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SÉPTIMA PARTE



I

En la primavera de l809, el prí ncipe André s fue a la provincia de Riazá n para inspeccionar la hacienda de su hijo, de quien era tutor.

Durante aquel viaje repasó mentalmente su vida y llegó a la conclusió n, consoladora y resignada; de que no vale la pena de emprender nada, de que lo mejor es llegar al final de la existencia sin hacer dañ o a nadie, sin atormentarse, libre de deseos...

El prí ncipe André s tení a que hablar con el mariscal de la nobleza del distrito acerca de la tutela del dominio de Riazá n. Este personaje era el conde Ilia Andreievitch.

Ya habí a empezado la temporada de los calores primaverales. El bosque estaba enteramente verde. Habí a tanto polvo y hací a tanto calor que al ver el agua se sentí an deseos de sumergirse en ella.

El prí ncipe André s, triste y preocupado por lo que debí a pedir al mariscal de la nobleza, avanzaba en su carruaje por la senda del jardí n hacia la casa de los Rostov, en Otradnoie. A la derecha se oí an, a travé s de los á rboles, alegres gritos femeninos. Pronto descubrió un grupo de muchachos que corrí an atravesando el camino.

Una jovencita muy delgada, extrañ amente delgada, de cabellos negros, ojos negros y vestida de cotonada amarilla, con un pañ uelo en la cabeza, por debajo del cual salí a un mechó n de cabellos, corrí a a no mucha distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero al darse cuenta de la presencia de un forastero se puso a reí r sin mirarlo y retrocedió.

De pronto, el prí ncipe André s se sintió inquieto, no sabí a por qué.

Hací a un dí a tan hermoso, un sol tan claro, todo lo que le rodeaba era tan alegre... Y aquella niñ a delgada y gentil, que no sabí a ni querí a saber que é l existiese, que estaba contenta y satisfecha de la propia vida, probablemente vací a, pero gozosa y tranquila... «¿ De qué se alegra? ¿ En qué piensa? Seguramente que ni en los estatutos militares ni en la organizació n de los campesinos de Riazá n. ¿ En qué piensa, pues? ¿ Por qué es feliz? », se preguntaba, curioso y contra su propia voluntad, el prí ncipe André s.

El conde Ilia Andreievitch viví a en Otradnoie, en l809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la provincia, concurriendo a las cacerí as, a los teatros, a los banquetes y a los conciertos. Como le sucedí a con cada hué sped nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedó encantado de ver al prí ncipe André s y le hizo quedar a dormir casi a la fuerza.

Durante todo el dí a, el aburrimiento hizo que los viejos amos y los invitados má s respetables, de los que estaba llena la casa del Conde a causa de la festividad que se acercaba, se ocuparan del prí ncipe André s; pero Bolkonski, que habí a observado frecuentemente a Natacha, que reí a de alguna cosa y se divertí a con el grupo de jó venes, se preguntaba a cada momento: «¿ En qué piensa? ¿ Por qué está tan contenta? »

Por la noche, cuando se encontró solo en aquel sitio nuevo para é l, tardó mucho en dormirse. Leyó; despué s apagó la bují a y la volvió a encender al cabo de poco. En el cuarto, con la ventana cerrada, hací a calor. Refunfuñ aba contra aquel viejo tonto ‑ se referí a al conde Rostov ‑ que le habí a hecho quedar con el pretexto de que los papeles necesarios no habí an llegado aú n. Le fastidiaba haber tenido que quedarse.

 

El prí ncipe André s levantó se y se acercó a la ventana para abrirla. En cuanto la abrió, la luz de la luna, como si hubiera estado esperando al otro lado de los postigos, se precipitó en el interior del cuarto y lo inundó. El Prí ncipe abrió la ventana de par en par. La noche era fresca, inmó vil y clara. Delante mismo de la ventana se alineaban unos á rboles retorcidos, oscuros por un lado, plateados del otro; debajo de los á rboles crecí a una vegetació n grasa, hú meda, lujuriosa, esparciendo de un lado a otro sus hojas y sus tallos argentinos. Má s lejos, detrá s de los á rboles negros, un tejado brillaba bajo el cielo; má s allá, un gran á rbol frondoso de blanco tronco; arriba, la luna casi entera, y el cielo primaveral, casi sin estrellas. El prí ncipe André s se apoyó en el alfé izar. Su mirada se detuvo en el cielo.

La alcoba del prí ncipe André s estaba en el primer piso. La habitació n de encima tambié n estaba ocupada, y quienes se hallaban en ella tampoco dormí an. Oyó, procedente de esa habitació n, una charla mujeril.

‑ Otra vez ‑ dijo una voz femenina que el prí ncipe André s reconoció enseguida.

‑ Pero ¿ cuá ndo dormirá s? ‑ respondió otra voz.

‑ No dormiré, no podrí a dormir ahora. ¿ Qué quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar, otra vez nada má s.

Dos voces femeninas cantaron una frase musical que era el final de una tonada.

‑ ¡ Ah!, ¡ que bonita! ¡ Vaya, vamos a dormir! Se ha terminado.

‑ Duerme; yo no podrí a ‑ pronunció la primera de las voces, que se acercaba a la ventana. La mujer, evidentemente, se apoyaba en el alfé izar, porque se percibí a el frufrú de las faldas y hasta la respiració n. Todo callaba y parecí a petrificarse, la luna, la luz y las sombras.

El prí ncipe André s tambié n tení a miedo de moverse y de delatar su indiscreció n involuntaria.

‑ ¡ Sonia, Sonia! ‑ gritó de nuevo la primera voz ‑. ¡ Quié n ha de poder dormir! ¡ Mira, mira qué maravilla! ¡ Ah! ¡ Qué maravilla! Sonia, despié rtate ‑ decí a casi llorando ‑. No habí a visto nunca una noche tan deliciosa como é sta.

Sonia respondió sin entusiasmo alguna cosa.

‑ ¡ Ven, mira qué luna! ¡ Ah! Es maravillosa. Vamos, mujer, ven, cré eme, ven. ¿ Ves? Me encogerí a, me pondrí a de puntillas, me abrazarí a las rodillas bien fuerte y me pondrí a a volar, así.

‑ Vamos, basta, que te vas a caer...

Se oí a un rumor de lucha y la voz disgustada de Sonia:

‑ ¡ Ya es la una!

‑ ¡ Vete, vete! Todo me lo estropeas.

Otra vez todo quedó en silencio. El prí ncipe André s sabí a que ella estaba aú n en la ventana; de vez en cuando oí a un ligero movimiento, a veces un suspiro.

‑ ¡ Ah Dios mí o, Dios mí o! ¿ Qué será esto? ‑ exclamó de sú bito ‑. Vá monos a dormir. ‑ Cerró la ventana.

«¿ Qué le importa mi existencia? ‑ pensaba el prí ncipe André s mientras escuchaba la conversació n, esperando, sin saber por qué, que hablara de é l ‑. ¡ Y ella otra vez! ¡ Parece hecho adrede! »‑ Sú bitamente, en su alma se produjo un tumulto tan inesperado de pensamientos de juventud y de esperanza, en contradicció n con toda su vida, que no tuvo á nimos para explicarse su estado y se durmió enseguida.

 

II

Al dí a siguiente, despué s de saludar al Conde, el prí ncipe André s marchó se sin esperar a las señ oras.

Ya habí a empezado junio cuando, al volver a casa, atravesó el bosque de á lamos. Todo era macizo, oscuro y espeso. Los pinos nuevos, dispersos por el bosque, no violaban la belleza del conjunto y se armonizaban con el tono general gracias al verde tierno de los brotes nuevos.

El dí a era caluroso, la tempestad se cerní a en algú n punto, pero allí un trozo de nube habí a mojado el polvo de la carretera y las hojas grasas. El lado izquierdo del bosque caí a en la sombra y era umbrí o; la parte derecha, hú meda y reluciente, brillaba al sol, y el viento apenas lo agitaba.

Todos los momentos intensos de su vida aparecí an de pronto ante el prí ncipe André s: Austerlitz y aquel cielo alto; el rostro lleno de reproches de su mujer muerta; Pedro junto a é l; la niñ a emocionada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna, todo junto, resplandecí a en su imaginació n a cada instante.

