cabellera, que en aquel momento subí a la cuesta. Era Raiewsky, que durante todo el dí a habí ase encontrado en el puente principal del campo de Borodino. Raiewsky explicaba que las tropas aguantaban firmes en las posiciones y que los franceses no se atreví an a atacarles. Despué s de escucharle, Kutuzov dijo: ‑ Así, pues, ¿ no piensa usted, «como los demá s», que estamos obligados a retirarnos? ‑ Al contrario, Alteza, en las batallas indecisas siempre el má s terco es el que vence, y mi parecer es... Kutuzov llamó a su ayudante de campo. ‑ Kaissarov, sié ntate y escribe la orden del dí a para mañ ana. Y tú ‑ dijo a otro‑, ve a la lí nea y diles que mañ ana atacaremos. Durante esta conversació n con Raiewsky, y mientras Kutuzov dictaba la orden, Volsogen regresó de hablar con Barclay y dijo que el General deseaba tener por escrito la confirmació n de la orden del General en jefe. Kutuzov, sin mirar a Volsogen, ordenó escribir la orden que pedí a el antiguo General en jefe para evitarse, y con razó n, la responsabilidad personal. Y, por lazo misterioso indefinible, que extendí a por todo el ejé rcito la misma impresió n, y que se llama el espí ritu del ejé rcito y que es el nervio principal de la guerra, las palabras de Kutuzov fueron transmitidas momentá neamente a todos los puntos del ejé rcito. No eran las mismas palabras, no era la orden que se transmití a hasta los ú ltimos eslabones de aquella cadena, pues en los relatos transmitidos de un punto a otro del ejé rcito no habí a nada que se pareciese a lo que dijera Kutuzov, pero el sentido de sus palabras se comunicaba por todas partes, porque las palabras de Kutuzov no vení an de consideraciones há biles, sino del sentimiento que era el alma del General en jefe, como lo era de toda la Rusia. Al saber que al dí a siguiente atacarí an al enemigo, mientras aguardaban de las esferas superiores del ejé rcito la afirmació n de lo que les era grato de creer, los hombres, agotados, se rehicieron y adquirieron nuevo valor.
XX El regimiento del prí ncipe André s estaba en la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivo detrá s del pueblo de Semeonovskoie, bajo el vivo fuego de la artillerí a. A las dos, el regimiento, que habí a perdido má s de doscientos hombres, fue puesto en movimiento, avanzando por los campos de centeno pisoteados, en el espacio comprendido entre el pueblo y la baterí a de la colina, donde durante la mañ ana millares de hombres habí an muerto y ahora se dirigí a el fuego concentrado de algunos centenares de cañ ones enemigos. Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo cañ onazo, el regimiento perdió un tercio de sus soldados. Delante, y particularmente a la derecha, donde la humareda no se disipaba, los cañ ones retumbaban y por encima de la extensió n misteriosa que el humo cubrí a volaban las balas y las granadas sin descanso, con estridentes silbidos. Por dos veces, y como para descansar, las balas y las granadas, durante un cuarto de hora, pasaron de largo. Por el contrario, otras veces los proyectiles ocasionaban muchas bajas en un solo minuto, y a cada instante debí an retirar a los muertos y recoger a los heridos. A cada nuevo tiro, los que todaví a no habí an muerto perdí an las probabilidades de salir vivos. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones, a intervalos de trescientos pasos, pero a pesar de ello todos los hombres se hallaban bajo la misma impresió n. Todos permanecí an igualmente silenciosos y hermé ticos. Casi no se oí a ninguna conversació n entre las filas y é stas detení anse cada vez que estallaba un disparo y se oí a el grito de: «¡ Camilla! ». La mayor parte del tiempo los soldados lo pasaban sentados en el suelo, segú n la orden. Uno, quitá ndose la gorra, la desplegaba con mucho cuidado y otra vez volví a a rehacer sus pliegues; otro, despué s de deshacer algunos terrones de tierra hú meda, frotaba con ella la bayoneta; un tercero