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NOVENA PARTE 4 страница



Y lloró con desesperació n, como se llora un dolor del cual uno se siente culpable.

Marí a Dmitrievna se puso a hablar, pero Natacha gritó:

‑ ¡ Marchaos! ¡ Marchaos! ¡ Me aborrecé is, me despreciá is!

Y otra vez se dejó caer sobre el divá n. Marí a Dmitrievna continuó un rato aú n consolando a Natacha y le dio a entender que querí a esconder todo aquello al Conde, asegurá ndole que nadie sabrí a nada si empezaba ella misma por olvidarlo y adoptaba ante la gente una actitud de no haber pasado nada.

Natacha no respondió. No, lloraba, pero tení a escalofrí os y temblaba de frí o. Marí a Dmitrievna le puso una almohada, dos mantas y le trajo una taza de tila, pero Natacha no respondió ni una palabra.

‑ Bien, que duerma ‑ dijo Marí a Dmitrievna saliendo del cuarto pensando que Natacha se habí a dormido.

Pero Natacha no dormí a: tení a los ojos abiertos, la cara pá lida y la mirada fija. No durmió en toda la noche, lloró y no contestó a Sonia, que se levantó muchas veces para ver lo que hací a.

Al dí a siguiente, a la hora de almorzar, el conde Ilia Andreievitch regresó de la hacienda de las cercaní as de Moscú. Estaba muy alegre. Se habí a entendido con el comprador, habí a terminado el trabajo de Moscú y no habí a de separarse ya de la Condesa, separació n que le poní a muy triste. Marí a Dmitrievna le recibió y le contó que Natacha se habí a puesto enferma, que habí a mandado por el mé dico y que ya estaba mejor.

Natacha estaba sentada ante la ventana con los labios apretados y los ojos secos e inmó viles; miraba ansiosa a los transeú ntes y se volví a febrilmente para ver quié n entraba en su cuarto. Evidentemente, aú n esperaba algo de é l; esperaba que se presentarí a é l mismo o que le escribirí a.

Cuando el Conde entró, Natacha se volvió, inquieta, al oí r pasos y su rostro adquirió una expresió n frí a y hostil. Se levantó y se dirigió a su padre.

‑ ¿ Pues qué tienes, hija mí a? ¿ No te encuentras bien? ‑ preguntó el Conde.

‑ Sí, estoy enferma ‑ replicó.

A las preguntas inquietas del Conde sobre el aspecto triste que le observaba, y sobre si habí a pasado algo con su prometido, ella le tranquilizó dicié ndole que no habí a pasado nada y le rogó que no se preocupase. Marí a Dmitrievna confirmó las palabras de Natacha.

El Conde, despué s de la enfermedad de su hija, enfermedad que é l creí a fingida, por la perturbació n que notaba y por las caras confusas de Sonia y Marí a Dmitrievna, comprendió claramente que habí a pasado alguna cosa en su ausencia. Pero le era tan penoso creer que habí a sucedido algo malo a su hija preferida, estimaba tanto la propia tranquilidad, que evitaba las preguntas y procuraba convencerse de que no habí a pasado nada de particular. Só lo le dolí a que a causa de aquella enfermedad tuviera que diferir su marcha.

 

XIII

Desde que su mujer habí a vuelto a Moscú, Pedro procuraba ausentarse a menudo para no encontrarse con ella.

Al cabo de poco tiempo de la llegada de los Rostov a Moscú, la impresió n que le causó Natacha le obligó a apresurar la realizació n de sus intenciones.

Cuando Pedro volvió a Moscú, le entregaron la carta de Maria Dmitrievna en la que le invitaba a ir a su casa por un asunto muy importante referente a André s Bolkonski y su prometida.

Pedro evitaba a Natacha porque sentí a por ella un sentimiento má s fuerte que el que ha de tener un hombre casado para la prometida de un amigo, pero el azar siempre los poní a en presencia uno de otro.