«No, a los treinta y un añ os la vida no ha terminado ‑ decidió de pronto firmemente ‑. No basta que yo sepa todo lo que hay en mí, lo han de saber todos: Pedro y esta niñ a que querí a volar al cielo. Es preciso que todos me conozcan, que mi vida no transcurra para mí solo, que no vivan tan independientes de mi vida, que é sta se refleje en todos y que todos, ellos y yo, vivamos juntos. »

A la vuelta de su viaje, el prí ncipe André s decidió marchar a San Petersburgo en otoñ o.

Dos añ os antes, en l808, Pedro habí a regresado a San Petersburgo despué s de un viaje por sus propiedades.

En aquellos tiempos, su vida transcurrí a, como antañ o, entre los mismos excesos y las mismas orgí as. Le gustaba comer y beber bien, y aunque lo encontraba inmoral y humillante, no podí a abstenerse de participar en los placeres de la solterí a.

Cuando menos lo esperaba recibió una carta de su mujer, que le rogaba le concediera una entrevista: le explicaba su tristeza y el deseo de consagrarle toda su vida.

Al final de la carta le hací a saber que al cabo de algunos dí as llegarí a a SanPetersburgo, de regreso del extranjero.

Simultá neamente, su suegra, la esposa del prí ncipe Basilio, le mandó a buscar, rogá ndole que fuera a su casa só lo unos instantes, con el fin de hablar de una cuestió n importante.

Pedro vio en todo aquello una conjuració n en contra suya y comprendió que trataban de reconciliarlo con su mujer. En el estado en que se encontraba, este proyecto no le fue desagradable. Le era igual todo. Pedro no concedí a gran importancia a ningú n acontecimiento de la vida, y, bajo la influencia del enojo que en aquellos momentos lo dominaba, no tení a interé s en mantener su libertad ni le interesaba mantenerse firme en castigar a su esposa.

«Nadie tiene razó n, nadie es culpable, pues tampoco lo es ella», pensaba.

Si Pedro no dio enseguida su consentimiento para una reconciliació n con su mujer fue só lo porque en aquellos momentos no tení a valor para emprender nada. Si su mujer se presentaba en su casa no la echarí a de ella. Del modo que estaba entonces, ¿ qué le importaba vivir o no vivir con su esposa...? He aquí lo que dí as despué s escribí a en su diario:

«Petersburgo, 23 de noviembre.

»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha venido a casa llorando y me ha dicho que Elena estaba aquí, que me rogaba que le escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la hací a sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabí a que si consentí a en recibirla no tendrí a fuerza para negarme a lo que me pidiera. Con esta duda no sabí a a quié n dirigirme ni a quié n pedir consejo. Si el bienhechor estuviera aquí, é l me guiarí a. Me he encerrado en casa; he vuelto a leer las cartas de José Alexeievitch, me he acordado de mis conversaciones con é l y he sacado la conclusió n de que no podí a negarme a la demanda, que he de tender caritativamente la mano a todos y mucho má s a una persona de tal modo ligada a mí, y que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la perdono, que mi unió n con ella tenga só lo una finalidad espiritual. Así lo he decidido: he escrito a José Alexeievitch; mi mujer ha pedido que olvide todo el pasado, que le perdone sus faltas, y he contestado que no tení a que perdonarle nada. Estoy muy contento pudiendo decirle esto, pues no sabe ella el esfuerzo que representa para mí volver a verla. Me he quedado en la casa grande, en la habitació n de arriba, y he experimentado el feliz sentimiento de la renovació n. »

 

III

Por aquella é poca, como siempre, la alta sociedad que se reuní a en la Corte y los grandes bailes se dividí a en muchos cí rculos, cada uno de los cuales tení a su matiz. Entre estos cí rculos, el má s vasto era el francé s de la unió n napoleó nica, el del conde Rumiantzov y de Caulaincourt. Elena ocupó en é l el lugar má s distinguido tan pronto como se hubo instalado en San Petersburgo con su marido. Su casa era frecuentada por miembros de la Embajada francesa y por un gran nú mero de personas de las mismas tendencias, bien conocidas por su talento y amabilidad.

Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosa entrevista entre ambos Emperadores, y allí se habí a relacionado con todos los hombres cé lebres que acompañ aban a Napoleó n por Europa. Habí a tenido un é xito brillante en Erfurt. El mismo Emperador, que la habí a visto en el teatro, habí a dicho de ella: «Es un animal magní fico. » Su é xito de mujer hermosa y elegante no extrañ ó a Pedro, porque con los añ os aú n habí a ganado, pero lo que le admiraba era que en aquellos dos añ os su mujer hubiese llegado a adquirir una reputació n de mujer exquisita, tan bella como espiritual.

El famoso prí ncipe de Ligne le escribí a cartas de ocho pá ginas; Bilibin reservaba sus ocurrencias para ofrecer las primicias a la condesa Bezukhov. Ser admitido en el saló n de Elena equivalí a a un certificado de hombre espiritual. Los jó venes, antes de pasar la velada en casa de Elena, leí an libros para tener tema de conversació n en el saló n; los secretarios de embajada y hasta los mismos embajadores le confiaban secretos diplomá ticos, de tal manera que Elena era una especie de potencia. Pedro, que sabí a que era muy corta, a veces asistí a a las soiré es y a las cenas, en las que se habla de polí tica, de poesí a o de filosofí a, y experimentaba un extrañ o sentimiento de sorpresa y de miedo. En aquellas reuniones sentí a una especie de temor como el que debe sentir el prestidigitador a cada momento ante la idea de que se le descubran los trucos. Pero, sea que para dirigir un saló n como aqué l la tonterí a es necesaria, sea porque a los engañ ados les gusta serlo, el embaucamiento no se descubrí a y la reputació n de mujer encantadora y espiritual que habí a adquirido Elena Vasilievna Bezukhova se afirmaba de tal manera que podí a decir las cosas má s triviales y má s tontas entusiasmando a todo el mundo, ya que todos buscaban en sus palabras un sentido profundo que ni ella misma habí a nunca soñ ado.

Pedro era el marido que precisamente necesitaba aquella brillante mujer del gran mundo. Era hombre distraí do, original, gran señ or que no molesta a nadie y que ni tan só lo modifica la impresió n general de la superioridad del saló n, sino que, por contraste con el tacto y elegancia de la mujer, aú n le hace resaltar má s.

Pedro, durante dos añ os seguidos, gracias a sus ocupaciones incesantes, concentradas en intereses inmateriales, y a su desdé n sincero por todo lo que no fuera aquello, adoptaba en la sociedad de su mujer aquel tono indiferente, lejano y bené volo para todos que no se adquiere artificialmente y que, por lo mismo, inspira un respeto involuntario. Entraba en el saló n de su esposa como en el teatro; conocí a allí a todo el mundo, estaba igualmente satisfecho de cada uno y se sentí a del mismo modo indiferente para todos. A veces se mezclaba en una conversació n que le interesaba, y entonces, sin preocuparse de si los señ ores de la Embajada estaban presentes o no, exponí a opiniones totalmente opuestas al tono del momento. Pero la opinió n sobre el «original» marido de la mujer má s distinguida de San Petersburgo estaba ya tan bien establecida que nadie se tomaba en serio sus ocurrencias.

 

IV

El 31 de diciembre, ví spera del Añ o Nuevo de 1810, se celebraba un baile en casa de un gran señ or del tiempo de Catalina. El cuerpo diplomá tico y el Emperador habí an de asistir a é l.

Una tercera parte de los invitados habí a llegado ya y en casa de los Rostov, que habí an de asistir a la fiesta, se estaban ultimando los preparativos a toda prisa.

Marí aIgnatevna Perouskaia, amiga y pariente de la Condesa, una señ orita de honor, delgada y pá lida, iba al baile de los Rostov y guiaba a aquellos provincianos por el gran mundo de San Petersburgo.

Los Rostov debí an ir a buscarla a las diez en las cercaní as del jardí n de Taurida, y a las diez y cinco minutos las muchachas aú n no estaban vestidas.

A las diez y cuarto se metieron en el coche y se marcharon. Pero todaví a tení an que dar la vuelta por el jardí n de Taurida.

La señ orita Perouskaia ya estaba a punto. A pesar de su edad y de su fealdad, habí a ocurrido en su casa lo mismo que en la de los Rostov, aunque sin tanto trají n; ya estaba acostumbrada a ello. Tambié n su persona envejecida estaba limpia, perfumada, empolvada, y, como en casa de los Rostov, la anciana criada, entusiasmada, admiró el atuendo de su ama cuando salió del saló n, con su vestido amarillo adornado con el distintivo de las damas de honor de la Corte.

