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XVIII. SEGUNDA PARTE. TERCERA PARTE. CUARTA PARTE. QUINTA PARTE



I

De vuelta de la campañ a, Nicolá s Rostov fue recibido en Moscú por su familia como el mejor de los hijos, como un hé roe, como el querido Nikolenka. Para todas sus amistades era un joven respetuoso, amable y gentil, un guapo teniente de hú sares, muy buen bailarí n y uno de los mejores partidos de Moscú.

Los Rostov se trataban con todo Moscú. El Conde estaba bien de dinero aquel añ o, pues habí a hipotecado por segunda vez todas sus tierras. Nicolá s, que pudo comprarse un buen caballo y encargarse unos pantalones a la ú ltima moda, como aú n no se habí an visto en Moscú, y unas botas elegantí simas y puntiagudas, con pequeñ as espuelas de plata, pasaba el tiempo muy divertido. El joven, al vivir de nuevo en su casa, experimentaba la agradable sensació n de acostumbrarse, despué s de la ausencia, a las antiguas condiciones de vida. Parecí ale que se habí a vuelto muy marcial y que habí a crecido. Su disgusto a causa de la mala nota que le dieron en religió n, é l pré stamo que tomó en casa del cochero Gavrilo, los besos furtivos que dio a Sonia, parecí anle chiquilladas de las que ahora se encontraba muy lejos. Era teniente de hú sares, adornaban su pecho varias tiras de plata y la cruz de San Jorge y estrenaba un caballo, montado en el cual se reuní a con los aficionados má s respetables y distinguidos. Iba a pasar todas las tardes a casa de una señ ora del bulevar, dirigió la mazurca en el baile de los Arkharov, hablaba de guerra con el mariscal Kaminsky, frecuentaba el club inglé s y se tuteaba con un coronel de cuarenta añ os que le habí a presentado Denisov.

En Moscú se murió un poco su entusiasmo por el Emperador, ya que no le veí a ni tení a esperanza de poderle ver má s adelante. Hablaba mucho de é l, sin embargo, y sacaba a relucir el amor que le profesaba, dando a entender que no decí a todo lo que podí a decir y que en su afecto por el soberano habí a algo que no todo el mundo estaba en condiciones de entender. Todo Moscú profesaba este mismo sentimiento de adoració n por el soberano, a quien llamaban «el á ngel terrenal».

Durante su corta estancia en Moscú, antes de marchar de nuevo al ejé rcito, Nicolá s no se acercó a Sonia; al contrario, se apartó de ella todo lo que pudo. Sonia estaba encantadora y era notorio que le amaba apasionadamente, pero é l se encontraba entonces en ese perí odo de juventud en el que parece que hay tantas cosas que hacer en el mundo que no queda tiempo para ocuparse de «ella». Nicolá s temí a encadenarse para siempre. La libertad le parecí a necesaria por un puñ ado de razones. Cuando pensaba en Sonia se decí a: «¡ Bueno! Ya quedará n otras como ella. »

 

El dí a 3 de marzo se celebró en el club Inglé s un banquete en honor del prí ncipe Bagration al que asistieron trescientas personalidades del ejé rcito y la aristocracia.

Pedro sentá base enfrente de Dolokhov y de Nicolá s Rostov. Comí a y bebí a á vidamente y en gran cantidad, como siempre. Pero los que le conocí an observaron aquel dí a un gran cambio en é l. No pronunció una palabra durante toda la comida y estuvo guiñ ando los ojos y frunciendo las cejas mientras lanzaba miradas a su alrededor. Otras veces se metí a los dedos en las narices, completamente abstraí do. Mostraba un rostro triste y sombrí o y parecí a que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor y que tuviera el pensamiento en alguna cosa penosa e insoluble.

