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NOVENA PARTE 1 страница



I

Al empezar el invierno, el prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su historia, su talento y su originalidad ‑ y principalmente a causa del actual descenso de entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro y de la corriente de opinió n francó foba y patrió tica que entonces existí a en Moscú ‑, el prí ncipe Nicolá s Andreievitch se convirtió enseguida en objeto de un respeto particular por parte de los moscovitas y el centro de oposició n de Moscú.

El Prí ncipe habí a envejecido mucho aquel añ o. Los indicios irrecusables de la vejez eran bien manifiestos en é l: somnolencias intempestivas, olvido de acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos antiguos.

Ultimamente, la vida se habí a hecho muy penosa para la princesa Marí a. En Moscú se veí a privada de sus mayores alegrí as: las conversaciones con gente devota y la soledad reconfortante de Lisia‑ Gori, y no encontraba ninguna compensació n en las alegrí as de la capital. No frecuentaba el mundo; todos sabí an que su padre no la dejaba salir sin é l, y é l mismo no podí a salir por culpa de la salud y por ello no la invitaban ni a las reuniones y veladas ni a las cenas. La princesa Marí a habí a abandonado la esperanza de casarse: veí a con qué frialdad y con qué mal humor el prí ncipe Nicolá s Andreievitch recibí a y alejaba a los jó venes que podí an resultar pretendientes y que a veces iban a su casa. La vuelta del prí ncipe André s y el momento de su matrimonio se acercaban, y la misió n de preparar a su padre no solamente no la habí a cumplido, sino que, al contrario, la cosa parecí a totalmente confusa: recordar al anciano Prí ncipe la existencia de la condesa Rostov era exasperarle, tanto má s cuanto que aun sin eso el mal humor casi nunca le abandonaba.

A ú ltimos de enero, el conde Ilia Andreievitch llegó a Moscú con Sonia y Natacha. La Condesa, que estaba enferma, no habí a podido acompañ arlos, y habí a sido imposible esperar su total restablecimiento. El prí ncipe André s era esperado en Moscú de un dí a a otro; era preciso hacer el ajuar, vender la casa de las cercaní as de Moscú, y debí a aprovecharse la estancia del anciano Prí ncipe en la ciudad para presentarle su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú no estaba en condiciones, vení an por poco tiempo y la Condesa no les acompañ aba; por todas estas razones, el Conde decidió quedarse en casa de Marí a Dmitrievna Akhrosimovna, que en muchas ocasiones habí a ofrecido hospitalidad al Conde.

Dos dí as despué s de su llegada, y por consejo de Marí a Dmitrievna, el conde Ilia Andreievitch fue con Natacha a casa del prí ncipe Nicolá s Andreievitch. El Conde no estaba muy alegre al pensar que debí a hacer esta visita. El Principe le daba miedo. La ú ltima entrevista que habí a tenido con é l, cuando el alistamiento, durante el cual, en respuesta a su invitació n a comer, habí a recibido una severa represió n por no haber proporcionado bastantes hombres, la tení a clavada en la memoria. Natacha, que se habí a puesto su mejor traje, estaba, por el contrario, de muy buen humor. «No es posible que no me quieran; todo el mundo me ha querido siempre y yo estoy dispuesta a quererlos, porque é l es su padre y ella su hermana; no tendrá n ningú n motivo para no quererme», pensaba Natacha.

Llegaron a la vieja casa sombrí a de Vozdvijenka y entraron en el vestí bulo.

‑ ¡ Que Dios nos ayude! ‑ exclamó el padre, mitad de veras, mitad de broma. Natacha, sin embargo, observó que su padre se atribulaba al entrar en el vestí bulo y preguntaba tí midamente, en voz baja, si el Prí ncipe y la Princesa estaban en casa. Cuando se supo su llegada se produjo un cierto barullo entre los criados del Prí ncipe: el criado que habí a ido a anunciarlos era detenido por otro criado, y ambos hablaban en voz baja.