La señ orita Perouskaia elogió los vestidos de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la Perouskaia y, con todas las precauciones por los peinados y las ropas, a las once se instalaron en el coche y se marcharon.

 

En toda la mañ ana, Natacha no habí a tenido tiempo de pensar en lo que verí a.

Al sentir el aire hú medo y frí o, en la oscuridad del carruaje que se bamboleaba por el empedrado, imaginó por primera vez todo lo que allí la aguardaba: el baile, los salones resplandecientes, la mú sica, las flores, las danzas, el Emperador, toda la juventud brillante de San Petersburgo. Era tan hermoso, que no podí a llegar a creerlo, por cuanto armonizaba muy poco con la impresió n de frí o, de pequeñ ez, de oscuridad, del coche. Só lo comprendió lo que le esperaba cuando, al pisar la alfombra encarnada de la entrada, atravesó el vestí bulo, se quitó el abrigo y, al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las flores, la escalera iluminada. Só lo entonces recordó có mo debí a comportarse en el baile, y procuró adoptar aquella actitud majestuosa que suponí a adecuada en una muchacha durante un baile. Pero, por suerte suya, se daba cuenta de que sus ojos miraban a todos lados; no distinguí a nada claramente, el pulso latí ale apresuradamente y la sangre empezaba a afluirle al corazó n. No podí a adoptar las actitudes que la hubiesen hecho parecer ridí cula, y subí a, temblando de emoció n, procurando dominarse con todas sus fuerzas. Esto era precisamente lo que mejor le sentaba. Delante y detrá s de ellos, los invitados, vestidos de gala, continuaban entrando, conversando en voz baja. Los espejos de la escalera reflejaban a las damas con vestidos blancos, azules, rosa, con diamantes y perlas en los brazos y en los cuellos desnudos.

Natacha miró por los espejos y no pudo distinguirse de entre los demá s. Todo se confundí a en una procesió n brillante. Al entrar en el primer saló n, el rumor de voces, de pasos, de reverencias aturdió a Natacha. La luz la cegaba má s aú n.

El dueñ o y la señ ora de la casa, que ya hací a media hora que aguardaban en la puerta y recibí an a los invitados con las mismas palabras: «encantado de verle», acogieron del mismo modo a los Rostov y a la señ orita Perouskaia.

Las dos muchachas, con vestido blanco y rosas en los cabellos negros, correspondieron al saludo; pero la dueñ a, sin darse cuenta, detuvo má s rato su mirada en la ligera Natacha. La contempló y tuvo para ella sola una sonrisa particular, distinta de su sonrisa de señ ora de la casa. Quizá s al verla recordaba su tiempo de muchacha y su primer baile. El señ or de la casa seguí a igualmente con los ojos en Natacha; preguntó al Conde cuá l era su hija.

‑ Encantadora ‑ dijo besá ndole la punta de los dedos.

En el saló n de baile, los invitados se estrechaban cerca de la puerta de entrada en espera del Emperador. La Condesa se colocó en la primera fila de aquella multitud. Natacha comprendí a y sentí a que algunas veces hablaban de ella y que la contemplaban. Se daba cuenta de que gustaba a los que la observaban, y esta observació n la tranquilizó un poco.

«Hay como nosotras y las hay peores», pensó.

A Natacha le fue simpá tico el rostro de Pedro, aquel hombre grotesco, como le llamaba la señ orita Perouskaia. Ella sabí a que Pedro las buscaba entre la gente, y particularmente a ella. Pedro le habí a prometido ir al baile y presentarle caballeros con quienes bailar.

Antes de llegar hasta donde se encontraban, Pedro se paró a hablar con un invitado moreno, no muy alto, de facciones muy correctas, que vestí a un uniforme blanco y estaba apoyado en una ventana hablando con un señ or lleno de condecoraciones, cruces y pasadores. Natacha reconoció enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido, alegre e incluso embellecido.

‑ Otro conocido, Bolkonski; ¿ ves, mamá? ‑ dijo Natacha señ alando al prí ncipe André s ‑. ¿ Recuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.

‑ ¡ Ah!, ¿ tambié n le conoce usted? ‑ preguntó la señ ora Perouskaia ‑. Le detesto. Ahora es el galá n de moda. Un orgulloso insoportable; es como su padre. Ahora es muy amigo de Speransky; está n escribiendo no sé qué proyectos. ¡ Mire como habla con las señ oras! Ellas le hablan y é l les vuelve la cara. ¡ Ya le arreglarí a yo si me lo hiciera a mí!

 

V

Sú bitamente todo se agitó. La multitud empezó a hablar, avanzó y retrocedió luego, y, a los acordes de la mú sica, el Emperador avanzó entre dos hileras de cortesanos. El señ or y la señ ora de la casa caminaban detrá s. El Emperador avanzaba saludando rá pidamente a derecha e izquierda, como si quisiera terminar cuanto antes este primer momento del ceremonial. La mú sica tocaba una polonesa, entonces de moda, compuesta para é l segú n la letra, harto conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos encantá is», etc.

El Emperador entró en el saló n; la multitud se empujaba en las puertas. Algunas personas, con cara de circunstancias, iban y vení an rá pidamente. Otra vez la multitud se apartó a las puertas del saló n, donde el Emperador hablaba con la dueñ a de la casa. Un joven, con aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les rogaba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se arreglaban los vestidos para pasar a primera fila. Los caballeros se acercaban a las damas y se formaron las parejas para la polonesa.

Todo el mundo se apartaba, y el Emperador, sonriendo, dio la mano a la dueñ a de la casa y, andando fuera de compá s, atravesó la puerta del saló n.

Detrá s seguí a el dueñ o de la casa con la señ ora M. A. Narischkin; luego los embajadores, los ministros, los generales, que la señ orita Perouskaia iba nombrando sin interrupció n. Má s de la mitad de las damas, con sus caballeros, bailaban o se disponí an a bailar la polonesa. Natacha vio que iba a quedarse con su madre y Sonia en el pequeñ o grupo de señ oras arrinconadas hasta la pared a las que nadie habí a sacado a bailar la polonesa. Natacha estaba de pie con los brazos caí dos; el pecho, formado apenas, moví ase con regularidad y retení a la respiració n. Miraba ante sí con ojos brillantes, asustados, con expresió n de esperar la mayor alegrí a o la desilusió n má s amarga. Ni el Emperador ni todos los demá s personajes que nombraba la señ orita Perouskaia llamaban su atenció n. No tení a má s que un pensamiento: «¿ Nadie vendrá a buscarme? ¿ No bailaré entre las primeras parejas? Todos estos señ ores que parece que no me ven y si me miran tienen la actitud de decir: " ¡ Ah!, ¡ No es ella! No vale la pena mirarla entonces", no se dará n cuenta de mí. ¡ No, eso no es posible! Tendrí an que comprender que quiero bailar, que bailo bien y que se divertirí an mucho si bailaran conmigo. »

La polonesa, cuyos acordes hací a rato se escuchaban, empezaba a sonar tristemente, como un recuerdo, a los oí dos de Natacha. Tení a ganas de llorar. La señ orita Perouskaia se alejó del grupo. El Conde estaba al otro extremo de la sala. La Condesa, Sonia y ella estaban solas, como en un bosque, ni interesantes ni ú tiles para nadie entre aquella multitud extrañ a. El prí ncipe André s pasó por delante de ellas con una dama. Evidentemente, no las reconocí a. El galante Anatolio, sonriendo, murmuraba algo a la dama que acompañ aba del brazo y miró a Natacha del mismo modo que se mira a una pared.

Boris pasó en dos ocasiones y cada vez la miró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron a ellos. Aquella reunió n de familia allí, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversació n familiar, hizo gracia a Natacha. No escuchaba y no miraba a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se paró cerca de la ú ltima pareja; bailaba con tres. La mú sica cesó. El ayuda de campo, con aire preocupado, corrió hacia las Rostov y les suplicó se retiraran, a pesar de que ya estaban arrimadas a la pared. La orquesta inició un vals de un ritmo lento y animado.

