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UNDÉCIMA PARTE 1 страница



I

Durante el mes de julio, el viejo prí ncipe Bolkonski se mantuvo en una gran animació n y actividad.

Mandó plantar un nuevo jardí n y construyó un edificio para la servidumbre. La ú nica cosa que inquietaba a la Princesa era que el anciano dormí a poco y habí a renunciado a su costumbre de dormir en su gabinete de trabajo; cada dí a cambiaba su cama de habitació n. Tan pronto ordenaba que le llevaran su cama de campañ a a la galerí a, como quedá base en el saló n sobre el divá n o sobre un silló n, sin desnudarse y bostezando. La señ orita Bourienne no le leí a ya, reemplazá ndola en esto el criado Petrutcha. A veces pasaba la noche en el comedor.

A primeros de agosto llegó una carta del prí ncipe André s. Escrita en los alrededores de Vitebsk, explicaba que los franceses habí an ocupado aquella ciudad, conteniendo ademá s una descripció n sumaria de toda la campañ a, con un croquis del plano y consideraciones sobre la marcha que seguirí a.

En la misma carta, el prí ncipe André s hací a observar a su padre la incomodidad de su residencia cerca del teatro de la guerra, en la lí nea del movimiento de las tropas, aconsejá ndole su marcha a Moscú.

Aquel dí a, durante la comida, cuando Desalles, el preceptor, dijo que, segú n los rumores que circulaban, los franceses estaban en Vitebsk, el viejo Prí ncipe recordó la carta del prí ncipe André s.

‑ Hoy he recibido carta del prí ncipe André s ‑ dijo ‑. ¿ No la has leí do, Marí a?

‑ No, padre ‑ respondió la Princesa. No podí a haber leí do una carta que no sabí a que hubiera llegado.

‑ Habla de la guerra ‑ continuó el Prí ncipe con sonrisa desdeñ osa, habitual en é l cuando hablaba de la guerra.

Al pasar al saló n dio la carta a la princesa Marí a, desplegando delante de ella el plano de las nuevas construcciones, en el que fijó la vista mientras ordenaba a su hija que leyera en voz alta.

Cuando la princesa Marí a hubo acabado de leer miró interrogativamente a su padre, que contemplaba con fijeza el plano, inmerso en sus pensamientos.

‑ ¿ Qué opiná is, Prí ncipe? ‑ se atrevió a preguntar Desalles.

‑ ¿ Yo? ¿ Yo? ‑ replicó el viejo Prí ncipe como si despertara enfurruñ ado, sin apartar los ojos del plano de las construcciones.

‑ Es muy posible que el teatro de la guerra se extienda hasta muy cerca de nosotros...

‑ ¡ Ah, ah, ah! El teatro de la guerra ‑ exclamó el viejo Principe‑. He dicho y he repetido que el teatro de la guerra es Polonia y que el enemigo no pasará el Niemen jamá s.

Desalles, admirado, miró al viejo Prí ncipe, que hablaba del Niemen precisamente cuando el enemigo se hallaba casi en las orillas del Dnieper. La princesa Marí a, que habí a olvidado la situació n geográ fica del Niemen, pensó que su padre tení a razó n.

‑ Cuando llegue el deshielo se hundirá n en los pantanos de Polonia. Ahora no pueden darse cuenta... ‑ dijo el Principe pensando visiblemente en la campañ a de 1807, que le parecí a que fuera ayer ‑. Benigsen debió haber entrado antes en Prusia, y entonces las cosas hubieran tomado otro cariz.

‑ Pero, Prí ncipe ‑ objetó tí midamente Desalles ‑, en la carta se habla de Vitebsk.

‑ ¡ Ah! En la carta sí ‑ replicó, descontento, el Principe ‑. Sí...

Entonces oscureció se su cara y calló.

‑ Sí, sí, escribe que los franceses han sido aplastados, cerca de un rí o, ¿ qué rí o?, ¿ en qué ribera?

Desalles bajó la vista.

‑ El Principe no escribe nada de todo eso ‑ dijo en voz muy baja.

‑ ¿ No lo escribe? ¡ Pues yo no lo he inventado!

Callá ronse todos un buen rato. El viejo siguió luego:

‑ Sí, sí..., ¡ vaya!, Mikhail Ivanovitch ‑ dijo de repente, levantando la cabeza e indicando el plano de construcciones‑, explica có mo entiendes tú las obras que se realizará n.