Una camarera corrió a la sala muy apresurada y dijo algo referente a la Princesa. Finalmente apareció un criado viejo; con cara severa informó a Rostov que el Principe no podí a recibirlo, pero que la Princesa les rogaba que pasaran a sus habitaciones. La primera que salió a recibirlos fue la señ orita Bourienne. Saludó a padre e hija con una cortesí a particular y los acompañ ó adonde estaba la Princesa, que, con el rostro descompuesto, cubierta de manchas rojas, salió con paso tardo a recibir a los visitantes haciendo todo lo posible para aparentar aplomo y vivacidad. Natacha, al primer golpe de vista, no agradó a Marí a. La encontraba demasiado bien vestida y le parecí a frí vola, alegre y vanidosa. La princesa Marí a no se daba cuenta de que antes de conocer a su futura cuñ ada ya sentí a una prevenció n involuntaria por su belleza y celos por el amor de su hermano. A má s de esta antipatí a invencible, en aquel momento la princesa Marí a estaba aú n emocionada porque, al tener noticia de la visita de los Rostov, el anciano Prí ncipe habí a dicho que no los necesitaba para nada, que la Princesa los podí a recibir, si querí a, pero que prohibí a que los hicieran entrar en sus habitaciones. La Princesa se habí a decidido a recibirlos, pero sufrí a temiendo que el viejo Prí ncipe hiciera alguna de las suyas, ya que la llegada de los Rostov le habí a conmovido mucho.

‑ Estimada Princesa, ya lo veis, os traigo una cantatriz ‑ dijo el Conde saludando y mirando a su alrededor como si temiera que el Prí ncipe entrase ‑. Estoy contentí simo de que tengamos ocasió n de conocernos... Siento que el Prí ncipe continú e tan delicado.

Y despué s de pronunciar algunas frases triviales se levantó.

‑ Si me lo permití s, Princesa, os dejaré a Natacha unos momentos. He de ir a dos pasos de aquí, a la plaza de los Perros, a casa de Ana Semionovna, y despué s pasaré a buscarla.

Ilia Andreievitch habí a inventado aquella estratagema diplomá tica para dar tiempo a la futura cuñ ada de su hija de explicarse con ella (despué s lo confesó a Natacha), y tambié n para evitar la posibilidad de encontrarse con el Prí ncipe, al que temí a de un modo extraordinario. No lo dijo a su hija, pero Natacha se dio cuenta del miedo y de la inquietud de su padre y se sintió ofendida. Se avergonzaba por su padre, se enojaba má s aú n por haberse puesto encarnada y, con mirada atrevida, provocadora, como para demostrar que ella no tení a miedo, miró a su futura cuñ ada. Marí a agradeció la visita al Conde, le rogó que no tuviera prisa por volver e Ilia Andreievitch salió.

La señ orita Bourienne no se iba, a pesar de las miradas significativas que le dirigí a la Princesa, que querí a encontrarse a solas con Natacha, y seguí a imperturbable la conversació n sobre la vida mundana de Moscú y los teatros. Natacha estaba ofendida por el barullo que se habí a producido en la antecá mara, por el azoramiento de su padre y el tono forzado de la Princesa, que parecí a hacerle un favor al recibirla, y por ello todo le era desagradable. La princesa Marí a no le gustaba; la encontraba fea, afectada y seca. De sú bito, Natacha se alzó moralmente y a pesar suyo tomó un tono negligente que la distanció aú n má s de la princesa Marí a. A los cinco minutos de conversació n penosa, forzada, se oyeron los pasos rá pidos de unas pantuflas que se acercaban. El rostro de la princesa Marí a expresó el espanto. La puerta de la sala se abrió y el Prí ncipe entró; iba con gorro de dormir blanco y bata.