«¿ Qué ha pasado? ¿ Por qué me necesitan? ‑ pensaba vistié ndose para ir a casa de Marí a Dmitrievna ‑. ¡ Que el prí ncipe André s venga pronto y se case! », se decí a al ir a casa de la señ ora Akhrosimov.

En el bulevar Tverskaia alguien lo llamó.

‑ ¡ Pedro! ¿ Hace mucho que has llegado? ‑ le preguntó una voz conocida.

Pedro levantó la cabeza. Anatolio con su compañ ero Makarin, pasaba en un trineo tirado por dos caballos grises.

Anatolio iba sentado, muy tieso, en la posició n clá sica de los oficiales elegantes; el cuello y la parte baja del rostro los tení a envueltos por un cuello de piel e inclinaba un poco la cabeza. Tení a la cara colorada y fresca, llevaba la gorra con la pluma blanca ladeada y por debajo le salí an los rizos del pelo, untados y espolvoreados de nieve fina.

«¡ Ah, he aquí un sabio! Para é l só lo hay su placer. No le preocupa nada. Por eso siempre está alegre y satisfecho. ¿ Qué no darí a yo para ser como é l? », pensaba Pedro con envidia.

Al abrir la puerta del saló n, Pedro vio a Natacha que estaba sentada al pie de la ventana, el rostro alargado, pá lida y malhumorada.

Natacha se volvió frunciendo las cejas y, con una expresió n de frí a dignidad, salió de la estancia.

‑ ¿ Qué ha pasado? ‑ preguntó Pedro al entrar en la habitació n de Marí a Dmitrievna.

‑ ¡ Una cosa muy gorda! Hace cincuenta y ocho añ os que estoy en el mundo y nunca habí a visto una desvergü enza como é sta.

Y despué s de haber obtenido la palabra de honor de Pedro de que no dirí a nada de todo lo que iba a explicarle, Marí a Dmitrievna le contó que Natacha habí a devuelto su palabra a su prometido sin advertir a sus padres, que la causa de aquella negativa era Anatolio Kuraguin, con el cual le habí a puesto en relaciones la mujer de Pedro y con quien intentaba huir aprovechando la ausencia de su padre para casarse secretamente.

Al oí r esta explicació n, Pedro se encogió de hombros y abrió del todo la boca sin acabar de creer lo que oí a. La prometida del prí ncipe André s, amada tan apasionadamente, aquella Natacha Rostov tan bonita, cambiaba a Bolkonski por aquel imbé cil de Anatolio, que era casado ‑ Pedro conocí a su matrimonio secreto ‑, y estaba lo bastante enamorado de é l para consentir en una fuga. Todo ello era una cosa que Pedro no podí a comprender ni imaginar.

La impresió n encantadora de Natacha, a la que é l conocí a de pequeñ a, no se podí a mezclar en su alma con aquella nueva representació n de su bajeza, de su tonterí a y de su maldad. Pensó en su mujer. «Todas son iguales», se dijo, pensando que no era é l el ú nico hombre unido a una mala mujer. No obstante, compadecí a hasta verter lá grimas al prí ncipe André s, sufrí a por su orgullo; y como compadecí a a su amigo, con mayor desdé n y asco pensaba en aquella Natacha que hací a un momento pasara ante é l con aire de frí a dignidad.

No sabí a que el alma de Natacha estaba llena de desesperació n, de vergü enza, de humillació n, y que no era suya la culpa si su cara expresaba una dignidad tranquila y severa.

‑ Pero ¿ có mo se podí an casar? A é l le era imposible porque ya lo está ‑ contestó Pedro a las palabras de Marí a Dmitrievna.

‑ ¡ Pues no faltaba má s que eso! ‑ dijo Marí a Dmitrievna‑. ¡ En verdad que es un bravo mozo! Y ella hace dos dí as que lo espera; a lo menos, que acabe de perder las esperanzas. Hay que decí rselo todo.

