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NOVENA PARTE 3 страница



‑ Señ orita ‑ dijo la camarera, que entró en el cuarto con aire misterioso ‑: un hombre me ha encargado que le diera esto ‑ y le alargó una carta ‑. ¡ Por amor de Dios, Condesa...! ‑ continuó, mientras Natacha, con un movimiento involuntario, abrí a el sobre y leí a una carta de amor de Anatolio, de la que no comprendí a nada aparte de que era de é l, del hombre que amaba. Sí, lo amaba, pues, de no ser así, ¿ habrí a podido pasar todo lo que habí a pasado? Aquella carta amorosa suya, ¿ podrí a encontrarse en sus manos?

Natacha tení a entre sus manos temblorosas aquella carta apasionada que Dolokhov habí a escrito para Anatolio y leyé ndola encontraba el eco de todo lo que creí a sentir.

La carta empezaba con estas palabras:

«¡ Desde ayer mi destino está decidido! Ser amado por usted o morir, no tengo otra salida. » A continuació n escribí a que sus padres no le daban el consentimiento debido a ciertas causas misteriosas que só lo podí a explicar a ella misma, pero que si ella le amaba, si pronunciaba una palabra, ninguna fuerza humana podrí a impedir su felicidad: el amor lo vencerí a todo. La raptarí a y se la llevarí a al otro extremo del mundo.

«¡ Sí, sí, le quiero! », pensaba Natacha volviendo a leer una y otra vez aquella carta y buscando en cada palabra un sentido particular, profundo.

Aquella noche, Marí a Dmitrievna fue a casa de los Arkharov y propuso a las niñ as que la acompañ aran. Natacha pretextó una jaqueca y se quedó en casa.

 

IX

A la vuelta, ya al anochecer, Sonia entró en el cuarto de Natacha y, con gran sorpresa suya, encontró que se habí a dormido vestida en el divá n. La carta de Anatolio, abierta, estaba cerca de ella encima de la mesita. Sonia la tomó y la leyó.

Leí a y miraba a Natacha dormida, buscando en sus facciones la explicació n de lo que leí a, y no sabí a encontrarla. La cara de Natacha era tranquila, dulce, feliz. Con la mano en el pecho, para no ahogarse, Sonia, pá lida, temblorosa de miedo y de emoció n, se sentó en una silla y se deshizo en lá grimas.

«¿ Có mo no he visto nada? ¿ Có mo es posible que haya llegado tan lejos? Ya no quiere al prí ncipe André s. ¿ Có mo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es un falso, un perverso, esto está bien claro. ¿ Qué dirá Nicolá s, é l que es tan bueno, cuando lo sepa? He aquí lo que significaba aquel rostro trasmudado, resuelto y nada natural de ayer y anteayer. Pero ¡ no puede ser que le quiera! Probablemente ha abierto esta carta sin saber qué era. Debe estar muy ofendida. ¡ Es imposible que haga tal cosa! », pensaba Sonia.

Se secó las lá grimas, se acercó a Natacha y otra vez le miró atentamente la cara.

‑ ¡ Natacha! ‑ dijo muy bajito.

Natacha despertó y se dio cuenta de la presencia de Sonia.

‑ ¡ Ah! ¿ Ya habé is vuelto?

Y, con la decisió n y la ternura propias del momento de despertar, abrazó a su amiga. Pero al ver la confusió n de Sonia, su cara expresó enseguida el disgusto y la desconfianza.

‑ Sonia, ¿ has leí do la carta? ‑ dijo.

‑ Sí ‑ repuso dulcemente Sonia.

Natacha sonrió triunfalmente.

‑ No, Sonia. No puedo ocultá rtelo má s. Ya lo sabes, nos queremos, Sonia; me ha escrito, Sonia...

Sonia, como si no quisiera creer lo que oí a, miró a Natacha con los ojos muy abiertos.

‑ ¿ Y Bolkonski? ‑ le dijo.

‑ ¡ Ah, Sonia! ¡ Ah! ¡ Si pudieras comprender lo feliz que soy! Tú no sabes lo que es amor.

