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OCTAVA PARTE



I

Nicolá s Rostov se habí a convertido en un muchacho de maneras rudas, bueno, a quien las amistades de Moscú encontraban no muy recomendable, pero que era amado y respetado por sus compañ eros, los subalternos y los jefes y que estaba satisfecho de su vida.

En aquellos ú ltimos tiempos, en l809, su madre se quejaba frecuentemente en sus cartas; le decí a que los negocios iban cada dí a peor y que deberí a volver a casa para consolar y hacer compañ í a a sus viejos padres.

Al leer estas cartas, Nicolá s temí a que quisieran hacerlo salir de aquel medio, en el cual, desligado de todas las preocupaciones de la vida, se encontraba tan tranquilo y satisfecho. Comprendí a que, tarde o temprano, le serí a preciso volver al engranaje de la vida: atar y desatar negocios, llevar cuentas con los administradores, discusiones, intrigas, relaciones, trato social, el amor de Sonia y la palabra dada.

Todo esto era horriblemente difí cil y complicado, y contestaba a las cartas de su madre con otras frí as, clá sicas, que empezaban así: «Querida mamá », y acababan con: «Su obediente hijo», pasando por alto todo lo que pudiera hacer referencia a su vuelta. En 1810 recibió una carta de sus padres que le anunciaban que Natacha se habí a prometido a Bolkonski y que la boda no se celebrarí a hasta despué s de un añ o, porque el viejo Prí ncipe no daba su consentimiento. Esta carta entristeció y ofendió a Nicolá s. En primer lugar, le dolí a que Natacha se marchara, porque la querí a má s que a nadie de la familia; en segundo lugar, en calidad de hú sar, se dolí a de no haberse encontrado en su casa para demostrar a aquel Bolkonski que no era un gran honor su parentesco y que, si verdaderamente amaba a Natacha, podrí a prescindir del consentimiento paterno. Durante un momento dudó si pedir permiso para ver a Natacha prometida, pero las maniobras se acercaban, y despué s pensaba en Sonia, en las preocupaciones de los negocios, y aplazó otra vez el viaje. Sin embargo, en la primavera recibió una carta que su madre le habí a escrito a escondidas del Conde, y aquella carta le decidió a marcharse. Le decí a que si no regresaba, si no se ocupaba de los negocios, las tierras se venderí an pú blicamente y se verí an todos reducidos a la mendicidad; que el Conde estaba muy avejentado, que se habí a confiado mucho a Mitenka, que era bueno y que todo el mundo le habí a engañ ado, que todo se hundí a. «En nombre de Dios, te pido que vengas inmediatamente si no quieres hacernos desgraciados», escribí a la Condesa.

Esta carta impresionó a Nicolá s. Poseí a aquel buen sentido de la mediocridad, que le dictaba lo que debí a hacer.

Habí a llegado la hora de marcharse, si no licenciá ndose, por lo menos pidiendo un permiso. ¿ Para qué era necesario marcharse? No lo sabí a, pero, despué s de haber dormido bien, despué s de haber comido, ordenó que le ensillaran su gris Marte, un trotador muy fogoso, que hací a tiempo no habí a salido, y al llegar al alojamiento con el caballo echando espuma por la boca, dijo a Lavrutchka ‑ Rostov se habí a quedado con el asistente de Denisov ‑ y a los compañ eros que salieron a verle que le habí an dado un permiso y que se marchaba a su casa. A pesar de que le hubiera sido difí cil y extrañ o pensar que se marchaba y no sabrí a nada del Estado Mayor ‑ lo cual le interesaba particularmente ‑, si serí a ascendido a capitá n y si le darí an la condecoració n de Ana en las ú ltimas maniobras; por extrañ o que le pareciera pensar que se iba a marchar sin vender al conde polaco Golukonsky los tres caballos que pretendí a y de los que pensaba sacar dos mil rublos; por incomprensible que le pareciera su no asistencia al baile que unos hú sares habí an de dar a la señ ora Pchasdetzka para rivalizar con los ulanos, que daban otro a la señ ora Borjozovska, sabí a que debí a abandonar aquella buena vida e ir a alguna parte, allí donde todo eran tonterí as y preocupaciones. Al cabo de una semana recibió el permiso. Los hú sares, no só lo sus compañ eros de regimiento, sino tambié n los de la brigada, le ofrecieron una comida de quince rublos el cubierto, con orquesta y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Bassov; los oficiales, borrachos, zarandearon, abrazaron y dejaron caer a Rostov; los soldados del tercer escuadró n volvieron a zarandearlo y gritaron «¡ hurra! » Por ú ltimo, pusieron a Rostov en el trineo y lo acompañ aron hasta la primera parada.

Hasta la mitad del camino, desde Krementchug a Kiev, todos los pensamientos de Rostov eran aú n para el escuadró n, pero a partir de ese instante se olvidó de sus caballos, del sargento Dojoveika, y se preguntó con inquietud qué encontrarí a en Otradnoie. Cuanto má s se acercaba, con má s y má s fuerza‑ como si el sentido moral estuviera sometido a la ley de la velocidad de caí da de los cuerpos ‑ pensaba en su casa. En la ú ltima parada, antes de Otradnoie, dio tres rublos al postilló n para que bebiera, y como un chiquillo subió la escalera del portal de su casa.