La cuestió n insoluble que le atormentaba eran las alusiones de la Princesa referentes a la intimidad de Dolokhov con su mujer. Ademá s, aquella misma mañ ana habí a recibido una carta anó nima en la que le decí an, con la cobarde desvergü enza de todos los anó nimos, que los lentes no le dejaban ver lo que tení a ante las mismas narices y que las relaciones de su mujer con Dolokhov eran un secreto para é l, mas para nadie má s. Pedro no concedí a ninguna atenció n ni a las alusiones de la Princesa ni al anó nimo, pero en aquel momento le era penoso mirar a Dolokhov, sentado frente a é l. Cada vez que sus ojos tropezaban por casualidad con la mirada insolente de Dolokhov, algo extrañ o y terrible se alzaba en su alma y veí ase precisado a apartar la vista inmediatamente. Recordando, a pesar suyo, el pasado de su mujer y la forma en que Dolokhov se habí a presentado en su casa, Pedro se daba cuenta de que lo que decí an los anó nimos podí a ser cierto. Si no se hubiera tratado de «su mujer», é l habrí a creí do que la cosa era muy verosí mil. Involuntariamente, Pedro se acordaba de có mo Dolokhov vino a su casa, reintegrado a su grado, de vuelta de San Petersburgo, despué s de la campañ a.

Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados ante Pedro, parecí an muy alegres. Rostov hablaba animadamente con sus vecinos de mesa, un bravo hú sar y un reputado espadachí n. Este ú ltimo parecí a bastante cazurro y, de cuando en cuando, lanzaba una mirada de burla a Pedro, que llamaba la atenció n por su aire concentrado y distraí do.

Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hostilidad, ya que Pedro, para é l, no era má s que un hombre civil y rico, marido de una mujer muy bella, pero, al fin y al cabo, un cobarde. Ademá s, Pedro, de tan distraí do que estaba, no le habí a reconocido ni correspondió a su saludo.

Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pedro, que no se daba cuenta de nada, no se puso en pie ni vació su copa.

‑ ¿ En qué está usted pensando? ‑ le gritó Rostov mirá ndole con ojos irritados y entusiastas ‑. ¿ No oye usted? ¡ A la salud del Emperador!

Pedro, suspirando, se puso en pie dó cilmente, vació su copa y, mientras esperaba a que todos se volvieran a sentar, miró a Rostov con su sonrisa bondadosa.

‑ ¡ Caramba! ¡ Y yo que no le habí a reconocido!

Pero Rostov no se dignó hacerle caso y gritaba: «¡ Hurra! »

‑ Pero... ¿ por qué no le ha contestado usted? ‑ preguntó Dolokhov a Rostov.

‑ ¡ Bah! ¡ Si es un imbé cil! ‑ contestó Rostov.

‑ Es necesario halagar a los maridos de las mujeres guapas ‑ dijo Dolokhov.

Pedro no oí a lo que decí an, pero comprendió que estaban hablando de é l.

‑ Bien, pues ahora, ¡ a la salud de las mujeres guapas! ‑ dijo Dolokhov.

Y afectando un gesto de seriedad, pero con una sonrisita en el á ngulo de los labios se dirigió a Pedro con la copa en la mano.

‑ ¡ A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y a la de sus amantes!

Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dolokhov y sin responderle. El criado que distribuí a la cantata de Kutuzov puso en aquel momento una hoja ante Pedro, como invitado respetable. Pedro iba a coger la hoja, pero Dolokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedro miró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repente, aquella cosa terrible y monstruosa que le habí a atormentado durante toda la comida se apoderó totalmente de é l. Se echó con todo su cuerpo sobre la mesa.

‑ ¡ Deje usted eso ahí! ‑ gritó.

Al oí r el grito y al darse cuenta de lo que se trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la derecha, asustados, se dirigieron vivamente a Pedro.

‑ ¡ Cá llese usted! ¿ Qué le pasa? ‑ le bisbisearon, inquietos.

Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con sus ojos claros, alegres y crueles. Parecí a decir: «¡ Vamos! ¡ Esto me gusta! »

‑ Me lo quedo ‑ pronunció claramente.

Pá lido, con labios temblorosos, Pedro le arrebató el papel.

‑ ¡ Es usted..., es usted un cobarde! ¡ Salga, si quiere algo conmigo! ‑ exclamó, retirando violentamente la silla y levantá ndose de la mesa.

En el mismo momento que Pedro hací a aquel gesto y pronunciaba aquellas palabras, sintió que la culpabilidad de su mujer, que tanto le atormentaba aquel dí a, quedaba definitivamente resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y se separarí a para siempre de ella.

Quedó concertado el desafí o.

