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NOVENA PARTE. DÉCIMA PARTE



I

Hacia finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentració n de fuerzas de la Europa occidental, y en 1812, estas fuerzas ‑ millones de hombres, incluyendo a aquellos que transportaban y avituallaban aquel ejé rcito ‑ avanzaron de Oeste a Este, en direcció n a las fronteras rusas, donde, todaví a desde 1811, se hallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, los ejé rcitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra fue una realidad.

 

Despué s de conversar con Pedro en Moscú, el prí ncipe André s marchó a San Petersburgo por asuntos particulares, segú n dijo a su familia, pero en realidad con la idea de encontrar al prí ncipe Anatolio Kuraguin, al que creí a necesario provocar. Llegado a San Petersburgo, averiguó que Kuraguin no se encontraba allí. Pedro habí a advertido a su cuñ ado que el prí ncipe André s le buscaba. Anatolio Kuraguin recibió inmediatamente orden del Ministerio de la Guerra y partió hacia el ejé rcito en Moldavia.

En San Petersburgo, el prí ncipe André s encontró a Kutuzov, su antiguo general, siempre bien dispuesto con é l, que le propuso llevá rselo consigo al ejé rcito de Moldavia, del que habí a sido nombrado generalí simo. El prí ncipe André s, despué s de recibir su nombramiento de oficial del Cuartel General, marchó a Turquí a.

El prí ncipe André s no encontraba muy fá cil escribir a Kuraguin para provocarlo sin dar un nuevo pretexto al desafí o. Pensaba que una provocació n por su parte comprometerí a a la condesa Rostov, y por eso trataba de hallar una cuestió n personal que fuera motivo suficiente para tener un duelo con Kuraguin. Pero en el ejé rcito turco no tuvo la fortuna de encontrar a Kuraguin, que a poco de la llegada del prí ncipe André s habí a vuelto a Rusia.

En un paí s nuevo y bajo nuevas condiciones de vida, el prí ncipe André s se encontró má s a gusto. Despué s de la traició n de su prometida, decepció n que má s le herí a cuanto má s ocultaba a todos el efecto que le habí a producido, las condiciones de vida en que antes se sentí a feliz se le hicieron penosas, resultá ndole mucho má s desagradable la libertad y la independencia con las cuales tan bien se encontraba hasta entonces. No solamente no mantení a aquellos pensamientos que habí an acudido a su mente por primera vez al mirar el campo de batalla de Austerlitz, pensamientos de los que le gustaba hablar con Pedro y que llenaron su soledad en Bogutcharovo y despué s en Suiza y en Roma, sino que incluso temí a recordarlos por cuanto le descubrí an un horizonte infinito y diá fano. Entre tanto, el interé s inmediato, sin lazos con el pasado, ocupaba su espí ritu, pero cuanto má s se uní a a este interé s concreto, má s las ideas antiguas se crecí an y afirmaban en é l. Aquella bó veda infinita que se alejaba del cielo por encima de é l, de momento parecí a transformarse en una bó veda baja y determinada que le ahogaba, bajo la cual todo era preciso, sin nada eterno ni misterioso.

De las funciones a que podí a dedicarse, el servicio militar era la má s sencilla y la má s conveniente. Como general agregado al Estado Mayor de Kutuzov, se ocupaba con perseverancia y celo de los asuntos, dejando admirado al generalí simo por la exactitud y fervor con que ejecutaba su trabajo. No encontrando a Kuraguin en Turquí a, el prí ncipe André s no creyó necesario correr detrá s de é l por toda Rusia; sabí a que un dí a a otro lo encontrarí a y que, a pesar del desprecio que por aquel hombre sentí a, a pesar de todas las razones que tení a para considerar indigno el rebajarse a luchar con é l, comprendí a que, si lo encontraba, no podrí a evitar provocarlo, del mismo modo que el hambriento no puede dejar de coger el trozo de pan que encuentra en su camino. La conciencia de no haber podido vengar aquella ofensa, de tener todaví a la rabia en el corazó n, envenenaba aquella calma ficticia que el prí ncipe André s conservaba en Turquí a, bajo la apariencia de una actividad ambiciosa y vana.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contra Napoleó n llegó a Bucarest ‑ donde Kutuzov pasó seis meses, dí a y noche, con su amante, una valaca ‑, el prí ncipe André s pidió al generalí simo que lo destinara al ejé rcito del Oeste. Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de la actividad de Bolkonski, ya que parecí a un reproche constante a su ociosidad, le dejó marchar de buena gana con una misió n para Barclay de Tolly.

 

II

A ú ltimos de junio llegó el prí ncipe André s al Cuartel General. Las tropas del primer cuerpo de ejé rcito, en el que se encontraba el Emperador, hallá banse dispersas por el campamento de Drissa. Las del segundo retrocedí an para unirse a las del primero, del que se decí a que habí an sido separadas por las fuerzas francesas.

Todos, en el ejé rcito ruso, estaban descontentos de la marcha de la guerra, pero nadie creí a en el peligro de invasió n de las provincias rusas, pues no podí an suponer que la guerra fuera llevada má s allá de las provincias de la Polonia occidental.

El prí ncipe André s se habí a reunido a Barclay de Tolly en la ribera del Drissa. Como no existí a ni un solo pueblo grande o una ciudad en los alrededores del campamento, los numerosos generales y cortesanos que seguí an al ejé rcito se hallaban instalados en las casas má s confortables de la comarca, en una zona de diez verstas a ambas orillas del rí o. Barclay de Tolly se encontraba a cuatro verstas del Emperador.