Mikhail Ivanovitch se acercó al plano, y el Principe, despué s de hablar con é l, miró malhumorado a la princesa Marí a y a Desalles, yé ndose a su despacho.

La princesa Marí a habí a observado la mirada confusa y extrañ a que dirigió Desalles a su padre, su silencio, y estaba admirada de que su padre hubiera olvidado la carta de su hijo sobre la mesa del saló n. Pero no só lo sentí a miedo de hablar y preguntar a Desalles por la causa de su confusió n, sino que tambié n lo sentí a de só lo pensarlo.

Por la tarde, Mikhail Ivanovitch estuvo en la habitació n de Marí a de parte del Principe para buscar la carta del prí ncipe André s, olvidada en el saló n. La princesa Marí a, a pesar de serle desagradable, permitió se preguntar a Mikhail Ivanovitch qué hací a su padre.

‑ Trabajando siempre ‑ dijo Mikhail Ivanovitch con una respetuosa sonrisa que hizo palidecer a la Princesa ‑. Se preocupa mucho de las nuevas construcciones. Ha leí do un ratito, y ahora ‑ bajó la voz ‑ se encuentra en el despacho y probablemente se ocupa de su testamento.

De un tiempo a aquella parte, una de las ocupaciones predilectas del Principe era examinar los papeles que querí a dejar para despué s de su muerte y que é l llamaba su testamento.

‑ ¿ Enviará, sin embargo, a Alpatich a Smolensk? - preguntó la princesa Marí a.

¡ Ya lo creo! Hace mucho tiempo que está preparado.

 

II

Cuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta en el despacho, el Principe tení a las gafas puestas y se hallaba sentado ante el escritorio, con una vela a su lado; con la mano muy apartada sostení a unos papeles que leí a en una actitud bastante solemne. Aquellos papeles, observaciones, como é l los llamaba, debí an remitirse al Emperador cuando é l hubiera muerto. Cuando Mikhail Ivanovitch entró, las lá grimas provocadas por el tiempo que habí a leí do y por lo que leí a llenaban los ojos del Prí ncipe. Arrebató de las manos de Mikhail Ivanovitch la carta del prí ncipe André s, que se metió en el bolsillo, arregló sus papeles y llamó a Alpatich, que aguardaba hací a un rato.

En una hojita acababa de escribir todo lo que debí a comprarse en Smolensk, y mientras paseaba daba ó rdenes a Alpatich, que aguardaba al pie de la puerta.

‑ Primeramente papel de cartas, ¿ entiendes?, ocho manos; aquí tienes el modelo, de borde dorado. É ste es el modelo y han de ser absolutamente iguales. Barniz, cera, segú n la nota de Mikhail Ivanovitch.

Paseá base por la habitació n mirando su carnet.

‑ Despué s entregará s personalmente una carta al gobernador.

Luego le encargó las cerraduras para las puertas de las nuevas construcciones, hechas segú n un modelo que é l habí a imaginado. Enseguida una cajita que habí an de hacer, cajita destinada a guardar su testamento. La relació n de encargos a Alpatich duró má s de dos horas. El Prí ncipe ni le dejó hablar. Despué s se sentó y, cerrando los ojos, se quedó dormido. Alpatich hizo un movimiento.

‑ Vete, vete; si te necesito ya mandaré a buscarte.

Alpatich salió. El Prí ncipe se acercó otra vez al escritorio, tocó sus papeles, los volvió a ordenar, sentá ndose despué s ante la mesa para escribir la carta al gobernador.

Era ya tarde cuando se levantó, despué s de haber sellado la carta. Querí a dormir, pero sabí a que en la cama no cerrarí a el ojo, presentá ndose a su imaginació n los peores sentimientos. Llamó a Tikhon. Atravesó la habitació n para decirle dó nde querí a que le preparara la cama aquella noche. Se paseó escudriñ ando todos los rincones. Ningú n sitio le parecí a bueno, pero particularmente su divá n, en el despacho, le parecí a horrible, probablemente a causa de las penosas ideas que en é l habí a tenido. Ningú n sitio le parecí a conveniente. El mejor serí a quizá s un rinconcito en el divá n detrá s del piano. No habí a dormido allí nunca todaví a.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevó allí la cama y empezaron a armarla.

