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UNDÉCIMA PARTE 2 страница



Habí a oscurecido completamente. El cielo estaba estrellado, la luna desaparecí a de vez en cuando detrá s de la humareda. Al descender hacia el Dnieper, el coche de Alpatich y el de la dueñ a, que adelantaban lentamente entre las filas de soldados y otros coches, tuvieron que pararse. En una calle cercana al cruce donde se pararon, una casa y una tienda ardí an. El incendio se extinguí a. La llama tan pronto disminuí a y casi desaparecí a entre la negra humareda como cobraba de nuevo brí os e iluminaba de un modo fantá stico las caras de los hombres reunidos en el cruce.

Por delante del incendio pasaban negras figuras, oyé ndose a travé s del ruido incesante del fuego las conversaciones y los gritos. Alpatich, que habí a descendido de su carreta, al darse cuenta de que tardarí a mucho en poder pasar, se metió en la calle lateral para ver el fuego. Por delante del incendio iban y vení an soldados. Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombre con capa, arrastraban a travé s de la calle encendidos tizones, mientras otros los seguí an con grandes cantidades de heno.

Alpatich se acercó a la muchedumbre que se encontraba delante de un alto cobertizo que ardí a totalmente. Todos los muros se desmoronaban, el posterior se hundí a, el techo crují a y las vigas estaban completamente encendidas. Evidentemente, la gente aguardaba a ver có mo se hundirí a el techo. Alpatich tambié n aguardó.

‑ ¡ Alpatich! ‑ llamó le una voz conocida.

‑ ¡ Padre, Excelencia! ‑ respondió Alpatich al reconocer la voz de su joven señ or.

El prí ncipe André s, montado sobre un caballo negro, se encontraba entre la gente y miraba a Alpatich.

‑ ¿ Qué haces aquí? ‑ preguntó le.

‑ ¡ Vuestra... Vuestra Excelencia! ‑ preguntó Alpatich llorando ‑. Vuestra... Vuestra... Estamos perdidos del todo. ¡ Padre...!

‑ ¿ Có mo es que está s aquí? ‑ preguntó de nuevo el prí ncipe André s.

En aquel momento, la llama se proyectó iluminando la cara pá lida y cansada del prí ncipe André s. Alpatich explicó le có mo se encontraba allí y la dificultad existente para marcharse.

El prí ncipe André s, sin responderle, cogió su carnet y, sobre una rodilla, empezó a escribir con lá piz en una hoja que acababa de arrancar. Escribió a su hermana:

«Han tomado Smolensk; de aquí a una semana, Lisia­-Gori será ocupado por el enemigo. Marchad inmediatamente a Moscú. Comunicá dmelo cuando marché is mandá ndome un mensaje a Usviage. »

Despué s de entregar la hoja escrita a Alpatich, explicó le verbalmente qué preparativos debí an hacer para la marcha del Prí ncipe, de la Princesa y del niñ o con su preceptor, así como adó nde y cuá ndo le debí an contestar.

‑ Diles que aguardaré la respuesta hasta el dí a 10 y que si ese dí a no he recibido noticias de que está n camino de Moscú, lo abandonaré todo y yo mismo iré a Lisia‑ Gori.

En el fuego algo crují a; se apagó por unos momentos, masas de humo negro se levantaron por encima del cobertizo y, con un ruido ensordecedor, alguna cosa enorme se hundió.

‑ ¡ Hurra! ¡ Hurra! ‑ chilló la multitud al oí r el fuerte ruido producido por el tejado del cobertizo que se hundí a, mientras exhalaba olor a pan quemado. La llama reanimó se, iluminando las caras animadas, alegres y cansadas de la gente que contemplaba el incendio.

El hombre de la capa que arrastraba tizones encendidos, levantando los brazos gritó:

‑ ¡ Bravo! ¡ Có mo arde! ¡ Mirad qué bonito!

‑ Es el dueñ o ‑ decí an las voces.

‑ ¿ Lo has entendido? ‑ dijo el prí ncipe André s a Alpatich ‑. No te olvides de nada de lo que te he dicho ‑ y sin responder una palabra a Berg, que aguardaba a su lado silencioso, picó al caballo y desapareció por las callejuelas.