Recibió a Bolkonski frí amente, con sequedad, dicié ndole con su acento alemá n que hablarí a de é l con el Emperador y rogá ndole que, entre tanto, quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin, a quien el Prí ncipe esperaba encontrar en el ejé rcito, no estaba allí. Habí a ido a San Petersburgo.

 

Antes de empezar la campañ a, Nicolá s Rostov recibió una carta de sus parientes, explicá ndole brevemente la enfermedad de Natacha y su ruptura con el prí ncipe André s ‑ cuya causa atribuí an a una negativa de Natacha ‑, rogá ndole, ademá s, que presentara su dimisió n y volviera a casa.

Nicolá s, despué s de recibir aquella carta, ni siquiera intentó obtener una licencia o el retiro; se limitó a escribir a sus padres lamentando vivamente la enfermedad de Natacha y la ruptura de sus relaciones, añ adiendo que harí a cuanto estuviera en su mano para atender a sus deseos. Escribió particularmente a Sonia:

«Adorada amiga de mi alma:

»Nada, fuera del honor, podrí a retenerme aquí, pero ahora, antes de empezar las hostilidades, me considerarí a deshonrado no só lo con respecto a mis compañ eros, sino ante mis propios ojos, si prefiriera mi propia felicidad al deber y al amor de la patria. Sin embargo, é sta es la ú ltima separació n. Ten por cierto que, despué s de la guerra, si todaví a vivo y tú me quieres aú n, correré a tu lado para estrecharte para siempre contra mi pecho enamorado. »

En efecto, só lo el principio de la guerra retení a a Rostov, impidié ndole partir para casarse con Sonia, como se lo habí a prometido.

En otoñ o, en Otradnoie, con sus cacerí as; el invierno, con las fiestas navideñ as y el amor de Sonia, le mostraban la perspectiva del dulce bienestar de un gentilhombre y de una calma que antes no conocí a pero que le atraí a poderosamente.

«¡ Una dulce esposa, hijos, una traí lla de perros corredores, diez o doce parejas de galgos, los trabajos del campo, los vecinos y las funciones electivas! », he aquí lo que pensaba.

Pero ahora estaban en guerra y era necesario continuar en el regimiento, y aunque aquella perspectiva le atrajera, Nicolá s Rostov, por su cará cter, estaba satisfecho de la vida que llevaba y que sabí a hacerse agradable.

De vuelta de su permiso y recibido con gran alegrí a por sus compañ eros, Nicolá s fue destinado a la remonta, en la pequeñ a Rusia, de la que volví a con magní ficos caballos que le enorgullecí an y que le merecieron la felicitació n de sus jefes. Durante su ausencia habí a sido ascendido a capitá n, y cuando el regimiento, en pie de guerra, completó sus cuadros, recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadró n.

Habí a empezado la campañ a. Su regimiento fue enviado a Polonia, percibiendo doble sueldo. Llegaban nuevos oficiales, nuevos hombres y má s caballos, y la excitante y alegre impresió n que acompañ a el principio de la guerra se manifestaba por todas partes. Rostov, viendo su ventajosa situació n en el regimiento, se entregaba totalmente a los placeres y a los intereses de la vida militar, aunque sabí a que, má s tarde o má s temprano, tendrí a que dejarla.

Las tropas se alejaban de Vilna por diversas y complicadas causas de Estado, de polí tica y de tá ctica. Cada retroceso se traducí a, en el Estado Mayor, en un complicado juego de intereses, proyectos y pasiones. Para los hú sares del regimiento de Pavlogrado, aquella marcha en la mejor é poca del verano y con abundantes provisiones era lo má s sencillo y divertido. El fastidio, el nerviosismo, la crí tica, só lo tení a objeto en el Cuartel General, pero en el ejé rcito nadie se preguntaba có mo y por qué retrocedí an. Si lamentaban la marcha era só lo porque debí an dejar el alojamiento a que se habí an acostumbrado, o a alguna mujer bonita; y si a alguien se le ocurrí a que las cosas andaban mal, tal como corresponde a un militar valiente, el que habí a tenido aquella idea procuraba mostrarse alegre y no pensar má s en la marcha general de aquellas cuestiones.

Al principio, el tiempo transcurrí a muy divertido cerca de Vilna, donde todo se reducí a a entablar conocimiento con los propietarios polacos en las revistas del Emperador o de otros jefes importantes. Luego llegó la orden de retirarse de Sventziany y de destruir todas las provisiones que fuera imposible llevarse. Sventziany dejó memorable recuerdo en los hú sares, como «campamento de los borrachos», como llamaba todo el ejé rcito al alto efectuado cerca de aquella ciudad, porque allí hubo muchas quejas contra las tropas, que, aprovechando la orden de tomar las provisiones de casa de los campesinos, se llevaron caballos, coches y alfombras de los hacendados polacos. Rostov recordaba a Sventziany porque al entrar en este pueblo arrestó a un sargento y no pudo dominar a sus soldados borrachos por haber robado cinco barriles de cerveza vieja.

De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, y de Drissa se retiraron hasta alcanzar las fronteras rusas.

El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron su primera acció n.