‑ ¡ No, así no, así no! ‑ gritó el Principe, empujá ndola é l mismo, aunque luego la apartó de nuevo. «Vaya, por ú ltimo he podido arreglarlo y podré descansar», pensó el Principe, dejando que Tikhon le desnudara. El Prí ncipe frunció el ceñ o por la molestia causada por los esfuerzos para quitarse caftá n y pantalones. Despué s, pesadamente, se dejó caer sobre la cama y pareció que reflexionaba, mientras miraba desdeñ oso sus delgadas y amarillas piernas. No reflexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo de levantar las piernas para meterse en la cama. «¡ Oh, qué pesado es! Por lo menos que acabe pronto este trabajo y me dejen tranquilo. » Cerró fuertemente los labios y se hundió en la cama despué s de hacer aquel esfuerzo por milé sima vez.

Cuando se hubo echado, toda la cama tembló, como si tuviera escalofrí os. Cada noche pasaba lo mismo. Abrió los ojos, que se le cerraban.

‑ ¡ No podé is estaros tranquilos, malditos! ‑ gruñ ó colé rico. «Sí, queda todaví a algo importante que me he reservado para leer en la cama. ¿ Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho... No, no, es algo que ha pasado en el saló n. La princesa Marí a ha dicho alguna idiotez; Desalles, ese estú pido, no sé qué le ha contestado...; en el bolsillo... No, no me acuerdo bien. »

‑ ¡ Titchka! ¿ De qué hemos hablado durante la comida?

‑ Del prí ncipe André s.

‑ ¡ Calla, calla! ‑ y el Principe dio un puñ etazo en la mesita de noche ‑. ¡ Ah!, sí, ya lo recuerdo. La carta del prí ncipe André s: la princesa Marí a la ha leí do; Desalles ha dicho algo sobre Vitebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajeran la carta, que tení a en el bolsillo, y que le acercasen a la cama la mesita con la limonada y la vela de cera; despué s cogió las gafas y empezó a leer. Só lo al releer la carta, en el silencio de la noche, a la luz dé bil de la vela, bajo la pantalla verde, comprendió por primera vez toda la importancia que tení a.

‑ Los franceses está n en Vitebsk. En cuatro jornadas pueden encontrarse en Smolensk. Quizá ya está n cerca. Titchka ‑ Tikhon levantó se instantá neamente ‑. No, no es preciso ‑ gritó el viejo.

Dejó la carta sobre el candelero y cerró los ojos. Se le representó el Danubio, los dí as claros, los cañ averales, el campamento ruso, y é l, joven general sin una arruga, valiente y alegre, entrando en la tienda de Potemkin. Un sentimiento de envidia contra el favorito le sacudió má s fuerte que otras veces. Recordó todas las palabras de su entrevista con Potemkin. Delante de é l apareció una mujer gruesa, pequeñ ina, con cara afable y amarillenta; era la emperatriz: recordó su sonrisa y sus palabras cuando le recibió por primera vez tan graciosamente. Tambié n recordó su cara sobre el trono y la discusió n con Zubov ante su tumba por el derecho de acercar la mano.

«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellos tiempos, que termine pronto, muy pronto, lo de ahora, y me dejen todas tranquilo. »

 

III

Lisia-Gori, la finca del prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski, se encontraba a sesenta verstas má s allá de Smolensk y a tres verstas de la carretera de Moscú.

Aquella misma noche en que el Principe daba ó rdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibido por la Princesa, a la que dijo que el Prí ncipe no se encontraba muy bien y que no tomaba ninguna disposició n para su seguridad, cuando, por la carta del prí ncipe André s, aparecí a claro que la permanencia en Lisia‑ Gori no era segura; respetuosamente pedí a é l permiso para escribir una carta al gobernador de Smolensk hacié ndole saber los peligros que amenazaban Lisia‑ Gori y un resumen de la situació n general. Desalles escribió luego la carta al gobernador, la firmó y la mandó entregar a Alpatich, con la orden de transmití rsela al gobernador, y, en caso de peligro, volver a toda prisa.

Despué s de haber recibido todas las ó rdenes, Alpatich, acompañ ado de sus criados, con su blanca gorra‑ regalo del Principe ‑, con un bastó n‑ corno el viejo Principe ‑, salió para instalarse en el cabriolé forrado de cuero y tirado por tres vigorosos caballos.

