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DUODÉCIMA PARTE 2 страница‑ ¡ Madrecita, paloma mí a, perdó name! La Condesa rechazó a su hija y se aproximó al Conde. ‑ Manda lo que sea conveniente, amigo mí o ‑ murmuró bajando los ojos‑. Yo no sé... ‑ ¡ Claro! ¡ Los polluelos enseñ ando a la gallina! ‑ dijo el Conde derramando lá grimas de alegrí a. Y abrazó a su mujer, que ocultó en su pecho el avergonzado rostro. ‑ Padrecito, madrecita, ¿ puedo dar ó rdenes? ‑ interrogó Natacha ‑. Nos llevaremos lo má s indispensable. El Conde afirmó con un ademá n y Natacha pasó de la sala a la antecá mara a buen paso, y de la escalera al patio. Los criados, reunidos a su alrededor, no dieron cré dito a la extraordinaria orden que les transmitió hasta que, en nombre de su mujer, el mismo Conde la confirmó, dicié ndoles que vaciasen los carros para los heridos y que transportasen los cofres y las cajas a la bodega. En cuanto comprendieron la orden, los criados se aprestaron a cumplirla con verdadero afá n. Así como un cuarto de hora antes encontraban natural llevarse los muebles y abandonar a los heridos, ahora les parecí a ló gico lo contrario. Los heridos salieron de las habitaciones y, con la alegrí a reflejada en sus pá lidos rostros, subieron a los carros. El rumor se propaló hasta las casas vecinas, y los heridos que se hallaban en ellas acudieron a casa de los Rostov. Varios pidieron que no se descargasen los carros, diciendo que ellos se colocarí an encima; pero la resolució n de vaciarlos ya estaba tomada y se ejecutó sin vacilaciones. Los cajones llenos de vajilla, de bronces, de cuadros, de espejos, todo ello embalado tan cuidadosamente la noche anterior, se depositaron en el patio, y todaví a se estudiaba la posibilidad de vaciar nuevos carros. ‑ Pueden utilizarse cuatro má s ‑ declaró el administrador ‑. Yo cedo el mí o. ‑ Dad tambié n el destinado a mi ropa ‑ dijo la Condesa. Dicho y hecho. No solamente se cedió el carro de ropa, sino que se mandó por má s heridos a dos casas vecinas. Todos los familiares y domé sticos se sentí an contentos y animados. Natacha era presa de una animació n entusiasta y gozosa que hací a largo tiempo no experimentaba. ‑ ¿ Dó nde hay una cuerda? ‑ preguntaban los criados mientras colocaban una caja en la parte trasera del coche‑. Debimos dejar un carro desocupado por lo menos. ‑ Pues ¿ qué hay dentro de la caja? ‑ preguntó Natacha. ‑ Los libros del Conde. ‑ ¡ Bah! Vassilitch lo arreglará. No son necesarios. El carro ya está lleno. ¿ Dó nde se colocará Pedro Ilitch? ‑ Junto al cochero. ‑ ¡ Petia! Tú te sentará s junto al cochero ‑ le gritó Natacha. Tampoco Sonia permanecí a un momento inactiva. Pero el objeto de su actividad era distinto al de Natacha. Ella arreglaba los objetos que iban a dejarse. Hací a con ellos una lista, de acuerdo con los deseos de la Condesa, y trataba de llevarse la mayor cantidad de cosas posible.