Despué s de conocer por Pedro los detalles del casamiento de Anatolio, Marí a Dmitrievna, expresando con injurias la rabia que sentí a contra é l, explicó a Pedro por qué le habí a mandado buscar. Temí a que el Conde o Bolkonski, que podí a llegar de un momento a otro, y a los cuales tení a intenció n de ocultar todo lo ocurrido, desafiasen a Kuraguin; por ello le pedí a que obligara a su cuñ ado a alejarse de Moscú, con la prohibició n de volver nunca má s. Pedro prometió complacerla, hacié ndose cargo del peligro que habí a para el conde Nicolá s y el prí ncipe André s.

Despué s de haberle explicado brevemente esta petició n lo acompañ ó a la sala.

‑ Anda con cuidado, su padre no sabe nada. Haz como si tú tampoco supieses nada ‑ le dijo ‑. Yo iré a decirle que no hay ninguna esperanza. Tú qué date a comer, si quieres ‑ dijo Marí a Dmitrievna.

Pedro se encaró con el anciano Conde. El buen hombre estaba avergonzado y descompuesto: aquella mañ ana Natacha le habí a comunicado la ruptura con Bolkonski.

¡ Qué desgracia, qué desgracia, querido! - dijo a Pedro- La ausencia de la madre es una desgracia para esas chicas. Siento haber venido, se lo digo con franqueza. ¿ Se lo habrí a imaginado nunca? Se deshace del novio sin decir nada a nadie. Ciertamente, a mí no me habí a gustado nunca este casamiento; es un buen muchacho, pero contra la voluntad del padre es muy difí cil que haya nunca tranquilidad. Por otro lado, a Natacha no le faltará marido. Pero eso ha durado demasiado tiempo. ¿ Có mo es posible hacer una cosa así sin consultar con el padre y con la madre? Ahora está enferma y Dios sabe lo que tiene. Las hijas, sin la madre, son mala cosa, cré ame.

Pedro, viendo al Conde tan acongojado, procuraba cambiar de conversació n, pero é l siempre volví a al mismo tema.

Sonia entró en el saló n con las facciones descompuestas. ‑ Natacha no está nada bien. Está en su cuarto y quisiera hablaros. Marí a Dmitrievna está con ella y tambié n os ruega que vayá is.

‑ Es usted amigo de Bolkonski y seguramente le quiere pedir algo ‑ dijo el Conde ‑. ¡ Ah, Dios mí o, Dios mí o! ¡ Tan bien como iba todo!

Y pasando la mano por sus cabellos grises, el Conde salió de la casa.

Marí a Dmitrievna habí a dicho a Natacha que Anatolio era casado. Natacha no lo querí a creer y exigí a que Pedro se lo confirmase.

Sonia contó a Pedro todo aquello mientras lo acompañ aba por el corredor hasta el cuarto de Natacha.

Natacha, pá lida, severa, estaba sentada al lado de Marí a Dmitrievna; recibió a Pedro con una mirada febril e interrogadora. No sonrió ni hizo ningú n movimiento con la cabeza. Le miraba fijamente y su mirada só lo le preguntaba una cosa: é l, Pedro, ¿ era amigo o enemigo de Anatolio como los demá s? Evidentemente, Pedro, por sí mismo, no existí a para ella.

‑ É l lo sabe todo ‑ dijo Marí a Dmitrievna, señ alando a Pedro y dirigié ndose a Natacha ‑: que te diga si he dicho la verdad o no.

La mirada de Natacha, como la de un animal herido que mira a los perros y a los cazadores, iba del uno al otro.

‑ Natalia Ilinitchna ‑ pronunció Pedro bajando los ojos movido de piedad por ella y de repugnancia por lo que habí a hecho ‑, os ha de ser indiferente que sea verdad o no, porque...

‑ Así, pues, ¿ no es cierto que sea casado?

‑ Sí, es cierto.

