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UNDÉCIMA PARTE 3 страница



‑ Sí ‑ dijo claramente y con dulzura ‑. Rusia está perdida. ¡ La han perdido! ‑ y volvió a llorar, resbalando las lá grimas por sus mejillas.

La princesa Marí a no pudo contenerse, echá ndose a llorar.

El Prí ncipe cerró de nuevo los ojos, cesando en su llanto; con la mano se señ aló los ojos, y Tikhon, que le comprendió, le secó las lá grimas.

Despué s abrió los ojos; dijo alguna cosa, que en mucho rato nadie pudo comprender y que entendió por fin Tikhon, transmitié ndola. La princesa Marí a buscaba el sentido de sus palabras en el orden de ideas de lo manifestado por el Prí ncipe unos minutos antes; se preguntaba si hablaba de Rusia, del prí ncipe André s, de ella, de su nieto o de la muerte, y por esto no pudo adivinar qué le decí a.

‑ Ponte el vestido blanco; me gusta ‑ le dijo el Prí ncipe.

Al oí r estas palabras, la princesa Marí a redobló su llanto: el doctor, cogié ndola por el brazo, la condujo a la habitació n de la terraza, recomendá ndole calma y que se ocupara de los preparativos de la marcha.

Así que la princesa Marí a salió de la habitació n, el Prí ncipe empezó a hablar de su hijo, de la guerra y del Emperador; frunciendo el ceñ o airadamente, gritó con su ronca voz de otros dí as, y tuvo el segundo y ú ltimo ataque.

La princesa Marí a quedó se en la terraza. El dí a habí a sido claro, soleado y caliente. Ella no podí a comprender, sentir ni pensar. Estaba completamente absorbida por el apasionado cariñ o de su padre. Afecto que le parecí a haber ignorado hasta entonces. Corrió al jardí n y llorando huyó hacia el estanque por el camino de los tilos jó venes, plantados por el prí ncipe André s.

‑ ¡ Sí..., soy yo..., yo..., quien le deseaba la muerte! Sí, he deseado que muriera enseguida..., he deseado apartarlo de mi vida..., y ¿ qué será de mí? ¿ Có mo podré tranquilizarme cuando é l no exista? ‑ murmuró en alta voz mientras andaba a grandes pasos por el jardí n, apretá ndose con las manos su pecho sollozante.

Despué s de dar otra vuelta que la llevó a la casa, se dio cuenta de la señ orita Bourienne ‑ que se habí a quedado en Bogutcharovo ‑ y de un desconocido que le salieron al paso. Era el mariscal de la nobleza, que iba a visitar a la Princesa para hacerle presente la necesidad de marchar rá pidamente. La princesa Marí a los escuchaba sin comprender lo que le decí a. Hizo entrar al mariscal en la casa y ofreció le desayuno, sentá ndose junto a é l; enseguida, excusá ndose, se acercó a la puerta de la habitació n de su padre. El doctor salí a muy descompuesto y prohibió le entrar.

‑ ¡ Má rchese, Princesa, má rchese!

La princesa Marí a volvió al jardí n y, cerca del estanque, en un sitio solitario, se sentó en la hierba. No supo exactamente el tiempo que allí estuvo.

Los pasos de una mujer que corrí a por el camino la volvieron en sí. Se levantó, viendo a Duniatcha, su camarera, que a no dudar la buscaba, y de pronto, y como asustá ndose a la vista de su señ orita, se paró.

‑ Por favor, Princesa..., el Prí ncipe ‑ dijo Duniatcha con voz temblorosa.

‑ Voy enseguida ‑ dijo apresuradamente la Princesa, sin dar tiempo a Duniatcha para que terminara de hablar. Y corrió a la casa.

‑ Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estar dispuesta a todo ‑ dijo el mariscal de la nobleza detenié ndola ante la puerta.

