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NOVENA PARTE 2 страницаPara romper un momento el silencio angustioso, durante el cual Anatolio, con los ojos brillantes, la miraba tranquilamente y con obstinació n, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú. Lo preguntó y se puso colorada; siempre le parecí a que cometí a una inconveniencia hablando con é l. Anatolio sonrió como si quisiera animarla. ‑ Al principio no me gustaba, porque lo que hace agradable una ciudad son las mujeres bonitas, ¿ no le parece? Pero ahora Moscú me gusta mucho‑ dijo mirá ndola gravemente ‑. ¿ Vendrá usted por Carnaval, Condesa? Venga‑ dijo alargando la mano al ramo de flores, y bajando la voz añ adió ‑: Será usted la má s linda. Venga, querida Condesa y, en prenda, deme esa flor. Natacha no comprendió qué le decí a ni é l tampoco lo comprendí a, pero ella adivinó en aquellas palabras incomprensibles una intenció n inconveniente. No sabí a qué decir y se volvió como si no le hubiera entendido. Sentí a que estaba muy cerca de ella. «¿ Qué hace ahora? ¿ Está confuso, enojado? ¿ Habré de enmendar esta acció n? », se preguntaba, y no pudo evitar volverse. Ella le miró de frente, a los ojos, y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial, la vencieron. Ella tambié n sonrió, mirá ndole francamente a los ojos. Y otra vez, con horror, sintió que entre é l y ella no habí a ningú n obstá culo. Algo la emocionaba y atormentaba, y aquel algo era Kuraguin, al que involuntariamente seguí a con la mirada. Al salir del teatro, Kuraguin se les acercó, llamó su coche, les ayudó a subir y, al ayudar a Natacha, le oprimió el brazo por encima del codo. Natacha, agitada y colorada, le miró. Dos ojos brillantes y una sonrisa tierna se clavaban en ella. Só lo al llegar a su casa pudo reflexionar Natacha claramente sobre todo lo que habí a pasado, y de pronto, mientras se preparaba a tomar el té de ú ltima hora, acordá ndose del prí ncipe André s, presa de horror, gritó en voz alta y delante de todos: «¡ Oh! », y muy sofocada, huyó a su cuarto. «¡ Dios mí o! ¡ Estoy perdida! ¿ Có mo lo he podido permitir? », se decí a. Durante mucho rato permaneció sentada, con la cara entre las manos, procurando rehacer con exactitud lo que habí a pasado, y no podí a comprender lo que sintió. Todo le parecí a sombrí o, oscuro, terrible. Allí, en aquella sala inmensa, iluminada, al son de aquella mú sica, unas niñ as y unos viejos salí an sobre unas tablas hú medas, y Elena lo miraba todo, descotada, con sonrisa tranquila y altiva, y todos habí an gritado: «¡ Bravo! » Allí, a la sombra de aquella Elena, todo era claro y simple, pero ahora, sola con ella misma, todo era incomprensible. «¿ Qué es esto? ¿ Qué significa este miedo que he pasado por é l? ¿ Qué quiere decir este remordimiento que ahora siento? », pensaba. Só lo a la anciana Condesa, de noche, en la cama, hubiera podido explicar todo lo que pensaba. Sabí a muy bien que Sonia, con sus principios severos y escrupulosos, no comprenderí a su confidencia y la aterrorizarí a. Sola consigo misma, Natacha procuraba resolver lo que la atormentaba: «¿ Estoy perdida para el amor del prí ncipe André s, sí o no? », se preguntaba, y con una sonrisa tranquila se respondí a: «¡ Qué tonta soy de preguntarlo! ¿ Qué ha pasado? Nada; yo no he hecho nada, yo no he provocado a nadie. Nadie lo sabrá nunca ni lo veré nunca má s. Está bien claro que no ha pasado nada, que no tengo ningú n motivo de arrepentimiento, que el prí ncipe André s puede amarme " tal" como soy. Pero ¿ qué quiere decir “tal”? ¡ Ah Dios mí o! ¿ Por qué no puedo salir de ahí? » Natacha se tranquilizó por unos momentos, pero otra vez su instinto le decí a que aunque todo ello era verdad, que si bien no habí a pasado nada, la antigua pureza de su amor por el prí ncipe André s se habí a acabado, y otra vez rehací a toda la conversació n con Kuraguin, se representaba la cara, los gestos, la sonrisa tierna de aquel apuesto mozo que atrevidamente le apretaba el brazo.