V A las dos, cuatro coches de los Rostov esperaban, enganchados y dispuestos a ponerse en camino, ante la puerta de entrada. Los carros llenos de heridos salí an ya, uno tras otro, del patio. La calesa del prí ncipe André s llamó la atenció n de Sonia, que, con ayuda de una doncella, preparaba un asiento para la Condesa en un gran coche detenido ante los peldañ os de la entrada. ‑ ¿ De quié n es esa calesa? ‑ preguntó Sonia asomá ndose a la ventanilla. ‑ ¿ No lo sabe, señ orita? ‑ contestó la doncella ‑. De un Prí ncipe herido. Llegó anoche y parte con nosotros. ‑ Pero ¿ quié n es? ¿ Có mo se llama? ‑ ‑ Es «nuestro» antiguo prometido, el prí ncipe Bolkonski ‑ repuso la doncella suspirando ‑. Dicen que está muy grave. Sonia se apeó de un salto y corrió junto a la Condesa. É sta, vestida ya de viaje, con chal y sombrero, paseaba inquieta por el saló n, donde, una vez cerradas las puertas, rezarí a con toda la familia las ú ltimas oraciones. Natacha no se encontraba a su lado. ‑ Mamá ‑ dijo Sonia ‑, el prí ncipe André s está aquí. Le han herido de gravedad. Parte con nosotros. La Condesa abrió unos ojos asustados, asió a Sonia de la mano y volvió la cabeza. La noticia tení a, lo mismo para ella que para Sonia, una importancia extraordinaria, pues, como conocí a bien a Natacha, temí an el efecto que la novedad podí a producirle, y este temor ahogaba en ellas la compasió n que hubiera podido inspirarles un hombre al que estimaban. ‑ Natacha no sabe nada todaví a, pero el Prí ncipe nos acompañ a. ‑ ¿ Dices que está herido de gravedad? Sonia hizo un ademá n afirmativo. La Condesa la abrazó llorando. «Los caminos del Señ or son intrincados», pensó dá ndose cuenta que en todo lo que estaba sucediendo se manifestaba la mano todopoderosa que se oculta a las miradas de los hombres. ‑ Mamá, todo está a punto ‑ dijo Natacha entrando en la habitació n con rostro animado, y preguntó, mirá ndola ‑. ¿ Qué tienes? ‑ Nada. Si todo está a punto, partamos. La Condesa bajó la cabeza para disimular su turbació n. Sonia cogió a Natacha por la cintura y le dio un abrazo. Natacha la miró con un gesto de curiosidad. ‑ ¿ Qué tienes? ¿ Qué ha sucedido? ‑ Nada... Nada... ‑ ¿ Es algo malo para mí? ¿ Qué ocurre? ‑ preguntó la perspicaz Natacha. Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se dirigió a la sala de los iconos y Sonia la halló arrodillada delante de las pocas cruces que todaví a pendí an de las paredes. Se llevaban los iconos má s preciosos por estar de acuerdo con la tradició n de la familia. Como suele ocurrir, en el ú ltimo momento se olvidaron de infinidad de cosas. El viejo cochero Eufemio, el ú nico que inspiraba confianza a la Condesa, estaba ya sentado en su elevado asiento y ni siquiera volví a la cabeza para ver lo que sucedí a a su alrededor. Su experiencia de treinta añ os de servicio le decí a que tardarí an en decirle: «¡ Con la ayuda de Dios! » y que, despué s de decí rselo, le obligarí an a detenerse por lo menos un par de veces, para que fuera por los paquetes olvidados, todo ello antes de que la Condesa se asomase a la portezuela y le suplicara en nombre de Cristo que llevara cuidado cuando llegase a las cuestas. Eufemio sabí a todo esto, y porque lo sabí a, haciendo má s acopio de paciencia que los caballos (uno de los cuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tascaba el bocado y herí a la tierra con los cascos), aguardaba los acontecimientos. Por fin se sentaron todos los viajeros, se levantó el estribo del coche y se cerró la portezuela. Se envió a buscar un cofrecito. La Condesa asomó la cabeza por la ventanilla y dijo lo que hací a al caso. Eufemio se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postilló n y los criados le imitaron: «¡ Con Dios! », dijo Eufemio ponié ndose el sombrero. ‑ ¡ Adelante! Nunca habí a experimentado Natacha un sentimiento