‑ ¡ Dé jeme! ¡ No, no es verdad! ‑ contestó con aspereza. El doctor quiso detenerla, pero ella le empujó corriendo hacia la puerta. «¿ Por qué me detienen estos hombres tan asustados? No necesito a nadie. ¿ Qué hacen aquí? »

Abrió la puerta, y la luz clara del dí a en aquella habitació n antes tan oscura la asustó. Encontrá banse allí mujeres y criadas. Todas se apartaron, abrié ndole paso. É l estaba igualmente tendido sobre la cama, pero la severidad de su rostro detuvo a la Princesa en el umbral.

‑ ¡ No..., no ha muerto..., no es posible! ‑ dijo la princesa Marí a al acercarse. Y, dominando el horror que la poseí a, posó los labios sobre su mejilla, pero enseguida retrocedió. Espontá neamente, toda la ternura que en su interior sentí a por é l desapareció, dando lugar a un sentimiento de horror por el que allí yací a. «¡ Ya no está! ¡ Ya no está! ¡ Ya no está! ¡ Y aquí, en el sitio donde se hallaba, queda algo extrañ o, hostil, un misterio terrible, espantoso y repugnante! » Y, escondiendo la cara entre las manos, la princesa Marí a cayó en los brazos del doctor, que la sostuvo.

En presencia de Tikhon y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo, le ataron un pañ uelo en torno a la cabeza, para que se le cerrara la boca, atá ndole ademá s otro alrededor de las piernas, que se le separaban; enseguida vistié ronle el uniforme con las condecoraciones, dejando encima del catafalco un pequeñ o cadá ver descarnado. Dios sabe quié n cuidarí a de todo; parecí a que se hací a solo. Al atardecer se encendieron cirios alrededor del ataú d, cubierto de un pañ o mortuorio: por el suelo esparcieron espliego; una oració n impresa fue colocada en la cabecera del ataú d, mientras en un rincó n un chantre recitaba los salmos.

Igual que los caballos que se encabritan y tiemblan al ver un caballo muerto, en el saló n, alrededor del fé retro, se apiñ aban forasteros, familiares, el mariscal de la nobleza, el stá rosta del pueblo, mujeres y siervos; todos con los ojos fijos y asustados se persignaban, hablando bajo y besando la mano frí a e inerte del viejo Prí ncipe.

 

VI

Bogutcharovo, antes de la instalació n del prí ncipe André s, era una propiedad casi abandonada, teniendo los siervos de aquel pueblo un cará cter muy distinto de los de Lisia‑ Gori, de los que se distinguí an incluso en el modo de hablar, en el vestir y en las costumbres.

Decí an que eran campesinos de las estepas. El viejo Prí ncipe los elogiaba por su asiduidad en el trabajo cuando iban a Lisia‑ Gori a ayudar en la cosecha o a cavar fosos y estanques, pero no le eran simpá ticos debido a ser tan retraí dos.

La ú ltima estancia del prí ncipe André s en Bogutcharovo, a pesar de sus innovaciones ‑ hospitales, escuelas y reducció n de censos‑, no habí a civilizado las costumbres de aquella gente, sino que, al contrario, habí a acentuado aquel rasgo de su cará cter que el viejo Prí ncipe llamaba salvaje.

Alpatich, al llegar a Bogutcharovo poco antes de la muerte del viejo Prí ncipe, habí a observado que se producí a un movimiento en el pueblo y que, contrariamente a lo que ocurrí a a sesenta verstas alrededor de Lisia­-Gori, donde los campesinos huí an abandonando a los cosacos sus pueblos para que los saquearan, en las estepas de Bogutcharovo los siervos estaban en relació n con los franceses, que recibí an papeles que circulaban entre ellos.