‑ Pero, Natacha, ¿ lo otro ya ha pasado del todo?

Natacha, con los ojos muy abiertos, miraba a Sonia como si no comprendiese lo que le preguntaba.

‑ ¿ Qué? ¿ Dejar, pues, al prí ncipe André s? ‑ dijo Sonia.

‑ ¡ Ah! ¿ No lo comprendes? No digas tonterí as. Escucha ‑ dijo Natacha con despecho.

‑ No, no lo puedo creer ‑ repitió Sonia ‑; no comprendo có mo has podido querer a un hombre un añ o entero y de pronto... Pero si só lo lo has visto tres veces. No te creo; bromeas. En tres dí as has podido olvidar y...

‑ ¡ Tres dí as! ¡ Si me parece que hace cien añ os que le quiero! Me parece que no he estado enamorada nunca de nadie má s que de é l. Tú no lo puedes comprender, Sonia. ‑ Natacha la abrazó ‑. Me habí an dicho que estas cosas pasan; quizá tú tambié n lo has oí do decir, pero hasta ahora no he sentido el amor. Esto no es como aquello de antes. En seguida que le vi presentí que harí a lo que quisiera de mí, que era su esclava y que lo tení a que amar por fuerza. ¡ Sí, esclava! Haré todo lo que é l me mande. Tú no me comprendes. ¿ Qué he de hacer, Sonia? ‑ dijo Natacha con rostro alegre y a la vez desesperado.

‑ Pero piensa lo que haces; yo no puedo dejarte así. ¡ Cartas misteriosas! ¿ Có mo lo has podido consentir? ‑ pronunció con un asco, con un horror que no acertaba a disimular.

‑ Te digo que no tengo voluntad. ¿ No quieres entenderlo? ¡ Le quiero!

‑ ¡ Ah, no permitiré yo eso! Voy a decirlo ahora mismo ‑ exclamó Sonia con las lá grimas deslizá ndose por sus mejillas.

‑ ¿ Qué dices? Si lo cuentas es querer perderme, quieres que nos separen...

Ante este temor de Natacha, Sonia lloró de vergü enza y de compasió n por su amiga.

‑ ¿ Qué ha habido entre los dos? ‑ le preguntó ‑ ¿ Qué te ha dicho? ¿ Por qué no viene a hablar con los de casa?

Natacha no respondió nada.

‑ Por Dios, Sonia, no lo digas a nadie, no me hagas sufrir. Piensa que nadie se puede meter en nuestros asuntos. Yo te he confesado...

‑ Pero ¿ por qué todo este misterio? ¿ Por qué no viene a casa? ¿ Por qué no te pide? El prí ncipe André s ¿ te ha dejado en libertad...? Pero no lo puedo creer, Natacha. ¿ Has pensado cuá les pueden ser las «causas misteriosas»?

Natacha miró a Sonia con ojos interrogadores. Evidentemente, esta pregunta se le ocurrí a por primera vez y no sabí a qué responder.

‑ ¿ Qué causas? No lo sé, pero bien debe haberlas.

Sonia suspiró y bajó la cabeza con desconfianza.

‑ Si las hubiere... ‑ dijo Sonia.

Pero Natacha, ante aquella duda, la interrumpió horrorizada.

‑ Sonia, no se puede dudar de é l, no se puede dudar.

‑ ¿ É l te quiere?

‑ ¿ Si me quiere? ‑ repitió Natacha con una sonrisa de compasió n por la poca inteligencia de su amiga ‑. ¿ No has visto có mo escribe, no lo has visto?

‑ ¿ Y si no fuera un hombre digno?

‑ ¿ É l un hombre indigno? Si lo conocieras...

‑ Si lo es, ha de declarar su intenció n o ha de dejar de verte. Y si tú no quieres obligarle a ello, lo haré yo. Yo le escribir é, lo diré a papá ‑ gritó con energí a.

‑ ¡ Pero si no puedo vivir sin é l! ‑ exclamó Natacha.

‑ Natacha, no te entiendo. ¿ Ya sabes lo que dices? Acué rdate de tu padre, de Nicolá s.