‑ ¿ Y hace mucho tiempo que es casado? ¿ Palabra de honor?

Pedro le dio su palabra de honor.

‑ ¿ Y aú n está aquí? ‑ preguntó Natacha rá pidamente.

‑ Sí, hace un momento lo he visto.

Evidentemente, no tení a fuerzas para hablar má s e hizo señ a de que la dejaran sola.

 

XIV

Pedro no se quedó a comer. Despué s de aquella conversació n salió de la estancia y se marchó. Corrió por la ciudad en busca de Anatolio Kuraguin. Pensando en é l, la sangre le afluí a al corazó n y casi no podí a respirar. No estaba en las peñ as, ni entre los cí ngaros, ni en casa de Komoneno. Pedro fue al club. Allí todo marchaba como siempre. Los hué spedes llegados a comer estaban sentados formando grupos; saludaron a Pedro y hablaron de las noticias de la ciudad. El criado, al saludarlo, le advirtió (conocedor de sus amistades y de sus costumbres) que tení a un sitio reservado en un saloncito, que el prí ncipe N. estaba en la biblioteca, que T. no habí a llegado aú n.

Uno de los amigos de Pedro le preguntó, entre otras cosas, si no habí a oí do decir nada respecto al rapto de la señ orita Rostov por Kuraguin, del cual se hablaba en la ciudad y se daba por cierto.

Pedro respondió, sonriendo, que era una broma, ya que hací a un momento é l mismo habí a estado en casa de los Rostov. Preguntó a todos si habí an visto a Anatolio. Un señ or le dijo que aú n no habí a llegado; otro añ adió que debí a venir a comer. A Pedro le pareció extrañ o mirar a aquella gente tranquila e indiferente; aquella gente no sabí a nada de lo que pasaba en su alma. Se paseaba por la sala, esperando que todos llegasen, y sin haber visto a Anatolio y sin comer se volvió a su casa.

Anatolio habí a comido aquel dí a en casa de Dolokhov, con quien discutí a la manera de reparar el golpe fallido. Le parecí a necesario ver a la señ orita Rostov. Por la noche fue a casa de su hermana para hablarle de la manera de preparar una entrevista. Cuando Pedro, que habí a recorrido sin resultado todo Moscú, entró en casa, el criado le anunció que el prí ncipe Anatolio estaba con la Condesa.

El saló n de la Condesa estaba lleno de invitados. Pedro, sin saludar a su mujer, a la que no habí a visto desde su llegada (en aquel momento la aborrecí a má s que nunca), entró en el saló n, vio a Anatolio y se dirigió a é l.

‑ ¡ Ah, Pedro! ‑ dijo la Condesa acercá ndose a su marido ‑. ¿ No sabes lo que le pasa a Anatolio...? ‑ se detuvo al observar la cabeza baja de su marido, sus ojos brillantes, su aspecto resuelto, aquella expresió n terrible de furor y de fuerza que ella conocí a y que habí a experimentado personalmente despué s de su desafí o con Dolokhov.

‑ Donde tú está s está siempre el libertinaje y la maldad ‑ dijo Pedro a su mujer ‑. Anatolio, ven; tengo que hablarte ‑ le dijo en francé s.

Anatolio miró a su hermana, se levantó dó cilmente y siguió a Pedro. É ste le tomó por el brazo con energí a y salieron de la sala.

‑ Si en mi saló n lo permites... ‑ dijo Elena en voz baja.

Mas Pedro, sin contestar, salió de la sala.

Anatolio le seguí a con el aire altivo de costumbre, pero en su rostro‑ era fá cil leer la inquietud. Así que estuvieron en su despacho, Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sin mirarlo.

‑ ¿ Has prometido a la condesa Rostov que te casarí as con ella y la has intentado raptar?

‑ Querido ‑ replicó Anatolio en francé s; toda la conversació n la sostuvieron en este idioma ‑, no me creo obligado, a responder a ninguna pregunta hecha en ese tono.

