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SEXTA PARTEI Avivá base la guerra y su teatro se acercaba a la frontera rusa. En todas partes se oí an maldiciones contra el enemigo del gé nero humano, Bonaparte. De los pueblos donde eran reclutados los soldados y del teatro de la guerra llegaban noticias diversas, como siempre; falsas y, por tanto, interpretadas diferentemente. Las vidas del prí ncipe Bolkonski, del prí ncipe André s y de la princesa Marí a habí an cambiado mucho a partir de l805. En l806, el anciano Prí ncipe habí a sido nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias formadas en toda Rusia. El anciano Prí ncipe, a despecho de la debilidad propia de sus añ os, debilidad que se habí a acentuado mientras creyó que su hijo habí a muerto, decí a que no cumplirí a con su deber si se negaba a desempeñ ar una funció n a cuyo ejercicio habí a sido llamado por el mismo Emperador. Aquella nueva actividad que se abrí a ante é l le excitaba y le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tres provincias que le habí an sido confiadas; llevaba su cometido hasta la pedanterí a; se mostraba severo hasta la crueldad con sus subordinados y querí a conocer personalmente hasta los má s pequeñ os detalles. La princesa Marí a habí a cesado de tomar lecciones de matemá ticas de su padre, y só lo cuando é l estaba en casa, por la mañ ana, iba al despacho acompañ ada del ama y del pequeñ o Nicolá s, como le llamaba el abuelo. El pequeñ o viví a con el ama y la vieja criada Savichna, en las habitaciones de la Princesa difunta, y la princesa Marí a pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto del niñ o, esforzá ndose tanto como podí a en hacer de madre de su sobrino. Mademoiselle Bourienne tambié n parecí a querer apasionadamente al pequeñ o, y, muy a menudo, la princesa Marí a, violentá ndose, cedí a a su amiga el placer de mecer al «angelito», como llamaba a su sobrinito, y de entretenerlo. Cerca del altar de la iglesia de Lisia‑ Gori se elevaba una capilla sobre la tumba de la pequeñ a Princesa, y en ella se habí a erigido un monumento de má rmol, enviado de Italia, que representaba a un á ngel con las alas desplegadas, en actitud de subir al cielo. Aquel á ngel tení a el labio superior un poco levantado, como si fuera a sonreí r, y un dí a, el prí ncipe André s y la princesa Marí a, al salir de la capilla, confesaron que era extrañ o, pero que la cara de aquel á ngel les recordaba a la difunta. Pero lo que era aú n má s extrañ o, y que el prí ncipe André s no dijo a su hermana, fue que en la expresió n que el artista habí a dado por casualidad al rostro del á ngel, el prí ncipe André s leí a las mismas palabras de dulce reconvenció n que habí a leí do en el rostro de su mujer muerta: «¡ Ah!, ¿ por qué me habé is hecho esto? » Al cabo de poco tiempo de la vuelta del prí ncipe André s, el viejo Prí ncipe dio en propiedad, a su hijo, Bogutcharovo, una gran hacienda situada a cuarenta verstas de Lisia‑ Gori. Sea por los recuerdos penosos ligados a Lisia-Gori, sea porque el prí ncipe André s no se sentí a siempre capaz de soportar el cará cter de su padre, y tal vez tambié n porque tení a necesidad de estar solo, aprovechando la donació n, hizo construir una casa en Bogutcharovo, en la que pasaba la mayor parte del tiempo. Despué s de la campañ a de Austerlitz, el prí ncipe André s estaba firmemente decidido a no reincorporarse al servicio militar, y cuando la guerra volvió a empezar y todo el mundo tuvo que incorporarse de nuevo, é l no entró en servicio activo y aceptó las funciones, bajo la direcció n de su padre, correspondientes al reclutamiento de milicias. Despué s de la campañ a de l805, el anciano Prí ncipe parecí a haber cambiado con respecto a su hijo. El prí ncipe André s, por el contrario, que no tomaba parte en la guerra, y