se desceñ í a el cinto y arreglaba la hebilla; otro se arreglaba atentamente las polainas, calzá ndose de nuevo. Algunos construí an casitas con tierra o barraquitas y pequeñ os pajares. Todos parecí an absortos por sus ocupaciones. Cuando habí a muertos o heridos, cuando aparecí an las camillas, cuando los rusos volví an, cuando a travé s del humo se veí an grandes masas enemigas, nadie prestaba atenció n, pero cuando la caballerí a y la artillerí a pasaban delante, allá donde se advertí an los movimientos de la infanterí a rusa, de todas partes se escuchaban reflexiones animosas. Pero lo que merecí a la mayor atenció n eran los acontecimientos completamente extrañ os y sin ninguna relació n con la batalla. El interé s de aquella gente, moralmente dormida, parecí a que se apoyara en las cosas ordinarias de la vida. La baterí a de artillerí a pasó delante del regimiento. Un caballo se enredó las bridas con las cajas. «¡ Eh! Carretero, arré glalo. ¿ No ves que va a caerse? », gritaban de todas las lí neas del regimiento. Otra vez la atenció n general fue atraí da por un perrito negro, de cola tiesa, venido de Dios sabe dó nde, que corriendo, asustado, apareció delante de los soldados y que despué s, de pronto, espantado por una bala que cayó muy cerca de é l, aulló y, con el rabo entre piernas, se dejó caer de lado. Pero estas distracciones duraban pocos minutos y los hombres ya hací a ocho horas que estaban allí sin comer, inactivos, bajo el horror incesante de la muerte, y sus caras amarillas y sombrí as empalidecí an y se oscurecí an cada vez má s. El prí ncipe André s, como todos los hombres de su regimiento, estaba pá lido y tení a las cejas fruncidas. Con las manos detrá s de la espalda y la cabeza baja se paseaba de acá para allá por un campo de centeno. No tení a nada que hacer, ninguna orden que dar. Todo marchaba por sí solo. Los muertos eran conducidos detrá s del frente, se retiraba a los heridos y las lí neas se rehací an. Si los soldados se apartaban, volví an corriendo. El prí ncipe André s, convencido, de momento, de que su deber entonces era excitar el valor en sus soldados y darles ejemplo, no tardó en convencerse de que no debí a enseñ ar nada a nadie. Todas las fuerzas de su alma, como las de sus soldados, se concentraban conscientemente en el esfuerzo continuo de no contemplar el horror de la situació n. Marchaba por el campo arrastrando los pies, pisaba la hierba y miraba el polvo que le cubrí a las botas. A veces paseaba a grandes pasos, tratando de pisar sobre las huellas que habí an dejado los segadores; otras veces contaba los pasos, calculaba cuá ntas veces habrí a de pasar de un surco a otro para andar una versta, o bien arrancaba una brizna de absenta que crecí a en el margen de un surco, se frotaba con ella las manos y aspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo el cansancio del dí a anterior no quedaba nada. No pensaba, escuchaba los mismos sonidos con el oí do cansado, distinguí a el silbido del paso de los proyectiles y examinaba la cara de los soldados del primer batalló n, que conocí a muy bien, y esperaba. «He aquí otra..., ¡ é sta es para nosotros! », pensó al oí r el silbido de algo envuelto en humo que se acercaba. «Una, dos. ¡ Ah! ¡ Ya está! »; se detuvo, miró a las filas. «No. Ha pasado por encima. ¡ É sta sí que caerá! » Y volvió a andar dando largas zancadas para llegar al surco en diecisé is pasos. Un silbido..., una detonació n. Cinco pasos má s allá, la tierra habí a sido removida y la bala habí a desaparecido. Sintió un escalofrí o que le recorrió la espalda y volvió se para mirar a las filas. Debí a de haber muchos muertos. Una gran muchedumbre se amontonaba alrededor del segundo batalló n. ‑ ¡ Señ or ayudante de campo! ‑ gritó ‑. ¡ Dé orden de que no se amontonen! ‑ El ayudante de campo ejecutó la orden y se acercó al prí ncipe André s. El comandante del batalló n tambié n se acercaba a caballo. ‑ ¡ Tenga cuidado! ‑ dijo un soldado con voz de espanto, y como un pá jaro que silbando en un rá pido vuelo se posa en el suelo, casi sin ruido, una granada cayó a los pies del prí ncipe André s, cerca del comandante del batalló n. El caballo del primero, sin preguntar si estaba bien o no el demostrar miedo, relinchó, encabritó se, faltando poco para que tirara al jinete, y saltó a un lado. El miedo del caballo se contagió a los hombres. ‑ ¡ Al suelo! ‑ gritó la voz del ayudante de campo dejá ndose caer sobre la hierba. El prí ncipe André s permanecí a de pie, indeciso. La granada, humeante, daba vueltas como un trompo entre é l y el ayudante de campo, curvado cerca de una mata de absenta. «Es la muerte ‑ pensó el prí ncipe André s mirando con un ojo nuevo y envidioso la hierba, la absenta, el humo que se levantaba de la bola negra que habí a caí do ‑. ¡ No puedo, no quiero morir! Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire... », pensó esto, pero al mismo tiempo recordó que le miraban, y dijo al ayudante de campo: ‑ Es una vergü enza, señ or oficial, que... No terminó. En el mismo momento, un estallido, un silbido, un ruido como de cristales rotos, el olor sofocante de la pó lvora, y el prí ncipe André s volvió se sobre sus talones, levantó los brazos y cayó de bruces al suelo. Algunos oficiales corrieron; del lado derecho del abdomen brotaba la sangre y empapaba la hierba. Los milicianos, provistos de una camilla, detuvié ronse unos pasos má s allá. El prí ncipe André s yací a de bruces sobre la hierba, respirando muy fatigosamente. ‑ ¿ Por qué os detené is? ¡ Adelante! Los campesinos se acercaron, le cogieron por debajo de los sobacos y por las piernas, pero al oí rle gemir dolorosamente se miraron unos a otros y le dejaron. ‑ Có gele, ponlo aquí. ¡ No importa! ‑ dijo una voz. Le recogieron de nuevo y le depositaron sobre la camilla‑ ¡ Dios mí o, Dios mí o, en el vientre! ¡ Ha concluido ¡ Dios mí o! ‑ se oí a entre los oficiales. ‑ ¡ Me ha pasado rozando la cabeza! ¡ Me he librado por un pelo! ‑ decí a el ayudante de campo. Los campesinos, despué s de colocarse la camilla sobre los hombros, siguieron con paso vivo el camino hacia la ambulancia. ‑ ¡ Eh, campesinos, al paso! ‑ gritó el oficial cogiendo por un hombro a los que no andaban con regularidad y sacudí an la camilla. ‑ ¡ Cuida de ir al paso! ‑ dijo el que iba delante. ‑ ¡ Buena la hemos hecho! ‑ dijo alegremente el que iba detrá s, al tropezar. ‑ ¡ Excelencia! ¡ Prí ncipe! ‑ gritaba Timokhin corriendo y mirando a la camilla. El prí ncipe André s abrió los ojos. Miró fuera de la camilla, para ver quié n le hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente y de nuevo cerró los ojos. Los campesinos condujeron al prí ncipe André s cerca del bosque, donde se encontraban los carros y las ambulancias. La ambulancia comprendí a tres tiendas que se abrí an sobre la hierba de un bosque de sauces. Los caballos y las carretas se encontraban en el bosque. Los caballos comí an centeno en los morrales y los gorriones vení an a picar los granos que caí an; los cuervos, que olí an la sangre, graznaban atrevidamente y volaban entre los á rboles. En torno a las tiendas, en un espacio de má s de dos deciatinas, se hallaban unos hombres manchados de sangre, vestidos de diversos modos, que permanecí an tendidos, sentados o de pie. Cerca de los heridos se estacionaban los soldados que, conducí an las camillas, a los cuales los oficiales daban en vano la orden de apartarse. Sin obedecer a los oficiales, los soldados quedá banse apoyados en las camillas, y con la mirada fija, como si trataran de comprender la importancia del espectá culo, miraban lo que ocurrí a delante de ellos. De las tiendas salí an a veces gemidos agudos e iracundos, pero otras veces eran plañ ideros. De vez en cuando, los enfermeros iban por agua e indicaban cuá les habí an de ser trasladados. Los heridos que aguardaban turno, cerca