‑ ¡ Ah, señ oras! ‑ dijo ‑. La señ ora Condesa, la condesa Rostov, si no me equivoco. Os pido perdó n, excusadme, porque no lo sabí a, señ orita. Os aseguro que no sabí a que os hubierais dignado hacernos el honor de una visita. ¡ He venido al cuarto de mi hija con esta indumentaria! Os ruego que me excusé is; os aseguro que no lo sabí a ‑ repitió falsamente, recalcando las palabras en un tono tan desagradable que la princesa Marí a, con los ojos bajos, no se atreví a a mirar ni a su padre ni a Natacha. É sta se levantó y volvió a sentarse sin saber lo que tení a que hacer.

Só lo la señ orita Bourienne sonreí a agradablemente.

‑ Os ruego que me excusé is. ¡ Dios sabe que lo ignoraba! ‑ murmuró de nuevo el viejo, y, examinando a Natacha de pies a cabeza, salió.

La señ orita Bourienne fue la primera en serenarse despué s de aquella aparició n y entabló conversació n sobre la enfermedad del Prí ncipe.

Natacha y la princesa Marí a se miraban en silencio, y mirá ndose así, sin decir lo que querí an decirse, se juzgaban la una a la otra. Cuando el Conde volvió, Natacha, con visible descortesí a, se mostró muy satisfecha y se apresuró a marcharse.

En aquel momento casi aborrecí a a aquella vieja y seca Princesa que la habí a puesto en aquella situació n tan desagradable y habí a dejado pasar media hora sin decirle nada del prí ncipe André s. «No habí a de ser yo precisamente la primera en hablar de é l ante aquella francesa», pensaba Natacha. Pero la princesa Marí a tambié n se decí a lo mismo: sabí a que habí a de decí rselo, pero no podí a, primero porque la presencia de la señ orita Bourienne se lo privaba, y despué s porque, aú n no existiendo ninguna razó n particular, le era penoso hablar de aquel casamiento. Cuando el Conde hubo salido de la estancia, la princesa Maria se acercó rá pidamente a Natacha, le tomó la mano y suspirando penosamente dijo: «Espé rese..., yo... » Natacha, con un aire burló n que ni ella misma sabí a explicarse, miró a la princesa Marí a.

‑ Querida Natacha, ya sabé is que estoy muy contenta de que mi hermano haya encontrado la felicidad...

La princesa Marí a se detuvo, porque no decí a verdad. Natacha observó aquella vacilació n y comprendió la causa.

‑ Creo, Princesa, que no es muy có modo hablar de eso en este momento ‑ dijo Natacha con una dignidad y una frialdad extraordinarias, y las lá grimas le apagaron la voz.

«¿ Qué he dicho? ¿ Qué he hecho? », pensó así que hubo Salido de la estancia.

Aquel dí a, Natacha se hizo esperar mucho a comer. Sentada en su dormitorio, lloraba como una niñ a y se sonaba ruidosamente. Sonia estaba a su lado y le besaba el pelo.

‑ Natacha, ¿ qué tienes? Pero ¿ qué importa todo eso? Ya pasará, Natacha ‑ le decí a Sonia.

‑ No, si supieras có mo hiere...

‑ No digas eso, Natacha, tú no tienes ninguna culpa. ¿ Qué te importa? Abrá zame.

Natacha levantó la cabeza, abrazó y besó a su amiga en los labios y descansó su rostro hú medo en el de Sonia.

‑ Ya lo sé que nadie tiene la culpa. La tengo yo. Pero todo eso hace mucho dañ o. ¡ Ah!, ¿ por qué no viene? ‑ decí a Natacha.

Cuando bajó a comer tení a los ojos enrojecidos. Marí a Dmitrievna, que sabí a có mo habí a recibido el Prí ncipe a los Rostov, daba a entender que no se daba cuenta de la tristeza de Natacha, y durante la comida bromeó con mucha animació n con el Conde y los demá s visitantes.

 

II

Aquella noche, los Rostov fueron a la ó pera; Marí a Dmitrievna habí a adquirido las localidades. Natacha no querí a ir, pero era imposible corresponder con una negativa a aquella atenció n que Marí a Dmitrievna tení a precisamente para ella. Cuando, ya arreglada y a punto de salir, pasó al saló n para esperar a su padre, se encontró bella al mirarse al espejo, muy bella y aú n se entristeció má s, con una tristeza dulce y afectuosa.