 

IV

Las tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El enemigo las perseguí a. El dí a 10 de agosto, el regimiento que mandaba el prí ncipe André s pasó por la gran carretera por delante del camino que conducí a a Lisia‑ Gori. Desde hací a tres semanas el calor y la sequí a eran muy pronunciados. Cada dí a el cielo se cubrí a de unas nubes apelotonadas como si fueran una piara de borregos, que a veces cubrí an el sol, pero hacia la tarde las nubes se dispersaban y el sol se poní a entre una neblina rojiza. Só lo un fuerte rocí o refrescaba la tierra. Los trigos que no se habí an segado se agostaban. Los pantanos estaban secos y los rebañ os balaban de hambre al no encontrar pasto en los campos cocidos por el sol. No refrescaba má s que por las noches y en los bosques, cuando todaví a habí a humedad del rocí o; pero por la carretera, por la gran carretera que seguí an las tropas, no se notaba el fresco ni por las noches ni cuando pasaban por entre los bosques. Cuando se levantaba el dí a empezaba la marcha. Los convoyes y la artillerí a adelantaban sin hacer ruido y la infanterí a se hundí a en el polvo caldeado y movedizo que ni la noche refrescaba. Una parte de este polvo se introducí a en las piernas y en las ruedas, pero otra, dando vueltas como una nube por encima del ejé rcito, se metí a en los ojos, en el pelo, en los oí dos, en la nariz y particularmente en los pulmones de los hombres y de los animales que avanzaban por la carretera. Cuanto má s alto se hallaba el sol, má s se levantaba la nube de polvo. A travé s de aquel polvo fino y caliente podí a mirarse el sol, que las nubes no cubrí an y que parecí a una enorme esfera de color carmesí. No soplaba el viento y los hombres se ahogaban en aquella atmó sfera inmó vil. Marchaban tapá ndose la nariz y la boca con los pañ uelos. Cuando llegaban a un pueblo, todos se empujaban a los pozos, llegando a beber hasta el lodo.

El prí ncipe André s conducí a el regimiento y su gestió n, el bienestar de los soldados y la necesidad de dar y recibir ó rdenes le ocupaban. El incendio de Smolensk y el abandono de la ciudad marcaban una etapa para el prí ncipe André s. Un sentimiento de có lera nuevo contra el enemigo le obligaba a olvidarse de su dolor, entregá ndose por enteró a los asuntos del regimiento; se ocupaba de sus soldados y de sus oficiales, mostrá ndose padre de todos. En el regimiento le llamaban «nuestro Prí ncipe», mostrá ndose orgullosos de é l y querié ndole. É l, sin embargo, só lo era bueno con los hombres de su regimiento: con Timokhin y los demá s, con la gente nueva y medio forastera, con aquellos que no podí an conocer ni comprender su pasado. Por eso, cuando se encontraba con uno de sus antiguos conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se poní a de mal humor, volvié ndose despreciativo y desdeñ oso. Todo lo que le recordaba su pasado le repugnaba. Por eso só lo procuraba no ser injusto con aquel mundo antiguo y cumplir con su deber.

En efecto: todo se presentaba con colores sombrí os, particularmente despué s del 6 de agosto, tras haber abandonado Smolensk ‑ que en su opinió n hubieran podido y debido defender ‑, despué s que su padre, enfermo, habí ase visto obligado a huir a Moscú y abandonar al pillaje Lisia‑ Gori, que tanto amaba y que é l habí a resucitado y repoblado. Pero a pesar de esto y gracias al regimiento, el prí ncipe André s podí a pensar en otra cosa, totalmente independiente de las cuestiones generales: en su regimiento. El 10 de agosto, la columna de la cual formaba parte llegó a Lisia‑ Gori.

Dos dí as antes, el prí ncipe André s habí a recibido la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habí an marchado a Moscú. Aunque el prí ncipe André s no tení a nada que hacer en Lisia‑ Gori, decidió ir por el deseo de reavivar su dolor.

Ordenó ensillar un caballo y marchó al pueblo paterno, en el que habí a nacido. Al pasar por delante del estanque, donde siempre lavaban ropa docenas de mujeres, mientras charlaban de lo lindo, el prí ncipe André s observó que no habí a nadie y que una pequeñ a madera desclavada y cubierta de agua hasta la mitad flotaba en medio del estanque. El prí ncipe André s se acercó a la casa del guarda. Cerca de la puerta cochera no habí a nadie, y la puerta permanecí a abierta. Las avenidas del jardí n se encontraban cubiertas ya de hierba, mientras los becerros y los caballos erraban por el parque inglé s. El prí ncipe André s se acercó a un invernadero; los cristales se hallaban rotos, algunas plantas caí das, otras se secaban. Llamó al jardinero Tará s y nadie le respondió. Al dar la vuelta al invernadero se dio cuenta de que la balaustrada de roble esculpido estaba rota y de que las frutas habí an sido arrancadas de los á rboles. Un viejo campesino ‑ el Prí ncipe le veí a en su puerta desde la infancia ‑ estaba sentado en un verde banco mientras trenzaba un lapott Era sordo y no oyó acercarse al Prí ncipe. A su alrededor, los pedazos de madera preparados para ser trenzados colgaban de las ramas secas y rotas de un magnolio.