El rostro. de Pedro, ya completamente pá lido, se desfiguró de furor. Con su ancha mano agarró a Anatolio por el cuello del uniforme y lo zarandeó de un lado a otro hasta que la cara de Anatolio adquirió una expresió n de dolor y de espanto.

‑ He dicho que tení amos que hablar.

‑ ¡ Bueno, pero eso es una tonterí a! ‑ dijo Anatolio sintiendo que el botó n del cuello saltaba junto con el pañ o.

‑ ¡ Eres un cobarde, un miserable crapuloso! ¡ Y no sé por qué no te aplasto la cabeza aquí mismo! ‑ dijo Pedro, que hablaba tan artificiosamente porque lo hací a en francé s.

Tomó un pesado pisapapeles de encima de la mesa y lo blandió con aire amenazador, y enseguida, rá pidamente, lo volvió a su sitio.

‑ ¿ Le habí as prometido que os casarí ais?

‑ Yo..., yo... no he pensado..., y no puedo habé rselo prometido porque...

Pedro le interrumpió:

‑ ¿ Tienes sus cartas? ¿ Las cartas de ella? ‑ repitió Pedro acercá ndose a Anatolio.

Pedro le miró, y enseguida Anatolio metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Pedro cogió la carta que le alargó y, apartando la mesa, que le estorbaba, se dejó caer sobre el divá n.

‑ No seré violento, no temas ‑ dijo Pedro en respuesta a un movimiento de temor de Anatolio ‑. La carta... ‑ dijo Pedro como si repitiese una lecció n ‑. En segundo lugar ‑ continuó despué s de un momento de silencio, levantá ndose y paseando de un lado a otro ‑, mañ ana mismo te marchará s de Moscú.

‑ Pero ¿ có mo quieres...?

‑ Tercero ‑ continuó Pedro sin escucharlo ‑, no dirá s jamá s ni una palabra de lo que ha pasado entre tú y la Condesa. Ya sé que no puedo privarte de hablar, pero si aú n te queda un resto de conciencia...

Pedro dio unas cuantas vueltas en silencio por la habitació n. Anatolio, sentado a la mesa, arrugaba las cejas y se mordí a los labios.

‑ Tú no puedes comprender que al lado de tus placeres está la felicidad y la tranquilidad de otras personas, a las que destruyes la vida simplemente porque te quieres divertir. Divié rtete con mujeres como la mí a, con é stas está s en tu derecho, sabes bien lo que buscan. Está n armadas contra ti con la misma experiencia del libertinaje, pero prometer casarse con una niñ a..., engañ arla..., quererla raptar. ¿ No ves que eso es una cobardí a tan grande como la de pegar a un viejo o a un niñ o?

Pedro calló y miró a Anatolio ya sin ira pero interrogativamente.

‑ No lo sé ‑ replicó Anatolio, que recobraba la audacia a medida que Pedro se dominaba ‑. No lo sé, ni quiero saberlo ‑ dijo sin mirar a Pedro y con un ligero temblor de la barba ‑. Pero me has dicho tales palabras... que yo, como hombre de honor, no puedo permitir a nadie...

Pedro, extrañ ado, le miraba sin comprender qué querí a.

‑ Aunque estamos solos, no puedo... ‑ continuó Anatolio.

‑ ¿ Qué? ¿ Quieres una satisfacció n? ‑ replicó Pedro en tono de burla.

‑ Por lo menos puedes retirar las palabras que has dicho, ¿ eh...?, si quieres que acepte tus condiciones, ¿ eh?

‑ Retiradas, retiradas... ‑ dijo Pedro ‑. Perdó name. Y te daré dinero para el viaje si es preciso.

Anatolio no pudo menos que echarse a reí r.

Aquella risa, tí mida y temerosa, que conocí a por su mujer, exasperó a Pedro.

‑ ¡ Raza de cobardes y de gente sin corazó n! ‑ exclamó saliendo de la estancia.