Al dí a siguiente, a las ocho de la mañ ana, Pedro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya se encontraban Dolokhov, Denisov y Rostov. Pedro ofrecí a el aspecto de un hombre preocupado por cosas completamente extrañ as al desafí o. Su azorado rostro mostraba señ ales inequí vocas de habé rsele removido la bilis; parecí a no haber dormido. Miraba con expresió n distraí da todo cuanto le rodeaba y contraí a las cejas como si le molestara la luz del sol. Dos cosas le absorbí an por completo: la culpabilidad de su mujer, de la cual, tras una noche de insomnio, no dudaba, y la inocencia de Dolokhov, que no tení a motivo alguno para respetar el honor de un extrañ o como era Pedro para é l.

Cuando los sables fueron clavados en la nieve, para indicar el lugar de cada adversario, y las pistolas cargadas, Nesvitzki se acercó a Pedro.

‑ No cumplirí a con mi deber, Conde ‑ le dijo con voz tí mida‑, ni justificarí a la confianza con que me ha distinguido ni el honor que me ha hecho al elegirme como testigo en estos momentos graves, terriblemente graves, si no le dijera toda la verdad. A mi modo de ver, en esta cuestió n no hay motivos lo suficientemente serios para llegar al extremo de tener que verter sangre... Se ha mostrado usted demasiado impetuoso; no tiene razó n; sufre usted una obcecació n...

‑ Sí, esto es algo terriblemente estú pido.

‑ Entonces, permí tame que transmita sus excusas. Estoy seguro de que su adversario las aceptará de buen grado ‑ dijo Nesvitzki, que, como todos los que intervienen en estas cuestiones, no estaba muy convencido de que las cosas hubieran de terminar fatalmente en un desafí o ‑. Ya sabe, Conde, que es mucho má s noble reconocer las propias faltas que llevar las cosas a extremos irreparables. No ha habido ofensa por parte de ninguno. Permí tame, pues, que trate de arreglarlo.

‑ No, ¿ por qué? ‑ dijo Pedro ‑. Así como así, todo vendrá a quedar igual... ¿ Está todo a punto? ‑ añ adió ‑. Dí game, se lo ruego, cuá ndo he de avanzar y có mo he de tirar.

Y en sus labios apareció una sonrisa dulce y contenida. Cogió la pistola y preguntó có mo se disparaba, pues hasta entonces no habí a tenido nunca un arma en las manos y no querí a confesar su ignorancia.

‑ ¡ Ah, sí, sí! ¡ Eso es! Lo sabí a pero no me acordaba ‑ dijo.

‑ No hay excusas, es inú til ‑ dijo Dolokhov a Denisov, que tambié n por su parte hací a tentativas de conciliació n.

Y se acercó al lugar señ alado.

 

II

Bien, empecemos ‑ dijo Denisov.

‑ ¿ Qué? Preguntó Pedro, sin abandonar su sonrisa.

La situació n se hací a insostenible. Era evidente que la cosa no podí a detenerse, que marchaba por sí sola, independientemente de la voluntad de los hombres, y que tarde o temprano acabarí a por consumarse.

Denisov fue el primero en avanzar hasta la señ al y dijo:

‑ Puesto que los adversarios se niegan a reconciliarse, pueden empezar. Coged las pistolas y al oí r la voz de «¡ tres! » avanzad... Uno..., dos..., ¡ tres! ‑ gritó Denisov con acento irritado, situá ndose al margen.

Los dos adversarios empezaron a avanzar por el camino indicado, reconocié ndose a travé s de la niebla.

Los adversarios podí an disparar cuando les pareciera, mientras avanzaban hacia el lí mite señ alado. Dolokhov andaba lentamente, sin levantar la pistola. Miraba al rostro de su adversario con sus ojos claros, azules y brillantes. En su boca, como siempre, parecí a flotar una sonrisa.

‑ Así, ¿ puedo disparar cuando quiera? ‑ preguntó Pedro.