El dí a 12, ví spera de la batalla, durante la noche estalló una fuerte tormenta con granizo. El verano de 1812 en general fue muy tempestuoso.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado vivaqueaban entre unos campos de cebada, pisoteados y destrozados por soldados y caballos. Lloví a torrencialmente. Rostov, con Ilin, un joven oficial al que protegí a, se hallaban sentados bajo un cobertizo rá pidamente construido. Un oficial de su regimiento, con grandes bigotes, que volví a del Estado Mayor y al que la lluvia habí a sorprendido a mitad del camino, acercá ndose a ellos, le dijo:

‑ Conde, vengo del Estado Mayor. ¿ Ha oí do usted hablar de la hazañ a de Raievsky? ‑ y seguidamente el oficial comenzó a contar los detalles de la batalla de Saltanovka como la relataban en el Estado Mayor.

Rostov, levantá ndose el cuello, que se le mojaba, fumaba en pipa y, sin prestar mucha atenció n a lo que oí a, miraba de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se sentaba a su lado. Era este oficial un muchacho de diecisé is añ os, lo que é l habí a sido para Denisov siete añ os antes. Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de é l igual que de una mujer.

El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski, contaba, emocionado, la hazañ a de Raievsky, que habí a realizado un acto digno de la antigü edad clá sica, pues la acció n de Saltanovka fue la de las Termó pilas rusas.

Zdrjinski contaba có mo Raievsky, acercá ndose con sus dos hijos al parapeto, se habí a lanzado al ataque con ellos. Rostov escuchaba el relato, pero no procuraba animar el entusiasmo de Zdrjinski, sino que, por el contrario, hací a el efecto de un hombre avergonzado por lo que se le explica, aunque no tuviera la má s pequeñ a intenció n de objetar nada. Rostov, despué s de las campañ as de Austerlitz y de 1807, sabí a por propia experiencia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente, como mentí a é l cuando las contaba; por otra parte, tení a bastante experiencia para saber que en la guerra no pasa nunca nada del modo que nos lo imaginamos y del modo que se cuenta. Por eso le disgustaba el relato de Zdrjinski y el propio Zdrjinski, que, con su bigote y siguiendo su costumbre, se acercaba mucho a su interlocutor, empujá ndole hacia el pequeñ o cobertizo. Rostov le miraba en silencio.

«Primeramente, sobre el parapeto, serí a tanta la confusió n que si Raievsky hubiera llevado consigo a sus dos hijos, excepto una docena de hombres de los que má s cerca de é l estaban, nadie hubiera podido darse cuenta ‑ pensaba Rostov‑. Los demá s no podí an ver cuá ndo ni con quié n saltaba Raievsky el parapeto. Incluso los que lo hubieran visto no se hubiesen sentido muy entusiasmados, pues ¿ qué interé s les despertarí an los tiernos y paternales sentimientos de Raievsky, preocupados como estarí an por salvar su propia piel? Ademá s, que del hecho de que se apoderaran o no del parapeto de Saltanovka no dependí a, como en las Termó pilas, la suerte de la patria. ¿ Por qué aquel sacrificio? ¿ Por qué mezclar a los hijos con la guerra? Yo no só lo no me llevarí a a Petia, sino que ni a Ilin, este muchacho tan bueno, al que procurarí a dejar en lugar seguro», continuaba pensando Rostov mientras oí a a Zdrjinski. Pero no expresaba sus pensamientos; su experiencia se lo vedaba, pues sabí a que aquel relato contribuí a a la gloria del ejé rcito y, por esta razó n, no podí a dudarse de é l.

‑ Yo no puedo ya má s ‑ dijo Ilin, que advirtió que la narració n de Zdrjinski enojaba a Rostov‑. Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado. Voy a buscar algú n sitio donde resguardarme, pues creo que la lluvia disminuye.

Ilin salió, partiendo tambié n Zdrjinski. Al cabo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta la nariz, entró en el cobertizo.

‑ ¡ Hurra! Corramos, Rostov. ¡ Ya lo he encontrado! A doscientos pasos de aquí hay una hosterí a; los nuestros está n allí todos. Nos secaremos. Ademá s, tambié n está Marí a Henrikovna.

Marí a Henrikovna era la esposa del mé dico del regimiento, una alegre alemana con la cual el doctor se habí a casado en Polonia. El doctor, sea por falta de recursos, sea porque en los primeros tiempos no querí a separarse de su mujer, hací a que le siguiera con el regimiento, siendo los celos del mé dico el tema habitual de distracció n para los oficiales de hú sares.

Rostov, echá ndose el capote a la espalda, mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la porterí a, y despué s, acompañ ado de Ilin, echó a andar por el barro, bajo la lluvia que disminuí a, y en la noche oscura, que el resplandor de los relá mpagos alumbraba a intervalos. De vez en cuando se decí an:

‑ ¿ Dó nde está s, Rostov?

‑ Aquí. ¡ Qué relá mpagos!, ¿ eh?

 

III

A las tres de la madrugada, cuando todaví a nadie habí a dormido, llegó un sargento con la orden de marchar hacia Ostrovna.

Sin dejar de hablar y reí r, los oficiales se vistieron rá pidamente. Prepararon de nuevo el samovar con agua sucia, pero Rostov, sin aguardar al té, marchó con su escuadró n. La lluvia habí a cesado y las nubes se dispersaban. Empezaba a salir el sol. Se sentí a la humedad y el frí o, particularmente al contacto de sus uniformes a medio secar.

Al salir del mesó n, Rostov e Ilin, a la indecisa luz del alba, dieron ambos una ojeada al interior del coche del doctor, que rezumaba agua por todas partes, y por debajo del toldo vieron las piernas del doctor y al fondo, sobre una almohada, una gorra de dormir femenina, mientras se oí a respirar pausadamente.

‑ Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad ‑ dijo Rostov a Ilin, que le seguí a.