El prí ncipe André s se acercó a la casa. En el viejo jardí n, algunos tilos habí an sido cortados. Una asna con su pollino pastaban delante de la casa por entre los rosales. La casa se hallaba cerrada. Un muchachito, al darse cuenta de la presencia del prí ncipe André s, corrió hacia la casa. Alpatich, que habí a hecho marchar a su familia, quedá ndose solo en Lisia‑ Gori, se hallaba en casa y leí a las vidas de los santos. Al conocer la llegada del prí ncipe André s, salió de la casa con las gafas sobre la nariz y, abrochá ndose, se acercó aturdido al Prí ncipe; despué s, sin decir nada, llorando, le besó las rodillas. Pero reaccionó contra su debilidad y empezó a darle cuenta de la situació n de los asuntos de la finca. Todo lo que era precioso y valí a algo habí a sido enviado a Bogutcharovo. El trigo, casi cien chetvertt[SC9] , tambié n se lo habí an llevado. El heno y la cosecha de primavera, extraordinaria segú n la opinió n de Alpatich, habí a sido recogida, todaví a verde, por los soldados. Los campesinos estaban arruinados. Unos habí anse marchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos, se habí an quedado.

Sin acabar de escucharle, el prí ncipe André s preguntó:

‑ ¿ Cuá ndo marcharon mi padre y mi hermana?

Querí a decir a Moscú, pero Alpatich, entendiendo que se referí a a Bogutcharovo, respondió que el 7 y a continuació n siguió extendié ndose sobre los asuntos de la explotació n y pidiendo ó rdenes.

‑ ¿ Queré is que entregue el centeno a las tropas contra recibo? Todaví a quedan seiscientos chetvertt.

«¿ Qué he de contestarle? », pensó el prí ncipe André s mientras miraba la calva cabeza del viejo, que relucí a al sol, y leí a en sus ojos la confesió n de que é l mismo comprendí a la inoportunidad de la pregunta, que formulaba só lo para disimular su pena.

‑ Sí, hazlo así ‑ le dijo.

‑ Seguramente habré is observado un poco de desorden en el jardí n ‑ dijo Alpatich ‑. Fue imposible evitarlo. Han pasado tres regimientos y se han quedado una noche, particularmente los dragones. Tengo anotados el grado y el tí tulo del comandante para presentar una reclamació n.

‑ ¿ Y tú qué piensas hacer? ¿ Te quedará s si llega el enemigo? ‑ le preguntó el prí ncipe André s.

Alpatich volvió la cara hacia el prí ncipe André s, le miró y de pronto, con gesto solemne, levantó el brazo al cielo.

‑ É l es mi protector. ¡ Que se haga su santa voluntad! ‑ pronunció.

Toda la colonia de campesinos y criados marchaban a travé s de los campos hacia el prí ncipe André s.

‑ ¡ Adió s, adió s! ‑ dijo el prí ncipe André s incliná ndose hacia Alpatich ‑. Vete, llé vate lo que puedas y ordena a los siervos que partan hacia la hacienda de Riazá n o cerca de Moscú.

Alpatich, abrazá ndose a su pierna, lloró.

El prí ncipe André s le rechazó dulcemente y, poniendo el caballo a galope, partió por el camino.

 

V

La princesa Marí a no se hallaba en Moscú y no se encontraba fuera de peligro, como imaginaba el prí ncipe André s.

Despué s de la vuelta de Alpatich de Smolensk, el viejo Prí ncipe pareció que de pronto se rehací a. Ordenó reunir a todos los siervos y armar los, escribió una carta al general en jefe, en la que le anunciaba su intenció n de quedarse en Lisia‑ Gori hasta el ú ltimo momento, defendié ndose; pedí a libertad para armarse a su gusto. Añ adiendo que si se le negaba no tomarí a las disposiciones para defender Lisia‑ Gori y entonces el má s viejo de los generales rusos caerí a hecho prisionero o muerto. Declaró a sus familiares que no se moverí a de Lisia‑ Gori.