en el fondo del alma le dolí a, no auguraba nada bueno de ello. El dí a 26 de febrero de l807, el anciano Prí ncipe salió en viaje de inspecció n. El prí ncipe André s, como hací a siempre en ausencia de su padre, se quedó en Lisia‑ Gori. El pequeñ o Nicolá s hací a cuatro dí as que estaba enfermo. Los cocheros que habí an conducido al anciano Prí ncipe a la ciudad volvieron con papeles y cartas para el prí ncipe André s. El criado que traí a las cartas no encontró al prí ncipe André s en su despacho y se dirigió a las habitaciones de la princesa Marí a, pero tampoco estaba allí. Alguien dijo que el Prí ncipe se encontraba en la habitació n del niñ o. ‑ Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegado con el correo ‑ dijo una de las criadas dirigié ndose al prí ncipe André s, que estaba sentado en una silla baja y que, con las cejas contraí das y mano temblorosa, vertí a gotas de un frasco en un vaso lleno hasta la mitad de agua. ‑ ¿ Qué hay? ‑ dijo con tono irritado; y como sea que las manos le temblaran má s, dejó caer demasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo el contenido y pidió otro. La criada se lo dio. En el aposento habí a una cama de niñ o, dos arcas, dos sillas, una mesa, una mesita y una silla baja en la que estaba sentado el prí ncipe André s. Las ventanas estaban cerradas; encima de la mesa habí a una bují a encendida, y de pie, enfrente, un libro de mú sica a medio abrir, de manera que la luz no cayera sobre la camita del niñ o. ‑ Vale má s esperar ‑ dijo a su hermano la princesa Marí a, que estaba al lado de la cama ‑. Despué s... ‑ Hazme el favor. No digas tonterí as. Siempre esperas y he aquí lo que has esperado... ‑ dijo el prí ncipe André s con un murmullo colé rico, con evidente deseo de herir a su hermana. ‑ Cré eme, vale má s no despertarlo. Duerme ‑ pronunció la Princesa con voz suplicante. El prí ncipe André s se levantó y se acercó a la cama de puntillas con el vaso en la mano. ‑ No sé... ¿ Despertarlo? ‑ dijo en tono indeciso. ‑ Como quieras..., pero... Me parece... Es decir, como quieras‑ dijo la princesa Marí a, que parecí a amedrentada y avergonzada de haber expuesto su parecer. Indicó a su hermano en voz baja que la criada le llamaba. Hací a varias noches que ni uno ni otro dormí an, siempre al lado del pequeñ o, consumido por la fiebre. Sin confianza en el mé dico de la casa, esperaban de un momento a otro al que habí an mandado llamar de la ciudad. Entre tanto, probaban una medicina tras otra. Rendidos de no dormir, tristes, se hací an pagar mutuamente su dolor y se peleaban. ‑ Petrucha, con papeles de su padre, señ or ‑ murmuró la criada. El prí ncipe André s salió. ‑ ¡ Que vayan al diablo! ‑ exclamó; y despué s de escuchar las ó rdenes verbales de su padre y de guardar el pliego que le dirigí a, volvió al cuarto del niñ o. ‑ Y bien, ¿ có mo está? ‑ preguntó el prí ncipe André s. ‑ Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitch siempre dice que el sueñ o es la mejor medicina‑ murmuró con un suspiro la Princesa. El prí ncipe André s se acercó al niñ o y lo tocó. Ardí a. ‑ ¡ Al diablo tú y tu Karl Ivanitch! Tomó el vaso con las gotas y volvió al lado de la cama. ‑ ¡ André s, no seas así! ‑ dijo la princesa Marí a. Pero é l, airado y no sin sufrir, arrugaba las cejas y con el vaso en la mano se acercaba al niñ o. ‑ Vamos, lo quiero ‑ dijo ‑. Te digo que se lo des. La princesa Marí a se encogió de hombros, pero dó cilmente tomó el vaso y, llamando a la criada, se dispuso a dar la pó cima al pequeñ o. El niñ o chillaba y empezaba a atragantarse. El prí ncipe André s, con las cejas contraí das, apretá ndose la cabeza con ambas manos, salió de la habitació n y se dejó caer en el divá n de la sala contigua. Tení a en las manos todas las cartas. Maquinalmente las abrió y empezó a leerlas. El anciano