‑ Una delicia ‑ replicó Ilin con la gravedad de sus diecisé is añ os.

Al cabo de una media hora, el escuadró n, correctamente formado, estaba en la carretera. Se oyó gritar al corriandante: «¡ A caballo! » Los soldados, santiguá ndose, cabalgaron detrá s de Rostov, que habí a dado la orden de marchar, en formació n de a cuatro, con ruido de herraduras sobre la tierra mojada, chirridos de sables y rumor de conversaciones en voz baja, sobre la ancha carretera, rodeada de á rboles, siguiendo los hú sares a la infanterí a y a la artillerí a, que marchaban delante.

Las nubes, de un azul violá ceo, volví anse de pú rpura bajo el sol, mientras la brisa las barrí a. Avanzaba el dí a. Ya se distinguí an limpiamente las hierbas, hú medas de la lluvia nocturna, que siempre orillan los caminos vecinales. Las ramas de los á rboles, todaví a muy mojadas, eran sacudidas por el viento, goteando de ellas agua limpia.

Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco. Rostov pasaba entre dos filas de á rboles con Ilin, que seguí a a su lado.

En campañ a se permití a la libertad de montar un caballo cosaco y no el de reglamento que correspondí a. Pero Rostov, conocedor y gran aficionado, se habí a procurado un magní fico caballo del Don, alto y de estampa, que no tení a rival. Para Rostov era un placer montar aquel caballo. Pensaba en el animal, en la madrugada, en la esposa del doctor, y ni una sola vez en el peligro que le aguardaba.

En otras ocasiones, cuando Rostov marchaba al ataque, sentí a miedo; ahora no sentí a nada parecido. No tení a miedo, no porque se hubiera acostumbrado al fuego ‑ nunca el hombre puede acostumbrarse al peligro ‑, sino porque sabí a dominar su alma. Habí ase acostumbrado a pensar en todo cuando iban al ataque, excepto en aquello que parecí a lo má s esencial: el peligro inminente. En sus primeros tiempos de servicio, a pesar de sus esfuerzos y de reprocharse continuamente su cobardí a, no podí a dominarse, pero ya habí a aprendido con los añ os. Ahora, marchando con Ilin entre los á rboles, cabalgaba con actitud tranquila y tan despreocupado como si fuera de paseo. De vez en cuando rompí a las ramas que le vení an a la mano; otras, tocaba con el pie a su caballo; tambié n otras ofrecí a, sin volverse, su pipa al hú sar que le seguí a, para que se la llenara. Todo para no mirar la cara de Ilin, que, nervioso, hablaba mucho. Conocí a por experiencia aquel estado de inquietud, de espera y de miedo de morir en que se encontraba Ilin, sabiendo, ademá s, que só lo el tiempo acabarí a curá ndole.

Cuando sobre el cielo puro apareció el sol, calmó se el viento, como si no quisiera turbar aquella mañ ana de verano despué s de la tempestad. Todaví a caí an gotas, pero muy escasamente, mientras todo se calmaba. El sol, ya sobre el horizonte, se escondió detrá s de una nube larga y estrecha; pocos minutos despué s, desgarrando aquella nube, apareció má s claro todaví a por encima de la masa oscura. Todo se aclaraba brillando por aquel resplandor al que, como si quisieran saludar, dispararon algunos cañ ones.

Rostov no habí a tenido tiempo de reflexionar ni tan só lo de calcular la distancia a que se encontrarí an aquellos cañ ones, cuando el ayudante de campo del conde Osterman Tolstoy llegó a galope de Vitebsk con la orden de ponerse al trote por la carretera.

El escuadró n pasó delante de la infanterí a y de la baterí a, que, apresurá ndose, bajaban de la colina, y, pasando a travé s de un pueblo que sus habitantes habí an abandonado, volvieron a encontrarse en la montañ a. Los caballos empezaron a cubrirse de sudor, y los hombres se hallaban ya muy excitados.

‑ ¡ Alto! ¡ En lí nea! ‑ ordenó el jefe que iba delante ‑. ¡ A la izquierda! ¡ Mar! ‑ Y los hú sares pasaron al flanco izquierdo de la posició n, situá ndose detrá s de los ulanos, que cubrí an la primera fila. A la derecha se encontraba una fuerte columna de infanterí a: era la reserva. Má s arriba, en la montañ a, se divisaban, en aquel aire tan puro y bajo la luz oblicua, como recortados en el horizonte, los cañ ones rusos. Del valle llegaba el rumor de los soldados rusos, que habí an empezado la lucha y alegremente tiroteaban al enemigo.

Estos sonidos, que Rostov no oí a, hací a ya mucho tiempo, animá ronle como si fuera la mú sica má s divertida. «Ta, ta, ta, ta... ». Se oí an muchos tiros, a veces simultá neamente; otras, espaciados. Despué s, otra vez quedaba todo en silencio, hasta que de nuevo empezaba el estallido de los cohetes, porque tal impresió n le producí a.

Los hú sares estuvieron casi una hora en el mismo lugar; entre tanto, comenzaba el cañ oneo. Pasó el conde Osterman, con su sé quito, por detrá s del escuadró n, y despué s de hablar con el jefe del regimiento siguieron hacia arriba, hacia la montañ a, donde se encontraban los cañ ones.

Cuando Osterman se hubo marchado dió se a los ulanos la orden de:

‑ ¡ En columna! ¡ Al ataque!

La infanterí a dejó paso a la caballerí a. Los ulanos, empuñ ando las picas vacilantes, bajaron al trote por la ladera, lanzá ndose contra la caballerí a francesa, que aparecí a por el flanco izquierdo.