Por fin, y esto era lo má s importante, Alpatich sabí a que el mismo dí a que é l habí a ordenado al stá rosta que reuniera los carros para llevarse el equipaje de la Princesa aquella misma mañ ana, los campesinos se habí an reunido, decidiendo no moverse y esperar. Entre tanto, el tiempo apremiaba. El dí a de la muerte del Prí ncipe, 15 de agosto, el mariscal de la nobleza insistió en que la Princesa partiera inmediatamente. Ahora existí a ya peligro y, pasado el dí a 16, no podrí a responder de nada. É l se marchó el mismo dí a de la muerte del Prí ncipe, prometiendo volver al siguiente para los funerales. Pero no pudo cumplir su promesa, porque, segú n las noticias que se acababan de recibir, los franceses, inesperadamente, avanzaban, y é l, con mucha dificultad, tuvo el tiempo justo para llevarse consigo a su familia y las cosas de má s valor que tení a en su finca.

Por la tarde, los carros no estaban prestos. En el pueblo, cerca de la taberna, se habí a celebrado una asamblea, en la que habí an decidido soltar a los caballos en el bosque y no entregar los carros. Alpatich, sin decir una palabra a la Princesa, mandó descargar sus bagajes, que llegaban de Lisia‑ Gori, cogiendo los caballos para su coche para irse a ver a las autoridades.

 

VII

El 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañ ados de Lavruchka y de un hú sar y un ordenanza, salieron a caballo a pasear por las afueras del campamento de Iankovo, instalado a quince verstas de Bogutcharovo, para probar el nuevo caballo adquirido por Ilin e informarse si se encontraba heno en aquellos pueblos.

Hací a tres dí as que Bogutcharovo se encontraba entre los dos ejé rcitos enemigos, de modo que la retaguardia rusa podí a ir con la misma facilidad que la vanguardia francesa; por eso Rostov, comandante muy atento a las necesidades de su escuadró n, querí a aprovecharse antes de que los franceses se llevaran las provisiones que hubieran quedado.

Rostov e Ilin dirigí anse a Bogutcharovo de muy buen humor, porque esperaban encontrar servicio esmerado y guapas muchachas en la hacienda del Prí ncipe. Entretení anse a veces en interrogar a Lavruchka, y se reí an de lo que les contaba. O se divertí an en pasar el uno delante del otro para probar el caballo de Ilin.

Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirigí an pertenecí a a Bolkonski, que habí a sido prometido de su hermana. Rostov e Ilin pusieron a galope por ú ltima vez sus caballos, y se encontraron a unos pasos de Bogutcharovo. Rostov, adelantá ndose a Ilin, entró el primero en el pueblo.

‑ Me has adelantado ‑ dijo Ilin muy sofocado.

‑ Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el campamento que aquí ‑ replicó Rostov mientras acariciaba su caballo del Don.

‑ Yo, Excelencia, monto un caballo francé s ‑ dijo detrá s de ellos Lavruchka, calificando de caballo francé s a la mula que montaba ‑. Podrí a haber llegado el primero,, pero no os he querido avergonzar.

Al paso, se acercaron a la granja, cerca de la cual hallá base una multitud de siervos. Algunos se descubrieron a su paso y otros los miraban, sin descubrirse. Dos campesinos viejos, altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salieron de la taberna y se acercaron a los oficiales, balanceá ndose mientras cantaban y reí an.

‑ ¡ Vaya tí os! ¿ Tené is heno? - preguntó sonriendo Rostov.

‑ ¡ Có mo se parecen...! ‑ observó Ilin.

‑ «La... ale... gre... conver... sació n» ‑ cantaba uno con beatí fica sonrisa.

Un campesino se destacó de la multitud y se acercó a Rostov.

‑ ¿ Quié nes sois? ‑ preguntó.

‑ Franceses ‑ respondió riendo Ilin ‑. Aquí tienes a Napoleó n en persona ‑ añ adió señ alando a Lavruchka.

‑ ¿ Sois rusos, pues? ‑ preguntó de nuevo el campesino.

‑ ¿ Habé is venido muchos? ‑ preguntó otro campesino pequeñ o acercá ndoseles.