El Emperador, con una sonrisa, contempló la sala. Transcurrió un momento y nadie comenzaba el baile todaví a. El ayuda de campo, animador resuelto, se dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar. Ella levantó la mano sonriendo, y, sin mirar, la puso sobre el hombro de su pareja. El ayuda de campo, que en estas funciones era un artista, sin turbarse, con serenidad y decisió n, enlazó fuertemente a su pareja y ambos comenzaron a bailar; primeramente, deslizá ndose en cí rculo por la sala, le cogió la mano izquierda, le hizo dar una vuelta, y a los sonidos, cada vez má s rá pidos, de la mú sica oí ase el tintineo regular de las espuelas, movidas por las á giles y diestras piernas del ayudante, y, cada tres pasos, el vestido de terciopelo de su pareja se levantaba, desplegá ndose. Natacha, contemplá ndolos, estaba a punto de llorar por no poder bailar aquella primera vuelta de vals.

El prí ncipe André s, con uniforme blanco de coronel de caballerí a, con medias de seda y zapatos bajos, animado y alegre, se encontraba en el primer rengló n del cí rculo, cerca de los Rostov. El baró n Firhow hablaba con é l de la primera sesió n del Consejo del Imperio que habí a de celebrarse al dí a siguiente. El prí ncipe André s, como hombre muy unido a Speransky y que participaba en los trabajos de la Comisió n de leyes, podí a dar informes ciertos sobre la futura sesió n, por cuyo motivo circulaban distintos rumores. Pero no escuchaba lo que le decí a Firhow y miraba tan pronto al Emperador como a los caballeros que se disponí an a bailar y no se decidí an a entrar en el cí rculo.

El prí ncipe André s observaba a aquellas parejas a quienes el Emperador intimidaba y que se morí an de deseos de bailar. Pedro se acercó al prí ncipe André s y le cogió la mano.

‑ ¿ Aú n no baila? Aquí tengo a una protegida, la pequeñ a de los Rostov; inví tela, por favor ‑ dijo.

‑ ¿ Dó nde está? ‑ preguntó Bolkonski ‑. Perdone ‑ dijo al Baró n‑, ya terminaremos esta conversació n en otro lugar; estamos en el baile y hemos de bailar.

Avanzó en la direcció n que Pedro le indicaba. La cara desesperada, palpitante, de Natacha saltó a los ojos del prí ncipe André s. La reconoció. Adivinó lo que pensaba y comprendió que aqué l era su primer gran baile; se acordó de la conversació n en la ventana y, con la expresió n má s alegre, se acercó a la condesa Rostov.

‑ Permí tame que le presente a mi hija ‑ dijo la Condesa, ruborizá ndose.

‑ Ya tuve el gusto de ser presentado a ella, como recordará usted, Condesa ‑ dijo el prí ncipe André s con una sonrisa corté s y profunda que estaba completamente en contradicció n con lo que habí a dicho la señ orita Perouskaia con respecto a la groserí a del Prí ncipe, quien se acercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de invitarla a bailar. Le propuso una vuelta de vals. La expresió n de desespero de Natacha, tan pronta al dolor como al entusiasmo, se desvaneció sú bitamente con una sonrisa de felicidad, de agradecimiento infantil.

«Hací a mucho tiempo que lo esperaba», parecí a que dijera la sonrisa de aquella chiquilla asustada y satisfecha cuando apoyó el brazo en el hombro del prí ncipe André s. Era la segunda pareja que entraba en el cí rculo.

El prí ncipe André s era uno de los mejores bailarines de su é poca. Natacha bailaba admirablemente; se hubiera dicho que los pies calzados de gala no rozaban el suelo, y su rostro resplandecí a de entusiasmo y de felicidad. Su cuello y sus brazos desnudos no eran ni mucho menos tan hermosos como los de Elena; tení a los hombros delgados y el pecho no estaba formado todaví a; los brazos eran flacos; pero sobre su piel le parecí a experimentar los millares de miradas que la rozaban. Natacha tení a la actitud de una niñ a escotada por vez primera, de una niñ a que se hubiera avergonzado de su escote si no la hubiesen convencido de que era necesario lucirlo.

Al prí ncipe André s le gustaba bailar y, bailando, se olvidaba enseguida de las conversaciones polí ticas e intelectuales con las que todo el mundo se dirigí a a su encuentro: deseaba desprenderse de la violencia que producí a la presencia del Emperador; se habí a puesto a bailar y habí a escogido a Natacha porque Pedro se la habí a recomendado y porque era la primera muchacha bonita que sus ojos habí an visto. Pero en cuanto hubo ceñ ido aquella cintura delgada, ligera, en cuanto ella se movió tan cerca de é l, sonriendo, lo atrayente de su hechizo le subió a la cabeza. Cuando, al descansar, despué s de haberla dejado, se paró y miró a los que bailaban, sintió se rejuvenecido.

 

VI

Despué s del prí ncipe André s, Boris se acercó a Natacha y la invitó a bailar; luego, el ayudante de campo que habí a abierto el baile; despué s, otros jó venes, y Natacha, feliz y roja de emoció n, pasaba a Sonia sus demasiado numerosos solicitantes. Bailó toda la noche sin descanso. No se dio cuenta de que el Emperador hablaba largamente con el embajador francé s, que hablaba con tal o cual dama con una atenció n particular, que el prí ncipe tal hací a o decí a tal cosa, que Elena tení a un gran é xito y que tal persona la honraba con singular atenció n. No veí a ni al Emperador. No se dio cuenta de su marcha sino porque el baile se animó má s aú n. El prí ncipe André s bailó con Natacha un cotilló n muy alegre que precedió a la cena.

É l le recordó có mo se encontraron por primera vez en el camino de Otradnoie, cuá nto le habí a costado dormirse aquella noche de luna y có mo, sin querer, la habí a oí do. Aquel recuerdo sofocó a Natacha, que intentó justificarse, como si hubiera algo malo en aquel estado en que el prí ncipe André s la habí a sorprendido involuntariamente.

Al Prí ncipe, como a todas las personas educadas en el gran mundo, le gustaba tratar con quienes carecí an del trivial sello mundano. Así era Natacha con su admiració n, su alegrí a, su timidez y hasta sus incorrecciones de francé s. É l la escuchaba y le hablaba de una manera particularmente tierna y atenta. Sentado a su lado, hablá ndole de todos los temas má s insignificantes, el prí ncipe André s admiraba el brillo gozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocada no por las palabras pronunciadas, sino por su felicidad interior.

Cuando Natacha era invitada a bailar, se levantaba riendo y daba vueltas por la sala; el prí ncipe André s admiraba sobre todo su gracia ingenua. A medio cotilló n, Natacha, al terminar una figura, volvió a su asiento sofocada todaví a.

Otro caballero la invitó nuevamente.

Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente, querí a rehusar, pero de pronto poní a gozosamente la mano sobre el hombro de su pareja y sonreí a al prí ncipe André s. «Estarí a muy contenta descansando y quedá ndome a su lado; estoy fatigada, pero, ya ve usted: vienen a buscarme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a todos; usted y yo ya lo comprendemos», y su sonrisa aú n decí a muchas má s cosas. Cuando su pareja la dejó, Natacha corrió a travé s de la sala en busca de dos damas para la figura. «Si primero se acerca a su prima y, enseguida, a otra dama, será mi mujer», se dijo de pronto el prí ncipe André s, admirá ndola, sorprendido de sí mismo.

Natacha se acercó primero a su prima.

«¡ Qué tonterí as se nos ocurren muchas veces! ‑ pensó el prí ncipe André s ‑; pero tan cierto es el encanto de esta muchacha, tanto es su atractivo que no bailará má s de un mes aquí, que se casará... Es una rareza en este mundo», pensó cuando Natacha, alisá ndose el vestido, se sentaba a su lado.

Al acabar el cotilló n, el anciano Conde, con su frac azul, se acercó a la pareja, invitó al prí ncipe André s a hacerles una visita y preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no respondió; só lo tuvo una sonrisa, que parecí a decir en tono de reconvenció n:

«¿ Có mo es posible que se me pregunte eso? »

‑ ¡ Estoy contenta como nunca lo habí a estado en mi vida! ‑ dijo.

El prí ncipe André s observó que sus delgados brazos se levantaban rá pidamente para abrazar a su padre y se bajaban enseguida. Natacha no habí a sido nunca tan feliz. Estaba embriagada de felicidad, hasta ese punto en que las personas se vuelven dulces y buenas del todo y no creen en la posibilidad del mal, de la desgracia, del dolor.