Dió se orden a los hú sares, cuando los ulanos hubieron partido, de que ocuparan su lugar, cubriendo la baterí a. Mientras cumplí an las ó rdenes, silbaban las balas lejanas, sin llegar, empero, ninguna a la lí nea que cubrí an.

Aquel ruido, que Rostov no habí a oí do desde hací a tanto tiempo, le alegraba, excitá ndole má s que los cañ onazos. Sé levantaba sobre los estribos para examinar el campo de batalla, que desde la montañ a se descubrí a, participando con toda su alma en las evoluciones de los ulanos. Estas tropas se encontraban ya muy cerca de los dragones franceses. En medio del humo se produjo una gran confusió n. Al cabo de cinco minutos pudo verse a los ulanos galopando hacia sus bases de salida. Entre los ulanos, montados en caballos alazanes, y detrá s veí ase como una gran masa el uniforme azul de los dragones franceses, que montaban caballos grises.

 

IV

Rostov, con sus penetrantes ojos de cazador, fue uno de los primeros en darse cuenta de que los dragones franceses perseguí an a los ulanos. La formació n de é stos habí a sido rota y los dragones franceses, sus perseguidores, iban acercá ndose. Podí a verse a aquellos hombres que parecí an tan pequeñ os, al pie de la colina, có mo se atacaban los unos a los otros y có mo blandí an brazos y sables.

Rostov miraba lo que pasaba allá abajo como quien mira una cacerí a. Comprendí a que si en aquel momento se lanzaba sobre los dragones franceses, no le resistirí an, pero en caso de decidirse a hacer tal cosa debí a hacerla enseguida, pues de lo contrario serí a demasiado tarde. Miró a su alrededor; el capitá n encontrá base a dos pasos sin apartar tampoco los ojos de la caballerí a que allá abajo se divisaba.

‑ André s Sebastianitch ‑ dijo Rostov ‑, podrí amos aplastarlos.

‑ Serí a una buena hazañ a. ¿ Lo intentamos?

Rostov, sin terminar de oí rle, espoleó a su caballo, colocá ndose delante del escuadró n. No habí a dado la orden cuando todo el escuadró n, que experimentaba un sentimiento igual al suyo, se conmovió detrá s de é l. Rostov mismo ignoraba có mo y por qué hací a aquello. Obraba igual que en una cacerí a, sin reflexionar, sin calcular. Veí a que los dragones estaban cerca, que corrí an, que estaban desorganizados, y sabí a que resistirí an. Sabí a que aquel momento era ú nico, que no volverí a a presentarse y que debí a aprovecharlo. Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, su caballo piafaba con tal ardor, que no podí a contenerle. Aflojó las bridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempo el ruido que el escuadró n hací a al marchar al trote. Empezó a descender por el torrente hacia abajo. No habí an andado muchos pasos cuando, involuntariamente, el trote del regimiento se transformó en un galope qué crecí a a medida que se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses que les perseguí an.

Los dragones se encontraban muy cerca. Los que iban delante, en cuanto se dieron cuenta de la presencia de los hú sares, volvieron grupas. Los que se encontraban má s atrá s, detuvié ronse. Rostov, con el mismo espí ritu con que corrí a para cortar la retirada al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del Don y corrió a cortar el camino a los dragones franceses, que habí an perdido la formació n. Un ulano se detuvo. Un soldado de infanterí a se arrojó al suelo para no ser aplastado; un caballo sin jinete corrí a entre los hú sares. Casi todos los dragones franceses huí an. Rostov, luego de elegir uno que montaba un caballo azulado, empezó a perseguirlo. Chocó contra una raí z, el caballo saltó por encima del obstá culo y Nicolá s tuvo grandes dificultades para mantenerse en la silla; sin embargo, uninstante despué s, luchaba contra el enemigo que habí a elegido. Aquel francé s, probablemente un oficial a juzgar por el uniforme, galopaba tendido sobre su caballo, al que excitaba con el sable. Su caballo estuvo a punto de ser derribado por el de Rostov al chocar el pecho del de é ste contra la grupa del otro. Entonces Rostov, sin saber exactamente lo que hací a, tiró de su sable e hirió al francé s.

En aquel mismo instante, toda la animació n de Rostov desapareció de improviso. El oficial habí a caí do no tanto por el efecto del sablazo, que le dio de refiló n en el codo, como por el topetazo del caballo y del miedo sufrido. Rostov, mientras contení a a su caballo, buscaba con los ojos al enemigo que habí a herido. El oficial francé s saltaba con un pie en el estribo y el otro en el suelo y miraba con espanto a Rostov. De rostro pá lido, de pelo rubio, joven, con la barbilla de un niñ o, cubierto por completo de barro, no producí a la impresió n de un hombre de guerra en campo de batalla, sino la de un hombre completamente normal. Antes de que Rostov hubiera decidido lo que debí a hacer, el oficial gritó:

‑ ¡ Me rindo!

Y muy apurado trataba de sacar el pie del estribo, sin que lo consiguiera, mientras miraba a Rostov con sus azules y espantados ojos. Los hú sares ayudá ronle a librar su pie del estribo y le subieron de nuevo a la silla. Los hú sares se batí an en muchos lugares con los dragones; un herido, con la cara llena de sangre, no dejaba mover a su caballo. Otro, montado en la grupa del caballo de un hú sar, luchaba como una fiera, sin armas. Un tercero acomodá base en la silla ayudado por un hú sar.