V Anatolio Kuraguin viví a en Moscú porque su padre lo habí a expulsado de San Petersburgo, donde gastaba má s de veinte mil rublos al añ o y ademá s contraí a deudas, que los acreedores exigí an al Prí ncipe. El Prí ncipe declaró a su hijo que, por ú ltima vez, le pagarí a la mitad de sus deudas, pero con la condició n de irse a Moscú como ayudante de campo del general en jefe, cargo que habí a obtenido para é l, y que procurase encontrar un buen partido. Le indicó la princesa Marí a y Julia Kuraguin. Anatolio se avino a ello y fue a Moscú, donde se instaló en casa de Pedro, que de momento lo recibió sin mucha alegrí a, pero luego se habituó a é l; a veces salí a a divertirse con é l y le daba dinero en forma de pré stamos puramente formularios. Como se decí a muy bien, desde que Anatolio estaba en Moscú sorbí a el seso de todas las señ oras, justamente porque no les hací a caso y preferí a las bohemias y las artistas francesas, especialmente la señ orita Georges, con la cual, segú n se decí a, estaba en relaciones muy í ntimas. No se dejaba perder ni una sola orgí a en casa de Danilov y de otros amigos de Moscú. Se pasaba noches enteras bebiendo, se lo gastaba todo y frecuentaba todas las veladas y bailes del gran mundo. Se le atribuí an algunas intrigas con cierta dama de Moscú, y en el baile cortejaba a algunas muchachas, sobre todo herederas ricas, la mayorí a de las cuales eran feas, pero no pasaba de ahí, tanto má s cuanto Anatolio, cosa que no sabí a nadie aparte de sus amigos í ntimos, hací a dos añ os que estaba casado. Dos añ os atrá s, durante la estancia de su regimiento en Polonia, un señ or polaco, no muy rico, le habí a obligado a casarse con una hija suya. Anatolio, al cabo de poco tiempo, abandonó a su mujer y, con la promesa de enviar dinero a su suegro, se habí a reservado el derecho de pasar por soltero. Anatolio estaba siempre contento de su situació n, de sí mismo y de los demá s. Instintivamente, estaba convencido de que no podí a vivir de otra manera de como viví a y tambié n de no haber hecho nada malo en toda su vida. No pensaba y era incapaz de reflexionar en los efectos que sus actos podí an producir en los demá s o las consecuencias que pudiesen acarrear. Estaba convencido de que así como el pato está conformado para vivir en el agua, Dios lo habí a creado a é l de aquella manera y que le hací an falta treinta mil rublos al añ o y una situació n preponderante en sociedad. Estaba de tal manera convencido de ello que, al mirarle, los demá s lo estaban tambié n y no le negaban ni el lugar preponderante ni el dinero que tomaba prestado al primero que se presentaba sin tener intenció n de devolvé rselo nunca má s. No era jugador, es decir, no deseaba ganar; no era vanidoso, no se preocupaba de lo que decí an de é l y no tení a la menor ambició n; muchas veces habí a disgustado a su padre al perjudicarle en su carrera rié ndose de todos. No era avaro ni negaba un favor a nadie. Lo ú nico que le gustaba eran las mujeres, y como, segú n su manera de pensar, aquel gusto no desdecí a de su nobleza, como era incapaz de reflexionar sobre las consecuencias que la satisfacció n de sus gustos pudieran