Al dí a siguiente, Anatolio marchaba a San Petersburgo.

 

XV

Pedro fue a casa de Marí a Dmitrievna para comunicarle que su deseo estaba cumplido: Kuraguin habí a salido de Moscú. Toda la casa estaba amedrentada y emocionada. Natacha habí a empeorado y Marí a Dmitrievna le confió en secreto que aquella noche, cuando vio claro que Anatolio era casado, habí a intentado envenenarse con arsé nico, que se habí a proporcionado a escondidas. Cuando se hubo tragado una pequeñ a cantidad se asustó tanto que llamó a Sonia y le explicó lo que acababa de hacer. Habí a sido posible administrarle a tiempo el contraveneno, y ahora ya estaba fuera de peligro. No obstante, se encontraba tan decaí da que no era posible pensar en su traslado, y habí an enviado a buscar a su madre. Pedro vio al Conde descompuesto y a Sonia deshecha en lá grimas, pero no pudo ver a Natacha.

Pedro, aquel dí a, comió en el cí rculo. Por todos lados oí a conversaciones sobre la tentativa de rapto de la señ orita Rostov, y las desmentí a todas, afirmando obstinadamente que no habí a nada de todo aquello, que su cuñ ado habí a hecho pedir a la señ orita Rostov, que habí a sido rechazado y que no habí a nada má s. Pedro creí a que tení a obligació n de ocultar aquel hecho y de restablecer la reputació n de la señ orita Rostov.

Esperaba con miedo la llegada del prí ncipe André s y cada dí a iba a buscar noticias a casa del anciano Prí ncipe.

El prí ncipe Nicolá s Andreievitch sabí a por la señ orita Bourienne todos los rumores que corrí an por la ciudad y en la habitació n de la princesa Marí a habí a leí do la carta en que Natacha devolví a la palabra a su prometido. Estaba má s alegre que de costumbre y esperaba a su hijo con gran impaciencia.

Al cabo de unos cuantos dí as de la marcha de Anatolio, Pedro recibió una noticia del prí ncipe André s anunciá ndole su llegada y rogá ndole pasara por su casa.

Tan pronto como llegó a Moscú, el prí ncipe André s habí a recibido por su padre la carta de Natacha a la princesa Marí a en la cual retiraba su promesa ‑ la señ orita Bourienne habí a robado la carta de la habitació n de la princesa Marí a y la habí a entregado al viejo ‑, y escuchó de su padre la narració n del rapto de Natacha, con los comentarios siguientes.

Pedro fue a su casa a la mañ ana siguiente.

El prí ncipe André s cogió a Pedro del brazo y se lo llevó al cuarto que tení a preparado para é l: habí a allí una cama, una maleta y dos cofres abiertos. El prí ncipe André s se acercó a uno y tomó una cajita. De ella sacó un rollo envuelto en papel. Hací a todo esto en silencio y muy deprisa. Se levantó, tosió. Tení a la cara hosca y los labios apretados.

‑ Perdó name si te pido un favor...

Pedro comprendió que el prí ncipe André s querí a hablarle de Natacha, y su ancho rostro expresó el sentimiento y la compasió n. Esta expresió n de la cara de Pedro molestó al prí ncipe André s. Con voz sonora, resuelta y desagradable continuó:

‑ He recibido la negativa de la condesa Rostov. Los rumores que han llegado hasta mí de que tu cuñ ado ha pretendido su mano o una cosa por el estilo ¿ son exactos?

‑ Lo son y no lo son ‑ empezó Pedro; pero el prí ncipe André s le interrumpió:

‑ Aquí hay sus cartas y su retrato ‑ tomó el pliego de papeles de encima de la mesa y lo dio a Pedro ‑. Devué lveselo a la Condesa si la ves.

‑ Está muy enferma ‑ dijo Pedro.