En aquel baile, a Pedro, por primera vez, le hirió la situació n que su esposa ocupaba en las altas esferas. Estaba desanimado y distraí do. Una larga arruga le atravesaba la frente, y de pie, cerca de una ventana, miraba por encima de los lentes sin ver a nadie.

Natacha pasó por delante de é l al ir a cenar. El semblante torvo y desventurado de Pedro la afectó. Se paró ante é l; habrí a querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.

‑ Es bonito, Conde, ¿ no le parece? ‑ dijo.

Pedro sonrió distraí damente; sin duda no comprendí a lo que le decí an.

«¡ Có mo podrí a sentirse descontento un hombre tan bueno como Bezukhov! », pensó Natacha. A sus ojos, todo lo que se encontraba en aquel baile era bueno, gentil, amable; se amaban los unos a los otros. Nadie podí a ofender a nadie, y por esto todo el mundo debí a ser feliz.

 

VII

Al dí a siguiente, el prí ncipe André s fue a efectuar algunas visitas a casa de personas que aú n no habí a saludado, y entró en casa de los Rostov, con quienes se habí a relacionado en el ú ltimo baile. Ademá s de cumplir una regla de cortesí a que le obligaba a visitarlos, querí a ver en su propia casa a aquella niñ a original, animada, que le habí a dejado un recuerdo tan agradable.

Natacha fue de las primeras en salir a recibirlo. Llevaba un vestido azul que, para el gusto del Prí ncipe, aú n le sentaba mejor que el del baile. Ella y toda su familia recibieron al prí ncipe André s como una amistad antigua, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a la que, en otra ocasió n, el prí ncipe André s habí a juzgado tan severamente, le parecí a ahora formada por buena gente, muy sencilla y muy amable. La hospitalidad y la bondad del anciano Conde, que en San Petersburgo se portaba con singular gentileza, era tal, que el prí ncipe André s no pudo rehusar la invitació n a cenar. «Sí, son buena gente ‑ pensó Bolkonski ‑, que no saben seguramente el tesoro que tienen con Natacha. Son buena gente que forman el mejor fondo para esta encantadora niñ a tan poé tica y tan llena de vida. »

El prí ncipe André s sentí a en Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente extrañ o para é l, lleno de alegrí as desconocidas, de aquel mundo extrañ o al que ya se habí a asomado en el camino de Otradnoie y, en la ventana, en aquella noche de luna. Ahora este mundo ya no le desazonaba, no era extrañ o para é l, e incluso encontraba placeres desconocidos.

Despué s de cenar, Natacha, a ruegos del prí ncipe André s, se sentó al clavecí n y comenzó a cantar. El prí ncipe estaba cerca de la ventana, hablando con las señ oras, y la escuchaba. Al final de una estrofa calló y escuchó. Impensadamente subieron a su garganta unos sollozos cuya culpabilidad no sospechó siquiera.

Miró a Natacha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez. No tení a ninguna razó n para llorar, pero las lá grimas se escapaban de sus ojos. ¿ Por qué? ¿ Por su antiguo amor? ¿ Por la pequeñ a Princesa? ¿ Por sus ilusiones, por sus esperanzas...? Sí y no. Las lá grimas obedecí an sobre todo a la contradicció n violenta que, de pronto, habí a reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existí a en é l, y la materia, reducida, corporal, que era é l e incluso ella. Esta contradicció n le entristecí a y le alegraba mientras ella cantaba.

En cuanto Natacha dejó de cantar, se acercó a é l y le preguntó si le gustaba su voz. Natacha formuló esta pregunta y se avergonzó inmediatamente al comprender que era una pregunta que no debí a haber hecho. É l la miró y sonrió; le dijo que su canto le gustaba mucho, como todo lo que ella hací a.

El prí ncipe André s se marchó muy tarde de casa de los Rostov. Se acostó por costumbre, pero pronto se dio cuenta de que estaba desvelado. Encendió el candelabro y se sentó en la cama: volvió a acostarse y notó que no le molestaba estar despierto; tení a el alma alegre y rejuvenecida, como si de un lugar cerrado se hubiera escapado al aire libre. No se le ocurrí a pensar que estaba enamorado de la señ orita Rostov. No pensaba en ella, la imaginaba solamente, y gracias a ello toda su vida se presentaba ante é l con un nuevo aspecto. «¿ Por qué he de preocuparme, por qué he de trabajar dentro de este marco estrecho, cerrado, cuando la vida, toda la vida, con todas sus alegrí as, se abre para mí? », se preguntaba. Y por primera vez desde hací a mucho tiempo empezó a trazar planes para el porvenir. Decidió que debí a ocuparse de la educació n de su hijo, buscarle un preceptor y confiá rselo; despué s presentar la dimisió n y marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza, Italia. «He de aprovechar la libertad que tengo mientras sienta dentro de mí tanta fuerza y juventud. Pedro tení a razó n cuando decí a que hay que creer en la posibilidad de la felicidad para ser feliz. Y ahora creo. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz», pensaba.

 

VIII

Invitado por el conde Ilia Andreievitch, el prí ncipe André s fue a comer a casa de los Rostov y allí pasó todo el dí a.

Todos los de la casa comprendí an por qué iba, y é l, sin ocultarlo, procuró pasar todo el tiempo con Natacha. No só lo en el alma de Natacha, asustada pero feliz y entusiasmada, sino tambié n por toda la casa, se sentí a el miedo de alguna cosa importante que habí a de realizarse. La Condesa, con ojos tristes, pensativos y severos, miraba al prí ncipe André s mientras hablaba con Natacha y tí midamente, para disimular, empezaba una conversació n sin importancia, en cuanto é l se volví a. Sonia tení a miedo de dejar a Natacha y temí a estorbarlos cuando estaba entre ellos dos. Natacha palidecí a de miedo, tí mida, cuando por un momento se quedaba sola con é l. Le extrañ aba la timidez del Prí ncipe. Comprendí a que habí a de decirle alguna cosa, pero que no se decidí a.

Cuando, por la noche, el prí ncipe André s se marchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó a Natacha:

‑ ¿ Y qué?

‑ Mamá, por Dios, no me preguntes nada ahora. No debemos hablar de ello.

Pero por la noche, Natacha, ora emocionada, ora asustada, con los ojos inmó viles, permaneció mucho rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba los cumplidos que é l le hací a, como le decí a que se marcharí a al extranjero, o le preguntaba dó nde pasarí an el verano, o le hablaba de Boris.

‑ ¡ No he sentido jamá s cosa semejante! ‑ decí a Natacha ‑. Ante é l me encuentro extrañ a, tengo miedo; ¿ qué quiere decir esto? ¿ Eh? Mamá, ¿ duermes?

‑ No, hija mí a; yo tambié n tengo miedo ‑ dijo la Condesa ‑. Ve, ve a dormir.

‑ Es igual; tampoco dormirí a. ¡ Qué tonterí a es dormir! ¡ Mamá, mamá, no habí a experimentado jamá s cosa semejante! ‑ repetí a, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que descubrí a‑. ¡ Quié n habí a de decirlo!

A Natacha le parecí a que se habí a enamorado del prí ncipe André s desde que le vio por primera vez en Otradnoie. Estaba asustada de aquella suerte extrañ a e inesperada que habí a hecho que se encontrara de nuevo con aquel a quien ella habí a escogido entonces (de esto estaba firmemente convencida), y que, a juzgar por las apariencias, ella no le era del todo indiferente. «Y como si fuese hecho a propó sito, é l está en San Petersburgo cuando estamos nosotros; y nos hemos encontrado en el baile. Eso es el destino. Está bien claro que todo esto es obra del destino. La primera vez que le vi experimenté una sensació n extrañ a. »

‑ ¿ Qué es lo que te ha dicho? ¿ Qué versos son aquellos...? ‑ dijo pensativamente la madre, refirié ndose a unos versos que el prí ncipe André s habí a escrito en el á lbum de Natacha.

‑ Mamá, ¿ verdad que no es ningú n mal que sea viudo?

‑ Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientos se hacen en el cielo.

‑ Pero, mamita, mujer, ¡ si supieras cuá nto lo quiero! ¡ Qué contenta estoy! ‑ exclamó Natacha, llorando de emoció n y de felicidad y abrazando a su madre.

A aquella hora, el prí ncipe André s se encontraba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y de su intenció n de casarse con ella.