tener sobre los demá s, se consideraba un ser irreprochable, detestaba francamente a los falsos y a los malvados y llevaba la cabeza muy alta y la conciencia tranquila. Los hombres calaveras tienen un sentimiento secreto de la inocencia, basado, como en la Magdalena, en el espí ritu de perdó n. «Todo le será perdonado porque ha amado mucho», y a ellos les será perdonado todo porque se han divertido mucho. Dolokhov, que aquel añ o habí a reaparecido en Moscú despué s de una estancia y de unas aventuras en Persia y que llevaba la vida lujosa del juego y del libertinaje, se acercó a su antiguo compañ ero Kuraguin y se aprovechó de é l para entretenerse. Anatolio querí a sinceramente a Dolokhov por su talento y su valor. Dolokhov tení a necesidad del nombre y de las relaciones de Anatolio Kuraguin para atraer a los jó venes ricos a su pandilla de juego, y, sin que se lo diera a entender, se aprovechaba y se divertí a con Kuraguin. Aparte del interé s que Anatolio sentí a por é l, el hecho de gobernar la voluntad de otro era el placer habitual de Dolokhov y casi una necesidad. Natacha habí a causado una gran impresió n a Kuraguin. Durante la cena, despué s del espectá culo, en calidad. de hombre experto, ante Dolokhov, examinó las cualidades de sus brazos, de sus cabellos, y declaró el propó sito de enamorarla. ¿ Qué podrí a pasar? Anatolio no podí a pensarlo ni preverlo porque no habí a pensado nunca lo que resultarí a de sus actos. ‑ De acuerdo, es linda, amigo mí o, pero no es para nosotros ‑ dijo Dolokhov. ‑ Podrí a decir a mi hermana que la invitara a comer, ¿ no te parece? ‑ dijo Anatolio. ‑ Espera a que se case... ‑ Ya sabes que tengo una debilidad por las jovencitas: caerá en seguida‑ dijo Anatolio. ‑ Ya te has enredado con una ‑ replicó Dolokhov, que sabí a lo de su casamiento. ‑ Por eso mismo no puedo enredarme con otra ‑ dijo Anatolio riendo muy a gusto.
VI A Marí a Dmitrievna le gustaba celebrar el domingo y sabí a hacerlo. El sá bado quedaba la casa limpia y ordenada; el domingo no trabajaba ni ella ni los criados; vestí an los trajes de las fiestas y todos iban a misa. A la comida de los amos se añ adí a algunos platos y se daba aguardiente al servicio, así como ocas asadas o lechones, pero en ninguna parte se observaba un aire de fiesta tan notable como en la casa de Marí a Dmitrievna, que aquel dí a adquirí a una expresió n inmutable de felicidad. Tras tomar café, despué s de la misa, en el saló n en que habí an quitado las fundas de los muebles, entraron a anunciar a Marí a Dmitrievna que tení a el coche a la puerta; con aire severo, vistiendo su chal de las fiestas que se poní a para ir de visita, se levantó y dijo que iba a casa del prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski para conversar respecto a Natacha. Al poco rato de haberse marchado llegó la dependienta de casa madame Chalmet, y Natacha, muy contenta por la distracció n que se le presentaba, pasó a un saló n lateral, cerro la puerta y se ocupó de la prueba de los vestidos nuevos. Mientras se probaba el cuerpo hilvanado, sin mangas, volví a la cabeza y se miraba al espejo para ver có mo le caí a la espalda, oí a en el saló n el sonido animado de la voz de su padre y otra voz de mujer que la hizo ponerse colorada: era la voz de Elena. No habí a acabado aú n Natacha de quitarse el cuerpo de prueba cuando la puerta se abrió y entró en la sala la condesa Bezukhov con una sonrisa brillante, dulce y tierna, vestida con un traje de terciopelo lila oscuro y cuello alto. ‑ ¡ Ah, mi encantadora! ‑ dijo a Natacha, que estaba muy colorada ‑. Vaya, no hay