Despué s de las expansiones de la llegada, pasada ya la extrañ a impresió n de disgusto que experimentó Rostov al no encontrar lo que imaginaba («Siempre será n los mismos‑ pensaba ‑. ¿ Por qué me he preocupado tanto? »), Nicolá s empezó a acostumbrarse a su antiguo ambiente. Su padre y su madre eran los mismos que antes, ú nicamente habí an envejecido algo. Hallaba en ellos cierta inquietud y a veces cierto desacuerdo, cosa que no habí a conocido nunca y que provení a, Nicolá s lo supo pronto, de la marcha dificultosa de los negocios. Sonia tení a ya diecinueve añ os. Habí a dejado de embellecerse, ya no prometí a nada nuevo, pero lo que poseí a era suficiente. Toda su persona respiraba felicidad y amor desde que Nicolá s habí a vuelto, y el amor constante, inconmovible, de aquella muchacha actuaba alegremente sobre é l. Petia y Natacha fueron los que má s sorprendieron a Nicolá s.

Petia ya era un muchacho de trece añ os, listo, inteligente y muy gracioso, cuya voz empezaba a madurar. Natacha dejó admirado a Nicolá s durante mucho tiempo, y siempre que la miraba sonreí a.

‑ ¡ No eres la misma! ‑ decí a.

‑ ¿ No? ¿ Má s fea?

‑ Al contrario...; pero infundes respeto. ¡ La Princesa! ‑ le murmuraba.

‑ Sí, sí ‑ decí a alegremente Natacha. Le explicó su novela con el prí ncipe André s, la llegada de é l a Otradnoie y le enseñ ó la ú ltima carta que habí a recibido ‑. ¿ Qué, está s contento? Yo estoy tan tranquila ahora, ¡ soy tan feliz!

‑ Muy contento ‑ repitió Nicolá s ‑. Es un buen chico. ¡ Bueno! Y tú, ¿ está s enamorada?

‑ No sé qué decirte. Lo he estado de Boris, del profesor, de Denisov, pero no era esto. Ahora me siento tranquila, calmada. No hay mejor hombre que é l y me siento bien y confiada. Es muy distinto de otras veces.

Nicolá s expresó a Natacha el disgusto que le ocasionaba aquel aplazamiento de un añ o, pero Natacha, encolerizá ndose un poco contra su hermano, le demostraba que no podí a ser de otro modo, que no estarí a bien entrar en la familia contra la voluntad de su padre. Ella preferí a tambié n que fuera así.

‑ No lo comprendes, no lo comprendes, vaya‑ decí a.

Nicolá s calló sin cambiar de opinió n.

A menudo quedaba extrañ ado al verla; no le parecí a una prometida enamorada separada del prometido. Nicolá s se extrañ aba de esto e incluso miraba con desconfianza el noviazgo con Bolkonski. No creí a que el destino de su hermana estuviera decidido, tanto má s cuanto que no veí a al prí ncipe André s a su lado.

Siempre le parecí a que habí a algo que no marchaba bien entre aquel futuro matrimonio.

«¿ Por qué el aplazamiento? ¿ Por qué prescindir de la ceremonia de la promesa? », pensaba. Una vez, hablando de Natacha con su madre, con gran extrañ eza por su parte y con í ntima satisfacció n, dió se cuenta que, en el fondo de su alma, la madre veí a tambié n a veces con disgusto aquella boda.

‑ ¿ Ves? Escribe ‑ dijo enseñ ando a su hijo la carta del prí ncipe André s, con aquel sentimiento escondido de hostilidad de la madre por la futura felicidad conyugal de la hija‑. No tiene mucha salud. De esto no habla nunca con Natacha. No hagas caso de su alegrí a; es su ú ltima é poca de soltera; pero no sé có mo se pone cada vez que recibimos alguna carta. Debemos creer que, con la ayuda de Dios, irá todo bien ‑ acababa, y añ adí a siempre ‑: ¡ Es un hombre admirable!

 

II

Al llegar, Nicolá s estaba serio e incluso triste. La obligació n de introducirse en aquel enojoso asunto de la explotació n, por lo que su madre le habí a obligado a volver, le contrariaba. Con objeto de deshacerse má s rá pidamente de esta carga, al tercer dí a de haber vuelto, hosco, sin contestar a la pregunta «¿ Dó nde vas? », con el ceñ o fruncido, dirigió se al pabelló n de Mitenka y le pidió cuentas de «todo». ¿ Qué cuentas de «todo» eran é stas? Nicolá s lo sabí a aú n menos que Mitenka, que temblaba de pies a cabeza, asustado y extrañ ado. La conversació n y las cuentas de Mitenka no duraron mucho rato.

El stá rosta[SC6] y el elegido de la comunidad, que estaban aguardando en el vestí bulo del pabelló n, oyeron con placer y tambié n con miedo, primeramente, la voz del joven Conde, que se elevaba y se hací a cada vez má s fuerte; luego las palabras injuriosas, que caí an una tras otra.