El viejo Prí ncipe dio ó rdenes, sin embargo, para la marcha de la Princesa, de Desalles y de su nieto a Bogutcharovo y desde allí a Moscú. La princesa Marí a, espantada por aquella actividad de fiebre sin descanso de su padre, actividad que sustituí a a su antiguo abatimiento, no acababa de resolverse a dejarle solo, por lo que por primera vez en su vida se permitió desobedecerle. Negó se a marchar, habiendo de resistir la espantosa có lera del Prí ncipe. Le recordó todas las injusticias que con ella habí a cometido, pero, al intentar acusarle, é l decí a que querí a atormentarlo, que ella le habí a hecho pelearse con su hijo, que escondí a mil sospechas despreciables y que su propó sito era el de amargarle la vida, despué s de lo cual la echó del despacho, añ adiendo que lo mismo le daba que se fuera como que no. Dijo que no querí a saber nada de su vida, previnié ndole de que no se presentara jamá s delante de su vista. El hecho de que no mandara llevá rsela a la fuerza ‑ que era lo que temí a la Princesa ‑ la alegró; solamente recibió la orden de no presentarse ante é l. Sabí a que aquello querí a decir que su padre estaba satisfecho, en el fondo, de que la Princesa no quisiera dejarlo.

Al dí a siguiente despué s de la marcha de Nikolutka, el viejo Prí ncipe, por la mañ ana, vistió su uniforme de gala, disponié ndose a visitar al generalí simo. El coche se hallaba al pie de la puerta. La princesa Maria viole salir con todas sus condecoraciones y pasar, en el jardí n, revista a todos sus siervos armados. La princesa Marí a sentá base cerca de la ventana, pudiendo oí r la voz de su padre, que resonaba en el jardí n. De repente, algunas personas, con el rostro descompuesto por el espanto, corrieron por el sendero.

La princesa Marí a salió a la puerta, yé ndose hacia aquella parte del jardí n. Una gran cantidad de campesinos dirigí ase hacia ella, llevando entre algunos, en medio de ellos, al viejecito con su uniforme cubierto de condecoraciones. A causa del juego de luces entre las copas de los tilos, no podí a darse cuenta del cambio de las caras. Só lo vio una cosa: que la expresió n habitual del rostro del viejo Prí ncipe, severa y resuelta, habí a sido sustituida por otra de timidez y docilidad.

Al percibir a su hija, movió los labios dé bilmente.

Nadie supo comprender lo que querí a. Lo levantaron en brazos y entre dos le llevaron a su despacho. Allí lo dejaron sobre aquel divá n que tanto miedo le causaba de un tiempo a esta parte.

El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquella misma noche le hizo una sangrí a y declaró que el Prí ncipe estaba paralizado del costado derecho. Quedarse en Lisia-Gori hací ase má s peligroso cada vez, por lo que el viejo Prí ncipe fue al dí a siguiente trasladado a Bogutcharovo. El mé dico los acompañ ó.

Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el pequeñ o Prí ncipe habí an ya marchado hacia Moscú. El viejo Prí ncipe, siempre en el mismo estado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas en Bogutcharovo, echado, en la nueva casa construida por el prí ncipe André s. El viejo Principe habí a perdido el conocimiento. Yací a como un cadá ver mutilado. Murmuraba continuamente algo, moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendí a a los que le rodeaban. Só lo una cosa era segura: que padecí a y que deseaba decir algo. ¿ Pero qué? Nadie podí a adivinarlo. ¿ Era el capricho de un enfermo o de un loco? ¿ Se trataba de asuntos generales o de la familia? El medico decí a que la inquietud que expresaba no querí a decir nada, ya que la causa era fí sica; la princesa Marí a, sin embargo, pensaba ‑ y el hecho de que su presencia aumentara siempre el malestar del Principe la confirmaba en su opinió n ‑ que querí a decirle algo.

Estaba muy claro que padecí a fí sica y moralmente. No existí an esperanzas de poderle salvar. No se podí a pensar tampoco en transportarlo a otra parte. ¿ Qué harí an si se morí a por el camino? «Valdrí a má s que terminara de una vez», pensaba a veces la princesa Marí a.