A la voz de «¡ tres! », avanzó precipitadamente, apartá ndose de la lí nea señ alada, caminando por encima de la nieve. Pedro sostení a la pistola con el brazo extendido y parecí a como si tuviera miedo de matarse con su propia arma. Mantení a apartada, haciendo un esfuerzo, su mano izquierda, porque sentí a impulsos de cogerse la mano derecha, y sabí a que esto no podí a ser. Cuando hubo dado seis pasos por encima de la nieve, fuera del camino, Pedro dirigió la vista al suelo, lanzó una rá pida mirada a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal como le habí an enseñ ado, disparó. Como no esperaba una explosió n tan fuerte, tuvo un sobresalto, rié ndose a continuació n de sí mismo, de su excesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En el primer momento, el humo, muy espeso debido a la niebla, impidió le ver lo que sucedí a a su alrededor; sin embargo, el tiro que esperaba oí r no sonó. Tan só lo oyó los pasos apresurados de Dolokhov, distinguiendo a su adversario a travé s de la humareda que se habí a formado. Dolokhov se apretaba el costado con la mano izquierda y con la otra sostení a la pistola con el cañ ó n apuntando al suelo. Su palidez era muy acentuada.

Rostov corrió hacia é l y le dijo alguna cosa.

‑ No..., no ‑ dijo Dolokhov con los dientes apretados ‑. No, esto no ha terminado aú n.

Todaví a dio algunos pasos, tambaleá ndose, y, al llegar adonde estaba el sable, cayó de bruces sobre la nieve. Tení a la mano izquierda completamente cubierta de sangre. Su rostro estaba amarillo, contraí do, y sus labios temblaban.

‑ Hacedme... ‑. ‑ empezó a decir, pero hubo de detenerse antes de acabar ‑, hacedme el favor... ‑ concluyó haciendo un esfuerzo.

A Pedro é rale casi imposible contener los sollozos y corrió hacia Dolokhov. Disponí ase a atravesar la raya indicadora de los campos fijados, cuando Dolokhov gritó:

‑ ¡ A la raya!

Pedro comprendió de lo que se trataba y se detuvo junto al sable que limitaba su campo. La separació n que existí a entre uno y otro era de dos pasos. Dolokhov cayó al lado de la nieve, la mordió con avidez, volvió a levantar la cabeza y se incorporó sobre las piernas hasta que pudo sentarse, mientras buscaba un punto resistente donde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labios temblaban, y al mismo tiempo sonreí a; sus ojos brillaban debido al esfuerzo que hací a y la ira que le dominaba. Levantó la pistola y apuntó.

‑ ‑ ‑ ¡ Coló quese de perfil! ¡ Cú brase con la pistola! ‑ exclamó Nesvitzki.

‑ ¡ Cú brase! ‑ dijo Denisov al adversario de su amigo, sin poderse contener.

Pedro, con una sonrisa de lá stima y de arrepentimiento flotando en los labios, mantení ase derecho ante Dolokhov; indefenso, con las piernas abiertas y los brazos separados del cuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando a su rival con mirada triste y compungida.

Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos. En aquel instante oyeron un disparo y un grito despechado de Dolokhov.

‑ ¡ He errado la punterí a! ‑ exclamó, dejá ndose caer boca abajo sobre la nieve.

Pedro se cogió la cabeza entre las manos y echó a correr hacia el bosque. Corrí a por la nieve, dejando escapar frases incomprensibles.

‑ ¡ Estú pido...! ¡ Estú pido...! ¡ La muerte...! ¡ La mentira...! ‑ repetí a, frunciendo las cejas.

Nesvitzki logró contenerle y le acompañ ó a su casa.

Rostov y Denisov llevá ronse al herido.

Dolokhov yací a en el trineo con los ojos cerrados y no respondí a a las preguntas que le dirigí an. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse un poco y, alzando la cabeza con gran esfuerzo, cogió la mano de Rostov, sentado a su lado.

La expresió n totalmente distinta, entusiasta y tierna del rostro de Dolokhov maravillaba a su amigo.

‑ ¿ Có mo vamos? ¿ Có mo está s? ‑ le preguntó Rostov.

‑ Bastante mal, pero eso no tiene importancia ‑ dijo Dolokhov con voz ahogada ‑. ¿ Dó nde estamos?

‑ En Moscú.

‑ Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella morirá, no podrá resistirlo.

‑ ¿ A quié n te refieres? ‑ preguntó Rostov.

‑ A mi madre, a mi á ngel adorado, a mi madre.

Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la mano de Rostov.

Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov que viví a con su madre y que si é sta le veí a morir no lo podrí a soportar. Rogó a Rostov que fuera a su casa y preparara a su madre.

Rostov adelantó se con el fin de cumplir aquella misió n. Con gran extrañ eza por su parte, Rostov descubrió que Dolokhov, aquel cí nico, aquel pendenciero, viví a en Moscú con su madre anciana y una hermana contrahecha, y que era el má s tierno y cariñ oso de los hijos y de los hermanos.

 

III

A la mañ ana siguiente, cuando el criado le entregó el café, Pedro dormí a extendido sobre el divá n, con un libro abierto en la mano. Despertó se, miró durante un rato a su alrededor, desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.

‑ La señ ora Condesa ha preguntado si Su Excelencia estaba en casa ‑ dijo el criado.

No habí a decidido aú n la respuesta que darí a, cuando la Condesa, cubierta con una bata de seda blanca bordada en plata y peinada con extrema sencillez ‑ dos enormes trenzas formaban en torno a su bella cabeza una especie de diadema ‑, entró en el despacho. Se mostraba tranquila y majestuosa; sobre su frente marmó rea, ligeramente abombada, parecí a flotar, sin embargo, una nube de có lera.

Haciendo alarde de serenidad, no empezó a hablar hasta que el criado hubo cerrado la puerta tras de sí. Habí ase enterado de lo del desafí o y vení a a tratar del asunto.

Pedro la miraba tí midamente, a travé s de sus lentes, como una liebre acorralada por los perros que, con las orejas en el cogote, permanece agazapada delante de sus enemigos. Pedro trataba de continuar la lectura, pero comprendí a que serí a grotesco e imposible, y volví a a mirarla tí midamente.

Su mujer permanecí a en pie, mirá ndole con sonrisa desdeñ osa, en espera de que el criado cerrara la puerta.

‑ ¿ Qué ha ocurrido? ¿ Qué has hecho? ‑ preguntó con entonació n severa.

‑ ¿ Yo? ¿ Que qué he hecho yo? ‑ dijo Pedro.

‑ ¡ Ah, se las quiere dar de valiente! Pero, respó ndeme, ¿ qué significa ese desafí o? ¿ Qué has querido demostrar con é l? ¡ Vamos, respó ndeme!

Pedro se dejó caer pesadamente en el divá n, abrió la boca y no pudo responder.

‑ Si no puedes responderme, ya lo haré yo ‑ dí jole ella ‑. Crees en todo cuanto te dicen. Te han dicho... ‑ Elena sonrió ‑ que Dolokhov es mi amante ‑ la ú ltima palabra la pronunció en francé s, recalcá ndola groseramente ‑, y tú lo has creí do. ¿ Y qué has demostrado con todo eso? ¿ Qué has conseguido probar con el desafí o? Que eres un estú pido. Todo el mundo lo sabe. ¿ Y a qué conducirá lo que has hecho? A que yo sea el hazmerreí r de todo Moscú, a que todo el mundo diga que tú, estando borracho, has provocado a un hombre del que no tení as motivo alguno para estar celoso ‑ Elena iba alzando la voz poco a poco y se mostraba má s animada cada vez ‑ y que vale má s que tú en todos los sentidos...

‑ ¡ Hum! ‑ balbuceó Pedro, restregá ndose los ojos, sin mirar a su mujer y sin moverse.

‑ ¿ Por qué, por qué has creí do que era mi amante? ¿ Por qué? Acaso porque me gusta estar entre personas, ¿ no es así? Si fueras má s inteligente y má s amable preferirí a tu compañ í a.

‑ No sigas..., te lo ruego ‑ murmuró Pedro con voz enronquecida.

‑ ¿ Por qué he de callar? Estoy en mi derecho al decir, y lo diré muy alto, que habrí a muy pocas mujeres que con un marido como tú no tuvieran un amante. Yo, en cambio, no lo tengo.

Pedro hací a esfuerzos por hablar; miraba a su mujer con ojos extrañ os, cuya expresió n ella no acertaba a comprender. Luego volvió a tumbarse en el divá n.

En aquel momento sufrí a fí sicamente. Sentí a una opresió n en el pecho, no podí a respirar. No dudaba que para acabar con aquel sufrimiento debí a hacer alguna cosa, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.