‑ ¡ Ladró n! ¡ Desagradecido...! Te haré pedazos, ¡ perro...! Conmigo no hará s como con mi padre. Has robado...

Enseguida aquella gente, con igual miedo e igual placer, vieron como el joven Conde, rojo de có lera, con los ojos inyectados, agarraba a Mitenka por el cuello del vestido, con mucha traza, y entre palabra y palabra le daba de puntapié s en el trasero, gritá ndole: «¡ Vete! ¡ No te quiero ver jamá s! ¡ Ladró n...! »

Mitenka rodó por los seis peldañ os y huyó hacia un grupo de á rboles. Este bosque era lugar seguro para los criminales de Otradnoie. El mismo Mitenka se escondí a allí cuando volví a borracho de la ciudad, y muchos habitantes de Otradnoie que se escondí an de Mitenka conocí an la fuerza saludable de aquel refugio.

La mujer y las nueras de Mitenka, con asustados rostros, aparecieron en el vestí bulo por la puerta de la habitació n donde herví a el samovar reluciente y donde se veí a el lecho del administrador con un cubrecama hecho de retales.

El joven Conde, respirando con dificultad, sin darse cuenta de nada, pasó por delante de ellas con aire resuelto y entró en la casa.

La Condesa, que inmediatamente habí a sabido por las criadas lo que ocurrí a en el pabelló n, se tranquilizó en parte pensando que la situació n econó mica de la casa se restablecerí a desde este hecho, pero le inquietaba por el efecto que aquello habí a de producir en su hijo. De puntillas se acercó a su puerta, mientras é l fumaba una pipa tras otra.

A la mañ ana siguiente, el viejo Conde llamó a su hijo y le dijo con tí mida sonrisa:

‑ ¿ Sabes, amigo mí o, que te has indignado inú tilmente? Mitenka me lo ha contado todo.

«Ya sabí a que aquí, en este mundo de imbé ciles, yo no sabrí a hacer nada bueno», pensó Nicolá s.

‑ Te has exaltado porque no habí a apuntado estos setecientos rublos. Está n apuntados, con otras cosas, en la otra pá gina; tú no lo has visto.

‑ Papá, es un pillo y un ladró n; lo sé perfectamente. Lo que hice, hecho está, pero, si quieres, no diré nada má s.

‑ No, hombre, no. ‑ El Conde estaba nervioso. Comprendí a que habí a administrado mal los bienes de su esposa y que era culpable ante sus hijos, pero no sabí a de qué modo arreglarlo ‑. No, hazme el favor de ocuparte de los negocios. Yo soy ya viejo...

‑ No, papá, perdó name si te he disgustado; yo entiendo menos que tú.

«¡ Vayan al diablo todos estos aldeanos, este dinero, estas cuentas! », pensó. Despué s de esto no intervino ya má s en los negocios, excepto una vez, cuando la Condesa le llamó y le preguntó qué debí a hacer con una orden de pago de dos mil rublos suscrita por Ana Mikhailovna.

‑ Ya te diré lo que pienso ‑ contestó Nicolá s ‑; dices que esto depende de mí; no me son simpá ticos ni Ana Mikhailovna ni Boris, pero son nuestros amigos y son pobres. Mira ‑ rompió el documento, y este acto hizo verter lá grimas de gozo a la Condesa.

Despué s, el joven Rostov no se metió en ninguna otra cuestió n; se abandonó con pasió n a una cosa nueva para é l, la caza, que en casa del viejo Conde se practicaba con grandes gastos.

 

III

El conde Ilia Andreievitch habí a renunciado al cargo de mariscal de la nobleza, porque ello implicaba muchos gastos, pero, a pesar de esto, sus negocios no se solucionaban. A menudo, Natacha y Nicolá s sorprendí an las conversaciones misteriosas e inquietantes de sus padres; oí an habladurí as sobre la venta de la rica casa patriarcal y la propiedad cercana a Moscú.

El Conde se hallaba preso entre sus asuntos como en una red inmensa, y procuraba no darse cuenta de que a cada paso se enredaba má s y má s; no tení a fuerzas para cortar las redes que lo envolví an ni paciencia para deshacerse de ellas con prudencia.

La Condesa, con su corazó n amoroso, se daba cuenta de que sus hijos se arruinaban, que el Conde no tení a la culpa, que no podí a cambiar, que é l sufrí a demasiado, aunque lo disimulara, con su ruina y la de sus hijos, y ella buscaba el modo de solucionarlo. Su talento de mujer só lo veí a un camino: el matrimonio de Nicolá s con una rica heredera. Comprendí a que era la ú ltima esperanza y que, si rechazaba el partido que ella le preparaba, habrí a que despedirse para siempre de la posibilidad de reparar la situació n. Aquel partido era Julia Kuraguin, la hija de unos padres buenos y virtuosos, a la que Rostov conocí a de niñ a y que desde la muerte del ú ltimo hermano que le quedaba habí a pasado a ser una de las má s ricas herederas.

La Condesa escribió directamente a la señ ora Kuraguin a Moscú, proponiendo casar a su hijo con su hija, y recibió una contestació n favorable. La señ ora Kuraguin contestó que, por su parte, consentí a, pero que todo dependí a de su hija. La señ ora Kuraguin invitaba a Nicolá s a pasar algunos dí as en Moscú.