‑ No necesito a nadie. No quiero a nadie sino a é l. ¿ Có mo te atreves a decir que no es digno? ¿ Ignoras que le quiero? ‑ gritó Natacha ‑. Sonia, ¡ vete! No quiero disgustarme contigo, pero ¡ vete, por Dios, vete! ¡ Ya ves có mo sufro! ‑ exclamó rencorosamente Natacha con voz de enojo y de desesperació n.

Sonia se fue llorando a su cuarto.

Natacha se acercó a la mesa y, sin reflexionar un momento, escribió a la princesa Marí a la respuesta que no habí a podido hallar durante toda la mañ ana. Escribió brevemente que la incomprensió n entre ellas dos habí a terminado; que aprovechando la magnanimidad del prí ncipe André s, que al marchar la habí a dejado totalmente en libertad, le rogaba olvidarlo todo y perdonarla si no se comportaba como é l merecí a, pero que no podí a ser su esposa. Todo aquello, en aquel momento, le parecí a muy claro, muy simple y muy fá cil.

El viernes, los Rostov habí an de marchar al campo. El mié rcoles, el Conde acompañ ó al comprador de la hacienda cercana a Moscú.

El dí a de la marcha del Conde, Sonia y Natacha debí an asistir a una gran comida en casa de los Kuraguin y Marí a Dmitrievna las acompañ ó.

Durante la comida, Natacha encontró otra vez a Anatolio, y Sonia observó que ella le hablaba a escondidas y que durante toda la comida estaba muy turbada. Cuando llegaron a casa, Natacha fue la primera en dar la explicació n que la otra esperaba.

‑ ¿ Ves, Sonia? Has dicho muchas tonterí as hablando de é l ‑ empezó Natacha con voz dulce, con aquella voz que emplean los niñ os cuando quieren que se les dé la razó n ‑. Hoy nos hemos explicado.

‑ ¿ Y qué? ¿ Qué te ha dicho? ¡ Qué contenta estoy de que ya se te haya pasado el disgusto conmigo! Dí melo todo, toda la verdad. ¿ Qué te ha dicho?

Natacha quedó pensativa.

‑ ¡ Ah! Sonia, si tú le conocieras como lo conozco yo. Ha dicho... Me ha preguntado có mo me prometí con Bolkonski. Está contentí simo de que só lo depende de mí dejarlo.

Sonia suspiró tristemente.

‑ ¿ Pero no habrá s roto con tu novio?

‑ ¡ Quié n sabe! Tal vez sí, tal vez todo se ha acabado entre é l y yo. ¿ Por qué piensas tan mal de mí?

‑ Yo no, pienso nada; pero no comprendo...

‑ Espé rate, Sonia, ya lo comprenderá s todo. Ya verá s qué hombre. No pienses mal ni de mí ni de é l.

‑ Yo no pienso mal de nadie. Yo quiero y compadezco a todo el mundo. Pero ¿ qué he de hacer?

Sonia no se rendí a al tono tierno que Natacha usaba. Cuanto má s se enternecí a la expresió n del rostro de Natacha, má s seria y severa se volví a Sonia.

‑ Natacha ‑ le dijo ‑, me has pedido que no te hablara de ello y no lo he hablado; ahora eres tú la que ha empezado. Natacha, no tengo confianza en é l. ¿ Por qué este misterio?

‑ ¡ Otra vez! ‑ interrumpió Natacha.

‑ Natacha, tengo miedo por ti.

‑ ¿ De qué tienes miedo?

‑ Tengo miedo a que te pierdas ‑ dijo resueltamente Sonia, asustada de lo que acababa de decir.

Las facciones de Natacha expresaron de nuevo la có lera.

‑ ¡ Me perderé! ¡ Me perderé! ¡ Mejor! Eso no es cosa vuestra. Peor para mí; yo lo pagaré y no vosotros. Dé jame sola, dé jame sola. ¡ Te aborrezco!

‑ ¡ Natacha! ‑ gritó Sonia, horrorizada.

‑ Te aborrezco. Te aborrezco. Para mí siempre será s mi enemiga.