‑ ¡ Ah! ¿ Aú n está aquí? ¿ Y el prí ncipe Kuraguin? ‑ preguntó rá pidamente el prí ncipe André s.

‑ Hace dí as que está fuera. Ella está muy enferma.

‑ Te aseguro que lo siento.

Sonrió frí amente, de una manera hostil y desagradable, tal como acostumbraba hacerlo su padre.

‑ ¡ Así, pues, el señ or Kuraguin no se ha dignado ofrecer su mano a la condesa Rostov! ‑ dijo André s atragantá ndose muchas veces.

‑ Ciertamente, no podí a casarse con ella porque ya lo está ‑ respondió Pedro.

El prí ncipe André s, con su cara desdeñ osa y hostil, recordaba otra vez a su padre.

‑ ¿ Y dó nde está ahora tu cuñ ado? ¿ Puedo saberlo?

‑ En San Petersburgo..., y, si quieres que te diga la verdad, no lo sé de cierto.

‑ Lo mismo me da. Di a la condesa Rostov que era y continú a siendo completamente libre y que le deseo toda la felicidad posible.

 

XVI

Aquella misma noche, Pedro fue a casa de los Rostov a cumplir su cometido. Natacha estaba en la cama, el Conde en el cí rculo. Pedro entregó las cartas a Sonia, despué s entró a ver a Marí a Dmitrievna, que deseaba saber có mo habí a recibido la noticia el prí ncipe André s. A los diez minutos, Sonia entraba en la habitació n de Marí a Dmitrievna.

‑ Natacha quiere ver de todas maneras al conde Pedro Kirilovitch ‑ dijo.

‑ Pero ¿ có mo es posible que entre? ¡ Todo lo tenemos de cualquier modo! ‑ respondió Marí a Dmitrievna.

‑ Dice que se vestirá e irá al saló n ‑ dijo Sonia.

Marí a Dmitrievna se limitó a encogerse de hombros.

‑ A ver, ¿ cuá ndo vendrá? Cree que me da mucha guerra. Anda con cuidado, no se lo digas todo ‑ recomendó a Pedro ‑, porque yo no tengo ni aliento para reñ irla al verla tan desgraciada.

Natacha, de negro, pá lida, severa ‑ pero no avergonzada, como esperaba Pedro ‑, estaba en medio del saló n. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha palideció; visiblemente estaba indecisa: ¿ avanzarí a hacia Pedro o le esperarí a?

Pedro se acercó a ella rá pidamente. Creí a que ella le alargarí a la mano, como siempre, pero Natacha se acercó mucho a é l, respiró con fuerza y dejó caer los brazos como hací a cuando se poní a en el centro de la sala para cantar, pero con una expresió n totalmente distinta.

‑ Pedro Kirilovitch ‑ empezó rá pidamente ‑, el prí ncipe Bolkonski era amigo de usted y aú n lo es ‑ añ adió (le parecí a que todo habí a pasado y que ahora era todo diferente) ‑, y me dijo que en toda ocasió n podí a acudir a usted.

Pedro, silencioso, respiraba profundamente mientras la miraba. Hasta aquel momento la condenaba y procuraba despreciarla, pero ahora la compadecí a de tal manera que en su alma no habí a lugar, para la menor recriminació n. .

‑ Aligra está aquí. Dí gale... que me per..., que me perdone.

Se detuvo y empezó a respirar má s regularmente, pero sin llorar.

‑ Bueno..., se lo diré... ‑ empezó Pedro; pero no sabí a qué añ adir.

Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos que podí an ocurrí rsele a Pedro.

‑ No. Sé muy bien que todo ha terminado ‑ dijo ella rá pidamente‑. No; eso no puede volver jamá s. La ú nica cosa que me tortura es el dañ o que le he hecho. Decidle solamente que le pido que me perdone de todo...

Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en una silla.

La compasió n invadió totalmente el alma de Pedro.

‑ Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber una cosa...

«¿ Qué? », preguntó Natacha con la mirada.



  

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