Muchas veces, la Condesa, con lá grimas en los ojos, decí a a su hijo que su ú nico deseo, ahora que ya podí a considerarse tranquila con respecto a sus dos hijas, era verle casado. Decí a que despué s podrí a morir tranquila. Luego daba a entender que habí a pensado en una muchacha encantadora y procuraba adivinar la opinió n de su hijo con respecto al matrimonio.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba a Nicolá s que fuese a divertirse a Moscú durante las fiestas. Nicolá s adivinaba el fin de las conversaciones de su madre, y un dí a la hizo hablar claramente. Ella le confesó que la ú nica esperanza de salvar la situació n era su matrimonio con la señ orita Kuraguin.

‑ Y si me enamorara de una muchacha sin fortuna, ¿ me exigirí as que sacrificara mi amor y mi honor al dinero? ‑ le preguntó, sin comprender la crueldad de la pregunta, queriendo solamente demostrar su nobleza de sentimientos.

‑ No, no me comprendes ‑ dijo la madre, no sabiendo có mo justificarse ‑. No me has comprendido, Nicolá s. Yo quiero tu felicidad ‑ añ adió y, comprendiendo que no decí a la verdad y se embrollaba, rompió a llorar.

‑ No llores, mamá; dime só lo que lo deseas y daré mi vida, todo, con tal que esté s tranquila. Lo sacrificaré todo por ti, hasta mi corazó n.

Pero la Condesa no querí a plantear la cuestió n de aquel modo. No querí a sacrificar a su hijo; ella sí hubiese querido sacrificarse por é l.

‑ No; no me has comprendido; no hablemos má s ‑ dijo, secá ndose las lá grimas.

«Sí, pero si yo amo a una muchacha pobre ‑ se dijo Nicolá s ‑, he de sacrificar, pues, mi corazó n y mi felicidad al dinero. Me parece increí ble que mamá me haya dicho esto. Así, pues, porque Sonia es pobre, ¿ no puedo quererla, no puedo corresponder a su amor fiel y abnegado? Seguro que seré má s feliz con ella que con una muñ eca como Julia. Puedo sacrificar mi corazó n en bien de mis padres, pero no puedo imponerme a mis sentimientos. Si amo a Sonia, mi amor es má s fuerte y está por encima de todo. »

No fue a Moscú; la Condesa no volvió a hablarle del matrimonio y, con tristeza y a veces con có lera, observaba un acercamiento cada vez má s acentuado entre su hijo y Sonia, que no tení a dote. Le dolí a, pero no podí a evitar demostrar su disgusto a Sonia, riñ é ndola a menudo sin motivo, tratá ndola de «usted» y llamá ndola «querida». Lo que má s disgustaba a la buena Condesa era, precisamente, que Sonia, aquella sobrina pobre de ojos negros, fuera tan dulce, tan buena, tan fiel, tan agradecida a sus bienhechores, tan constante en el amor a Nicolá s, que fuese imposible reprocharle nada.

Nicolá s terminaba su permiso. Se habí a recibido una carta del prí ncipe André s, desde Roma, en la que decí a que habrí a ya regresado a Rusia si, de pronto, a consecuencia del clima cá lido, no se le hubiera abierto la herida. Esto le obligaba a retardar su regreso hasta la entrada de añ o.

Natacha estaba tambié n enamorada de su prometido, tambié n estaba confiada en este amor y tambié n se sentí a accesible a las alegrí as de la vida. Pero, al cabo de cuatro meses de separació n, pasaba largas temporadas de tristeza que no podí a dominar.

Se consideraba digna de lá stima; le dolí a aquel tiempo perdido para ella, precisamente cuando se sentí a tan dispuesta a amar y a ser amada.

En casa de los Rostov no habí a mucha alegrí a.

 

IV

Llegó Navidad, y, aparte de la misa solemne, de las felicitaciones solemnes y enojosas de los vecinos y de los domé sticos, de los vestidos y los abrigos nuevos, no hubo nada de particular.

Con un frí o sin viento y un sol claro y resplandeciente durante el dí a, uno sentí a la necesidad de celebrar la fiesta de una manera u otra.

El tercer dí a, despué s de comer, todos los familiares se dispersaron por la casa. Era el momento má s enojoso de la jornada. Nicolá s, que por la mañ ana habí a ido a casa de los vecinos, se quedó dormido en el divá n. El viejo Conde descansaba en su gabinete. Sonia estaba sentada a la mesa redonda del saló n y calcaba un dibujo. La condesa hací a un solitario. Natacha entró en el saló n y se acercó a Sonia, mirando lo que hací a; despué s se acercó a su madre y, en silencio, quedó se quieta.

‑ ¿ Qué te pasa, que vas de un lado a otro como un alma en pena? ‑ le preguntó su madre.

‑ ¡ Le necesito..., le necesito enseguida! ‑ dijo Natacha muy seria, los ojos relucientes.

La Condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija.

‑ No me mires, mamá, no me mires, porque lloraré.