Pasaba el dí a y la noche a su lado; casi no dormí a y, es espantoso decirlo, pero frecuentemente le observaba no con la esperanza de una mejorí a, sino con el deseo de ver el indicio de su pró ximo fin.

Por raro que fuera para la Princesa confesarse este sentimiento, el caso es que lo experimentaba. Ademá s, y lo que era peor para ella, desde la enfermedad de su padre se desvelaban en ella todos los deseos y las esperanzas personales que dormí an en el fondo de su espí ritu. Cosas que en muchos añ os no se le habí an ocurrido: el pensamiento de una vida de libertad sin el miedo al padre, incluso la idea del amor y la posibilidad del goce de la familia, llenaban continuamente su imaginació n como una diabó lica tentació n. Ella procuraba rechazarla, pero insistentemente se volví a a hacer la pregunta: despué s de «aquello», ¿ qué vida harí a? Eran tentaciones del demonio, y la princesa Marí a sabí a que su ú nica arma contra «é l» era la oració n; se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las oraciones, pero no podí a orar. Sentí a que el otro mundo, el de la vida, el de la actividad difí cil y libre, totalmente opuesto al mundo moral en que se habí a encerrado antes y en el que la oració n era el mejor consuelo, se la llevaba. No podí a ni orar ni llorar, y las penas de su vida la arrastraban. Quedarse en Bogutcharovo era peligroso. De todas partes se oí a decir que los franceses adelantaban, y que en un pueblo a quince verstas de Bogutcharovo, una hacienda habí a sido saqueada por los merodeadores franceses.

El mé dico insistí a en llevarse al Prí ncipe má s lejos; el mariscal de la nobleza envió un funcionario a la princesa Marí a para suplicarle que marchara, cuanto antes mejor. El inspector de policí a, que habí a ido a Bogutcharovo, insistió en el mismo sentido, afirmando que los franceses estaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban proclamas francesas y que si la Princesa no marchaba antes del 15 con su padre é l no responderí a de nada. Continuamente tení a que dar ó rdenes ‑ todos se dirigí an a ella ‑, y la idea de que habí an de marcharse la consumí a todo el dí a.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, la pasó en la habitació n del Principe, sin desnudarse. Se despertó muchas veces, oyendo la respiració n oprimida, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado que cambiaban al enfermo de posició n. Escuchó detrá s de la puerta, parecié ndole que aquel dí a murmuraba má s alto y se revolví a con mayor frecuencia. La princesa Marí a no podí a dormir, y frecuentemente se acercaba a la puerta, escuchaba, querí a entrar, pero no se atreví a. Aunque no hablara, la princesa Marí a sabí a cuá n desagradable era para el Principe cualquier expresió n de temor con respecto a é l. Observaba el disgusto con que se apartaba de la mirada que ella muy fijamente le dirigí a, sin darse cuenta, y no ignoraba que su presencia en las altas horas de la noche le molestaba.

Nunca, sin embargo, le pareció tan doloroso el perderlo como ahora. Recordaba toda su vida con é l, descubriendo en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos la expresió n del amor que ella le habí a profesado. Entre sus recuerdos, las tentaciones del diablo, el pensamiento de «¿ qué pasará despué s de su muerte y qué haré de mi vida libre? », se le presentaban a veces en su imaginació n, pero los alejaba con horror. Por la mañ ana, el Prí ncipe se sosegó, durmié ndose ella.

Se despertó tarde. La claridad de su espí ritu, que se le manifestó al despertarle, le demostraba qué era lo que la preocupaba con preferencia durante la enfermedad de su padre. Se despertó escuchando detrá s de la puerta, y al oí r el estertor se dijo que todo continuaba igual.

«Pero ¿ qué variació n puede haber? ¿ Qué es lo que yo deseo? ¿ Su muerte...? », exclamó horrorizada.

Se vistió, dijo sus oraciones y despué s salió al portal. Allí cerca se encontraban dos coches, todaví a sin caballos, en los que iban colocando el equipaje.

La mañ ana era gris y tibia. La princesa Marí a se paró en el portal; no cesaba de causarle horror su cobardí a moral, mientras procuraba poner sus pensamientos en orden antes de entrar a ver a su padre. El doctor descendió la escalera y se le acercó.

‑ Hoy está algo mejor ‑ dí jole ‑, y yo la buscaba. Puede entenderse algo de lo que dice, pues tiene la cabeza má s clara. Vamos, que la llama.