de alegrí a tan intenso como el que experimentaba entonces, sentada en el coche, al lado de la Condesa y mirando las murallas del abandonado y revuelto Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando sacaba la cabeza por la ventanilla y recorrí a con la vista el largo convoy de heridos que les precedí a. Pronto distinguió la capota de la calesa del prí ncipe André s, sin saber a quié n conducí a. Pero, cada vez que observaba el convoy, la buscaba con la mirada. En Kudrino, a la altura de las calles Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Podnovinski, el convoy de los Rostov encontró otros convoyes parecidos, y en la calle Sadovia los carros y los coches marchaban ya en dos filas. Al doblar la esquina de la calle Sukhareva, Natacha, que miraba con curiosidad a las personas que pasaban junto a ella, a pie o en coche, exclamó con asombro, llena de alegrí a: ‑ ¡ Mamá! ¡ Sonia! ¡ Mirad! ¡ Es é l! ‑ ¿ Quié n? ‑ ¡ Bezukhov! ¡ Sí, no cabe duda! Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla para mirar a un hombre de aventajada estatura, grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por su aspecto, era un señ or disfrazado. A su lado iba un viejo de cara amarilla e imberbe, con un capote de lana echado sobre los hombros. Se acercaban al arco de la torre Sukhareva. ‑ Es Bezukhov en caftá n, acompañ ado de un viejo desconocido. Estoy segura. ¡ Mirad, mirad! ‑ No, no es é l. No digas bobadas. ‑ Mamá, apostarí a la cabeza a que es é l. ¡ Para, para! ‑ gritó Natacha al cochero. Pero el cochero no pudo parar porque por la calle seguí an bajando carros y coches y se increpaba al convoy de Rostov para que avanzara y dejase el paso libre a los otros. En efecto, al fin, y aunque ya estaba mucho má s distante, todos los Rostov vieron a Pedro, o a una persona muy parecida a é l, vestido de cochero, que subí a por la calle con la cabeza gacha y el rostro grave, acompañ ado de un viejecillo sin barba que tení a aire de criado. El viejo reparó en el rostro pegado a la ventanilla, en sus ojos fijos en é l, y, tocando respetuosamente el codo de Pedro, le dijo unas palabras y le señ aló el coche. Pedro tardó en comprender lo que le querí a decir, tan absorto estaba en sus pensamientos; luego miró en la direcció n que su acompañ ante le indicaba. Al reconocer a Natacha se dirigió al coche, obedeciendo a un primer impulso. Pero despué s de dar varios pasos se detuvo. Era evidente que acababa de recordar algo. En el rostro de Natacha brillaba una ternura burlona. ‑ ¡ Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡ Le hemos reconocido! ¡ Es asombroso! ‑ exclamó tendié ndole la mano ‑. ¿ Por qué va usted vestido de esta manera? Pedro tomó la mano que se le tendí a y, sin detenerse, porque el coche seguí a avanzando, la besó con torpeza. ‑ ¿ Qué le sucede, Conde? ‑ preguntó la Condesa con acento sorprendido y compasivo. ‑ No me lo pregunte ‑ contestó Pedro; y se volvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillante, que sentí a sin verla, le atraí a. ‑ ¿ Acaso piensa quedarse en Moscú? Pedro calló un instante. Luego repuso, ‑ ‑ ¿ En Moscú? Sí, en Moscú. Adió s. ‑ ¡ Ah, có mo me gustarí a ser hombre! Si lo fuera, me quedarí a con usted ‑ declaró Natacha ‑. ¡ Mamá, permí teme que me quede! Pedro la miró con aire distraí do y Natacha quiso decir algo, pero la interrumpió la Condesa: ‑ Sabemos que estuvo usted en la batalla. ‑ Sí ‑ replicó Pedro ‑. Mañ ana se librará otra... ‑ comenzó a decir. Pero le interrumpió Natacha: ‑ ¿ Qué tiene, Conde? Le encuentro muy cambiado... ‑ ¡ Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañ ana... Bueno, adió s, adió s. ¡ Vivimos dí as terribles! Y, separá ndose del coche, subió a la acera. Natacha volvió a asomar la cabeza por la ventanilla y le miró largo rato con una sonrisa tierna, alegre, un poco burlona.