Natacha no hablaba con Sonia y la evitaba. Con la misma expresió n de extrañ eza y de emoció n y con la conciencia de una falta andaba por la casa haciendo ahora una cosa, ahora otra, para dejarlo todo enseguida.

Aunque resultara muy penoso para Sonia, é sta la seguí a con gran atenció n.

La ví spera del regreso del Conde, Sonia observó que Natacha se pasaba la mañ ana sentada cerca de la ventana de la sala como si esperase alguna cosa y luego la vio hacer una señ a a un militar que pasaba por la calle y que le pareció que era Anatolio.

Sonia se propuso observar má s atentamente a su amiga y vio que Natacha, durante toda la comida y durante la tarde, estaba muy rara y tení a un aire que no era natural. Respondí a sin escuchar las, preguntas que le hací an, empezaba a decir cosas que no terminaba y se reí a de todo.

Despué s del té, Sonia descubrió que la camarera esperaba temblorosa cerca de la puerta a que Natacha pasara. Sonia la dejó pasar y, escuchando detrá s de la puerta, supo que Natacha acababa de recibir ocultamente otra carta. Inmediatamente comprendió que Natacha tení a algú n plan para aquella noche. Llamó a la puerta de Natacha, que se negó a recibirla. «Huirá con é l ‑ pensó Sonia ‑. Es capaz de todo. Hoy su cara tení a un aspecto triste y resuelto. Ha llorado cuando ha dicho adió s al tí o. Sí, es seguro que va a huir con é l. ¿ Qué puedo hacer? ‑ pensaba Sonia recordando todos los indicios que pudiesen aclarar que Natacha escondí a un proyecto terrible ‑. El Conde no está aquí. ¿ Qué hacer? Ir a casa de Kuraguin y pedirle una explicació n. Pero ¿ quié n le obliga a contestarme? Escribir a Pedro, como dijo el prí ncipe André s que se hiciera si pasaba alguna desgracia. Pero ¿ quié n sabe si ella ya ha roto con Bolkonski? Ayer escribió a la princesa Marí a. ¡ Y el tí o no está aquí! » Decirlo a Marí a Dmitrievna, que tanta confianza tení a en Natacha, le parecí a terrible. «Sea como sea ‑ pensaba Sonia en el corredor oscuro ‑, ahora o nunca es la hora de probar que me acuerdo de lo que ha hecho por mí la familia y que quiero a Nicolá s. No, me pasaré tres noches sin dormir, no me moveré de aquí. La privaré de salir, a la fuerza si es preciso, y no permitiré que la vergü enza caiga sobre su familia. »

 

X

Ultimamente Anatolio viví a en casa de Dolokhov. El plan del rapto de la señ orita Rostov habí a sido ideado y preparado por Dolokhov, y el dí a que Sonia escuchaba detrá s de la puerta de Natacha y decidió salvarla el plan debí a ser ejecutado. Natacha habí a prometido a Kuraguin que se reunirí a con é l a las diez de la noche, por la escalera de servicio. Kuraguin la habí a de recoger en una troika que los esperarí a y los conducirí a el pueblecito de Kamenka, a sesenta verstas de Moscú; allí; un pope destituido los casarí a.

Desde Kamenka, un coche los conducirí a a la carretera de Varsovia, y de allí, en coche de posta, huirí an al extranjero. Anatolio tení a el pasaporte, el billete de ruta, diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil que le habí an prestado por mediació n de Dolokhov.

Dos testigos, Khvostikov, antiguo funcionario que Dolokhov hací a servir de gancho en el juego, y Makarin, hú sar retirado, hombre ingenuo y dé bil, que sentí a una amistad sin lí mites por Kuraguin, estaban sentados en la sala de espera tomando el té.

En su espacioso despacho, adornado de arriba abajo con tapices persas, pieles de oso y armas, Dolokhov, en traje de viaje y botas altas, estaba sentado en su escritorio abierto en el que tení a cuentas y los paquetes de billetes de Banco. Anatolio, con el uniforme desabrochado, iba de la sala donde estaban los testigos al despacho y a la sala de atrá s, donde su criado francé s, con otros sirvientes, preparaban la ú ltima maleta. Dolokhov contaba el dinero y tomaba nota.