Los cascabeles se habí an colocado de modo que no sonaran y las campanas se habí an rellenado de papel. El Prí ncipe no permití a a nadie en Lisia‑ Gori que hiciera sonar los cascabeles. Pero amaba su sonido cuando iba de camino. El acompañ amiento de Alpatich estaba compuesto por el intendente, el tenedor de libros, el groom, los cocheros y diversos domé sticos, que iban con é l. Su hija le poní a detrá s de la espalda y sobre el asiento almohadones de pluma, mientras su vieja cuñ ada le entregaba, a escondidas, un paquete. Uno de los cocheros le ayudó a subir agarrá ndole por los sobacos.

Al llegar a Smolensk, la tarde del dí a 4 de agosto, Alpatich se quedó al otro lado del Dnieper, en el barrio de Gachensk, en el mesó n de Ferapontov, donde hacia treinta añ os que acostumbraba parar.

Durante toda la noche, las tropas desfilaron por la calle frontera al mesó n. Al dí a siguiente, Alpatich se vistió el caftá n, que só lo usaba en la ciudad, yé ndose a su trabajo. El dí a era muy soleado y a las ocho ya hací a calor. «Buen dí a para la cosecha», pensó Alpatich.

Desde la madrugada se oí an cañ onazos en los arrabales de la ciudad.

Despué s de las ocho, las descargas de fusilerí a se unieron a los cañ onazos. Por las calles habí a mucha gente que huí a hacia algú n lugar determinado, y muchos soldados, pero, como de costumbre, circulaban los cocheros, los comerciantes no se moví an de sus tiendas y en las iglesias se celebraban las correspondientes funciones religiosas.

Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta y la casa del gobernador.

En todas partes se hablaba de la guerra y de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad.

Cuando llegó a casa del gobernador hubo de esperar en la antesala con otras personas.

Poco despué s, el gobernador recibí a a Alpatich, dicié ndole muy apesadumbrado.

‑ Diles al Prí ncipe y a la Princesa que no sé nada. Obro segú n ó rdenes superiores, eso es todo ‑ y dio un papel a Alpatich ‑. Entre tanto, y ya que el Principe se encuentra delicado, yo le aconsejarí a que se fuera a Moscú. Yo parto ahora mismo. Dile...

Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso, sin resuello, corrió hacia la puerta, ponié ndose a hablar en francé s.

En la cara del gobernador se manifestó el horror.

‑ Vete ‑ dijo a Alpatich, y despué s de saludarlo con la cabeza empezó a hablar con el oficial.

Cuando Alpatich salió del despacho del gobernador, las miradas espantadas de todos los reunidos le asaltaron. Ahora, al oí r, a pesar suyo, que los cañ onazos se acercaban y se hací an má s frecuentes, Alpatich se dirigió corriendo hacia el mesó n. El papel que le habí a dado el gobernador contení a lo siguiente:

«Os aseguro que Smolensk no está todaví a en peligro ni puede creerse que lo haya estado nunca. Yo, por una parte, y el prí ncipe Bagration, por la otra, marchamos para reunirnos delante de Smolensk. Esta reunió n se realizará el dí a 22, y los dos ejé rcitos, una vez hayan juntado sus fuerzas, se lanzará n a defender a los compatriotas de la provincia que tené is confiada, hasta que nuestros esfuerzos alejen al enemigo de la patria o hasta que sucumba el ú ltimo soldado de las filas heroicas. Ya veis que con esto podé is calmar a los habitantes de Smolensk, puesto que quien se halla defendido por dos ejé rcitos tan valientes puede estar seguro de la victoria. » (Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensk, baró n Aschu, 1812. )

El pueblo andaba por las calles inquieto. Carros cargados de vajillas, de armarios, de sillas, salí an de todas las puertas y obstruí an las calles. Delante de la casa vecina a la de Ferapontov hallá banse unos carros parados y unas mujeres llorando, mientras se despedí an. Un perro de guarda daba vueltas, husmeando, alrededor de los caballos del tiro.

Alpatich, con paso má s vivo que de costumbre, entró en el patio, dirigié ndose recto hacia el establo por sus caballos y el coche. El cochero dormí a; despertó le, ordená ndole que enganchara, y se fue al vestí bulo. En la habitació n de los dueñ os se oí an llantos de criaturas, lamentaciones de una mujer y los gritos roncos y rabiosos de Ferapontov. Cuando Alpatich entró, salí a la cocinera al vestí bulo como una clueca embravecida.

‑ ¡ Ha pegado al ama una paliza de muerte! ¡ La ha destrozado! ¡ La ha arrastrado!

‑ ¿ Por qué? ‑ preguntó Alpatich.