«Dios mí o, si é l estuviera aquí no serí a como antes, estú pidamente tí mida ante cualquier cosa, sino que lo abrazarí a, lo apretarí a muy fuerte, le obligarí a a mirarme con aquellos ojos curiosos, como me miraba muy a menudo, y enseguida le harí a reí r a la fuerza, como reí a entonces ‑ pensaba Natacha ‑. ¿ Qué tengo yo que ver con su padre y su hermana? Yo só lo le quiero a é l; amo su rostro, sus ojos, su sonrisa viril e infantil a la vez... No, vale má s no pensar en ello, olvidar, olvidarlo todo por ahora. No podrí a soportar esta espera y llorarí a. » Se alejó del espejo haciendo un esfuerzo para contener las lá grimas. «¿ Có mo puede querer Sonia a Nicolá s tan resignadamente, tan tranquilamente y esperar tanto tiempo con esta paciencia? », pensó mirando a Sonia, que entraba vestida y con un abanico en la mano. «No, ¡ ella es muy diferente, pero yo no puedo! »

Natacha en aquel momento se sentí a tan tierna, tan dulce, que no tení a bastante con amar y saberse amada; necesitaba besar al hombre amado, escucharle palabras de amor, porque su corazó n desbordaba este sentimiento. Mientras iba hacia el carruaje al lado de su padre y miraba soñ olienta las luces que se deslizaban sobre el cristal cubierto de escarcha, aú n se sentí a má s tierna y má s triste y hasta olvidaba con quié n estaba y adó nde iba. En la hilera de coches, el de los Rostov, haciendo crujir la nieve bajo sus ruedas, se acercaba al teatro. Natacha y Sonia bajaron ligeras recogié ndose las faldas; el viejo Conde bajó ayudado por los criados, y, entre las damas y los caballeros que entraban y entre los vendedores de programas, los tres penetraron en el corredor de los palcos. Detrá s de la puerta cerrada se oí a la mú sica.

‑ Natacha, el cabello ‑ murmuró Sonia.

El criado, corté smente, se deslizó ante ellas y abrió la puerta del palco. La mú sica se oí a má s distintamente; la hilera iluminada de palcos brillaba de mujeres con los brazos desnudos y el patio chispeaba de uniformes.

La dama que entró en el palco contiguo observó a Natacha con una mirada de envidia femenina.

El teló n aú n no se habí a levantado, iniciá base la sinfoní a. Natacha, alisá ndose el vestido, entró con Sonia y se sentó de cara a la fila iluminada de palcos del otro lado. La sensació n, no experimentada desde hací a mucho tiempo, de centenares de ojos que le miraban los brazos y el cuello desnudos se apoderó de ella de sú bito desagradablemente, y le excitaron una serie de recuerdos, de deseos correspondientes a aquella sensació n.

Las dos muchachas, notablemente bonitas, acompañ adas del conde Ilia Andreievitch, al que hací a tiempo no se le veí a en Moscú, atraí an la atenció n general. De otra parte, todo el mundo conocí a vagamente las relaciones de Natacha con el prí ncipe André s; se sabí a que los Rostov habí an ido a vivir al campo, y la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia era mirada con curiosidad.

Todo el mundo encontraba que Natacha, desde que viví a fuera de allí, habí a ganado en belleza, y aquella noche, a causa de la emoció n, estaba má s bella que de costumbre. Impresionaba por la plenitud de vida y de belleza ligada a la indiferencia para todo lo que la rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie; su brazo delgado, desnudo hasta el codo, se apuntalaba en la barandilla, cubierta de terciopelo, e inconscientemente se abandonaba arrugando el programa segú n el ritmo de la sinfoní a.