Aquel dí a habí a reunió n en casa de la condesa Elena. Entre los invitados se encontraban el embajador francé s, el gran Duque, quien frecuentaba mucho la casa desde hací a poco tiempo, y muchas grandes damas y personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba sorprendidos a todos los que le veí an a causa de su expresió n concentrada, distraí da y oscura.

Desde el baile, Pedro se sentí a preso de una hipocondrí a que procuraba vencer con desesperados esfuerzos. A raí z de las relaciones del gran Duque con su mujer, inesperadamente habí a sido nombrado chambelá n, y a partir de aquel momento empezó a sentir aburrimiento y vergü enza en la alta sociedad. Ideas tenebrosas sobre la vanidad de todo lo de este mundo le ensombrecí an a menudo. Desde que habí a descubierto los sentimientos de su protegida Natacha y del prí ncipe André s, su mal humor aumentaba por el contraste de su situació n y la de su amigo. Procuraba no pensar ni en su mujer, ni en Natacha, ni en el prí ncipe André s.

Pedro, al salir del piso de la Condesa, a medianoche, habí a ido a sentarse arriba, en la habitació n de techo bajo, llena de humo; ante la mesa, con una bata vieja, hací a copias de actas cuando alguien entró.

Era el prí ncipe André s:

‑ ¡ Ah! ¿ Eres tú? ‑ exclamó Pedro con tono distraí do y descontento ‑. Aquí me tienes ‑ dijo mostrando la libreta con el gesto de huir de las miserias de la vida con el cual los desgraciados miran el trabajo que está n haciendo.

El prí ncipe André s, con el rostro radiante, entusiasta, transformado, se paró ante Pedro y, sin darse cuenta de su expresió n triste, le sonrió con el egoí smo de la felicidad.

‑ Y bien, amigo ‑ dijo ‑. Ayer querí a hablarte y hoy he venido para esto. En mi vida habí a experimentado cosa semejante. Estoy enamorado, amigo mí o.

Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer sobre el divá n, al lado del Prí ncipe.

‑ De Natacha Rostov, ¿ verdad?

‑ Sí, sí, claro. ¿ De quié n sino de ella? No lo hubiera creí do nunca, pero esto es má s fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero no darí a este sufrimiento por nada del mundo. Antes no viví a, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero ¿ puede amarme? Soy viejo para ella... ¿ Por qué no me dices nada?

‑ ¿ Yo, yo? ¿ Qué quieres que te diga? ‑ dijo Pedro sú bitamente. Levantá ndose, empezó a pasear por la habitació n ‑. Ya hací a mucho tiempo que lo pensaba... Esta muchacha es un tesoro, tan... Es una rareza... Amigo, por favor, no dudes má s y cá sate, cá sate, cá sate; estoy seguro de que no habrá hombre má s feliz que tú.

‑ Pero, ¿ y ella?

‑ Ella te ama.

‑ No digas tonterí as ‑ dijo el prí ncipe André s sonriendo y mirando a Pedro de hito en hito.

‑ Ella te ama..., yo lo sé ‑ exclamó Pedro.

‑ No, escucha ‑ dijo el Prí ncipe detenié ndole con la mano ‑. ¿ Sabes en qué situació n me encuentro? Tengo necesidad de decirlo a alguien.

‑ Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.

Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las arrugas desaparecí an y con gesto alegre escuchaba al prí ncipe André s.

É ste parecí a otro hombre. ¿ Dó nde estaban su enojo, su desprecio de sí mismo, aquel extrañ o desengañ o de todo? Pedro era la ú nica persona ante la cual se podí a decidir a confesarse, y exprimió todo lo que tení a en el alma. Sosegadamente, con atrevimiento, hací a los planes para un largo porvenir; decí a que no podí a sacrificar su felicidad por el capricho de su padre, que é l sabrí a obligarle a dar el consentimiento a su matrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario, lo harí a sin su consentimiento. Y a veces se admiraba de este sentimiento que se apoderaba de é l en absoluto, como de una cosa extrañ a, independiente de sí mismo.

‑ Si alguien me hubiese dicho que yo podí a enamorarme de esta manera, no lo hubiera creí do. Esto no se parece en nada a lo que sentí a antes. Para mí, el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella no está: la tristeza, la oscuridad, el final ‑ dijo el prí ncipe André s.

‑ La oscuridad, las tinieblas... ‑ replicó Pedro ‑. Sí, lo comprendo.

‑ Yo no puedo dejar de amar la claridad; esto no es culpa mí a; y soy muy feliz. ¿ Me comprendes? Ya sé que compartes mi alegrí a.

‑ Sí, sí ‑ afirmó Pedro mirando a su amigo con ojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuanto má s brillante le parecí a la suerte del prí ncipe André s, má s negra le parecí a la suya.

 

IX

Era necesario el consentimiento del padre para la boda, y a la mañ ana siguiente el prí ncipe André s marchó a su casa.

El anciano recibió la noticia con una calma aparente y con disimulada hostilidad. No podí a comprender por qué querí a cambiar de vida e introducir algo nuevo cuando su vida ya estaba acabada.

«Que me dejen terminar como quiero y que luego hagan lo que quieran», se decí a el viejo. Pero con su hijo utilizó la diplomacia que empleaba en los casos importantes. Empezó a discutir el asunto en un tono completamente tranquilo.

En primer lugar, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo lugar, el prí ncipe André s no era joven y estaba delicado (el anciano insistí a particularmente en este punto) y ella era muy joven; en tercer lugar, habí a un hijo que era lá stima tener que confiarlo a una esposa joven.

‑ Finalmente ‑ el anciano le dijo con sorna ‑, te pido que aguardes un añ o a casarte. Ve al extranjero, cuí date, busca, como es tu intenció n, un alemá n para el prí ncipe Nicolá s, y luego, si el amor, la pasió n, la ceguera por la persona son aú n tan grandes, cá sate. É sta es mi ú ltima palabra, ¿ lo has entendido? La ú ltima... ‑ concluyó el Prí ncipe con un tono que demostraba que no habí a nada que pudiera hacerle cambiar de determinació n.

El prí ncipe André s vio claramente que su padre esperaba que su amor o el de Natacha no resistirí an la prueba de un añ o de ausencia, o bien que para entonces é l estuviera muerto; el prí ncipe André s resolvió hacer la voluntad de su padre, pedir la mano de Natacha y fijar la boda al cabo de un añ o.

A las tres semanas de la ú ltima reunió n en casa de los Rostov, el prí ncipe André s regresaba a San Petersburgo.

 

Al dí a siguiente de la conversació n con su madre, Natacha aguardó en vano a Bolkonski todo el dí a. Lo mismo ocurrió al siguiente, y al otro, y al otro. Pedro tampoco se presentaba, y Natacha, que no sabí a que el prí ncipe André s se hubiese marchado a su casa, no podí a explicarse su ausencia.

Pasaron tres semanas. Natacha no querí a ir a ninguna parte y andaba de una habitació n a otra, como una sombra, ociosa y desconsolada. Por la noche, a escondidas, lloraba y no iba a la cama de su madre. Por el menor motivo se ruborizaba y le latí a el corazó n. Se imaginaba que todos le descubrí an el despecho y que se burlaban de ella o la compadecí an. La herida del amor propio, unida a la intensidad del dolor í ntimo, aumentaba todaví a su desventura.

Un dí a entró en la habitació n de su madre para decirle alguna coca, y sú bitamente se puso a llorar. Las lá grimas le resbalaban por el rostro como a una criatura humillada que no sabe por qué la han castigado.

La Condesa la calmó; Natacha, que al principio escuchaba las palabras de su madre, la interrumpió:

‑ Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Bueno; vení a... Ha dejado de venir...

La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar de nuevo, pero se contuvo y prosiguió con tranquilidad;

‑ No quiero casarme; é l me da miedo. Ahora ya estoy bien tranquila...

Al dí a siguiente, despué s de esta conversació n, Natacha se puso un vestido viejo, por el que sentí a una predilecció n especial, y desde aquella mañ ana reemprendió la vida ordinaria, de la que se habí a apartado desde el dí a del baile. Despué s de tomar el té fue al saló n, que le gustaba mucho por la resonancia que tení a, y se puso a solfear.