‑ Ella querí a marchar: maní a de mujer. «¿ Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos? ‑ le decí a ella ‑. Todos se van, y nosotros ¿ qué vamos a hacer? » Entonces é l ha empezado a pegarle, y la ha destrozado...

Alpatich inclinó la cabeza al oí r aquellas palabras, como si las aprobara, y, deseando no saber má s de la cuestió n, se fue en direcció n opuesta a la de la habitació n de los dueñ os, a la habitació n en la que guardó las compras realizadas.

‑ ¡ Mal hombre! ¡ Bandido! ‑ gritó en aquel momento una mujer delgada, pá lida, con un crí o en los brazos, la cabeza envuelta en una pañ oleta, que, saliendo por la puerta, se escapaba escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontov la seguí a. Al observar a Alpatich se arregló el chaleco, se pasó la mano por el pelo, bostezó y entró en la habitació n detrá s de Alpatich.

‑ ¿ Ya quieres irte? ‑ preguntó.

Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba el paquete de las compras, le preguntó cuá nto le debí a.

‑ Ya lo arreglaremos. ¿ Has ido a casa del gobernador? ‑ le preguntó Ferapontov ‑. ¿ Qué te ha dicho?

Alpatich respondió que el gobernador no le habí a contestado nada en concreto.

‑ Podrí amos marchar con todo lo de casa ‑ dijo Ferapontov ‑; hasta Dorogobuge piden siete rublos por carretada. ¡ Yo les he dicho ya que son unos herejes! Selivanov, el jueves pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco... ¿ No tomaré is el té? ‑ añ adió.

Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron el té hablando del precio del trigo y del buen tiempo para la cosecha.

‑ Parece que el cañ oneo empieza a calmarse ‑ dijo Ferapontov levantá ndose despué s de haber bebido tres tazas de té ‑. Seguramente hemos vencido. Han dicho que no los dejarí amos pasar... ¿ Te das cuenta de lo que es la fuerza...? Tambié n han dicho que ú ltimamente Matieu Ivanitch Piatov les ha perseguido hasta el rí o Morina: parece que de una vez se han ahogado dieciocho mil hombres.

Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero; pagando despué s la estancia.

La calle estaba llena de ruido de ruedas, de herraduras y de los cascabeles de las carretas que partí an.

Era má s del mediodí a. La mitad de la calle se encontraba en la sombra, la otra se hallaba vivamente iluminada por el sol. Alpatich miró por la ventana y se dirigió a la puerta.

De pronto se oyó un extrañ o ruido de silbidos y tiroteo lejanos. Despué s estalló la tormenta confusa del cañ oneo, que hizo temblar los cristales.

Alpatich salió a la calle. Dos hombres corrí an en direcció n al puente. Por todas partes se oí a el silbido, los cañ onazos y la explosió n de las granadas que caí an dentro de la ciudad. Aquellos tiros eran poca cosa y no atraí an tanto la atenció n de los habitantes como los cañ onazos que se oí an fuera de la urbe. Era el bombardeo de Smolensk que Napoleó n habí a ordenado empezar a las cinco de la tarde, con ciento treinta bocas de fuego.

Al principio, el pueblo no comprendió el significado de aquel bombardeo.

El terremoto de las bombas y de las granadas no hací a má s que excitar la curiosidad. La mujer de Ferapontov, que no cesaba de protestar cerca del establo, calló y con el crí o en brazos salió a la puerta. Miraba en silencio a la gente mientras prestaba atenció n a los ruidos.

La cocinera y un comerciante tambié n salieron a la puerta del establo. Todos con alegre curiosidad intentaban seguir a las balas que pasaban por encima de sus cabezas.

De un rincó n de la calle aparecieron algunas personas hablando animadamente.

‑ ¡ Qué fuerza! ‑ decí a uno ‑. Ha destrozado el techo y la pared.

‑ Ha hecho un agujero en el suelo en el que cabrí a un cerdo ‑ observó otro ‑. Vaya, ya está bien, ¡ qué interesante! ‑ añ adí a riendo.

‑ Pues has tenido suerte de saltar tan ligero; ha estado en un tris que no te haya alcanzado. Ahora estarí as tieso como una vara.

Algunos paseantes se dirigieron a aquellos hombres. Se paraban y explicaban que las granadas les habí an caí do muy cerca, dentro de casa. Al propio tiempo, otras bombas, con un silbido lú gubre, volaban sin interrupció n por encima de la muchedumbre. Ni una caí a cerca. Todas iban muy lejos. Alpatich se instaló en su carruaje.