Dolokhov encerró el dinero en el cajó n, llamó a un criado para que preparara la comida y bebida para el camino y luego entró en la sala donde le esperaban sentados Khvostikov y Makarin.

Anatolio se habí a tendido en un divá n con las manos bajo la cabeza; sonreí a pensativamente y sus labios murmuraban palabras tiernas.

‑ ¡ Vamos, come algo! ‑ exclamó Dolokhov desde la otra habitació n.

‑ No tengo hambre ‑ replicó Anatolio sin perder su sonrisa.

‑ Mira, Balaga ya está aquí.

Anatolio se levantó y entró en el comedor.

Balaga era un cochero de troika muy conocido, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatolio se serví an muy a menudo de su troika. Muchas veces, cuando el regimiento de Anatolio estaba en Tver, se lo llevaba de Tver al anochecer, a la madrugada llegaban a Moscú y el dí a siguiente estaba de regreso. Muchas veces habí a salvado a Dolokhov de la persecució n. Muy a menudo, en la ciudad, los habí a paseado con bohemias y damitas, como decí a Balaga. Muchas veces, conducié ndolos a Moscú, habí a atropellado a gente del pueblo y a cocheros, y siempre habí a podido escaparse. Con ellos habí a reventado muchos caballos. Muchas veces se habí a peleado por ellos; muy a menudo le habí an emborrachado de champañ a y de madera, vino que le gustaba extraordinariamente, y é l sabí a muchas aventuras, cada una de las cuales merecí a un descanso en Siberia. En sus orgí as invitaban muy a menudo a Balaga, le hací an beber y bailar en casa de los cí ngaros y por sus manos pasaban muchos millares de rublos. Sirvié ndolos, exponí a la vida veinte veces al añ o, y por ellos habí a matado má s caballos que dinero le habí an dado. Pero les querí a. Le gustaban aquellas carreras locas de dieciocho verstas por hora; le gustaba volcar cocheros y aplastar viandantes y recorrer a galope tendido las calles de Moscú. Le gustaba oí r a sus espaldas: «¡ Corre má s! ¡ Corre má s! » cuando ya le era imposible alargar má s el galope. Le gustaba medir con un latigazo las espaldas de un campesino que sin aquella advertencia tambié n se habrí a apartado. «¡ Qué grandes señ ores! », pensaba el pobre hombre.

Anatolio y Dolokhov querí an a Balaga por el conocimiento artí stico que tení a del oficio y porque a ellos tambié n les gustaban las mismas cosas.

Era un campesino de veintisiete añ os, rubio, de cara colorada y triste, el cuello encarnado, fuerte, rechoncho, nariz arremangada, ojos pequeñ os, brillantes, y perilla. Usaba un caftá n de pañ o azul forrado de seda, que siempre se poní a encima de la zamarra.

Se persignó, de cara a un rincó n, y se acercó a Dolokhov, tendié ndole su pequeñ a mano morena.

‑ ¡ Buenos dí as, Excelencia! ‑ dijo a Kuraguin, que entró y le estrechó la mano.

‑ Balaga, ¿ me quieres o no me quieres? ¡ Es lo que te pregunto! ‑ dijo Anatolio pasá ndole la mano por la espalda ‑. Si me quieres me has de prestar un servicio. ¿ Qué caballos has traí do?

‑ Los que me habé is ordenado; los que considerá is mejores‑ dijo Balaga.

‑ Pues escucha; revié ntalos, pero has de llegar allí a las tres. ¿ Lo oyes?

‑ Eso depende de como esté el camino, realmente. Pero ¿ por qué no hemos de poder llegar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿ No lo recordá is, Excelencia?

‑ Una vez, por Navidad, salí de Tver ‑ dijo Anatolio dirigiendo una sonrisa a Makarin, que con ojos admirados contemplaba a Kuraguin enternecido ‑, ¿ y me creerá s, Makarin, que no podí amos respirar de tanto como corrí amos? Encontramos un convoy y saltamos por encima de los carros, ¿ recuerdas?