Prí ncipe, en un papel azul, escribí a con su letra alta y caí da: «Acabo de recibir, por correo, una noticia muy agradable, si es cierta. Parece que Benigsen ha vencido completamente a Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todos triunfan y ha sido enviada una multitud de condecoraciones al ejé rcito. Aunque sea alemá n, lo felicito. Hasta ahora no entiendo lo que hace por allí el jefe de Kortcheva, un tal Khandrikov. Aú n no tenemos ni hombres ni ví veres. Ve enseguida allí y dile que le haré cortar la cabeza si dentro de una semana no está todo dispuesto. Tambié n he recibido una carta de Petinka sobre la batalla de Pressich‑ Eylau, en la que tomó parte; todo es verdad. Cuando no se entrometen los que no tienen nada que hacer allí, hasta un alemá n derrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con el mayor desorden. Ve, pues, inmediatamente a Kortcheva y cumple mis ó rdenes. » El prí ncipe André s suspiró y abrió otra carta. Estaba escrita con caracteres muy finos y ocupaba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a doblar, sin leerla, y leyó de nuevo la de su padre que acababa con estas palabras: «¡ Ve, pues, inmediatamente a Korcheva y cumple mis ó rdenes! » «No, perdó n, no iré mientras el niñ o no esté bien del todo», pensó acercá ndose a la puerta y dirigiendo un vistazo al cuarto del niñ o. La princesa Marí a no se moví a del lado de la cama y mecí a dulcemente al niñ o. «¿ Qué otras cosas desagradables dirá mi padre? ‑ se preguntaba el prí ncipe André s recordando el contenido de la carta que acababa de leer ‑. Sí..., los nuestros han obtenido una victoria sobre Bonaparte, precisamente cuando yo no estaba allí. Sí, sí, la suerte se rí e de mí... Lo mismo da». Y comenzó a leer la carta francesa de Bilibin. Leyó sin comprender ni la mitad. Leí a só lo por dejar de pensar, aunque no fuera má s que por unos instantes, en aquello que desde hací a mucho tiempo pensaba exclusivamente y con mucha pena. De pronto le pareció oí r a travé s de la puerta un ruido extrañ o. Le dio miedo, temí a que le hubiera pasado algo al niñ o mientras leí a la carta. De puntillas se acercó a la puerta de la habitació n y la abrió un poco. En el momento de entrar observó que la criada, con aspecto aterrorizado, le ocultaba alguna cosa y que la princesa Marí a no estaba al lado de la cama. ‑ André s ‑ oyó a la princesa Marí a con un murmullo que le pareció desesperado. Como acontece muy a menudo despué s de una larga noche de insomnio y de emociones fuertes, un miedo injustificado le invadió de pronto. Le asaltó la idea de que el niñ o habí a muerto. Todo lo que veí a y oí a le parecí a confirmar su temor. «Todo ha terminado», pensó, y un sudor frí o humedeció su frente. Aturdido, se acercó a la cuna pensando encontrarla vací a y que la criada habí a escondido al niñ o muerto. Separó las cortinas y, durante mucho rato, sus ojos asustados y distraí dos no pudieron encontrar al niñ o. Por ú ltimo lo descubrió. El pequeñ o, enrojecido, con los brazos separados, yací a de travé s en la cama, con la cabeza bajo la almohada. Dormido, moví a los labios y respiraba regularmente. Al darse cuenta de ello, el prí ncipe André s se alegró como si lo hubiese perdido y lo recobrara de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermana le habí a enseñ ado, le puso los labios en la frente para observar si tení a fiebre. La frente estaba hú meda. Le tocó la cabeza con la mano; tení a los cabellos mojados: sudaba. No solamente no habí a muerto, sino que se comprendí a muy bien que la crisis habí a pasado y que estaba en camino de mejorar rá pidamente. Habrí a cogido a aquella criatura para estrecharla contra su pecho, pero no se atreví a. Estaba de pie a su lado; le miraba la cabeza, las manos, las piernas que se adivinaban debajo de las sá banas. Oyó un