de la tienda, gemí an, lloraban, gritaban, pedí an aguardiente, y algunos deliraban. Pasando por encima de los heridos todaví a no curados, condujeron al prí ncipe André s, jefe de regimiento, al lado de una de las tiendas, y los soldados quedá ronse esperando ó rdenes. El prí ncipe André s abrió los ojos, pero durante mucho rato no pudo comprender qué ocurrí a a su alrededor: el campo, la absenta, la tierra, la bala negra dando vueltas y su anhelo apasionado por la vida volvié ronle la memoria. A dos pasos de é l, un suboficial alto y fuerte, de cabellos negros, con la cabeza vendada, que se apoyaba en un tronco, hablaba fuerte llamando la atenció n de todos. Estaba herido en la cabeza y en la pierna. A su alrededor, una multitud de heridos y conductores de camillas escuchaban á vidamente sus palabras. ‑ ¡ Cuando los hemos echado de allí, lo han abandonado todo, y hemos cogido prisionero al rey! ‑ gritaba el soldado mirando a su alrededor con ojos brillantes ‑. Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, te aseguro que no queda ni rastro. Estoy convencido, yo te digo... El prí ncipe André s, como todos los demá s que escuchaban al narrador, mirá bale con ojos brillantes y experimentaba un sentimiento consolador: «Pero ¿ qué me importa? ¿ Qué debe ocurrir allá abajo? ¿ Por qué sentimos tanto el dejar esta vida...? ¿ Existe en la vida algo que no comprendí a y que todaví a no comprendo? », pensaba.
XXI Uno de los mé dicos, con el delantal y las manos llenos de sangre, salió de la tienda con un cigarro, cogido, para no mancharlo, entre el dedo pulgar y el auricular. Levantó la cabeza y miró por encima de los heridos. Evidentemente, salí a a respirar un poco. Despué s de volver la vista a derecha y a izquierda, gimió y bajó la vista. ‑ ¡ Vamos, enseguida! ‑ respondió a las palabras del enfermero que le señ alaba al prí ncipe André s, ordenando que le condujeran al interior de la tienda. De entre la multitud de heridos que aguardaban se levantó un rumor. ‑ Por lo que se ve, hasta en el otro mundo los señ ores se dan mejor vida ‑ dijo alguien. El prí ncipe André s fue trasladado a la tienda y colocado sobre una mesa limpia, de la que el enfermero hací a escurrir algo. El prí ncipe André s no podí a discernir todo lo que se hací a dentro de la tienda: los lastimeros gemidos que oí a a su alrededor y los dolores intolerables de su espalda y de su abdomen le distraí an. Todo lo que veí a allí confundí ase en una impresió n general de cuerpos humanos desnudos, llenos de sangre, que cubrí an el suelo de la tienda. En la tienda habí a tres mesas: dos estaban ocupadas. Colocaron al prí ncipe André s sobre la tercera. Le dejaron un momento, y, sin proponé rselo, vio lo que pasaba en las otras mesas. En la que estaba má s cerca veí ase extendido un tá rtaro, probablemente un cosaco, segú n se podí a deducir por el uniforme que tení a cerca. Cuatro soldados le sujetaban. El mé dico, con lentes, hací a algo en su cuerpo moreno y musculoso. ‑ ¡ Oh! ¡ Oh! ¡ Oh! ‑ gritaba el tá rtaro. Y de pronto, mostrando su cara musculosa, negra, de nariz breve y dientes blancos, empezó a debatirse, a agitarse, a lanzar gritos estridentes. Sobre la otra mesa, rodeado de muchas personas, con la cabeza echada hacia atrá s ‑ el color del cabello rizado y la forma de la cabeza le parecí an extrañ amente conocidos al prí ncipe André s ‑, estaba otro hombre. Algunos enfermeros le aguantaban, apoyá ndose sobre su pecho. Una de sus piernas, larga y blanca, se agitaba continuamente en un temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se cubrí a. Dos mé dicos silenciosos ‑ el uno estaba pá lido y temblaba ‑ hací anle algo en la otra pierna, de un color rojo subido. Cuando hubieron acabado con el tá rtaro, sobre el que extendieron una manta, el doctor de los lentes se acercó al prí ncipe André s mientras se secaba las manos.
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