otra como ella, Conde ‑ dijo a Ilia Andreievitch, que entró tras ella‑. ¡ Y bien! ¡ Vivir en Moscú y no ir a ninguna parte! No, no se lo permitiré. Esta noche la señ orita Georges declamará en mi casa; vendrá n unos cuantos amigos y si no me trae a sus niñ as, que son mucho má s bonitas que la señ orita Georges, me dará un disgusto. Mi marido está ausente; ha marchado a Tver; de no ser así, ya le habrí a hecho venir a buscarlas. Vengan, les espero; a las nueve todos estará n en casa. Confí o en ello. Saludó con la cabeza a la modista, que era conocida suya, la cual se inclinó respetuosamente, y luego se sentó en una silla cerca del espejo, extendiendo con arte su traje de terciopelo. No cesaba de hablar alegremente mientras admiraba la belleza de Natacha. Le examinaba los vestidos, los elogiaba, y hablaba con vanidad de su traje nuevo de «gasa metá lica» que acababa de recibir de Parí s y aconsejaba a Natacha que se hiciera uno igual. ‑ Pero a usted todo le está bien, querida ‑ decí a. Del rostro de Natacha no se borraba una sonrisa de satisfacció n. Se sentí a feliz y orgullosa con los elogios de aquella deslumbrante condesa Bezukhov que antes le parecí a una dama tan inaccesible y tan importante y que ahora era tan amable para ella. Natacha se poní a alegre, se sentí a casi enamorada de aquella mujer tan hermosa y tan sencilla. Elena, por su parte, admiraba sinceramente a Natacha y deseaba distraerla. Anatolio le habí a pedido que lo presentase y se la presentase, y por esto ella habí a ido a casa de los Rostov. La idea de aproximar su hermano a Natacha la divertí a. Por má s que le hubiese tenido rencor porque en San Petersburgo le habí a quitado a Boris, ahora ya no se acordaba, y de todo corazó n deseaba suerte a Natacha. Al partir habló un momento aparte con su protegida. ‑ Ayer mi hermano comió en casa; nos morí amos de risa: no comió nada y es por culpa de usted, querida. Está enamorado como un loco, enamorado de usted. Natacha se sonrojó vivamente. ‑ ¡ Ay, có mo se pone colorada! ¡ Mi niñ a querida! Si está usted enamorada de alguien, no hay motivo para que se esconda en un rincó n; aunque esté prometida, no dudo que su novio preferirá que se divierta, cuando é l está ausente, a que se muera de aburrimiento. Venga, debe usted venir ‑ dijo Elena. «Así, ya sabe que estoy prometida; con su marido, con Pedro, con este buen Pedro, hablan de esto y se rí en. Luego todo esto no es nada malo. » Y otra vez, bajo la influencia de Elena, aquello que antes le parecí a terrible, ahora lo encontraba sencillo y natural. «Y ella, una dama tan distinguida, tan elegante, bien se ve que me quiere de todo corazó n... ¿ Por qué no me he de divertir, pues? », pensaba Natacha mirando a Elena con los ojos muy abiertos. Marí a Dmitrievna regresó seria y taciturna; evidentemente habí a sido mal recibida en casa del Prí ncipe. Estaba demasiado emocionada aú n para poder contar lo que le habí a pasado. A las preguntas del Conde contestó que todo iba bien y que mañ ana ya se lo explicarí a. Cuando supo la visita de Elena y la invitació n para la noche, dijo: ‑ No me gusta la amistad de la señ ora Bezukhov y no os la recomiendo; pero si le has prometido ir, ve y te distraerá s ‑ añ adió dirigié ndose a Natacha.