La infanterí a francesa acudió disparando. Los hú sares se retiraron a toda prisa llevá ndose los prisioneros. Rostov siguió a todos con el corazó n encogido por un sentimiento desagradable. Algo vago, confuso, que no podí a explicarse, habí ase despertado en é l con la captura del oficial francé s y con el sablazo que le habí a propinado.

El conde Osterman Tolstoy se encontró con los hú sares que volví an. Llamó a Rostov, al que dio las gracias, dicié ndole que pondrí a en conocimiento del Emperador su acto de heroí smo y le propondrí a para la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por el conde Osterman, recordó que habí a efectuado aquel ataque sin ó rdenes de nadie y creyó que el jefe le mandaba llamar para decirle lo que hací a al caso; por ello las halagadoras palabras de Osterman y la promesa de una condecoració n deberí an haberle causado una mayor sorpresa. Pero, sin embargo, aquel sentimiento le turbaba interiormente. «¿ Qué es lo que me atormenta? ‑ se preguntaba al separarse del general ‑. ¿ Por qué pienso en Ilin? No, está bueno y sano. ¿ He hecho algo vergonzoso? Tampoco. » Algo parecido, sin embargo, a un remordimiento le atormentaba.

«Sí, sí, aquel oficial con cara de niñ o.... Me acuerdo de có mo mi brazo se me ha paralizado al levantarlo. »

Rostov vio a los prisioneros y los siguió para ver al francé s. Tení a un hoyuelo en la barbilla. Con su uniforme extranjero montaba el caballo de un hú sar, mientras miraba con ojos de espanto a su alrededor. Su herida no tení a importancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y con la mano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintió feliz a la vez que avergonzado. Todo aquel dí a y el siguiente, los amigos y los compañ eros de Rostov observaron que, sin estar enfadado, ni mucho menos malhumorado, seguí a callado, pensativo, silencioso, bebí a sin ganas, procurando quedarse solo, sin abandonar su talante preocupado.

Rostov pensaba continuamente en su acto de guerra, que, con gran extrañ eza por su parte, le valí a la cruz de San Jorge y la reputació n de valiente y en el que habí a algo que no podí a comprender en modo alguno. «Así, pues, ¿ son todaví a má s cobardes que nosotros? ¿ Hice aquello por la patria? ¿ Y qué culpa tiene el oficial de los ojos azules y cara de niñ o? ¡ Qué miedo tení a! ¡ Creyó que le iba a matar! ¿ Y por qué habí a de hacerlo? Mi mano temblaba, y me dan la cruz de San Jorge. No acabo de comprenderlo. »

Pero mientras Nicolá s planteá base estas preguntas, sin que pudiera darse cuenta de lo que le conmoví a tanto, la rueda de la fortuna giraba a su favor. Fue ascendido despué s de la acció n de Ostrovna, confiá ndosele un batalló n de hú sares, y siempre que se precisaba un oficial valiente para alguna misió n, se le requerí a a é l.

 

V

Todos los domingos, algunos amigos í ntimos comí an en casa de los Rostov. Pedro fue a su casa esperando encontrarlos solos. Pedro habí a engordado aquel añ o de tal modo que hubiera resultado horrible de no poseer aquella estatura, aquellos sus miembros tan fuertes y no llevar con tan gran facilidad su carga. Subió, sin embargo, la escalera resoplando y murmurando algo. El cochero ya no le preguntó si debí a aguardarlo; sabí a que su señ or estarí a hasta medianoche en casa de los Rostov.

Los criados se apresuraron a quitarle el abrigo y recoger su bastó n y su sombrero. Pedro, por costumbre de clubman, dejó el sombrero y el bastó n en la antesala. La primera persona que vio en casa de los Rostov fue a Natacha. Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, la habí a oí do hacer escalas al piano. Como sabí a que desde su enfermedad no cantaba, el sonido de su voz, aunque le produjo un sentimiento de extrañ eza, le alegró. Abrió la puerta despacio, viendo a Natacha, con su traje de color lila, que se paseaba por la habitació n cantando. Cuando abrió la puerta, Natacha estaba de espaldas, por cuyo motivo no le vio, pero al volverse, cuando descubrió la mirada curiosa de Pedro, enrojeció y se le acercó vivamente.

‑ Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mi voz ‑ dijo‑. Al fin y al cabo, no deja de ser un pasatiempo ‑ añ adió, como excusá ndose.

‑ Muy bien.

‑ ¡ Qué contenta estoy de que haya venido! ¡ Soy muy feliz hoy! ‑ advirtió, animada como hací a mucho tiempo no la veí a Pedro ‑. ¿ Sabe usted, Pedro? Nicolá s ha sido condecorado con la cruz de San Jorge. ¡ Me siento tan orgullosa por ello!

‑ Sí, yo fui quien les mandó la orden. Pero no quiero estorbarla‑ añ adió, mientras hací a acció n de pasar a la sala, pero Natacha le detuvo.

‑ Conde, ¿ cree que hago mal en cantar? ‑ dijo ruborizá ndose, aunque sin bajar los ojos, mientras le miraba interrogativamente.

‑ No... ¿ Por qué...? Al contrario... Pero ¿ por qué me lo pregunta?

‑ Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacer nada que pudiera molestarle ‑ respondió precipitadamente ‑. Tengo una gran confianza en usted. No sabe la importancia que tiene para mí; y todo lo que ha hecho por mí ‑ hablaba deprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojecí a oyé ndola ‑. En la misma orden que nos ha mandado usted he visto que é l, Bolkonski ‑ pronunció el nombre rá pidamente y a media voz ‑, está en Rusia y de nuevo en el servicio. ¿ Cree usted que me perdonará alguna vez? ¿ Me odiará? ¿ Qué le parece? ‑ dijo apresuradamente, tumultuosamente, por miedo a desfallecer.