El patró n se encontraba en el umbral de la puerta.

‑ ¿ Qué diablos miras? ‑ gritó le la cocinera, que con las mangas subidas y un corpiñ o rojo se acercaba para oí r, mientras agitaba los brazos, desnudos hasta el codo.

Otra vez, algo como un pajarito que volara de arriba abajo silbó, pero esta vez muy cerca.

El fuego brilló en mitad de la calle. Estalló algo y se llenó de humo la calle.

‑ ¡ Perezosa! ¿ Qué haces aquí? ‑ gritó el dueñ o corriendo hacia la cocinera. Pero en el mismo instante, y de diversos lugares, empezá ronse a oí r lamentos de mujeres, mientras las criaturas, espantadas, empezaban a llorar, y la gente, con la cara muy pá lida, se reuní a en silencio en torno de la cocinera. Entre aquella multitud dominaban los lamentos y los gritos de la mujer.

‑ ¡ Oh, oh, mis palomas! ¡ Mis blancas palomas! ¡ Me las matará n!

Cinco minutos despué s no quedaba nadie en la calle. La cocinera, con una herida en la pierna, producida por la explosió n de una granada, era transportada a la cocina.

Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov con sus crí os, y el portero, todos hallá banse sentados en el subterrá neo, muy atentos. El ruido de los cañ ones, el silbido de las bombas, los gritos de dolor de la cocinera, que dominaban a todos los demá s, no cesaban en ningú n instante.

La dueñ a tan pronto balanceaba y calmaba al niñ o como en tono plañ idero preguntaba a los que entraban al subterrá neo dó nde estaba su marido, que habí a quedado fuera, en la calle. Un tendero que entró le dijo que el dueñ o se habí a dirigido con una multitud a la catedral, donde se hací an rogativas delante del milagroso icono de Smolensko.

A la caí da de la tarde, el cañ oneo empezó a calmarse. Alpatich salió del subterrá neo y paró se delante de la puerta. El cielo, tan claro antes, habí ase oscurecido con la humareda, a travé s de la cual la luna en cuarto creciente brillaba extrañ amente. Despué s del ruido terrible de los cañ ones, la cosa se calmó, y el silencio fue interrumpido solamente por el ruido de los pasos; los lamentos, los gritos y el chisporroteo de los incendios dominaban en la ciudad.

Los lamentos de la cocinera habí an cesado. Por dos lados se levantaban y desaparecí an las negras nubes de los incendios. Por las calles pasaban y corrí an soldados, no en formació n, sino como hormigas de un hormiguero revuelto, con diversos uniformes y con direcciones distintas. A la vista de Alpatich, uno entró corriendo en el patio de Ferapontov. Alpatich salió hacia la puerta del establo. Un regimiento que vení a muy deprisa llenaba toda la calle.

‑ La ciudad se rinde, ¡ marchaos, marchaos! ‑ le gritó un oficial al observarle. Dirigió se enseguida al soldado, gritá ndole:

‑ ¡ Ya te enseñ aré a correr por los patios!

Alpatich entró en la isba, llamó al cochero y le mandó marcharse. Todos los familiares de Ferapontov salieron detrá s de Alpatich y del cochero. Al ver el fuego y el humo de los incendios que se proyectaban en la noche, las mujeres, silenciosas hasta entonces, empezaron a gritar de pronto.

Como si les respondieran, se oyeron gritos y chillidos desde otras calles.

Alpatich y el cochero desengancharon con temblorosas manos las riendas de los caballos.

Cuando Alpatich salió del establo percibió en la abierta tienda de Ferapontov a una docena de soldados que hablando muy alto llenaban sacos y mochilas de harina, de salvado y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entró en la tienda; cuando vio a los soldados quiso gritar, pero pensá ndolo mejor y mesá ndose los cabellos, empezó a reí r, con risa llena de sollozos.

‑ Tomadlo todo, hijos mí os. ¡ Que los diablos no encuentren nada! ‑ gritó cogiendo un saco y echá ndolo a la calle.

Algunos soldados, espantados, huyeron corriendo; los demá s continuaron llenando los sacos.

Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a é l.

‑ Rusia ha acabado ‑ exclamó ‑. Alpatich, esto ha acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡ Todo ha terminado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban soldados, tantos, que Alpatich no podí a adelantar un paso y tení a que aguardar. La mujer de Ferapontov, sentada en compañ í a de sus hijos en una carreta, esperaba poder salir.



  

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