roce a su lado y apareció una sombra entre las cortinas de la cama. No se volvió; continuó mirando la cara del niñ o y escuchando su respiració n. La sombra era la princesa Marí a, que se habí a acercado, sin hacer ruido, a la cama; habí a levantado la cortina y se habí a dejado caer de espaldas. El prí ncipe André s, sin volverse, la reconoció y le tendió la mano. Ella se la estrechó. ‑ Suda ‑ dijo el prí ncipe André s. ‑ Entré para decí rtelo. El pequeñ o se moví a apenas; dormí a sonriendo y frotaba la cabeza contra la almohada. El prí ncipe André s miró a su hermana. Los ojos resplandecientes de la princesa Marí a, en la penumbra de la alcoba, brillaban má s que de costumbre a causa de las lá grimas de alegrí a que los inundaban. La princesa Marí a se inclinó hacia su hermano y lo besó, incluyendo en el abrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a la luz mortecina que atravesaba la cortina, como si no quisieran separarse del mundo que formaban los tres, aparte de todas las cosas. El prí ncipe André s fue el primero en separarse de la cama, despeiná ndose con las cortinas. ‑ Sí, esto es todo lo que me queda ‑ murmuró con un suspiro.
II Pedro, que se encontraba en la mejor situació n de espí ritu despué s del viaje al Sur, realizó el deseo que tení a de visitar a su amigo Bolkonski, a quien hací a dos añ os que no habí a visto. Bogutcharovo estaba situado en un paí s no muy bonito, llano, cubierto de campos y de bosques de pinos y chopos cortados y sin cortar. La casa de los propietarios se encontraba al final de la carretera del pueblo, detrá s de un estanque de nueva construcció n y bien lleno, cuyas orillas aú n no estaban cubiertas de hierba. Estaba situada en el centro de un bosque nuevo en el que habí a unos cuantos grandes abetos. Comprendí a la granja, edificios para los servicios, establos, bañ os, un pabelló n y una gran casa de piedra, no terminada aú n del todo. Las rejas y las puertas eran só lidas y nuevas. Los senderos, estrechos; los vallados, firmes. Todo tení a la señ al del orden y de la explotació n inteligente. A la pregunta«¿ Dó nde vive el Prí ncipe? », los criados mostraron un pequeñ o pabelló n nuevo construido al borde del estanque. El viejo preceptor del prí ncipe André s, Antonio, ayudó a Pedro a bajar del carruaje, le informó de que el Prí ncipe estaba en casa y le acompañ ó a una sala de espera pequeñ a y limpia. Pedro quedó sorprendido de la modestia de la casa, muy pulida, eso sí, despué s del ambiente brillante en que habí a visto la ú ltima vez a su amigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en la blanca salita, toda perfumada con el aroma de los abetos, y querí a pasar al interior, pero Antonio, de puntillas, se adelantó a é l y llamó a la puerta. ‑ Y bien, ¿ qué hay? ‑ pronunció una voz agria y desagradable. ‑ Una visita ‑ respondió Antonio. ‑ Que espere ‑ y se oyó el ruido de una silla. Pedro se acercó a la puerta con paso rá pido y se encontró cara a cara con el prí ncipe André s, envejecido, que salí a con las cejas fruncidas. Pedro lo abrazó, se quitó los lentes, le besó en la mejilla y se quedó mirá ndolo de cerca. ‑ ¿ Eres tú? No te esperaba. Estoy muy contento ‑ dijo el prí ncipe André s. Pedro, admirado, no decí a nada, no apartaba los ojos de su amigo. No podí a darse cuenta del cambio que observaba en é l. Las palabras del prí ncipe André s eran amables; tení a la sonrisa en los labios y en el rostro, pero la mirada era apagada, muerta; evidentemente, a pesar de todos sus deseos, el prí ncipe André s no podí a animarla con una chispa de alegrí a. No era precisamente que su amigo hubiese adelgazado, perdido el color o envejecido; pero la mirada y las pequeñ as arrugas de la frente, que indicaban una larga concentració n sobre una sola cosa, admiraron y turbaron a Pedro hasta que se hubo