Al oí r aquella noticia, el corazó n de la princesa Maria empezó a latir tan fuertemente que su rostro palideció, debiendo apoyarse en la puerta para no caer. Verle, hablar con é l, presentarse a sus ojos, cuando tení a el alma tan llena de tentaciones criminales, era para la Princesa un tormento a la vez alegre y terrible.

‑ Vamos ‑ dijo el doctor.

La princesa Marí a entró en la habitació n, acercá ndose a la cama. El Prí ncipe se hallaba de espaldas. Sus manos, pequeñ as, huesudas, surcadas de venas azules y sarmentosas, descansaban encima del cubrecama; tení a el ojo izquierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; las cejas y los labios, inmó viles. Era delgadito, pequeñ o y miserable. Parecí a que la cara se le hubiera secado o que sus rasgos se hubiesen encogido. La princesa Marí a se le acercó, besá ndole la mano. La mano izquierda del Principe apretó tan fuerte la de ella, que se veí a muy claro que hací a tiempo que la esperaba. Movió la mano y las cejas y los labios se contrajeron colé ricamente.

Asustada, la Princesa le miraba, procurando adivinar qué querí a. Cuando le cambiaron de posició n, se le acercó tanto que veí a su cara en el ojo izquierdo del Principe. Durante unos segundos estuvo calmado, sin mover los ojos. Los labios y la lengua se le agitaron, se oyeron algunos sonidos y se puso a hablar tí midamente mientras la miraba suplicante: evidentemente, temí a que no le comprendiera.

La princesa Marí a le miraba con atenció n concentrada. El có mico esfuerzo que hací a para mover la lengua obligó a la princesa Marí a a bajar los ojos y reprimir penosamente el llanto que se le subí a a la garganta. El Prí ncipe pronunció alguna cosa, repitiendo siempre la misma palabra. La Princesa no podí a comprenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decí a, y repetí a interrogativamente las palabras pronunciadas por é l.

‑ ¡ Ah, ah, ah! Uf..., uf... ‑ repitió el Principe muchas veces.

Era imposible comprenderlo. El doctor creyó adivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:

‑ ¿ La Princesa está asustada?

El viejo movió la cabeza negativamente y repitió lo dicho anteriormente.

‑ El alma, el alma padece ‑ adivinó y dijo la princesa Marí a.

El viejo pareció afirmar, le cogió la mano y la estrechó contra su pecho como si le buscara un lugar a propó sito.

‑ Siempre pienso en ti... Pensamientos ‑ murmuró enseguida má s claro y de un modo mucho má s comprensible que antes, al saberse comprendido. La princesa Marí a apoyó la cabeza en la mano de su padre, para esconder los suspiros y las lá grimas, y le acarició el cabello.

‑ Toda la noche te he llamado ‑ pronunció el viejo.

‑ Si lo hubiera sabido... ‑ dijo ella entre lá grimas ‑. No me atreví a entrar. ‑ É l le estrechó la mano.

‑ ¿ No has dormido?

‑ No, no he dormido ‑ dijo moviendo negativamente la cabeza. Sometida involuntariamente a su padre, procuraba hablar igual que é l, sobre todo con signos, fingiendo mover la lengua con esfuerzo.

‑ Hija mí a... ¡ Oh amiga mí a...!

La princesa Marí a no lo pudo entender, pero por la expresió n de su rostro veí ase que habí a pronunciado una palabra de ternura, acariciadora, que nunca habí a dicho: «¿ Por qué no has venido? »

«¡ Yo que le deseaba la muerte! », pensó la princesa Marí a.

Calló el Prí ncipe, y a poco:

‑ Gracias, hija mí a..., amiga mí a, por todo..., por... todo..., perdó n..., Marí a..., per... dona..., gracias ‑ los ojos se le llenaron de lá grimas.

‑ Manda buscar a Andrutcha ‑ dijo de pronto. Y al hacer esta petició n, su rostro tí mido, infantil y desconfiado, parecí a indicar que é l mismo sabí a que su ruego no tení a sentido. Eso fue al menos lo que supuso la princesa Marí a.

‑ He recibido una carta de é l ‑ respondió la Princesa.

É l la miró extrañ ado y con timidez.

‑. ¿ Dó nde está ahora?

‑ Está en el ejé rcito, padre, en Smolensk.

El Prí ncipe calló durante un buen rato, quedando con los ojos cerrados. Enseguida, y como para responder a sus dudas y afirmar que lo habí a comprendido todo y que se acordaba, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.



  

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