‑ Me parece... que no tiene que perdonarle nada... Si yo fuera é l...

Por asociació n de ideas, Pedro se trasladó momentá neamente al dí a en que, para consolarla, habí ale dicho que si é l fuera el mejor hombre del mundo, y libre, pedirí a su mano de rodillas, y el mismo sentimiento de ternura y de amor le dominó, mientras sus labios iban a pronunciar las mismas palabras. Ella, empero, no le dio tiempo de hablar.

‑ Sí, usted, usted ‑ dijo Natacha, pronunciando las palabras con entusiasmo‑, usted es distinto: mejor, má s magná nimo y má s generoso que usted, no conozco hombre alguno, y no creo que pueda existir. Si entonces usted no hubiera aparecido, si ahora mismo no se encontrara aquí, no sé qué harí a, porque... ‑ Se le llenaron los ojos de lá grimas, se volvió y, acercando a sus ojos un fragmento de mú sica, afinó y otra vez empezó a pasear por la sala.

En aquel momento, Petia apareció corriendo en el saló n. Se habí a convertido en un mozarró n de quince añ os, muy fuerte y estirado, y, con los labios muy rojos, parecí ase extraordinariamente a Natacha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero ú ltimamente, con su compañ ero Obolenski, habí an decidido ser hú sares.

Petia habló de todo ello con su homó nimo. Le habí a pedido que se informara de si le aceptarí an en los hú sares. Pedro paseaba por el saló n sin oí r a Petia, que le tiraba de la manga para obligarle a prestar atenció n.

‑ ¿ Có mo está n mis asuntos, Pedro Kirilovitch? Dí gamelo. Usted es mi ú ltima esperanza ‑ dijo Petia.

‑ ¡ Ah, sí, la cuestió n de los hú sares! Ya me informaré, ya me informaré. Hoy mismo lo sabré todo.

‑ Querido amigo, ¿ ha conseguido usted el manifiesto? ‑ preguntó el Conde ‑. La Condesa ha ido a misa a la capilla de los Razumovski, donde ha oí do la nueva oració n, que dicen que está muy bien.

‑ Sí, sí, tengo el manifiesto ‑ respondió Pedro ‑. El Emperador llegará mañ ana; se reunirá una asamblea extraordinaria de la nobleza; dicen que se pedirá un alistamiento supernumerario. Le felicito por la cruz de Nicolá s.

‑ Gracias, Conde, que el Señ or sea alabado. ¿ Qué se dice en el ejé rcito?

‑ Los nuestros han retrocedido de nuevo; dicen que se encuentran sobre Smolensk.

‑ ¡ Dios mí o, Dios mí o! ‑ exclamó el Conde ‑. ¿ Tiene el manifiesto?

‑ ¿ El manifiesto? ¡ Ah, sí! ‑ Pedro empezó a buscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar con el papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besó la mano a la Condesa, que acababa de entrar en el saló n. Al mismo tiempo miró en torno suyo muy inquieto al ver que Natacha no aparecí a en el saló n, a pesar de no seguir cantando.

‑ ¡ Palabra que no sé dó nde lo he metido! ‑ dijo.

‑ Todo lo pierde ‑ explicó la Condesa.

Natacha entró con el rostro emocionado, dulce, y sentó se silenciosamente, mirando a Pedro. En cuanto ella apareció, aclaró se la fosca cara de Pedro. La miró muchas veces mientras seguí a buscando en sus bolsillos.

‑ Volveré a casa, pues debo habé rmelo dejado allí.

‑ No tendrá tiempo antes de comer.

‑ El cochero ha marchado ahora precisamente.

Sonia, que habí a salido a la antecá mara a ver si encontraba el papel, lo descubrió en el sombrero de Pedro, donde cuidadosamente lo habí a dejado. Pedro trató de leerlo.

‑ No, despué s de comer ‑ dijo el Conde, que parecí a prometerse un gran placer con aquella lectura.

En la comida, bebieron champañ a a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Se habló de los rumores que circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa Georgina; la salida de Metivier de Moscú; la detenció n de un viejo alemá n enviado a Rostopchin, que declaró que era un champignon ‑ esto lo explicaba el propio Rostopchin ‑ y al que se ordenó poner en libertad, mientras se decí a al pueblo que no era un champignon, sino simplemente un viejo alemá n.

‑ Sí, sí, se efectú an detenciones. Yo he advertido ya a la Condesa que no hable tanto en francé s; no es é ste el momento.

‑ ¡ Ah!, ¿ ya lo sabe? El prí ncipe Galitzin ha tomado un preceptor ruso. Ahora aprende ruso. Empieza a ser peligroso hablar francé s por las calles.

‑ Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia se verá usted obligado a montar a caballo ‑ dijo el viejo Conde dirigié ndose a Pedro.

Pedro habí a permanecido silencioso durante toda la comida.

Como no comprendí a lo que se le decí a, miró al Conde.

‑ ¡ Ah, sí, sí, la guerra...! ¡ Pero no, qué soldado harí a yo! ¡ Todo es muy extrañ o, muy extrañ o! Ni yo mismo lo entiendo, ni yo lo sé. No tengo ninguna afició n a la milicia, pero en los tiempos en que nos encontramos nadie puede asegurar nada.