Cuando hubo terminado la primera lecció n se sentó en medio de la sala y repitió una frase musical que le agradaba especialmente. Escuchaba con placer el encanto con que sus sonidos se esparcí an y llenaban todo el vací o de la sala y se apagaban lentamente; y sú bitamente se puso alegre. «¿ Qué saco pensando tanto? ¡ Se está bien sin eso! », se dijo, y empezó a pasearse de un lado a otro, por el parquet sonoro, pero cambiando de paso a cada momento y deslizá ndose del tacó n a la punta (llevaba los zapatos nuevos que preferí a); despué s, alegre, como si oyera el eco de su voz, escuchaba el choque regular del tacó n y el ruido leve de las puntas. Al pasar por delante del espejo se miraba. «¡ Yo soy así! ‑ parecí a que dijera su rostro cuando se reflejaba en el espejo‑. ¡ Bueno, no necesito a nadie! »

Un criado quiso entrar para arreglar el saló n, pero ella no se lo permitió; cerró la puerta tras de sí y continuó paseá ndose. Aquella mañ ana volví a a su estado predilecto de amor para consigo misma y de admiració n a su persona... «¡ Qué delicia esta Natacha! », se decí a de nuevo, como si hubiese sido un hombre quien hablara de ella. «Bonita, voz encantadora, joven y no hace dañ o a nadie; só lo falta dejarla tranquila. » Pero, a pesar de que la dejaban tranquila, no encontraba sosiego. De ello se dio cuenta inmediatamente.

La puerta del vestí bulo se abrió; alguien preguntó si estaban los de la casa. Se oyeron pasos. Natacha se miraba al espejo, pero no se veí a en é l. Oyó hablar en la antesala. Cuando distinguió las voces se volvió pá lida. Era «é l». Estaba segura, a pesar de que apenas oí a su voz a travé s de las puertas cerradas.

Pá lida y asustada, corrió a la sala.

‑ ¡ Mamá! ¡ Bolkonski ha venido! ¡ Mamá, es terrible, es insoportable! ¡ Yo no quiero... sufrir! ¿ Qué debo hacer?

Antes de que la Condesa tuviera tiempo de responder, el prí ncipe André s entraba en la sala, con la cara trastornada y seria.

Cuando se dio cuenta de la presencia de Natacha, se le iluminó el rostro. Besó la mano a la Condesa y a Natacha y se sentó en el canapé.

‑ Hací a tiempo que no habí amos tenido el gusto... ‑ empezó la Condesa, pero el prí ncipe André s la interrumpió, contestando a la pregunta, deseoso de explicarse.

‑ No he venido porque he estado todos estos dí as en casa de mi padre. Tení a que hablarle de una cuestió n muy importante. He llegado esta noche... ‑ dijo lanzando una mirada a Natacha ‑. Quisiera hablarle, Condesa ‑ añ adió despué s de un minuto de silencio.

La Condesa suspiró con pena y entornó los ojos.

‑ Estoy a su disposició n ‑ dijo.

Natacha comprendí a que habí a de retirarse, pero no sabí a hacerlo; tení a la sensació n de que le apretasen el cuello; con atrevimiento miró al prí ncipe André s con ojos asustados.

«¡ Enseguida! ¿ Inmediatamente...? ¡ Esto no puede ser! », pensó.

É l la miró nuevamente, y aquella mirada la convenció de que no se engañ aba. Sí..., enseguida, ahora mismo, su suerte serí a decidida.

‑ Ve, Natacha, ya te llamaré ‑ murmuró la Condesa.

Natacha miró al prí ncipe André s y a su madre con espantados y suplicantes ojos y salió.

‑ Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija ‑ dijo el Prí ncipe.

La cara de la Condesa enrojeció y de momento no contestó nada.

‑ Su proposició n... ‑ empezó lentamente la Condesa.

El prí ncipe André s permanecí a callado y la miraba.

‑ Su proposició n... ‑ estaba angustiada ‑ nos es muy agradable y... la acepto y estoy muy contenta. Y mi esposo... espero... Pero esto es ella misma quien debe decidirlo...

‑ Cuando me dé su consentimiento se lo preguntaré... ¿ Me lo permite? ‑ preguntó el prí ncipe André s.

‑ Sí... ‑ dijo la Condesa.

Ella le tendió la mano y con un sentimiento mezcla de ternura y de miedo puso los labios en la frente del prí ncipe André s, mientras é l le besaba la mano. Ella querí a amarlo como a un hijo, pero le parecí a demasiado extrañ o e imponente aú n.

‑ Estoy segura de que mi marido consentirá ‑ dijo la Condesa ‑. Pero ¿ y su padre?

‑ Mi padre, a quien he comunicado mis intenciones, ha puesto por condició n absoluta, para dar su consentimiento, que espere un añ o. Esto es lo que querí a decirle. ‑ Claro que Natacha es muy joven aú n, pero una espera tan larga...

‑ Es preciso... ‑ dijo é l, suspirando.

‑ Ahora la haré venir ‑ dijo la Condesa, y salió del saló n.

«Señ or, Dios mí o, ten piedad de mí », repetí a la Condesa mientras iba a buscar a su hija. Sonia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio.

Se habí a sentado en la cama, pá lida, con los ojos secos; contemplaba el icono y, persigná ndose rá pidamente, murmuraba alguna cosa. Al ver a su madre, saltó de la cama y corrió a su encuentro.

‑ ¿ Qué, mamá? ¿ Qué?

‑ Ve, ve con é l. Ha pedido tu mano ‑ dijo la Condesa frí amente, segú n pareció a Natacha ‑. Ve, ve ‑ repitió con tristeza detrá s de su hija, que corrí a; y suspiraba con pena.

Natacha no se acordó que entraba en el saló n. Desde la puerta le vio y se detuvo. «Este extrañ o, ¿ lo es " todo” para mí desde ahora? », se preguntaba; y enseguida se respondí a: «Sí, todo. Desde ahora lo amo má s que a todo el mundo. » El prí ncipe André s se le acercó con los ojos bajos.

‑ La amo desde el primer dí a que la vi. ¿ Puedo esperar?

La miraba. La expresió n grave y apasionada de su rostro la impresionaba. La suya decí a:

«¿ Por qué lo preguntas? ¿ Por qué dudar de aquello que es imposible esconder? ¿ Por qué hablar cuando uno no puede expresar con palabras lo que siente? »

Se acercó a é l y se detuvo. Le cogió la mano y se la besó.

‑ ¿ Me quiere?

‑ Sí, sí ‑ dijo Natacha, como si le pesara; suspiró profundamente, despué s aceleró los suspiros y sollozó.

‑ ¿ Por qué? ¿ Qué tiene?

‑ ¡ Ah, soy tan feliz! ‑ replicó ella, sonriendo a travé s de las lá grimas; é l se inclinó hacia ella, reflexionó un segundo, como si se interrogara, y la abrazó.

El prí ncipe André s le cogí a las manos, le miraba a los ojos y no hallaba en su alma el antiguo amor por ella. Sú bitamente, alguna cosa cambiaba en su interior, no experimentaba el viejo encanto poé tico, misterioso, del deseo, sino la lá stima por su debilidad de mujer y de criatura, el miedo ante su ternura y su confianza, la conciencia, penosa y alegre a la vez, del deber que le ataba para siempre a ella. El sentimiento actual, aunque no fuera tan puro y tan poé tico como el otro, era má s profundo y má s vivo.

‑ ¿ Le ha dicho su madre que debemos esperar un añ o? ‑ dijo el prí ncipe André s sin apartar sus ojos de los de ella.

«¿ Soy esta chiquilla juguetona, como todos dicen de mí? ‑ pensó Natacha ‑. ¿ Soy yo, desde este momento, " la mujer", la igual de este hombre simpá tico, inteligente, que hasta mi padre respeta? Claro que desde hoy ya no se puede bromear con la vida, que ya soy una mujer, responsable de todos mis actos; de todas mis palabras. Sí. ¿ Qué me ha pedido? »

‑ No ‑ dijo Natacha, pero no sabí a lo que le habí a preguntado.

‑ Perdó neme ‑ dijo el Prí ncipe ‑. Es usted tan joven y yo he vivido tanto ya... Tengo miedo por usted. Aú n no se conoce usted a sí misma.

Natacha escuchaba con atenció n, tratando de comprender todo el sentido de aquellas palabras, sin lograrlo.

‑ Por mucho que sienta esta espera, que alarga la hora de mi felicidad ‑ prosiguió el prí ncipe André s ‑, durante este tiempo podré conocerla. Dentro de un añ o le pediré que quiera hacer mi felicidad, pero es usted libre... Nuestro noviazgo quedará entre nosotros, y si se convence usted de que me ama o me amaba... ‑ dijo el prí ncipe André s con una sonrisa forzada.