VII El conde Ilia Andreievitch acompañ ó a sus hijas a casa de la condesa Bezukhov. Habí a mucha gente, pero Natacha casi no conocí a a nadie. El conde Ilia Andreievitch observó con disgusto que toda aquella reunió n estaba formada principalmente de hombres y mujeres conocidos por la libertad de sus costumbres. La señ orita Georges, rodeada de jó venes, estaba en un rincó n de la sala. Habí a algunos franceses, entre ellos Mitivier, que desde la llegada de Elena era asiduo de la casa. El conde Ilia Andreievitch decidió no jugar a los naipes para no separarse de las niñ as y marchar así que la señ orita Georges hubiese declamado. Anatolio, cerca de la puerta, esperaba evidentemente la entrada de los Rostov. Despué s de saludar al Conde, se acercó enseguida a Natacha y la siguió. Así que Natacha lo vio, lo mismo que en el teatro, se apoderó de ella el placer vanidoso de agradarle y el miedo que le daba el no encontrar obstá culos entre ella y é l. Elena recibió alegremente a Natacha y admiró su belleza y su vestido. Al poco tiempo de haber llegado, la señ orita Georges se retiró de la sala para vestirse. Empezaron a instalar sillas en la sala y Anatolio acercó una a Natacha y quiso sentarse a su lado, pero el Conde, que no apartaba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatolio se colocó detrá s. La señ orita Georges, con sus robustos brazos desnudos, un chal arrollado y caí do encima de los hombros, salió al espacio libre que habí an dejado delante de las sillas y se detuvo en actitud estudiada. Se oyeron voces de entusiasmo. La señ orita Georges miró al pú blico con severidad y empezó a recitar versos franceses en los que se trataba de su amor criminal hacia su hijo. En ciertos pasajes levantaba la voz, en otros hablaba bajo, levantando la cabeza triunfalmente, o se detení a y daba un ronquido, abriendo mucho los ojos. ‑ ¡ Adorable! ¡ Divino! ¡ Delicioso! ‑ se oí a por todas partes. Natacha miraba a la corpulenta Georges, pero no comprendí a nada de lo que pasaba delante de ella. De nuevo se sentí a apresada completamente por aquel mundo extrañ o, loco, tan alejado del otro, por aquel mundo en el cual era imposible saber lo que está bien, lo que está mal, lo que es razonable y lo que no lo es. Anatolio estaba sentado detrá s de ella y tan cerca que, asustada, temí a cualquier cosa. Despué s del primer monó logo, todos rodearon a la señ orita Georges y le expresaron el entusiasmo que sentí an. ‑ ¡ Qué hermosa es! ‑ dijo Natacha a su padre, que se levantó con los demá s, atravesó la multitud y se acercó a la actriz. ‑ Si la miro a usted, yo no la encuentro nada hermosa ‑ dijo Anatolio, que seguí a a Natacha. Se lo dijo en un momento en que só lo podí a oí rle ella ‑. Es usted encantadora..., desde el dí a que la vi no he dejado... ‑ Natacha, ven. Sí que es hermosa ‑ dijo el Conde volvié ndose y buscando a su hija. Natacha, sin decir nada, se acercó a su padre y le miró con ojos interrogadores. Despué s de declamar algunos monó logos, la señ orita Georges se retiró y la condesa Bezukhov invitó a sus hué spedes a pasar al saló n. El Conde querí a irse, pero Elena le rogó que no lo hiciera para no desencuadrar el baile que se preparaba. Los Rostov se quedaron. Anatolio sacó a Natacha en el vals y, mientras bailaban, apretá ndole la cintura con el brazo, le dijo que era encantadora y que la querí a. Durante la escocesa, que bailó con é l, Anatolio no le dijo nada, só lo la miró. Natacha se preguntaba si aquello que le habí a dicho mientras bailaba era só lo un sueñ o. Al acabar la primera figura, otra vez le apretó la mano. Natacha levantó los ojos asustada, pero en su mirada dulce y en su sonrisa habí a tanta ternura que al mirarle no pudo decirle lo que querí a y bajó los ojos. ‑ No me diga otra vez lo de antes; estoy prometida y amo a otro ‑ pronunció muy rá pidamente. Natacha le miró. Anatolio no estaba desconcertado ni entristecido por aquellas