‑ Ven aquí; sié ntate a mi lado ‑ dijo la Condesa.

‑ Mamá, le necesito. ¡ Me aburro tanto! ¿ Por qué será?

La voz se le ahogó en la garganta; las lá grimas asomaron a sus ojos. Para ocultarlas, se volvió rá pidamente y salió del saló n.

 

Los criados, disfrazados de osos, de turcos, de taberneros, de grandes damas, terribles y extrañ os, llevaban consigo el frí o y la alegrí a; primero estrechamente amontonados en la antesala, luego, escondié ndose uno tras otro, aparecieron en el saló n y con timidez, luego má s alegres, poco a poco empezaron sus canciones, sus bailes, sus rondas y los juegos de Nochebuena.

La Condesa reconocí a las caras, se reí a de los disfraces; despué s pasó a la sala. El Conde, con su sonrisa en el rostro, se quedó en el saló n, aprobando a los bromistas. Los jó venes habí an desaparecido.

Al cabo de media hora entraron otras má scaras: una vieja dama con paniers era Nicolá s; una turca, Petia; un clown[SC7], Dimmler; un hú sar, Natacha; un circasiano, Sonia, con un bigote y unas cejas pintadas con corcho quemado.

Despué s de la alegre sorpresa, la broma de no reconocer a los disfrazados y los elogios de los presentes, los jó venes se creyeron tan bien ataviados que sintieron el deseo de mostrarse ante alguien má s. Nicolá s, que querí a pasear a todo el mundo en su troika[SC8] por el magní fico camino, propuso llevarse diez criados disfrazados e ir a casa del tí o.

‑ No, le darí ais demasiado la lata ‑ dijo la Condesa ‑, y en su casa no hay sitio para tanta gente. Si queré is ir a casa de alguien, id a casa de los Melukhov.

La señ ora Melukhov era una viuda que tení a dos hijos de edad distinta, que tambié n tení an preceptores e institutrices. Viví an a cuatro verstas de los Rostov.

‑ Creo que tiene razó n ‑ dijo el anciano Conde sacudié ndose ‑. Bueno, me visto en un momento e iré con vosotros. Ya veré is qué algazara.

Pero la Condesa no le dejó salir, pues hací a dí as que tení a dolor en la pierna. Se decidió que Ilia Andreievitch no podí a salir, pero que si Luisa Ivanovna y la señ ora Chausse querí an acompañ arlos, las señ oritas podrí an ir a casa de los Melukhov. Sonia, siempre tí mida, suplicó con insistencia a Luisa Ivanovna que accediera. Sonia era la mejor ataviada. El bigote y las cejas le sentaban muy bien; todos decí an que estaba preciosa y ella se encontraba de un humor inmejorable, animada, ené rgica. Una voz interior le decí a que su suerte habí a de decidirse aquel dí a o nunca; vestida de hombre parecí a otra persona. Luisa Ivanovna consintió al fin y, al cabo de media hora, cuatro troikas con campanillas se acercaban al portal con los patines crujiendo sobre la nieve helada.

Natacha dio antes que los demá s el tono de la alegrí a de aquel dí a de Navidad, y aquella alegrí a, pasando del uno al otro, crecí a y crecí a y llegó al má ximo en el momento en que el grupo salió de la casa y, hablando, riendo y gritando, se instalaron en los trineos.

Habí a dos troikas del servicio; la tercera era la del Conde, con un caballo muy trotador; la cuarta era la de Nicolá s, con su pequeñ o caballo negro, de piel á spera, en el centro. Nicolá s, que se habí a puesto la capa de hú sar encima del vestido de señ ora anciana, estaba de pie en el centro del trineo y guiaba.

Hací a una noche tan clara que veí ase brillar el resplandor de la luna en las herraduras de los caballos y en los ojos de los que pasaban, que miraban asustados a los pasajeros; é stos metieron mucha bulla bajo los arcos del portal.

Natacha, Sonia, la señ ora Chausse y dos criadas se instalaron en el trineo de Nicolá s; en el del Conde, su mujer y Petia; en los demá s, los criados disfrazados.

‑ ¡ Adelante, Zakhar! ‑ gritó Nicolá s al cochero de su padre, para darse el gusto de adelantarlo en el camino.

La troika del Conde hací a crujir los patines como si se agarrara a la nieve y avanzó con la mú sica de las campanillas. Los caballos de los lados se estrechaban contra las varas y esparcí an la nieve. Nicolá s siguió a la primera troika; detrá s crují an las otras. Arrancaron al trote corto por un camino estrecho. Mientras pasaban por delante del jardí n, las sombras de los á rboles desnudos cubrí an la pista y tapaban la clara luz de la luna. Pero en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, iluminada por la luna, brillante como el diamante, de tono azulado, inmó vil, se abrió de ancho en ancho. Uno, dos; el trineo de delante recibió un trompazo que se transmitió al segundo trineo, y, rompiendo con audacia la calma profunda, los trineos se colocaron en fila.

‑ ¡ Rastro de liebres! ¡ Hay muchos agujeros! ‑ resonó en el aire helado la voz de Natacha.

‑ ¡ Qué claro se ve, Nicolá s! ‑ exclamó Sonia.