Ante la orquesta, en el centro, vuelto de espaldas al escenario, Dolokhov estaba de pie, con su pelo espeso, rizado, echado hacia atrá s; llevaba traje persa. Era el punto de mira de toda la sala, y, con todo y saber que lo miraban, se mantení a con tanto aplomo como si estuviera en su casa. A su alrededor se agrupaba la juventud dorada de Moscú, y se veí a bien que é l la dirigí a.

En el palco vecino apareció una dama bella y de buen porte, con una trenza enorme, la espalda y el pecho muy escotados, blancos y opulentos. El doble collar de gruesas perlas rodeaba su cuello. Tardó un buen rato en instalarse, haciendo crujir la falda de seda.

Natacha, a pesar suyo, miraba aquel cuello, aquellos hombros, aquellas perlas y aquel peinado y admiraba su belleza. Mientras Natacha la miraba por segunda vez, la dama se volvió y tropezó con la mirada del conde Ilia Andreievitch, que conocí a a todo el mundo; el Conde se inclinó y le dirigió la palabra.

‑ ¿ Hace mucho tiempo que está aquí, Condesa? Iré a besarle la mano. Yo he venido para resolver unos negocios y he traí do a las niñ as. Dicen que Semionovna trabaja divinamente. ¿ El conde Pedro Kirilovich se acuerda de nosotros? ¿ Está aquí?

‑ Sí, tení a intenció n de venir ‑ dijo Elena; y miró atentamente a Natacha.

El conde Ilia Andreivitch volvió a ocupar su sitio.

‑ Es hermosa, ¿ eh? ‑ murmuró el viejo Conde.

‑ Es una maravilla. Comprendo que se enamoren de ella ‑ replicó Natacha.

En aquel momento sonaba el ú ltimo acorde de la obertura y el director de orquesta golpeaba el atril con su batuta. En el patio, los caballeros que entraban retrasados se acomodaban en sus respectivos asientos.

Se levantó el teló n.

Enseguida, en los palcos y en el patio se hizo el silencio; los hombres, viejos y jó venes, de uniforme o de etiqueta, todas las damas, con sus bustos cubiertos de pedrerí a, fijaron á vidamente su atenció n en la escena. Natacha miró tambié n.

 

III

Llegada del campo y en aquella disposició n seria en que se encontraba Natacha, todo aquello, le pareció bá rbaro y grosero. No podí a seguir el curso de la ó pera ni podí a escuchar la mú sica; veí a só lo cartones pintados, hombres y mujeres extrañ amente vestidos que, bajo una luz cruda, se moví an de una manera rara, hablaban y cantaban. Sabí a lo que querí a representar todo aquello, pero en conjunto era tan fingido, tan poco natural, que tan pronto se avergonzaba por los comediantes como se reí a. Miraba las caras de los espectadores a su alrededor, y buscaba en ellas el mismo sentimiento de extrañ eza que ella experimentaba, pero todos estaban atentos a lo que pasaba en la escena y expresaban una admiració n que a Natacha le parecí a fingida. «Probablemente debe ser así », pensaba. Seguí a mirando las hileras de cabezas llenas de pomada del patio, las damas escotadas de los palcos y, sobre todo, a su vecina Elena, que, apenas vestida, con una sonrisa quieta y tranquila, no apartaba los ojos del escenario; y sentí a la luz clara que llenaba la sala y el aire que la multitud calentaba. Poco a poco, Natacha empezó a entrar en un estado de embriaguez que hací a mucho tiempo no habí a sentido. No se acordaba de quié n era, ni sabí a dó nde estaba, ni lo que hací an ante ella.

Miraba y pensaba, y las ideas má s raras, las má s inesperadas, sin conexió n, le pasaban por la mente. Tan pronto le acudí a la idea de saltar al escenario, de cantar el aria que entonaba la actriz, como, con el abanico, querí a tocar a un viejecito sentado cerca de ella o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.