‑ Muchos, muchos ‑ replicó Rostov ‑, pero ¿ qué hacé is aquí reunidos? ¿ Celebrá is alguna fiesta?

‑ Son los viejos que se reú nen por causa del mir ‑ respondieron los campesinos mientras se alejaban.

En aquel momento, dos mujeres y un hombre con blanco gorro salí an de la señ orial casa en direcció n a los oficiales.

‑ La que va de color de rosa es para mí, no me la quité is ‑ dijo Ilin por Duniatcha, que se le acercaba corriendo.

‑ Será para nosotros ‑ dijo Lavruchka a Ilin guiñ á ndole el ojo.

‑ ¿ Qué hay de nuevo, preciosa? ‑ dijo Ilin sonriente.

‑ La Princesa ha ordenado que os preguntá ramos de qué regimiento sois y có mo os llamá is.

‑ Conde Rostov, comandante de escuadró n y servidor vuestro.

‑ «Con... con... versa... ció n» ‑ cantaban los borrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilin que hablaba con la muchacha.

Detrá s de Duniatcha, Alpatich se acercó a Rostov, descubrié ndose de lejos.

‑ ¿ Puedo molestar un momento a Su Señ orí a? ‑ dijo con respeto pero tambié n con negligencia, viendo la juventud del oficial y ponié ndose la mano en el bolsillo ‑. Mi señ ora, la hija del general jefe prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski, muerto el dí a 15 de este mes, se encuentra ante serias dificultades a causa de la ignorancia de esta gente ‑ y señ aló a los campesinos ‑, y espera que os digné is... ¿ Queré is retroceder un poco, por favor? ‑ dijo Alpatich con triste sonrisa ‑; no es muy agradable hablar delante de... ‑ Alpatich señ aló con los ojos a dos campesinos que rondaban tras ellos, como los tá banos alrededor de los caballos.

‑ ¡ Eh, Alpatich! ¡ Eh, Iakob Alpatich...! Ya está bien eso... ‑ dijeron los campesinos con sonrisa alegre.

Rostov miró al borracho, sonrié ndose tambié n.

‑ ¿ Por ventura esto divierte a Vuestra Excelencia? ‑ dijo Iakob Alpatich con cara seria mientras señ alaba con la mano que tení a libre a los dos viejos.

‑ No, aquí no hay nada divertido‑ dijo Rostov, y retrocedió ‑. ¿ De qué se trata?

‑ Si Vuestra Excelencia me lo permite, me atreveré a explicarle que la gente grosera de este lugar no quiere dejar salir a su señ ora y amenaza con desenganchar los caballos, de modo que está n los equipajes a punto, sin que Su Excelencia pueda marchar.

‑ No puede ser ‑ exclamó Rostov.

‑ Os digo la verdad, la pura verdad ‑ confirmó Alpatich.

Rostov descendió del caballo, que entregó a su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie a la casa, mientras le pedí a detalles. Efectivamente, la proposició n de dar trigo a los campesinos, hecha el dí a anterior por la Princesa, estropeó la situació n. Por la mañ ana, cuando la Princesa ordenó enganchar para emprender la marcha, los campesinos salieron todos juntos y cerca de la granja advirtié ronle que no la dejarí an salir del pueblo, «que existí a la orden de que nadie saliera», para lo cual desengancharí an los caballos. Alpatich habí ales amonestado, pero le respondieron ‑ el que má s hablaba era Karp; Drone no salí a de la muchedumbre ‑ que no podí an dejar marchar a la Princesa, y que respecto a este punto existí a una orden, y que si la Princesa se quedaba, la servirí an y la obedecerí an en todo y para todo igual que antes.

Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera, la princesa Marí a, a pesar de los ruegos de Alpatich, de la criada vieja y de las camareras, daba orden de enganchar, pues querí a salir. Pero al darse cuenta de los caballos que galopaban ‑ los habí a tomado por franceses ‑, los postillones negá ronse a partir y la casa se llenó de lamentos de mujer.