‑ Es mejor que nos separemos ‑ dijo con voz ahogada.

‑ Nos separaremos si quieres, pero ha de ser a condició n de que me des lo que me pertenece ‑ dí jole Elena ‑ ‑. ¡ Separarnos! ¿ Tratas de infundirme miedo con eso?

Pedro saltó del divá n y tambaleá ndose se acercó a su mujer.

‑ ¡ Te mataré! ‑ gritó, arrancando, con fuerza para ella desconocida e insospechada, el má rmol de la mesa.

Pedro alzó el má rmol en el aire y dio un paso hacia ella.

El rostro de la joven adoptó una expresió n terrible. Dio un grito y se echó hacia atrá s. La sangre de su padre se manifestaba ahora en Pedro; dominá bale en aquel instante la exaltació n y el goce del furor. Arrojó el má rmol contra el suelo, rompié ndose en dos pedazos. Con los brazos extendidos se acercó a Elena y le gritó: «¡ Vete! », con voz tan terrible que toda la casa se estremeció al oí rle.

Dios só lo sabe lo que hubiera hecho si Elena no llega a salir huyendo del despacho.

 

Una semana má s tarde, Pedro remití a a su mujer poderes para administrar todas las haciendas de la Gran Rusia, cesió n que equivalí a a má s de la mitad de su fortuna. Hecho esto, Pedro dirigió se a San Petersburgo.

 

IV

Dos meses habí an transcurrido desde que en Lisia-­Gori se habí an recibido noticias de la batalla de Austerlitz y de la desaparició n del prí ncipe André s. A pesar de todas las cartas cursadas por mediació n de la Embajada, a pesar de todas las pesquisas, su cadá ver no habí a podido ser hallado, ni tampoco su nombre figuraba en la lista de prisioneros.

Lo terrible para su familia era que aú n tení a la esperanza de que hubiese sido recogido en el campo de batalla y que se encontrase convaleciente, o tal vez moribundo, solo entre extrañ os, sin posibilidad de enviar noticias suyas. Los perió dicos, por los cuales el viejo Prí ncipe se habí a enterado de la batalla de Austerlitz, decí an, con palabras breves e imprecisas, como de costumbre, que los rusos, despué s de brillantes combates, habí anse visto obligados a retirarse y que la retirada se habí a efectuado con el orden má s perfecto. El viejo Prí ncipe comprendió, por aquella noticia oficial, que los rusos habí an sido aniquilados. Una semana despué s de recibir el perió dico con la noticia, el viejo Prí ncipe recibió una carta de Kutuzov dá ndole cuenta de la hazañ a de su hijo.

«Su hijo ‑ decí a la carta ‑, ante mis ojos, ante el regimiento entero, ha caí do con la bandera en la mano, como un hé roe digno de su padre y de su patria. Con harto dolor por parte mí a y de todo el ejé rcito, debo decirle que actualmente no se sabe si vive o ha muerto. Deseo creer, igual que usted, que su hijo vive aú n, pues de otro modo serí a mencionado entre los oficiales hallados en el campo de batalla que indica el registro que me han remitido los parlamentarios. »

El viejo Prí ncipe recibió aquella noticia muy tarde, cuando se encontraba solo en su gabinete de trabajo. Al dí a siguiente, como de costumbre, salió para dar su paseo matinal. Mostró se ante el mayordomo y el jardinero con expresió n taciturna, y, pese a poner cara de pocos amigos, no riñ ó a nadie.

Cuando, a la hora usual, la princesa Marí a entró en la habitació n de su padre, el viejo Prí ncipe permanecí a de pie junto al torno, trabajando, pero, contra su costumbre, no se volvió al oí rla entrar.

‑ ¡ Ah, Princesa! ‑ exclamó de pronto con la mayor naturalidad.

Abandonó el torno y la rueda continuó girando por su propia inercia. Mucho tiempo despué s, aú n recordaba la princesa Marí a el chirriar, que se debilitaba por momentos, de la rueda. Y este chirrido se confundí a en su memoria con todo lo que sucedió a continuació n.