‑ ¿ Por qué dice usted eso? ‑ interrumpió Natacha ‑. Ya sabe usted que le amo desde el dí a en que vino a Otradnoie‑ dijo, firmemente convencida de que decí a la verdad.

‑ En un añ o se podrá usted conocer a sí misma.

‑ ¡ Un añ o! ‑ exclamó sú bitamente Natacha, que hasta entonces no comprendió que el matrimonio no se efectuarí a hasta pasado ese tiempo ‑. ¿ Por qué un añ o? ¿ Por qué?

El prí ncipe André s le explicó la causa.

Natacha no le oí a.

‑ Pero ¿ no hay otro remedio? ‑ preguntó.

El prí ncipe André s no contestó, pero su rostro expresaba la imposibilidad de modificar esta decisió n.

‑ ¡ Es terrible! No, ¡ es espantoso, espantoso! ‑ dijo Natacha, que volví a a llorar ‑. Me moriré si debemos aguardar un añ o. ¡ Es imposible!

Contempló la cara de su prometido y le pareció ver en ella una expresió n de lá stima y de extrañ eza.

‑ No, no, haré todo cuanto sea preciso ‑ dijo sú bitamente Natacha secá ndose las lá grimas ‑. ¡ Estoy tan contenta!

Sus padres entraron en el saló n y bendijeron a los enamorados.

Desde aquel dí a, el prí ncipe André s frecuentó la casa de los Rostov como prometido.

 

X

No hubo fiesta de noviazgo y nadie supo que Bolkonski y Natacha se habí an prometido. El prí ncipe André s lo querí a, a pesar de todo. Decí a que, siendo é l la causa de su retraso, é l habí a de pagar la pena; que su palabra le ligaba para siempre, pero que no querí a que Natacha se comprometiera y la dejaba en completa libertad. «Dentro de seis meses, si ella ve que no me ama, tendrá derecho a retirar su palabra. » No hay que decir que ni los padres de Natacha ni ella misma querí an oí r hablar de eso. Pero el prí ncipe André s insistí a. Diariamente iba a casa de los Rostov, pero no se comportaba como el prometido de Natacha. La trataba de usted y le besaba la mano. Despué s de la petició n, entre el prí ncipe André s y Natacha se establecieron unas relaciones muy distintas de las simplemente amistosas que tuvieron antes. Hasta entonces no se conocí an. A los dos les gustaba recordar có mo se juzgaban cuando todaví a no eran «nada» el uno para el otro. Ahora los dos se sentí an muy distintos. Antes disimulaban; ahora eran sencillos y sinceros.

En la familia, de momento, las relaciones con el prí ncipe André s produjeron cierta incomodidad; tení a el aspecto de un hombre de otra clase social, y durante mucho tiempo Natacha hubo de acostumbrar a los suyos al principe André s, afirmando a todos, con orgullo, que parecí a raro, pero que, al fin y al cabo, era como todos; que a ella no le daba miedo y que nadie habí a de temerle. Al cabo de algú n tiempo, la familia se acostumbró a ello, y, sin cohibirse por su presencia, la casa seguí a su vida ordinaria, que é l tambié n llevaba. Sabí a hablar de las tierras con el Conde, de vestidos con la Condesa y Natacha, de á lbumes y tapicerí as con Sonia. A veces, los Rostov, entre ellos y delante del prí ncipe André s, admirá banse de lo que habí a ocurrido y de có mo eran evidentes los signos del destino: la llegada del Prí ncipe a Otradnoie, su entrada en San Petersburgo, y muchas otras circunstancias observadas por los familiares.

En la casa reinaba aquel sopor poé tico y silencioso que acompañ a siempre la presencia de los prometidos. A menudo, sentados en el saló n, todos permanecí an callados; a veces se levantaban y los prometidos se quedaban solos y tambié n callaban. Hablaban muy poco de su vida futura. El prí ncipe André s sentí a miedo y vergü enza de hablar de ello. Natacha compartí a este sentimiento, como todos los demá s, que siempre adivinaba. Una vez, Natacha le habló de su hijo. El Prí ncipe se ruborizó, lo que ocurrí a muy a menudo, al ver la gran ternura de Natacha, y dijo que su hijo no vivirí a con ellos.

‑ ¿ Por qué? ‑ preguntó Natacha, extrañ ada.

‑ No puedo separarlo de su abuelo. Y luego...

‑ ¡ Có mo le querrí a! ‑ dijo Natacha adiviná ndole el pensamiento ‑. Pero ya lo veo; no quiere que tenga ningú n motivo de acusarnos a usted y a mí.

El viejo Conde se acercaba a veces al prí ncipe André s, le abrazaba y le pedí a de vez en cuando consejo para la educació n de Petia o la carrera de Nicolá s. La Condesa suspiraba al mirarlo. Sonia, siempre temerosa de estorbar, buscaba excusas para dejarlos solos, incluso cuando no era necesario. Cuando el prí ncipe André s hablaba ‑ hablaba muy bien ‑, Natacha lo escuchaba con orgullo; cuando era ella la que hablaba, veí a con miedo y alegrí a que é l la miraba atentamente. Y se preguntaba: «¿ Qué encuentra en mí? ¿ Qué quiere decir con esta mirada? ¿ Y si no hallara en mí lo que su mirada busca? »

A veces se sentí a locamente alegre; entonces le gustaba mucho mirarle y escuchar có mo se reí a el prí ncipe André s. Reí a muy poco, pero cuando lo hací a se abandonaba completamente a la risa; y cada vez, despué s que ocurrí a esto, ella se sentí a má s cerca de é l. Natacha habrí a sido totalmente feliz si la idea de la separació n que se acercaba no la hubiera asustado; é l tambié n palidecí a y temblaba al pensarlo.

La tarde anterior al dí a en que debí a marcharse de San Petersburgo, el prí ncipe André s llegó acompañ ado de Pedro, quien no habí a vuelto a casa de los Rostov desde el dí a del baile. Pedro parecí a trastornado y confuso. Habló con la madre. Natacha se sentó con Sonia cerca de la mesa de ajedrez e invitó al prí ncipe André s. É ste se acercó.

‑ ¿ Hace mucho tiempo que conoce usted a Bezukhov? ¿ Es muy amigo suyo? ‑ preguntó el Prí ncipe.

‑ Sí. Es bueno, pero un poco raro.

Y, como siempre que se hablaba de Pedro, Natacha empezó a explicar ané cdotas de sus distracciones, algunas de las cuales eran inventadas.

‑ Ya sabe usted que le he confesado nuestro secreto ‑ dijo el Prí ncipe‑. Le conozco desde pequeñ o. Tiene un corazó n angelical. Quisiera pedirle, Natacha... ‑ dijo sú bitamente, muy serio ‑. Me marcho. Dios sabe lo que puede pasar. Podrí a dejar de quer... Bueno, ya sé que no hemos de hablar de esto, pero solamente quiero pedirle una cosa: pase lo que pase, cuando yo no esté aquí...

‑ Pero ¿ qué puede ocurrir?

‑ Cualquier desgracia que sobreviniera, le pido, señ orita Natacha, que se dirija a é l en busca de consejo y ayuda. Es el hombre má s distraí do del mundo, pero tiene un corazó n de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni hasta el prí ncipe André s, podí an prever el efecto que producirí a en Natacha la separació n de su prometido. Enrojecida por la emoció n, los ojos secos, estuvo recorriendo la casa durante todo el dí a, ocupá ndose de las cosas má s insignificantes, como si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni siquiera en el momento en que, dicié ndole adió s, é l le besó la mano por ú ltima vez. «¡ No se vaya! », le dijo con una voz que le hizo pensar si realmente habí a de quedarse y de la que se acordó durante mucho tiempo. Cuando se hubo marchado, tampoco lloró, pero no se movió de su habitació n durante algunos dí as, sentada, no interesá ndose por nada y repitiendo de vez en cuando: «¡ Ah! ¿ Por qué se ha marchado? »

Al cabo de dos semanas, con gran sorpresa de todos, se restableció de la depresió n moral y volvió a ser como antes, pero su personalidad moral habí a cambiado, igual que las criaturas que se levantan con otra fisonomí a despué s de una larga enfermedad...

 

SÉ PTIMA PARTE



  

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