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NOVENA PARTE 5 страница



‑ Quisiera saber si ama usted... ‑ Pedro no sabí a có mo nombrar a Anatolio y se puso colorado pensá ndolo ‑. Si ama usted a aquel mal hombre.

‑ No le llame mal hombre ‑ exclamó Natacha ‑. No sé contestarle.

Se puso a llorar.

El sentimiento de compasió n, de ternura, de amor, se apoderó má s vivamente aú n de Pedro. Sentí a que las lá grimas empezaban a turbar sus lentes, y tení a la esperanza de que Natacha no lo notarí a.

‑ No hablemos má s de ello, pues ‑ dijo Pedro. Natacha sintió extrañ eza al oí r de pronto aquella voz dulce, tierna ‑. No hablemos má s de ello, se lo diré todo. Só lo le pido una cosa: considé reme como un amigo... y si le conviene que alguien la ayude, si necesita usted un consejo, si quiere simplemente abrir el corazó n a alguien, no ahora, sino cuando la luz se haya hecho en su interior, dí gamelo. ‑ Le tomó la mano y se la besó ‑. Me considerarí a tan feliz si pudiera... ‑ Pedro se calló, confuso.

‑ No me hable de esta manera porque no lo merezco ‑ exclamó Natacha. Querí a salir de la habitació n, pero Pedro la retuvo por la mano. Sabí a que aú n debí a decirle otras cosas, pero cuando las dijo é l mismo se admiró de sus palabras.

‑ ¡ Basta, basta! Para vos la vida aú n ha de empezar ‑ dijo é l.

‑ ¿ Para mí? No. Para mí todo está perdido ‑ replicó ella en tono avergonzado y humilde.

‑ ¡ Todo está perdido! ‑ repitió Pedro ‑. Si yo no fuese yo, sino el hombre má s apuesto, má s espiritual, el mejor del mundo, si fuese libre, ahora mismo, de rodillas, pedirí a su mano y su amor.

Natacha, por primera vez desde hací a muchos dí as, lloró de agradecimiento y de ternura y salió del saló n dirigiendo una larga mirada a Pedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la antecá mara reteniendo las lá grimas de emoció n y de felicidad que le ahogaban. Se entretuvo unos momentos buscando las mangas de la pelliza, que finalmente se pudo poner, y se instaló en el trineo.

‑ ¿ Adó nde? ‑ preguntó el cochero.

‑ ¿ Adó nde? ‑ repitió Pedro ‑. ¿ Adó nde podrí a ir ahora? ¿ Es hora de ir al cí rculo? ¿ De hacer visitas?

Todos los hombres le parecí an miserables, pobres en comparació n con aquel sentimiento de emoció n y de amor que experimentaba, en comparació n con aquella mirada dulcificada, reconocida, que ella le habí a dirigido por ú ltima vez a travé s de sus lá grimas.

‑ ¡ A casa! ‑ dijo, y a pesar de los diez grados bajo cero se desabrochó la pelliza de piel de oso y respiró gozosamente a pleno pulmó n.

Hací a un frí o claro. Por encima de las calles sucias, medio iluminadas, por encima de los tejados negros, se elevaba el cielo oscuro, estrellado. Al mirar aquel cielo era cuando Pedro sentí a má s intensamente la bajeza impresionante de las cosas terrenales, en comparació n con la elevació n en que se encontraba su alma. Al entrar en el palacio de Arbat, una gran extensió n de cielo estrellado, oscuro, se desplegaba ante sus ojos. Casi en el centro del cielo, encima del bulevar Pretchistenski, un cometa enorme, brillante, rodeado de estrellas, se distinguí a de todas ellas por su proximidad a la tierra, por su luz blanca y larga cola. Era el cometa de 1812, que, segú n se decí a, anunciaba todos los terrores del fin del mundo; mas para é l, aquella estrella clara, con su larga cabellera resplandeciente, no anunciaba nada terrible, sino muy al contrario. Con los ojos humedecidos de lá grimas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrella clara que con una rapidez vertiginosa recorrí a, en una lí nea parabó lica, un espacio incalculable y, como una flecha, agujereaba la atmó sfera en aquel lugar que habí a escogido en el cielo sombrí o, se detení a desmelená ndose la cabellera y lanzando rayos de luz blanca entre aquellos astros radiantes. Para é l, aquella estrella parecí a corresponder a lo que habí a en su alma animosa y enternecida, abierta a una vida nueva.

 

NOVENA PARTE



  

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