‑ ¡ Padre, padrecito!. ¿ Es Dios quien os enví a? ‑ decí an las voces mientras Rostov atravesaba el patio.

La princesa Marí a, asustada y sin fuerzas, estaba sentada en el saló n cuando Rostov fue introducido. No comprendí a quié n era ni por qué estaba allí ni qué pasarí a. Al observar su rostro ruso y al reconocer desde el primer momento y desde las primeras palabras que tení a delante a un hombre de su mundo, le miró con mirada profunda, resplandeciente, empezando a hablar con voz entrecortada y temblorosa por la emoció n. Rostov vio enseguida algo romá ntico en aquella presentació n. Una muchacha sin defensa, aplastada por el dolor, sola y abandonada en las manos de groseros campesinos revolucionarios. «¿ Qué extrañ o azar me ha traí do aquí? ¡ Y qué dulzura, qué nobleza hay en su cara y en su expresió n! », pensaba Rostov mientras la miraba y oí a su tí mido relato.

Cuando empezó a decir que todo habí a ocurrido al dí a siguiente de la muerte de su padre, se le quebró la voz en un sollozo, volvió se y enseguida, como si temiera que Rostov tomara a mal sus palabras o las interpretara como un ardid para enternecerlo, le miró, interrogadora y temerosamente. Rostov tení a las lá grimas en los ojos. La princesa Marí a dió se cuenta, mirando a Rostov con agradecimiento, con aquellos ojos resplandecientes que hací an olvidar la fealdad de su rostro.

‑ No puedo expresaros, Princesa, la satisfacció n que siento por haber venido por casualidad aquí y poderme poner por entero a vuestra disposició n ‑ dijo Rostov levantá ndose ‑. Marchad si así os place, yo os respondo por mi honor que nadie se atreverá a inquietaros con só lo permitirme que os acompañ e. ‑ Y saludá ndola con respeto, igual como se saluda a las damas de sangre real, se dirigió a la puerta. Por su tono, Rostov parecí a querer demostrar que aunque consideraba como una suerte el conocer a la Princesa, no querí a aprovecharse de su desgracia para relacionarse con ella.

La princesa Marí a comprendió aquel gesto y lo agradeció.

‑ Os estoy muy reconocida ‑ dí jole en francé s.

De pronto la Princesa se echó a llorar.

‑ Dispensadme ‑ dijo.

Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez profundamente al salir de la habitació n.

 

VIII

Que amable es! ¡ Si supieras! ¡ Una delicia! Es mi rubia y se llama Duniatcha.

Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, calló se. Veí a que su hé roe, el Comandante, se hallaba en una disposició n de espí ritu bien diferente a la que é l se encontraba.

Rostov miró a Ilin con mala cara y sin responderle se dirigió al pueblo a paso largo.

«¡ Ya les enseñ aré yo! ¡ Ya los meteré en cintura, bandidos! », se decí a.

Alpatich, corriendo cuanto le era posible, acercó se a Rostov.

‑ ¿ Qué determinació n os habé is dignado tomar? ‑ preguntó.

Rostov se paró y cerrando los puñ os con gesto amenazador dirigió se bruscamente a Alpatich.

‑ ¿ Determinació n? ¿ Qué determinació n? ¡ Viejo imbé cil! ‑ le gritó ‑. ¿ A qué aguardas? ¿ La gente se subleva y no sabes arreglarlo? Eres un traidor como ellos. Ya os conozco. Os arrancaré la piel a todos...

Despué s, como si temiera gastar inú tilmente su energí a, dejó a Alpatich, echando por el camino má s rá pido. Alpatich, ahogando su í ntimo sentimiento por la ofensa, le seguí a resoplando, mientras le comunicaba sus consideraciones. Le explicaba que los siervos viví an en plena ignorancia y que era imprudente el contradecirlos sin contar con un destacamento militar, por lo que serí a mucho mejor ir a buscar tropas.