VI En la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio orden a las tropas rusas de retroceder por el camino de Riazá n hasta má s allá de Moscú. Las primeras tropas echaron a andar de noche. Durante esta marcha nocturna no se apresuraron; avanzaban lentamente y en buen orden. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cerca del puente Dragomilov vieron ante ellas, y al otro lado, grandes masas de hombres que inundaban calles y callejones y se daban prisa por alcanzar el puente. Entonces se apoderaron de las tropas rusas una prisa y una turbació n inmotivadas. Todos se lanzaron hacia delante, se dispersaron por el puente, hacia el muelle, hacia las embarcaciones. Kutuzov habí a ordenado que se le condujera por calles apartadas al otro lado del Moscova. El 2 de septiembre, a las diez de la mañ ana, no quedaban ya en el arrabal Dragomilov má s que tropas de retaguardia. Todo el ejé rcito se hallaba ya al otro lado del rí o, má s allá de Moscú. El mismo dí a y a la misma hora, Napoleó n se hallaba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el espectá culo que se ofrecí a a sus ojos. Desde el 26 de agosto hasta el 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino hasta la entrada del enemigo en Moscú, durante toda aquella semana extraordinaria y memorable, hizo ese tiempo magní fico en otoñ o que siempre sorprende: el sol calienta má s que en primavera, todo brilla en la atmó sfera ligera y pura, el pecho respira con placer los perfumes de la estació n, las noches son tibias y, cuando llega la oscuridad, caen del cielo a cada instante estrellas doradas. El 2 de septiembre, a las diez de la mañ ana, hací a un tiempo parecido. Una luz fantá stica lo inundaba todo. Moscú se extendí a ante el monte Poklonnaia consu rí o, sus jardines, sus iglesias, y parecí a poseer una vida propia con sus cú pulas que centelleaban como astros bajo los rayos del sol. A la vista de este esplendor desconocido, de aquella arquitectura singular, Napoleó n sintió esa curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las gentes al contemplar formas de vida que desconocen. Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú, ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no perciben su condició n de madre, pero sí su cará cter de mujer. Y Napoleó n advirtió todo esto. «Ciudad asiá tica, de innumerables iglesias, Moscú la Santa... He ahí, por fin, la famosa població n. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo ordenó que se desplegase ante é l el plano de la ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha perdido el honor», pensaba, lo mismo que habí a pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposició n de espí ritu examinaba a la bella oriental, a aquella desconocida extendida a sus pies. A é l mismo le parecí a raro ver satisfechos unos deseos que le habí an parecido irrealizables. A la clara luz matinal miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles, y la seguridad de su posesió n le conmoví a y le asustaba a la vez. ‑ Que me traigan a los boyardos ‑ ordenó despué s dirigié ndose a su sé quito. Un general partió al punto al galope. Transcurrieron dos horas justas. Napoleó n se habí a desayunado y se hallaba en el mismo lugar que antes en el monte Poklonnaia, mientras aguardaba a los boyardos. En su imaginació n se dibujaba con claridad el discurso que pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno de esa dignidad y esa grandeza tan propias del gran guerrero. Sin embargo, sus mariscales y sus generales sostení an a media voz una discusió n agitada en las ú ltimas filas del sé quito. Porque las personas que habí an ido en busca de los señ ores rusos volví an con la noticia de que la ciudad estaba desierta, de que todo el mundo se habí a marchado. Los rostros estaban pá lidos y conmovidos. No era el vací o de la ciudad ni la partida de los habitantes lo que los asustaba, no obstante la impresió n que ello les producí a. Lo que sobre todo los inquietaba era tener que comunicar la noticia al Emperador. ¿ Có mo enterar a Su Majestad de aquella situació n terrible, que ellos juzgaban ridí cula? ¿ Có mo decirle que no debí a esperar a los boyardos y que en la ciudad no habí a má s que una multitud de borrachos? Unos opinaban que, costara lo que costase, habí a que presentarle una diputació n cualquiera. Otros rechazaban esta idea y juzgaban que lo mejor era ir diciendo con prudencia y precaució n toda la verdad al Emperador. ‑ Sí, es preciso comunicá rselo enseguida ‑ dijo un oficial de su sé quito ‑. Pero, señ ores... La situació n era tanto má s penosa cuanto que, mientras elaboraba sus planes magná nimos, el Emperador iba y vení a febrilmente, mirando de vez en cuando el camino de Moscú y sonriendo con orgullosa alegrí a. ‑ Es imposible ‑ decí an alzando los hombros los oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellas palabras que equivalí an a una sola. «Ridí culo». En este momento, el Emperador, cansado de esperar y dá ndose cuenta por instinto de que el momento sublime se prolongaba demasiado, comenzó a impacientarse e hizo un movimiento con la mano. Sonó un cañ onazo y las tropas que rodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabales de Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Dejá ndose atrá s unas a otras, las fuerzas avanzaban a toda prisa, desaparecí an bajo las nubes de polvo que ellas mismas levantaban y llenaban el aire con sus gritos. Arrastrado por su ejé rcito, Napoleó n llegó con é l a los arrabales, pero allí se detuvo de nuevo, se apeó del caballo y anduvo largo tiempo junto a las murallas del Kamer College en espera de los representantes de la ciudad. Pero Moscú estaba desierto. Todaví a quedaba en la ciudad una pequeñ a parte de la població n, pero estaba vací a, abandonada, como colmena sin reina.