Nicolá s se volvió y se inclinó para ver má s de cerca el rostro de Sonia. Un rostro nuevo, atrayente, con cejas espesas y bigote negro, emergí a de la cebellina al claro de luna y le miraba.

«En otro tiempo era Sonia», pensó Nicolá s.

La miró má s de cerca y sonrió.

‑ ¿ Qué quieres, Nicolá s?

‑ Nada.

Y se volvió hacia los caballos.

Cuando se encontraron en la gran pista, donde el claro de luna permití a ver los rastros de los trineos, los caballos, sin que nadie les obligase, tendieron las riendas y aceleraron el paso. El caballo de la izquierda, al volver la cabeza, estiraba las riendas; el de en medio se mecí a, levantando las orejas como si preguntara: «¿ Debemos empezar o debemos esperar todaví a un poco? » Delante, distanciada, se veí a sobre la blanca nieve la troika negra de Zakhar, que hací a repicar las pesadas campanillas; desde su trineo se oí an las exclamaciones animadas, las risas y las voces de las má scaras.

‑ ¡ Eh! ¡ Compañ eros! ‑ gritó Nicolá s. Estiró las riendas de un lado e hizo un movimiento con la mano armada con un lá tigo.

Só lo por el viento que levantaban al pasar y por lo tensos que marchaban los caballos se podí a observar con qué rapidez volaba la troika.

Nicolá s se volvió. Con las risas y los gritos, restallando el lá tigo, se obligaba a los caballos de las demá s troikas a galopar. El caballo del centro se mecí a gallardamente bajo su arco y prometí a correr má s aú n si se lo exigí an.

Nicolá s alcanzó a la primera troika. Emprendieron una bajada y se hallaron en la pista ancha y lisa, en un campo, cerca del rí o. «¿ Por dó nde pasamos? ‑ pensó Nicolá s ‑. Seguramente por el prado. Pero esto es nuevo, no recuerdo haberlo visto nunca. Esto no es ni el prado de Kossoi ni el monte Diomkino. ¡ Dios sabe lo que es! Esto es algo nuevo y má gico. ¡ Bien, es igual! » Y gritando al caballo, alcanzó y pasó a la primera troika.

Zakhar retení a los caballos y volví a la cara, cubierta de hielo hasta las cejas.

Nicolá s lanzó los caballos a rienda suelta. Zakhar alargó los brazos, chascó la lengua y puso los suyos al galope.

‑ Tenga cuidado, señ or ‑ pronunció Zakhar.

Las dos troikas volaban una al lado de la otra y las patas de los caballos se cruzaban cada vez má s a menudo.

Nicolá s adelantaba. Zakhar, sin cambiar de posició n, con las manos hacia delante, levantó un brazo con las riendas.

‑ Te equivocas, señ or ‑ gritó a Nicolá s.

Nicolá s dejaba galopar a los caballos y adelantaba a Zakhar. Los caballos echaban una nube de nieve seca al rostro de los viajeros. Por todos lados se oí an gritos de mujeres y el crujir de los trineos sobre la nieve.

Nicolá s paró de nuevo los caballos y observó a su alrededor. La misma llanura má gica salpicada de estrellas, bañ ada con la luz de la luna, se extendí a ante su vista. «Zakhar me dice que vaya por la izquierda, pero ¿ por qué? ‑ pensó Nicolá s‑. ¿ Vamos a casa de los Melukhov o al pueblecito de Melukhova? Dios sabe dó nde vamos. ¡ Esto es extrañ o y delicioso! », y miró el trineo.

‑ Mira qué blancos está n el bigote y las cejas de esta personita ‑ dijo una de las personas sentadas en el trineo, señ alando a Natacha ‑. Es extrañ a, bonita, con un fino bigote y espesas cejas.

«Me parece que es Natacha ‑ dí jose Nicolá s ‑ y aqué lla la señ ora Chausse, ¿ quié n sabe? ¡ Y el circasiano con bigote no sé quié n es, pero me gusta! »

‑ ¿ Tené is frí o? ‑ Preguntó.

‑ Sí, sí ‑ contestaron unas voces riendo.

«He aquí un bosque má gico, con sombras negras, movibles y brillantes, con un tramo de peldañ os de má rmol y de cobertizos plateados, palacio de hadas y un agudo grito de animal. Sí, en efecto, esto es Melukhova. Aú n será má s extrañ o que, yendo a la ventura, llegá semos a Melukhova», pensó Nicolá s.

Y, efectivamente, era Melukhova y aparecieron en el portal criados y mozos con rostros risueñ os, llevando bují as encendidas en la mano.

‑ ¿ Quié n sois? ‑ preguntaron los del portal.

‑ ¡ Las má scaras de casa del Conde! Ya las reconozco por los caballos ‑ replicó una voz.

 

V

Cuando todos hubieron marchado de la casa de Pelagia Danilovna, Natacha, que lo observaba y lo descubrí a todo, se las arregló para instalarse con Luisa Ivanovna en el trineo, haciendo que Sonia se acomodase con Nicolá s y las criadas.