‑ ¡ Ya les daré yo tropas! ¡ Ya les contradeciré! ‑ decí a estú pidamente Nicolá s, ahogá ndose en su insensata có lera animal y por la necesidad de buscar una salida a aquella có lera. Sin pensar en lo que debí a hacer, se acercaba a la multitud inconscientemente, resuelto y muy deprisa. Cuanto má s adelantaba, má s convencido quedaba Alpatich de que era un acto irreflexivo del que no podí a resultar nada bueno. Los siervos, al ver su aire resuelto, firme, y su cara contraí da, pensaban lo mismo.

‑ ¡ Y ahora oí dme todos! ‑ dijo Rostov dirigié ndose a los campesinos‑. Marchaos a vuestras‑ casas; no quiero ni oí ros la voz.

‑ Lo veis. ¡ Nosotros no hicimos ningú n dañ o! Esto ha sido una tonterí a y nada má s... Una idiotez... Ya os lo decí a que la orden no era é sta... ‑ decí an voces que se increpaban mutuamente.

‑ ¿ Lo veis...? Ya os lo habí a dicho... ¡ Esto no está bien, hijos mí os! ‑ dijo Alpatich reintegrá ndose a sus funciones.

‑ Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich ‑ respondieron las voces. Y enseguida la multitud se dispersó por el pueblo.

Al cabo de dos horas, los carros hallá banse en el patio de la casa de Bogutcharovo y los siervos cargaban los equipajes de los señ ores con animació n.

 

Rostov, para no molestar a la Princesa, no fue a su casa, sino que se quedó en el pueblo, aguardando la marcha. Cuando vio que los carruajes de la Princesa salí an, montó a caballo y acompañ ó a la Princesa hasta la carretera ocupada por las tropas rusas, hasta doce verstas de Bogutcharovo.

‑ ¡ Oh, no tiene importancia! ‑ respondió muy sofocado al expresarle la Princesa su agradecimiento por su salvació n (así denominaba ella su acció n) ‑. Cualquier policí a hubiera hecho lo mismo. Si só lo tuvié ramos que hacer la guerra contra los campesinos, no dejarí amos al enemigo tan atrá s ‑ dijo como si se avergonzara de algo y quisiera cambiar de conversació n ‑. Estoy muy contento por haber tenido ocasió n de conocerla. Hasta la vista, Princesa; le deseo buena suerte y consuelo; espero poderla encontrar en circunstancias má s felices. Si no quiere avergonzarme le ruego que no me dé las gracias.

Pero si la Princesa no le dio las gracias con palabras, se las dio con toda la expresió n de su cara iluminada por el agradecimiento y la ternura. No podí a creerle cuando le decí a que no tení a nada que agradecer. Al contrario, para ella era indiscutible que sin é l hubiera muerto seguramente a manos de los revoltosos o de los franceses, y que «é l», para salvarla, se habí a expuesto a peligros ciertos y terribles, ademá s de que era un hombre de alma elevada y noble que habí a sabido comprender su situació n y su pena. Sus ojos buenos y honrados, con las lá grimas que en ellos aparecí an cuando ella le hablaba, no se apartaban de su imaginació n.

Cuando le hubo dicho adió s y se encontró sola, sintió de pronto sus ojos llenos de lá grimas, y entonces, por primera vez, se le ocurrió esta rara pregunta: «¿ Por ventura me he enamorado de é l? »

Por la carretera, má s cerca de Moscú, a pesar de no ser la situació n de la Princesa muy divertida, Duniatcha, que viajaba en el coche con ella, observó que muchas veces la Princesa sacaba la cabeza por la ventanilla, sonrié ndole con sonrisa gozosa y triste.