VII Las tropas de Murat entraron a las cuatro de la tarde. Aunque hambrientos y reducidos a la mitad, los soldados franceses desfilaron en buen orden. Era un ejé rcito fatigado, maltrecho, pero temible todaví a y listo para el combate. Todo acabó, empero, cuando se instalaron en las casas. El ejé rcito dejó de serlo en cuanto entró en las suntuosas mansiones desocupadas. A partir de entonces ya no estuvo formado por soldados ni tampoco por habitantes, sino por una cosa intermedia que recibió el nombre de merodeadores. Cuando, cinco semanas despué s, estos hombres salieron de Moscú, ya no constituí an un ejé rcito, sino una banda de forajidos que se llevaba consigo lo que juzgaba má s valioso o necesario. Ya no anhelaban conquistar, sino conservar lo robado. Como simio que luego de meter el brazo en una vasija de cuello estrecho y de coger un puñ ado de nueces del fondo, no quiere abrir la mano para no dejar caer su presa, los franceses, a su salida de Moscú, debí an perecer fatalmente, porque arrastraban tras de sí el producto de su saqueo. Abandonar lo que habí an robado era tan imposible para ellos como para el simio abrir la mano llena de nueces. Diez minutos despué s de la entrada de un regimiento francé s en un distrito cualquiera de Moscú, no quedaba un solo soldado ni oficial. Por las ventanas de las casas se veí an hombres uniformados que iban gritando por las habitaciones. Estas mismas gentes buscaban un botí n en las bodegas y en los só tanos. Al entrar en los patios abrí an las puertas de las cocheras y de las cuadras; encendí an fuego en las cocinas; guisaban con los brazos arremangados, asombrados y divertidos; acariciaban a mujeres y niñ os. En los comercios, en las casas, en todas partes se veí an los mismos hombres. El ejé rcito no existí a ya. Los oficiales franceses dictaron inmediatamente ó rdenes diversas destinadas a impedir que las tropas se dispersaran por la ciudad, prohibiendo bajo severas penas cualquier clase de violencia contra sus habitantes, todo lo cual se repitió por la tarde en un llamamiento general; pero, a pesar de todas las prohibiciones y medidas, los hombres que formaban el ejé rcito se diseminaron por una ciudad opulenta y vací a, en la que abundaban las comodidades y las reservas. Como ganado hambriento que marcha unido por un campo yermo, pero que se separa en cuanto se tropieza buenos terrenos de pasto, se esparcieron aquellas tropas por la ciudad. Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos, al salvajismo de los franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú fueron fortuitas, aun cuando se quieran atribuir a un elevado personaje. Moscú ardió porque tení a que arder. Cualquier ciudad que estuviera en sus condiciones y que fuese, como ella, de madera, hubiera ardido lo mismo, a pesar de sus ciento treinta bombas contra incendios. Moscú tení a que arder despué s de quedarse sin habitantes. Era un hecho tan inevitable como la inflamació n de un montó n de paja sobre el que por espacio de varios dí as cayeran chispas sin cesar. Una ciudad de madera en la que, cuando se encontraban en ella sus habitantes y su policí a, habí a incendios diariamente, no podí a dejar de incendiarse cuando no solamente se hallaba abandonada, sino que albergaba soldados que fumaban en pipa, que hací an hogueras con las sillas del Senado en la plaza del mismo nombre y que guisaban en el exterior sus dos comidas diarias. Aun en tiempo normal, basta que las tropas se alojen en una població n para que aumente enseguida el nú mero de incendios. ¿ Có mo, pues, no habí an de aumentar enormemente las probabilidades de combustibilidad en una ciudad vací a, de madera, que ocupaba un ejé rcito extranjero? Por ello no se puede hablar del patriotismo feroz de Rostoptchin ni del salvajismo de los franceses. Moscú ardió a causa de las pipas, de las cocinas, de la falta de precaució n de los soldados y de la indiferencia de los habitantes, que no eran propietarios de sus casas. Moscú, entregado al enemigo, no quedó intacto como Berlí n, como Viena, etc., porque los moscovitas no só lo no dieron el pan y la sal y las llaves de la ciudad a los franceses, sino que, ademá s, la abandonaron. La dispersió n del ejé rcito, ocurrida el dí a 2 de septiembre, no se extendió hasta por la tarde al distrito habitado por Pedro. É ste se hallaba en un estado muy pró ximo a la locura despué s de dos dí as de aislamiento y de vivir en condiciones extraordinarias. Una