Nicolá s ya no tení a ganas de pasar delante de nadie, y de vez en cuando miraba fijamente a Sonia a la extrañ a luz de la luna, buscando en aquella luz que lo cambia todo, a travé s de las cejas y el bigote, la antigua Sonia y la Sonia nueva de la cual habí a decidido no separarse nunca. La miraba fijamente, y se daba cuenta de que era siempre la misma y siempre diferente. Respiraba a pleno pulmó n el aire helado, y, mirando la tierra que huí a bajo el trineo y el cielo estrellado, se transparentaba al reino de la magia.

‑ Sonia, ¿ te encuentras bien? ‑ le preguntaba de vez en cuando.

‑ Sí ‑ respondí a ella ‑, ¿ y tú?

A medio camino ordenó al cochero que detuviera los caballos y, corriendo, fue al trineo de Natacha y se subió a los patines.

‑ Natacha, ¿ sabes?, me he decidido por Sonia ‑ murmuró en francé s.

‑ ¿ Se lo has dicho? ‑ preguntó Natacha animá ndose, muy gozosa.

‑ ¡ Ah, qué rara está s con ese bigote y esas cejas! ¿ Está s contenta?

‑ Muy contenta, soy muy feliz.. Me dabas rabia. No te lo habí a querido decir, pero te portabas mal con ella. ¡ Tiene tan buen corazó n, Nicolá s! ¡ Qué contenta estoy! A veces soy mala, pero me da vergü enza ser feliz sola, sin Sonia. Ahora ya estoy satisfecha. Ve, ve con ella.

‑ No, espera. ¡ Ah, qué rara eres! ‑ decí a Nicolá s sin dejar de mirarla y descubriendo tambié n en su hermana alguna cosa nueva, un aire desconocido, un encanto y una ternura que nunca le habí a sabido ver.

«Si antes la hubiese visto como ahora, harí a tiempo que le habrí a preguntado lo que tení a que hacer, hubiera hecho todo lo que ella me hubiese dicho y todo estarí a arreglado», pensaba Nicolá s.

‑ ¿ Está s contenta? Así, pues, ¿ he hecho bien?

‑ ¡ Ah, muy bien! No hace mucho tiempo que me disgusté con mamá porque dijo que ella te tení a perturbado. ¿ Có mo es posible que diga tal cosa? Me enfadé mucho y no permitiré que nadie hable mal de ella, ni tan siquiera que lo piense, porque ella es mejor que nadie.

‑ Así, pues, ¿ te parece bien? ‑ repitió Nicolá s mirando otra vez la expresió n del rostro de su hermana para saber si decí a la verdad; y luego, haciendo crujir las botas, saltó de los patines y corrió hacia su trineo. Aquel circasiano, siempre contento y sonriente, con un bigotito y unos ojos brillantes, que miraban por debajo de la capa de cebellina, continuaba sentado en el mismo sitio de antes. Aquel circasiano era Sonia, su futura esposa, contenta y enamorada.

Al llegar a casa, despué s de explicar a la Condesa lo que habí an hecho en casa de los Melukhov, las niñ as se retiraron a sus habitaciones.

Al desnudarse, permanecieron sentadas un buen rato, hablando de su felicidad sin despintarse los bigotes. Hablaban de su vida cuando estuvieran casadas, de sus maridos, que serí an amigos, y de la dicha que sentirí an.

 

VI

Poco despué s de Navidad, Nicolá s declaró a su madre el amor que sentí a por Sonia y su deseo irreductible de casarse con ella. La Condesa, que hací a mucho tiempo se daba cuenta de lo que pasaba entre Sonia y Nicolá s, y por tanto esperaba aquella declaració n, escuchó en silencio las palabras de su hijo, le dijo que podí a casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre bendecirí an aquella unió n.

Por primera vez Nicolá s comprendió que su madre estaba descontenta de é l y que a pesar de toda la ternura que le profesaba no se avendrí a nunca a dar su consentimiento. Frí a, sin mirar a su hijo, mandó a buscar a su marido. Cuando el Conde entró, la Condesa, que se proponí a explicarle la cuestió n brevemente y con calma, en presencia de Nicolá s, no se pudo contener: se puso a llorar de despecho y salió del cuarto. El anciano Conde empezó a exhortar a Nicolá s, a rogarle que renunciara a su proyecto. Nicolá s respondió que no podí a retirar la palabra dada, y el padre, suspirando, muy confuso, interrumpió muy pronto las explicaciones y fue a reunirse con su esposa. Durante el tiempo que habí a discutido con su hijo sintió la convicció n de que é l habí a faltado y administrado mal sus bienes; por ello no podí a enojarse contra su hijo, que se negaba a casarse con una mujer rica y preferí a a Sonia sin dote. En aquella circunstancia recordaba má s vivamente que nunca que si sus negocios no se encontraran en una tan lamentable situació n, no podí a desear para Nicolá s una esposa mejor que Sonia, y que é l solo, con Mitenka y con sus costumbres incorregibles, era el ú nico culpable de la desastrosa situació n de su fortuna.