Al terminar de comer, el Conde se instaló có modamente en su silló n y con rostro muy serio pidió a Sonia, que tení a la reputació n de ser una lectora consumada, que leyera el manifiesto.

‑ «A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo, con fuerzas considerables, ha entrado en Rusia. Quiere arruinar a nuestra bien amada patria» ‑ leí a Sonia con su vocecita. El Conde escuchaba con los ojos cerrados, y en muchos pasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha, rí gida en su silla, miraba alternativamente los rostros del Conde y de Pedro. É ste, que notaba sobre sí aquella mirada, procuraba no volverse. La Condesa, despué s de cada expresió n solemne del documento, inclinaba la cabeza con aire de disgusto y recriminació n. En todas aquellas palabras só lo veí a la Condesa una cosa: que los peligros que rodeaban a su hijo no llevaban camino de acabarse.

Despué s de haber leí do lo que se decí a sobre «los peligros que amenazaban a Rusia y las esperanzas que el Emperador tení a en Moscú, y particularmente en su nobleza», Sonia, con un temblor en la voz producido por la atenció n con que era escuchada, leyó las ú ltimas palabras: «Sin descanso permaneceremos en medio de nuestro pueblo, en esa capital o en otros lugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiar a todas nuestras milicias, igual que a las que hoy obstruyen el camino al enemigo que a las que mañ ana se formará n para combatirlo en cualquier lugar en que se le encuentre. Que la perdició n a la que ha soñ ado llevarnos se vuelva contra é l, para que Europa, libre de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia. »

‑ ¡ Muy bien, eso es! ‑ exclamó el Conde abriendo sus humedecidos ojos, e interrumpié ndose muchas veces por su asma, añ adió: Que el Emperador pronuncie una palabra y todo lo sacrificaremos sin conservar nada.

‑ ¡ Qué bello, papá! ‑ dijo Natacha mientras le abrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aquella inconsciente coqueterí a que se apoderaba de ella cuando se sentí a animada.

‑ ¿ Han observado ustedes ‑ notó Pedro ‑ que en el manifiesto se dice «por consejo general»?

‑ Bueno, ¿ qué importa, sea como fuere?

En aquel momento, Petia, del cual nadie hací a caso, se acercó a su padre y muy encendido, con voz entre grave y aguda y unas veces grave y otras aguda, le dijo:

‑ Padre, te pido a ti y a mamá tambié n que me dejé is entrar en el ejé rcito, porque no puedo má s...

La Condesa dirigió sus espantados ojos al cielo, golpeó se las manos y dirigié ndose a su marido exclamó:

‑ ¡ Vaya, te has lucido!

El Conde se repuso enseguida y replicó:

‑ Está bien, está bien. ¡ Otro que me sale soldado! Tonterí as, dé jate de historias; lo que has de hacer es estudiar.

‑ No son tonterí as, papá. Fedia Obolenski, que es má s joven que yo, ya está a punto de partir para el ejé rcito. Lo demá s es inú til, no puedo aprender nada mientras... ‑ Petia se detuvo y, encendido hasta las orejas pero valiente, prosiguió ‑: ¡ La patria está en peligro!

‑ Bueno, basta de idioteces...

‑ ¡ Pero si tú acabas de decir que lo darí as todo!

‑ Petia, cá llate ‑ exclamó el Conde mientras miraba a su mujer, que, pá lida, no apartaba los ojos de su hijo menor.

‑ Te digo, papá, que... Mira, Pedro Kirilovitch te dirá tambié n que...

‑ Vuelvo a decirte que son tonterí as. ¡ Acaba de salir del cascaró n y ya quiere ser soldado!

‑ Sí, quiero serlo.

El Conde cogió de nuevo el papel con la intenció n de releerlo, probablemente en su despacho, y salió del saló n.

‑ Pedro Kirilovitch, vamos a fumar...

Pedro se sentí a confundido e indeciso. Los ojos de Natacha, brillantes y animados como nunca ‑ sin duda le miraban con má s ternura que a los demá s ‑, le habí an puesto en aquella situació n a la que tan poco estaba acostumbrado.

‑ Perdó n, no puedo... He de marcharme a casa.

‑ ¡ Có mo a casa! Pasará la velada aquí... Cada dí a se vuelve usted má s raro, y la pequeñ a só lo está contenta cuando le tiene a usted delante ‑ dijo el Conde señ alando a Natacha.

‑ Es cierto, pero es que me habí a distraí do... He de volver a casa sin excusa... Unos asuntos... ‑ añ adió Pedro sin saber exactamente lo que decí a.

‑ Bueno, bueno, adió s, y hasta la vista ‑ repuso el Conde saliendo de la habitació n.

‑ ¿ Por qué se va usted? ¿ Por qué está tan nervioso? ¿ Por qué? ‑ preguntó Natacha a Pedro mirá ndole a la cara con aire provocativo.

«¡ Porque te quiero! », iba a decir. Pero no lo dijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos, mientras miraba al suelo.

‑ Porque para mí serí a má s conveniente no venir con tanta frecuencia..., porque... No, no puedo, tengo trabajo en casa.

‑ Pero ¿ por qué? ¡ Dí gamelo...! ‑ empezó Natacha.

Sin embargo, no continuó. Mirá ronse horrorizados. Intentaron sonreí r, pero no pudieron. La sonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Le besó la mano y, sin decir nada, salió.

Pedro resolvió, en su interior, no volver má s a casa de los Rostov.

 

DÉ CIMA PARTE



  

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