«¿ Y si me hubiera enamorado? », pensó la princesa Marí a. Por vergü enza que le causara el confesarse que era ella la primera en enamorarse de un hombre que quizá no la amarí a jamá s, se consoló con el pensamiento de que nadie lo sabrí a nunca y de que no serí a culpable si, sin decirlo a nadie, hasta el final de su vida amaba a alguien por primera y ú ltima vez.

«Y tení a que venir a Bogutcharovo precisamente en este instante, y su hermana tení a que rechazar al prí ncipe André s», pensaba la princesa Marí a, viendo en todo ello la voluntad de la Providencia.

La impresió n que la princesa Marí a causó a Rostov fue muy agradable. Cuando la recordaba se sentí a alegre, y cuando los compañ eros, al tener conocimiento de la aventura que le habí a ocurrido en Bogutcharovo, bromeaban dicié ndole que habí a ido por heno y habí a vuelto con la heredera má s rica de Rusia, Rostov se disgustó. Se disgustó precisamente porque la idea del matrimonio con la dulce, agradable y riquí sima princesa Marí a, a pesar suyo, se le habí a ocurrido muchas veces. Nicolá s no podí a desear una mujer mejor que la princesa Marí a. Su boda con ella serí a la felicidad de la Condesa, su madre, y reharí a los negocios de su padre y hasta ‑ Nicolá s lo veí a claro ‑ serí a la felicidad de la princesa Marí a.

Pero ¿ y Sonia? ¿ Y la palabra dada? Y Rostov se enfadaba cuando, en broma, le hablaban de la princesa Bolkonski.

 

IX

Kutuzov, que habí a aceptado el mando de los ejé rcitos, recordó al prí ncipe André s y le ordenó presentarse en el Cuartel General.

El prí ncipe André s llegó a Tzarevo‑ Zaimistche precisamente cuando Kutuzov pasaba la primera revista a sus tropas. El prí ncipe André s se paró en el pueblo cerca de la casa del pope, donde se encontraba el coche del Generalí simo, y se sentó en un banco cerca de la puerta cochera, esperando al Serení simo, como todos entonces le llamaban. En los campos que se extendí an tras el pueblo, tan pronto se oí an los acordes de las mú sicas militares como el rumor de una multitud de voces gritando «¡ hurra! » al nuevo comandante en jefe.

Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasos del prí ncipe André s, dos asistentes, el ordenanza y el maitre d'hó tel, aprovechaban la ausencia del Prí ncipe y el buen tiempo para poder charlar.

Un coronel de hú sares, pequeñ o, moreno, con un bigote muy espeso y patillas muy pobladas, se acercó a caballo hacia la puerta y mirando al prí ncipe André s le preguntó si el Serení simo habí a parado allí y si volverí a pronto.

El prí ncipe André s respondió que é l no pertenecí a al Estado Mayor del Serení simo y que hací a poco rato que habí a llegado. El coronel de hú sares se dirigió a un asistente, y el asistente del comandante en jefe le respondió, con el menosprecio caracterí stico en los asistentes de los generalí simos cuando hablaban a los oficiales:

‑ ¿ Qué? ¿ El Serení simo? Volverá pronto. ¿ Qué queré is?

El coronel de hú sares sonrió se por debajo de su bigote, por el tono del asistente, bajó del caballo, lo entregó al ordenanza y despué s, acercá ndose a Bolkonski, lo saludo ligeramente. Bolkonski le dejó sitio en el banco; el coronel se sentó a su lado.

‑ ¿ Tambié n aguardá is al Generalí simo? ‑ dijo el coronel de hú sares ‑. Dicen que todo el mundo puede verle, ¡ Dios sea loado! ¡ En esos comedores de salchichas es un asco! Por algo Ermelov ha pedido ser promovido al ejercito alemá n, ahora que los hú sares tienen derecho a hablar. Ademá s, el diablo sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, siempre retroceder. ¿ Ha hecho usted la campañ a?



  

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