En uno de aquellos momentos, cuando en la escena todo estaba silencioso esperando la entrada de un aria, la puerta de entrada al patio rechinó por el lado del palco de Elena y se oyeron pasos de hombres. «¡ Kuraguin! », murmuró alguien. La condesa Bezukhov se volvió sonriente hacia el que entraba. Natacha miró en la misma direcció n de los ojos de la Condesa y vio a un ayudante de campo de bella estampa, seguro y corté s a un tiempo, que se acercaba a un palco. Era Anatolio Kuraguin, que hací a tiempo no se dejaba ver y que era recordado desde el baile de San Petersburgo. Llevaba el uniforme de ayudante de campo, con unas charreteras de aiguillettes. Andaba con aire contenido y bravo, que hubiese sido ridí culo si é l no hubiera sido tan hermoso y si en su rostro no apareciera aquella expresió n de satisfacció n jovial y alegre. A pesar de haber empezado la representació n, andaba por la alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear ligeramente las espuelas y el sable, alta la hermosa cabeza perfumada. Mirando a Natacha, se acercó a su hermana, apoyó la mano izquierda en la barandilla del palco, le hizo una señ a con la cabeza e, incliná ndose, le preguntó algo designando a Natacha.

‑ ¡ Muy bonita! ‑ dijo refirié ndose evidentemente a Natacha, que má s bien lo comprendí a por el movimiento de los labios que por lo que oí a. Enseguida se puso en primera fila, se sentó al lado de Dolokhov, al que tocó amistosamente con el codo y con negligencia, contrariamente a los demá s, que lo trataban con tantos miramientos. Le sonrió, guiñ ando el ojo, y apoyó el pie delante.

‑ ¡ Có mo se parecen hermano y hermana! ¡ Qué hermosos son ambos! ‑ dijo el Conde.

El primer acto habí a terminado. Los mú sicos se levantaron y dejaron sus puestos.

El palco de Elena se llenaba, y ella, rodeada, por el lado del patio, de los hombres má s espirituales y má s ilustres, parecí a querer envanecerse con su amistad.

Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvo de pie cerca del escenario, al lado de Dolokhov, mirando el palco de los Rostov. Natacha veí a que hablaban de ella y se sentí a muy satisfecha. Se volví a de manera que la pudieran ver de perfil, porque creí a que aquella posició n la favorecí a. Antes de empezar el segundo acto, Pedro, al que los Rostov aú n no habí an visto desde que habí an llegado, apareció en el patio. Tení a cara triste y habí a engordado en el tiempo que Natacha no lo habí a visto. Sin fijarse en nadie, pasó a primera fila; Anatolio se le acercó y le dijo algo, señ alando el palco de los Rostov.

Pedro se animó al ver a Natacha y, resuelto, atravesó las filas hasta llegar al palco. Apoyado en é l, sonriente, conversó con Natacha.

Durante la conversació n con Pedro, Natacha oí a en el palco de Elena una voz de hombre; adivinó que era la de Kuraguin. Se volvió y sus miradas se encontraron. É l, casi sonriendo, la miró de hito en hito a los ojos, con una mirada tan entusiasta y tan tierna, que a ella le pareció extrañ o encontrarse tan cerca de é l, que la mirase de aquella forma, convencida de agradarle y no conocerlo.

Durante el segundo acto, cada vez que Natacha miraba los asientos de la orquesta veí a a Anatolio Kuraguin que, con el brazo apoyado en el respaldo de la butaca, la miraba. Natacha estaba encantada de verle tan entusiasmado con ella y no pensaba que en aquello pudiera haber nada malo.

Cuando hubo terminado el segundo acto, la condesa Bezukhov se levantó, se volvió hacia el palco de los Rostov (su escote era tan enorme que podí a decirse que llevaba el pecho desnudo), con la mano enguantada hizo una señ a al Conde y, sin hacer caso de los que entraban en su palco, se puso a hablar con é l, sonriendo graciosamente.

‑ Pero presé nteme usted a sus deliciosas hijas ‑ le dijo ‑; todo el mundo habla de ellas y yo no las conozco.