habituado a ello. En aquella entrevista, despué s de una larga separació n, la conversació n, como suele suceder, tardó mucho en tener efecto. Se preguntaban y respondí an brevemente con respecto a cosas que exigí an, bien lo sabí an ellos, una larga explicació n. Por ú ltimo, la conversació n empezó a encarrilarse sobre lo que primeramente habí an dicho con pocas palabras; sobre su vida pasada, los planes para el porvenir, el viaje de Pedro, sus ocupaciones, la guerra, etcé tera. La concentració n y la fatiga moral que Pedro habí a observado en las facciones del prí ncipe André s aparecí an aú n con má s fuerza en la sonrisa con que escuchaba a Pedro, sobre todo cuando hablaba con animació n y alegrí a del pasado y del futuro. Parecí a que el prí ncipe André s querí a participar en lo que decí a, sin conseguirlo. Pedro comprendió finalmente que el entusiasmo, los sueñ os, la esperanza en la felicidad y en el bien estaban fuera de lugar ante el prí ncipe André s. Se avergonzaba de expresar todas sus nuevas ideas masó nicas, excitadas y reavivadas en é l por el viaje. Se detuvo; tení a miedo de parecer un simple. Al mismo tiempo tení a, no obstante, unas ganas irresistibles de hacer ver a su amigo que era otra persona mucho mejor que el Pedro de San Petersburgo. ‑ No puedo decirte lo que he vivido en este tiempo. Ni yo mismo me reconozco. ‑ Sí, hemos cambiado mucho, mucho ‑ dijo el prí ncipe André s. ‑ Y bien. Y tú, ¿ qué planes tienes? ‑ preguntó Pedro. ‑ ¿ Mis planes..., mis planes? ‑ repitió iró nicamente el prí ncipe André s, como si se admirase de aquella palabra ‑. Ya lo ves, construyo. El añ o pró ximo quiero estar completamente instalado. Pedro miró fijamente, en silencio, la cara del prí ncipe André s. ‑ No... quiero decir... ‑ añ adió Pedro. El Prí ncipe le interrumpió: ‑ Pero ¿ por qué hemos de hablar de mí...? Cué ntame, cué ntame tu viaje, todo lo que has hecho allí por tus tierras. Pedro comenzó a contar todo lo que habí a hecho, procurando ocultar tanto como podí a la participació n que tení a en el mejoramiento que habí a promovido. Muchas veces el prí ncipe André s se adelantó a contar lo que Pedro contaba, como si todo lo que é ste habí a hecho fuese una cosa bien conocida de tiempo atrá s, y no solamente escuchaba sin interé s, sino que hasta parecí a avergonzarse de lo que Pedro le contaba. Pedro se sentí a cohibido, molesto delante de su amigo. Se calló. ‑ Heme aquí, amigo mí o ‑ dijo el Prí ncipe, tambié n visiblemente turbado ante su hué sped ‑. Mañ ana marcho a casa de mi hermana. Acompá ñ ame y te presentaré a ella. Pero me parece que ya la conoces. ‑ Hací a lo mismo que si hablara de una visita con la cual no tuviera nada en comú n ‑. Marcharemos despué s de comer. ¿ Quieres, entre tanto, visitar la hacienda? Salieron y pasearon hasta la hora de comer, conversando sobre las noticias polí ticas y los conocimientos de ambos, como personas que no tienen mucho de comú n entre sí. El prí ncipe André s hablaba con animació n e interé s de una construcció n nueva que emprendí a en el pueblo, pero hasta en aquel tema, a media conversació n, cuando iba a describir a Pedro la futura disposició n de la casa, se detuvo de pronto. ‑ Pero esto no tiene ningú n interé s. Vamos a comer y despué s marcharemos. Durante la comida se habló del casamiento de Pedro. ‑ Quedé muy sorprendido cuando me lo dijeron ‑ observó el prí ncipe André s. Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que se hablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando: ‑ Cualquier dí a ya te contaré có mo ha ido todo eso. Pero todo se ha acabado, ¿ sabes? Para siempre. ‑ ¿ Para siempre? ‑ dijo el prí ncipe André s ‑. No hay nada que sea para siempre. ‑ Pero ¿ ya sabes có mo ha terminado eso? ¿ Has oí do hablar del desafí o? ‑ ¡ Ah!, ¿ hasta por ahí has pasado? ‑ La ú nica cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre ‑ dijo Pedro. ‑ Pero ¿ por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra. ‑ No, matar a un hombre no está bien; es injusto. ‑ ¿ Por qué injusto? ‑ repitió el prí ncipe André s ‑. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres está n perdidos y lo estará n siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto. ‑ Lo injusto es lo que es malo para otro hombre ‑ dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que habí a llegado, que el prí ncipe André s se animaba y empezaba a hablar y querí a expresar todo lo que le habí a hecho cambiar de tal modo. ‑ Y ¿ qué es lo que te enseñ a lo que es malo para un hombre? ‑ preguntó. ‑ ¿ Lo malo? ¿ Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo ‑ dijo Pedro. ‑ Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo, no puedo hacerlo a ningú n otro hombre ‑ dijo el prí ncipe André s, animá ndose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas. Hablaban en francé s. ‑ En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabidurí a en el presente, ‑ ¿ Y el amor al pró jimo, y el sacrificio? ‑ empezó a decir Pedro ‑. No puedo admitir tu opinió n. Vivir só lo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido só lo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos ‑ corrigió Pedro con modestia ‑ cuando procuro vivir para los demá s, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices. El prí ncipe André s miró a Pedro en silencio y sonrió iró nicamente. ‑ Vamos, verá s a mi hermana Marí a, la princesa Marí a. Con ella estará s de acuerdo. Quizá tengas razó n, para ti ‑ continuó despué s de una pausa ‑, pero cada uno vive a su manera. Tú has vivido para ti y dices que has estado a punto de estropear tu vida, dices que no has conocido la felicidad hasta el instante en que has empezado a vivir para los demá s. Y yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria. ¿ Qué es la gloria? Amaba a los demá s, deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no só lo he estado a punto de destruir mi vida, sino que me la he destrozado completamente, y me siento má s tranquilo desde que vivo para mí solo. ‑ ¿ Có mo es posible vivir para uno solo? ‑ preguntó Pedro enardecié ndose ‑. ¿ Y el hijo?, ¿ la hermana?, ¿ el padre? ‑ Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto no es lo que se entiende por los demá s. Los demá s, el pró jimo, como lo designá is con la princesa Marí a, es la fuente principal del error y del mal. El pró jimo son los campesinos de Kiev a los que quieres hacer bien. Miró a Pedro con una expresió n iró nica y provocativa. ‑ Esto es una broma ‑ dijo Pedro, animá ndose cada vez má s ‑. ¿ Qué mal ni qué error puede haber en lo que he deseado? He hecho muy poco y muy mal, pero tengo el deseo de hacer bien y ya he hecho alguna cosa.
III Eraya de noche cuando el prí ncipe André s y Pedro se pararon ante el portal de la casa de Lisia‑ Gori. Al llegar, el prí ncipe André s, con leve sonrisa, señ aló a Pedro el movimiento que se producí a a la entrada de la casa. Una anciana encorvada, con un saco a la espalda, y un hombre enclenque, vestido de negro y con los cabellos largos, huyeron por la puerta cochera al darse cuenta de que el carruaje se paraba. Dos mujeres corrieron a su encuentro y los cuatro se volvieron hacia el coche, asustados, y desaparecieron por la escalera de servicio. ‑ Son los peregrinos de Macha ‑ dijo el prí ncipe André s‑. Habrá n creí do que era mi padre. Es en lo ú nico que mi hermana no le obedece; é l ordena que los echen y ella los acoge. El Prí ncipe condujo a Pedro a la habitació n confortable que tení a en casa de su padre y enseguida entró a ver al pequeñ o. ‑ Vamos a visitar a mi hermana ‑ dijo el Prí ncipe cuando volvió ‑; aú n no la he visto. Ahora se esconde con los