Ni el padre ni la madre volvieron a hablar má s de este casamiento a su hijo; pero al cabo de unos cuantos dí as la Condesa llamó a Sonia y con una crueldad que ni la una ni la otra podí an esperar echó en cara a su sobrina el haber enamorado a su hijo, y su ingratitud. Sonia, con los ojos bajos, escuchaba aquellas palabras crueles de la Condesa y no comprendí a qué se exigí a de ella. Estaba siempre dispuesta a sacrificarse por sus bienhechores. Pero en aquel caso no podí a comprender có mo y cuá ndo debí a efectuarse el sacrificio. No podí a dejar de amar a la Condesa y a toda la familia Rostov, pero tampoco podí a dejar de amar a Nicolá s ni ignorar que su felicidad dependí a de aquel amor. Estaba silenciosa, triste y no respondí a ni una palabra. Nicolá s no pudo soportar má s tiempo aquella situació n y fue a explicarse con su madre. Tan pronto le suplicaba que le perdonase a é l y a Sonia, como que consintiera aquel casamiento, como amenazaba a su madre con casarse seguidamente, en secreto, si tanto le contrariaban.

La condesa, con una frialdad que su hijo no le habí a conocido nunca, le respondí a que ya era mayor de edad y que podí a casarse sin el consentimiento de sus padres, pero que ella nunca reconocerí a a aquella «intrigante» como a hija suya.

Furioso por la palabra «intrigante», Nicolá s levantó la voz y dijo a su madre que no habí a pensado nunca que quisiera obligarle a vender su afecto y que, si realmente era así, se marcharí a para no volver má s... Pero no tuvo tiempo de pronunciar esta palabra decisiva, que su madre, a juzgar por la expresió n de su rostro, esperaba con terror, y que tal vez quedarí a para siempre entre ellos dos como un penoso recuerdo; no habí a tenido tiempo de pronunciar aquellas palabras, ya que Natacha, pá lida y grave, entró en la sala por la puerta tras la cual habí a escuchado la conversació n.

‑ ¡ Nikolenka! No digas tonterí as, calla. ¡ Te digo que calles...! ‑ gritó casi ahogando su voz ‑. Mamá querida, no es precisamente eso, pobre mamá ‑ dijo dirigié ndose a su madre, que, sintié ndose al borde mismo de la separació n definitiva, miraba a su hijo con espanto, pero que por testarudez y por la excitació n de la lucha no podí a ni querí a ceder ‑. Nicolá s, ya te lo explicaré; ahora vete. Escú chame, mamá.

Sus palabras no tení an ningú n sentido, pero dieron el resultado que ella esperaba.

La Condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nicolá s se levantó y salió de la sala con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliació n y la llevó hasta el extremo de que Nicolá s recibió de su madre la promesa de que Sonia no serí a perseguida y é l prometió no hacer nada a escondidas de sus padres.

Con la firme intenció n de volver y de casarse con Sonia despué s de haber arreglado sus asuntos en el regimiento y conseguido el retiro, Nicolá s, triste y serio, en desacuerdo con sus padres, pero apasionadamente enamorado, segú n é l creí a, marchó al regimiento a principios de enero.

Despué s de la marcha de Nicolá s, la casa de los Rostov quedó má s triste que nunca. La Condesa, a consecuencia de aquellos disgustos, cayó enferma.

Sonia estaba muy triste por la marcha de Nicolá s, pero aú n lo estaba má s por la actitud hostil que la Condesa no podí a dejar de demostrarle. El Conde estaba má s preocupado que nunca por la mala situació n de sus negocios, que exigí an medidas radicales. Era preciso vender la casa de Moscú y las haciendas cerca de la ciudad, y para la venta era preciso ir allá, pero la salud de la Condesa retrasaba el viaje.

Natacha, que al principio soportaba bien y hasta alegremente la separació n con su prometido, le echaba luego mucho de menos y sentí ase impaciente. El pensar que el mejor tiempo de su vida, aquel que podí a dedicar a amarle, pasaba inú tilmente para todos, era un tormento continuo para ella. La mayorí a de sus cartas la disgustaban. Le era difí cil pensar que mientras ella viví a só lo pensando en é l, é l viví a una vida propia, veí a paí ses nuevos, conocí a personas diferentes que le interesaban. Cuanto má s interesantes eran sus cartas, má s despechada se sentí a, y las cartas que ella le escribí a no le causaban ningú n consuelo, antes las tomaba como un deber enojoso y falso.

No le gustaba escribir porque no podí a comprender la posibilidad de expresar francamente en una carta la milé sima parte de lo que ella estaba habituada a expresar con la voz, la mirada, con la sonrisa. Le escribí a cartas secas, clá sicamente monó tonas, a las que ni ella misma daba importancia y de las cuales la Condesa le corregí a las faltas de ortografí a en los borradores.

La salud de la Condesa no mejoraba, pero, por otra parte, era imposible retardar má s el viaje a Moscú. Era preciso vender la casa, hacer el ajuar e ir a esperar a André s en Moscú, donde aquel invierno viví a el prí ncipe Nicolá s Andreievitch, y Natacha tení a el convencimiento de que André s ya habí a llegado.

La Condesa se quedó en el campo y el Conde, con Sonia y Natacha, marchó a Moscú a ú ltimos de enero.

 

OCTAVA PARTE



  

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