Natacha se levantó e hizo una reverencia a la esplé ndida Condesa. El elogio de aquella deslumbradora beldad era tan agradable a Natacha que se sofocó de alegrí a.

‑ Ahora yo tambié n me quiero volver moscovita ‑ dijo Elena ‑. ¿ Có mo no le da a usted vergü enza de haber enterrado unas perlas así en el campo?

La condesa Bezukhov tení a justa fama de mujer amable. Podí a decir lo que no pensaba y agradara con sencillez y naturalidad.

‑ Querido Conde, me permitirá usted que me ocupe de sus hijas, aunque, lo mismo que usted, estoy aquí de paso. Procuraré distraerlas. He oí do hablar mucho de usted en San Petersburgo y tení a muchas ganas de conocerla ‑ dijo a Natacha, con una sonrisa amable y graciosa ‑. He oí do hablar a mi paje Drubetzkoi, ya saben que se casa, y del amigo de mi marido, Bolkonski, el prí ncipe André s Bolkonski ‑ dijo con un acento particular, dando a entender que conocí a el noviazgo de Natacha.

Para estrechar las relaciones, pidió que una de las muchachas pasara el resto de la velada en su palco, y Natacha pasó a é l.

 

IV

En el entreacto, el aire frí o se filtró en el palco de Elena; la puerta se abrió y Anatolio entró incliná ndose, para no molestar a nadie.

‑ Permí tame que le presente a mi hermano ‑ dijo Elena; y sus ojos inquietos fueron de Natacha a Anatolio.

Natacha, por encima de los hombros desnudos, alargo la linda cabeza hacia el joven oficial y sonrió.

Anatolio, que tan guapo estaba de lejos como de cerca, se sentó a su lado, dicié ndole que hací a mucho tiempo que anhelaba aquel placer, desde el baile de Naristchkin, donde habí a tenido el inolvidable gozo de verla.

Con las mujeres, Kuraguin era mucho má s inteligente y sencillo que con los hombres; hablaba atrevidamente y con simplicidad, y Natacha estaba agradablemente sorprendida de aquel hombre del que se contaban tantas cosas y que no tan só lo no tení a nada de terrible, sino que, al contrario, poseí a la sonrisa má s ingenua, má s alegre y má s dulce del mundo.

Kuraguin le preguntó la impresió n que le habí a producido el espectá culo, y contó que en la representació n anterior Semionovna se habí a caí do mientras representaba.

‑ ¿ Sabe usted, Condesa, que tendremos un baile de má scaras en nuestra casa? Deberí a usted venir. Se reunirá n todos en casa de Kuraguin.

‑ Tiene usted que venir, de veras, se lo ruego‑ le dijo de pronto, hablá ndole como si se tratara de una antigua amistad.

Y al decir esto no apartaba los risueñ os ojos del cuello y de los brazos desnudos de Natacha. Ella estaba segura de que é l la admiraba; estaba contenta, pero no sabí a por qué su presencia demasiado pró xima le era penosa. Cuando no la miraba a los ojos, se imaginaba que le miraba fijamente los hombros, y, a su pesar, interponí a su mirada, porque preferí a que la mirase a los ojos. Pero cuando la miraba a los ojos sentí a con espanto que entre los dos no existí a ningú n obstá culo, ni aun la incomodidad que siempre sentí a entre ella y los demá s hombres. Natacha, sin darse cuenta, a los cinco minutos se sentí a enteramente pró xima a aquel hombre. Cuando se volvió temí a que le cogiese el brazo desnudo o que la besase en el cuello. Hablaron de las cosas má s simples y, no obstante, sentí a que entre ellos existí a una intimidad que no habí a tenido nunca con ningú n hombre. Natacha se volvió hacia Elena y su padre para preguntarles qué significaba aquello; pero Elena estaba abstraí da en una conversació n con un general y no correspondió a su mirada, y la de su padre no le dijo má s que lo que le decí a siempre: «¿ Está s contenta? ¿ Sí? ¡ Pues yo tambié n! »



  

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