sola idea le dominaba. No sabí a por qué ni desde cuá ndo, pero este pensamiento le obsesionaba con una fuerza tal que no comprendí a nada; no se daba cuenta de lo que veí a ni oí a; viví a como en sueñ os. No habí a dejado su casa má s que para huir de las complicaciones que, dada su situació n, no era capaz de desenredar. Cuando, despué s de comprar el caftá n (ú nicamente para participar en la proyectada defensa de Moscú ) encontró a los Rostov y habló con Natacha, que le dijo: «¡ Ah!, ¿ Se queda usted? Bien hecho», le pareció que, en efecto, hací a bien en quedarse y en participar del destino de la ciudad. Al dí a siguiente llegó hasta la muralla de las Tres Montañ as animado por la ú nica idea de hacer todo lo posible para no dejarlos escapar. Mas cuando regresó a su casa convencido de que Moscú no se defenderí a, se dio cuenta de que lo que poco antes habí a sido una posibilidad era ahora necesario e inevitable. Debí a permanecer en Moscú ocultando su nombre y salir al encuentro de Napoleó n para matarle. Entonces perecerí a o pondrí a fin a la desgracia de toda Europa, que, segú n é l, procedí a ú nicamente del Emperador. Pedro conocí a todos los detalles del atentado que un estudiante alemá n llevó a cabo en Viena contra Bonaparte en 1809 y sabí a que dicho estudiante fue fusilado. Pero el peligro de muerte que suponí a el proyecto le excitaba má s todaví a. Dos sentimientos igualmente fuertes atraí an a Pedro a este mó vil: primero la necesidad de sacrificarse, de sufrir, de participar de la desgracia general, sentimiento que el dí a 25 le habí a conducido a Mojaisk, al corazó n mismo de la batalla, y que le moví a ahora a vivir fuera de su casa sin el lujo y las comodidades que siempre habí a tenido, a dormir vestido en un divá n duro y comer lo mismo que sus criados. El otro sentimiento era ese vago impulso interior, exclusivamente ruso, que lleva al hombre de esta nacionalidad a despreciar todo lo que es un estado artificioso, todo lo que la mayorí a considera como el bien supremo de la vida. Como sucede siempre, el estado fí sico de Pedro coincidí a con su estado normal. Los malos alimentos, a los que no estaba acostumbrado; el aguardiente, que bebí a sin cesar; la privació n del vino y de los cigarros: la ropa, que no se podí a mudar; dos noches sin dormir sobre un divá n demasiado estrecho, le tení an en un estado de excitació n que lindaba con la locura. Eran las dos de la tarde. Los franceses comenzaban a entrar en Moscú. Pedro lo sabí a, pero, en vez de actuar, no hací a má s que pensar en los detalles de su empresa. En sus sueñ os, Pedro no se representaba bien ni la manera de dar el golpe ni la muerte de Napoleó n, pero, con un placer melancó lico y una claridad extraordinaria, veí a su propia muerte y su valor heroico. «Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza, aunque me cueste la vida ‑ pensaba ‑. Me acercaré a é l y luego, de pronto... ¿ Con la pistola o con el puñ al? Da lo mismo. " No soy yo, sino la mano de la Providencia, la que lo castiga", diré ‑ Pedro pensaba proferir estas palabras al matar a Napoleó n‑. Bien, ¿ y qué? ¡ Cogé dme! », seguí a dicié ndose con expresió n triste y firme y bajando la cabeza. De pronto, una voz de mujer, un grito penetrante, resonó en la puerta de entrada y la cocinera irrumpió en la antecá mara. ‑ ¡ Ya vienen! ‑ exclamó. Y al punto sonaron unos golpes en la puerta de la casa.
VIII Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas que retrocedí an por caminos diversos vieron con sentimientos parecidos el resplandor del primer incendio, que estalló el 2 de septiembre. Los Rostov se encontraban aquella noche en Mitistchi, a veinte verstas de Moscú. Habí an salido de la ciudad el dí a primero a ú ltima hora de la tarde. La carretera estaba tan llena de carros y de tropas, se habí an olvidado de tantas cosas, que enviaron a los criados a buscarlas y, mientras é stos volví an, se quedaron a pasar la noche a cinco verstas de Moscú. Al otro dí a por la mañ ana se levantaron tarde y de nuevo tuvieron que detenerse tantas veces por el camino, que llegaron a Mitistchi a las diez. Los Rostov y los heridos que los acompañ aban se instalaron en los patios y en las isbas del gran burgo. Los domé sticos, los cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron a las puertas despué s de servir a sus amos, de cenar y de dar el pienso a los caballos.
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