‑ ¡ Qué caballos! ‑ continuó Balaga ‑. Habí a enganchado a los costados unos caballos jó venes ‑ y dirigié ndose a Dolokhov ‑: ¿ Lo creeré is, Fedor Ivanitch? Las bestias corrieron sin pararse sesenta verstas seguidas; no podí a contenerlas; las manos se me habí an hinchado. Helaba y habí a soltado las riendas. ¿ Recordá is, Excelencia? Dejé marchar así el trineo. Entonces no solamente no era necesario pegarles, sino que no se les podí a retener. En tres horas hicimos el viaje. Parecí a que los diablos nos llevaran. Só lo reventó el de la izquierda.

 

XI

Anatolio salió del cuarto y al cabo de un momento volvió con la pelliza ceñ ida con un cordó n de plata y una gorra de cebellina ladeada, que le estaba muy bien.

Ante la puerta habí a dos troikas con dos criados. Balaga se sentó en la troika de delante y levantando los codos arregló las riendas con calma. Anatolio y Dolokhov se instalaron en el vehí culo y Makarin y Khvostikov se acomodaron en el otro.

‑ ¿ Está is dispuestos? ‑ preguntó Balaga ‑. ¡ Adelante! ‑ chilló arrollá ndose las bridas en la mano, y la troika voló hacia el bulevar Nikitzki.

‑ ¡ Eh! ¡ Atenció n! ‑ gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. La troika embistió a un coche en la plaza de Arbat, y algo se rompió; se oyó un grito y la troika escapó hacia el Arbat.

Despué s de dar dos vueltas por el bulevar Podnovuiski, Balaga empezó a moderar los caballos y los paró en la esquina de la calle de los Establos Viejos.

El mozo bajó del asiento para sostener a los caballos por la brida. Anatolio y Dolokhov se situaron en la acera.

Cerca de la puerta cochera, Dolokhov silbó. Enseguida le respondió otro silbido y una camarera apareció en la puerta.

‑ Entrad en el patio, de lo contrario os verí an; ella saldrá enseguida ‑ dijo la camarera.

Dolokhov se quedó al pie de la puerta; Anatolio siguió a la camarera al patio, torció a la derecha y subió los peldañ os de entrada.

Gavrilo, un criado alto de Marí a Dmitrievna, se encontró con Anatolio.

‑ ¿ Vení s a ver a la señ ora? ‑ le preguntó en voz baja cerrá ndole el paso de la puerta.

‑ ¿ A quié n decí s? ‑ preguntó Anatolio con voz sofocada.

‑ Venid, si gustá is. Me han mandado que os hiciera entrar.

‑ ¡ Kuraguin! ¡ Má rchate! ¡ Te han traicionado! ¡ Má rchate! ‑ gritó Dolokhov.

Dolokhov, que no se habí a movido del portal, luchaba con el portero, que querí a cerrar la puerta detrá s de Anatolio. Dolokhov, usando de toda su fuerza, empujó al portero y tirando de la mano a Anatolio, que se le habí a acercado, le hizo salir y ambos corrieron hacia la troika.

 

XII

Marí a Dmitrievna encontró a Sonia llorando en el corredor y le obligó a confesá rselo todo. Cogió la carta de Natacha y, despué s de haberla leí do, entró en el cuarto de la muchacha.

‑ ¡ Desvergonzada! ¡ Cabeza sin seso! ‑ le dijo ‑. No quiero escucharte.

Y empujando a Natacha, que tení a los ojos completamente secos, la encerró con llave y dio orden al portero de hacer entrar por la puerta cochera a las personas que se presentaran aquella tarde, y recalcó que una vez dentro no dejara salir a nadie; mandó al criado que acompañ ara a las referidas personas hasta donde estaba ella, y despué s de eso se instaló en el saló n esperando los acontecimientos.