palabras. ‑ No me lo diga, ¿ qué importa? ‑ replicó é l ‑; sé que estoy locamente enamorado de usted. ¿ Qué culpa tengo yo si es tan encantadora...? Es usted la que tiene la culpa. Natacha, animada y desazonada, con los ojos muy abiertos, asustados, miraba a su alrededor y parecí a má s alegre que de costumbre. Casi no comprendí a nada de lo que pasaba aquella noche. Bailaban la polonesa y la escocesa. Estuviera donde estuviese, hablara con quien hablase, siempre sentí a su mirada sobre ella. Luego recordó que habí a pedido permiso a su padre para ir al tocador a arreglarse el vestido, que Elena la habí a acompañ ado y, riendo, le habí a hablado del amor de su hermano, y que en el pequeñ o divá n se habí a encontrado otra vez con Anatolio, que Elena habí a desaparecido, que se habí an quedado solos y que é l, cogié ndole la mano, le habí a dicho con voz tierna: ‑ No puedo ir a su casa, pero ¿ no nos veremos má s? La amo locamente. ¿ De veras nunca má s...? Y mientras le cerraba el paso habí a acercado su cara a la suya. Unos grandes ojos de hombre, relucientes, estaban tan cerca de los suyos que no veí a nada má s. ‑ ¡ Natalia! ‑ murmuraba estrechá ndole fuertemente la mano‑. ¡ Natalia! «No comprendo nada, no sé qué decir», le respondí an sus ojos. Unos labios ardientes se posaron sobre los suyos y, en aquel preciso instante, se sintió libre otra vez, y a su vera se oí a ruido de pasos y el crujir de las faldas de Elena. Natacha la vio; enseguida, agitada y temblorosa, la miró con aire aterrado, interrogador, y se dirigió a la puerta. ‑ ¡ Una palabra, una palabra nada má s, por Dios! ‑ dijo Anatolio. Natalia se turbó. Le era preciso escuchar aquella palabra que le explicarí a lo que habí a pasado y a la cual contestarí a. ‑ Natalia, una palabra, una... ‑ repetí a sin cesar, no sabiendo qué decir; y hasta lo repitió cuando Elena estuvo a su lado. Elena salió con Natacha del saló n. Los Rostov no se quedaron a cenar y se marcharon. Natacha no durmió en toda la noche. La cuestió n insoluble: «¿ Amaba a Anatolio o al prí ncipe André s? », la atormentaba. Amaba al prí ncipe André s, recordaba vivamente có mo le amaba; pero tambié n amaba a Anatolio, esto era indiscutible. «De otra manera, ¿ hubiera sido posible lo que pasó? », pensaba. «Despué s de lo que ha pasado, si al decirle adió s he podido responder a su sonrisa con una sonrisa, si he podido hacer tal cosa, es que le amo, que le he amado desde el primer momento. Es bueno, noble, apuesto, y es imposible no amarle. ¿ Qué he de hacer si le quiero y tambié n quiero a otro? », se decí a sin encontrar respuesta a estas terribles preguntas.
VIII Llegó la mañ ana siguiente y con ella volvió la agitació n. Todos se levantaron, todos se agitaron y empezaron a hablar. Vinieron de nuevo las modistas, Marí a Dmitrievna salió y llamaron para el té. Natacha, con los ojos muy abiertos, como si quisiera recoger todas las miradas fijas en ella, miraba a todos lados con inquietud y procuraba poner la misma cara de siempre. Despué s de comer, Marí a Dmitrievna ‑ era su mejor momento ‑, sentada en su silló n, llamó a Natacha y al viejo Conde. ‑ ¡ Y bien! Amigos, he reflexionado sobre todo eso y he aquí mi parecer ‑ empezó ‑: ayer estuve en casa del prí ncipe André s y hablé con é l... É l se puso a gritar y yo má s que é l... ¡ Se lo dije todo! ‑ ¿ Y qué? ‑ preguntó el Conde. ‑ ¿ É l? Está loco... No quiere saber nada. Y bien, no hay nada a hacer, ya hemos atormentado bastante a la pobrecita. Para mí es cosa de arreglar vuestros asuntos y volveros a casa, a Otradnoie, y esperar... ‑ ¡ Oh, no! ‑ exclamó Natacha. ‑ Sí. Hay que marchar y esperar allí. Si el novio llega ahora, habrá altercados. É l solo, de tú a tú, se explicará con el viejo, y luego irá a vuestra casa. Ilia Andreievitch aprobó este parecer, que enseguida le pareció muy juicioso. ‑ Si el viejo se amansa ‑ añ adió ‑, siempre estaré is a tiempo de ir a su casa, a Moscú, o de ir a verle a Lisia-Gori; si el casamiento se efectú a contra su voluntad, necesariamente ha de celebrarse en Otradnoie. ‑ Exacto, y ya siento haber ido a su casa y haber llevado allí a mi hija ‑ replicó el Conde. ‑ No, eso no; ¡ por qué lo has de sentir! Estando aquí debí ais ir por cortesí a. Pero si no lo quiere, es cosa suya ‑ dijo Marí a Dmitrievna buscando alguna cosa en su bolso ‑. El ajuar está dispuesto. ¿ Qué habé is de esperar aú n? Lo que falte ya os lo enviaré. Siento que os vayá is, pero valdrá má s que hagá is esto, y que Dios os acompañ e. Finalmente encontró lo que buscaba en su bolso y lo dio a Natacha. Era una carta de la princesa Marí a. ‑ Te ha escrito; la pobre siente mucha pena, teme que te figures que ella te hace la contra. ‑ ¡ Claro que me la hace! ‑ exclamó Natacha. ‑ ¡ No digas tonterí as! ‑ gritó Marí a Dmitrievna. ‑ Digá is lo que digá is, no creeré a nadie. Sé muy bien que no me quiere ‑ replicaba atrevidamente Natacha tomando la carta. Y su rostro expresó una resolució n frí a y mala que obligó a fruncir las cejas a Marí a Dmitrievna y a mirarla severamente. ‑ Niñ a, no hables así ‑ dijo ‑; lo que te he dicho es la verdad. Escrí bele. Natacha no respondió y se fue corriendo a su cuarto para leer la carta de la princesa Marí a. En ella decí a que estaba desolada a causa de la mala inteligencia que habí a habido entre ellas; le rogaba que quisiera creer, fuesen los que fueran los sentimientos del anciano Prí ncipe, su padre, que ella la amaba como a la mujer escogida por su hermano a cuya felicidad estaba decidida a sacrificarlo todo. «No obstante ‑ escribí a ‑, no crea que mi padre esté mal dispuesto contra usted. Es un hombre enfermo y viejo, hay que excusarlo; pero es bueno, es magná nimo, y querrá a la que hará feliz a su hijo. » La princesa Marí a rogaba a Natacha fijara el dí a en que la podrí a recibir. Despué s de leer la carta, Natacha se sentó a la mesa para escribir la respuesta: «Querida Princesa», escribió rá pidamente, mecá nicamente, y se detuvo. ¿ Qué podí a escribirle despué s de lo que habí a pasado la noche anterior? «Sí, si, todo aquello era así, pero ahora es muy diferente. » ¡ Es necesario! ¡ Es horrible...! Y para olvidar aquellos pensamientos terribles fue a buscar a Sonia y ambas empezaron a escoger bordados. Despué s de comer, Natacha fue a su cuarto y volvió a leer la carta de la princesa Marí a. «¿ Todo se ha acabado? ¿ Ha sido todo tan rá pido que todo el pasado ha desaparecido? » Recordaba la fuerza de su amor por el prí ncipe André s, se representaba el cuadro, tantas veces presente en su imaginació n, de la felicidad que gozarí a con é l, y a la vez se inflamaba de emoció n recordando todos los detalles de su entrevista de la noche anterior con Anatolio. «¿ Por qué no puede ser todo a la vez? ‑ pensaba muchas veces, completamente aturdida ‑. De esta manera serí a feliz del todo; pero sin uno de ellos no puedo serlo. Decir al prí ncipe André s todo lo que ha pasado u ocultá rselo es igualmente imposible. Y " con ello" aú n queda todo igual. ¿ Pero he de renunciar para siempre a la felicidad del amor del prí ncipe André s, a la cual me he acostumbrado desde hace tanto tiempo? »
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