peregrinos. Ya verá s, estará avergonzada y podrá s ver los hombres de Dios. Te aseguro que es curioso. ‑ ¿ Quié nes son los hombres de Dios? ‑ Ven...; ya lo verá s. La princesa Marí a, en efecto, ruborizó se y quedó muy confusa cuando entraron en su habitació n, en la que ardí a una lamparilla ante las imá genes. En el divá n, ante el samovar, estaba sentado a su lado un muchacho de nariz y cabellos largos, vestido de monje. Cerca de ella, una vieja delgada estaba sentada en una silla, con una expresió n dulce e infantil en su rostro arrugado. ‑ ¿ Por qué no me has hecho avisar? ‑ dijo la Princesa, con amable reconvenció n, mientras se colocaba delante de sus peregrinos, como una clueca ante sus pollitos ‑. Muchas gracias por la visita. Estoy contenta de veros‑ dijo a Pedro cuando le besó la mano. Le conoció cuando era pequeñ o, y ahora su amistad con André s, la desgracia con su mujer y, sobre todo, su rostro bondadoso e ingenuo, la disponí an favorablemente. Ella le miraba con sus ojos resplandecientes y parecí a decir: «Os amo mucho, pero os ruego que no os burlé is de los mí os. » A las diez, los criados corrieron a la puerta al oí r las campanillas del coche del anciano Prí ncipe. El prí ncipe André s y Pedro salieron tambié n al portal. ‑ ¿ Quié n es? ‑ preguntó el viejo Prí ncipe al descender del carruaje y darse cuenta de la presencia de Pedro‑. ¡ Ah! ¡ Me alegro mucho! ¡ Abrá zame! ‑ dijo reconocié ndolo. El anciano Prí ncipe estaba de buen humor y dispensó a Pedro una excelente acogida. Antes de cenar, el prí ncipe André s volvió al gabinete de su padre, y le encontró discutiendo animadamente con Pedro. É ste demostraba que llegarí a una é poca en que no habrí a guerra. El anciano se reí a, pero discutí a sin excitarse. ‑ Deja correr la sangre de las venas, cá mbiala por agua y entonces sí que habrá n terminado las guerras. Habladurí as de mujeres, habladurí as de mujeres ‑ añ adió, pero golpeó amistosamente el hombro de Pedro, y se acercó a la mesa donde estaba el prí ncipe André s, que, evidentemente, no querí a mezclarse en la conversació n y ojeaba los papeles que su padre habí a traí do de la ciudad. El viejo Prí ncipe se acercó a é l y empezó a hablar de sus cosas. ‑ El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha proporcionado ni la mitad de los hombres. Ha venido a verme y querí a invitarme a comer. ¡ Buena comida ha tenido...! Toma, mira este papel... ‑ ¡ Bueno, querido! ‑ dijo el prí ncipe Nicolá s Andreievitch a su hijo dando un golpecito en el hombro de Pedro ‑, tu amigo es un buen muchacho, ¡ me gusta mucho!, ¡ me excita! Hay gente que habla muy cuerdamente pero que uno no desea escuchar; é l dice sandeces y me excita, a mí, a un viejo. ¡ Vaya! Id abajo, quizá cene con vosotros. Volveremos a discutir. Trata bien a mi boba, la princesa Marí a ‑ gritó a Pedro desde la puerta. Pedro, hasta entonces, en Lisia‑ Gori, no apreció toda la fuerza y todo el encanto de su amistad con el prí ncipe André s. Este encanto se exteriorizaba má s en el trato con la familia del Prí ncipe que en las relaciones con el mismo prí ncipe André s. Pedro consideró se sú bitamente como una antigua amistad del viejo y severo Prí ncipe y de la dulce y tí mida princesa Marí a, a pesar de que casi no los conocí a. Todos le amaban ya. No solamente la princesa Marí a lo miraba con ojos amorosos, sino que hasta el pequeñ o prí ncipe Nicolá s, como le llamaba el abuelo, sonreí a a Pedro y querí a ser llevado por é l en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa mientras hablaba con el viejo Prí ncipe. El Prí ncipe bajó a cenar. Evidentemente, lo hací a por Pedro. Durante los dos dí as que Pedro pasó en Lisia-Gori lo trató muy afectuosamente y le invitó a pasar algunos ratos en su gabinete.
SEXTA PARTE
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