Cuando Gavrilo anunció a Marí a Dmitrievna que las personas que vinieron habí an huido, se levantó, frunció las cejas y con los brazos detrá s de la cintura se paseó mucho rato por el saló n reflexionando lo que tení a que hacer. A medianoche buscó la llave del cuarto de Natacha, que se habí a puesto entre las otras en el bolsillo, y fue a ver a la reclusa. Sonia, sentada en el corredor, lloraba.

‑ Marí a Dmitrievna, dejadme entrar, por el amor de Dios ‑ dijo Sonia.

Marí a Dmitrievna, sin contestarle, abrió la puerta y entró.

«¡ Malvada, desvergonzada...! ¡ Y en mi casa...! ¡ Es una mala cabeza...! El ú nico que me inspira lá stima es su padre ‑ pensaba Marí a Dmitrievna procurando en vano calmarse ‑. Aunque sea muy difí cil, daré ó rdenes a todos de callarse y lo ocultaré a su padre.,,

Marí a Dmitrievna entró en el cuarto con paso resuelto. Natacha yací a en el divá n, con la cabeza escondida entre las manos, y no se moví a... Estaba en la misma posició n en que la habí a dejado Marí a Dmitrievna.

‑ ¡ Buena la has hecho! ¡ Tener entrevistas con tus amantes en mi casa! ¡ Oh, no es necesario que te excuses! Escucha cuando te hablo ‑ Marí a Dmitrievna le tocó la mano ‑. Escucha cuando te hablo. Has obrado como una perdida. Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por el ú nico que lo siento es por tu padre. Pero procuraré que no sepa nada.

Natacha no se moví a, pero todo su cuerpo empezaba a agitarse con sollozos nerviosos, sordos, que la ahogaban. Marí a Dmitrievna miró a Sonia y se sentó en el divá n al lado de Natacha.

‑ Ha tenido la suerte de escapar, pero yo lo encontraré ‑ dijo con voz ruda ‑. ¿ Oyes lo que te digo, Natacha?

Cogió con su manaza la cara de Natacha y la volvió hacia ella.

Marí a Dmitrievna y Sonia quedaron admiradas de la expresió n del rostro de Natacha.

Tení a los ojos brillantes, secos; los labios, contraí dos; las mejillas, hundidas:

‑ Dejadme... ¡ No me importa! ¡ Me moriré! ‑ pronunció desprendié ndose de Marí a Dmitrievna y recobrando su posició n anterior.

‑ Natalia ‑ dijo Marí a Dmitrievna ‑, lo hago por tu bien. Como quieras. No te muevas, descansa, no te muevas, que no te tocaré, pero escucha: no quiero reprocharte lo que has hecho; demasiado sabes tú lo que era. Y bien, tu padre llega mañ ana, ¿ qué le voy a decir?

Otra vez el cuerpo de Natacha fue sacudido por los sollozos.

‑ Lo sabrá tu padre, tu hermano y hasta tu novio.

‑ Ya no es mi novio, le devolví la palabra ‑ gritó Natacha.

‑ No importa ‑ continuó Marí a Dmitrievna ‑. Lo sa­brá n, y ¿ crees que lo dejará n pasar así como así? Conozco muy bien a tu padre; irá a encontrarle y lo desafiará. ¿ Te parece bien esto?

‑ Bueno, dejadme. ¿ Por qué lo habé is impedido? ¿ Quié n os metí a en eso? ‑ gritó Natacha levantá ndose del divá n y mirando con ira a Marí a Dmitrievna.

‑ ¿ Qué quieres decir? ‑ exclamó Marí a Dmitrievna exaltá ndose otra vez ‑. ¿ Quié n le impedí a venir a casa? ¿ Por qué te habí a de robar como a una gitana? Bueno: ¿ crees que no os habrí amos encontrado alguno de nosotros, tu padre, tu hermano o tu prometido? Es ‑ un sinvergü enza, un mal hombre, helo aquí.

‑ ¡ Vale má s que todos vosotros! ‑ exclamó Natacha levantá ndose ‑. Si no me privasen... ¡ Ah! ¡ Dios mí o! ¿ Qué es eso? ¿ Qué hace aquí Sonia? ¿ Qué quiere decir todo eso? ¡ Marchaos!



  

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