‑ ¡ Padre! ¿ André s? ‑ exclamó aquella joven tan poco favorecida por la Naturaleza, con tal tristeza y un olvido tan completo de ella misma, que a su padre le fue imposible sostener la mirada, volviendo la cabeza hacia otro lado, sollozando.

‑ He recibido noticias. No se encuentra entre los prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov me escribe ‑ dijo con voz estridente, como si quisiera alejarla ‑. ¡ Ha muerto!

La Princesa no se desplomó ni se desmayó. Pá lida, desencajada, al oí r aquellas palabras, la expresió n de su rostro cambió. En sus bellos ojos brilló algo, como si una especie de alegrí a, una alegrí a superior; independiente de las tristezas y de las alegrí as de este mundo, flotara por encima del profundo dolor que latí a en su corazó n. Olvidó se del miedo que le inspiraba su padre; se le acercó, tomó su mano y, tirando de é l, se abrazó a su descarnado cuello, surcado de venas.

‑ ¡ Padre, no te apartes! Lloremos los dos ‑ dijo.

‑ ¡ Bandidos! ¡ Cobardes! ‑ exclamó el viejo desviando la vista ‑. ¡ Perder un ejé rcito! ¡ Perder a todos sus hombres! ¿ Por qué? Ve y dí selo a Lisa.

Cuando Marí a regresó de hablar con su padre, la pequeñ a Princesa estaba ocupada en su labor. Su rostro tení a aquella expresió n particular, eco de una serenidad que ú nicamente se da en las mujeres pró ximas a ser madres. Miró a la princesa Marí a, pero sus ojos no la veí an, sino que permanecí an contemplando un no sé qué beatí fico y misterioso que acontecí a dentro de ella.

‑ Marí a... ‑ dijo alejá ndose de la rueca ‑. Pon la mano aquí. ‑ Cogió la mano de la Princesa y la colocó sobre su vientre. Sus ojos reí an. Su labio superior, má s corto que el otro, cubierto de una especie de bozo, dá bale una expresió n infantil y feliz.

La princesa Marí a cayó de rodillas a los pies de su cuñ ada y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.

‑ ¿ No lo notas? ¿ No lo notas? ¡ Me parece una cosa tan insó lita! ¡ Có mo lo voy a querer! ‑ dijo Lisa mirando a su cuñ ada con ojos brillantes y felices.

La princesa Marí a no podí a levantar la cabeza. Estaba llorando.

‑ ¿ Qué te ocurre, Macha?

‑ Nada... No lo sé, estoy triste... Triste por André s ‑ dijo, enjugá ndose las lá grimas en las rodillas de su cuñ ada.

Durante aquella mañ ana, la princesa Marí a intentó varias veces preparar a su cuñ ada, pero siempre echá base a llorar. Aquellas lá grimas turbaban a la pequeñ a Princesa, que no comprendí a la razó n de ellas. Guardaba silencio, mirando, inquieta, a su alrededor, como si buscara alguna cosa. El viejo Prí ncipe, a quien temí a tanto, entró en el aposento antes de comer. Parecí a trastornado y se marchó sin decir una palabra. Lisa miró a la princesa Marí a y quedó se pensativa, con aquella expresió n de sus ojos que parecí an mirar hacia dentro. De pronto echó se a llorar.

‑ ¿ Se han recibido noticias de André s? ‑ preguntó.

‑ No; ya sabes que no han podido llegar, pero nuestro padre se inquieta por ello y esto es terrible para mí.

‑ Así. ¿ No hay nada?

‑ Nada ‑ repuso la princesa Marí a mirando fijamente a su cuñ ada con sus ojos resplandecientes.

Habí a decidido no decirle nada y tratar de convencer a su padre de que ocultara la terrible noticia a su nuera hasta despué s del parto, que tendrí a lugar al cabo de pocos dí as.

 

V

Querida ‑ dijo la pequeñ a Princesa la mañ ana del l9 de marzo, despué s de almorzar, y su labio superior, cubierto de bozo, se le levantó como de costumbre. Pero como la casa rezumaba tristeza desde que se recibiera la terrible noticia, la sonrisa de la pequeñ a Princesa, que obedecí a a la impresió n general de ignorancia de la causa, resultaba tan singular que hací a resaltar má s la tristeza del ambiente ‑. Querida, temo que el almuerzo me haya hecho dañ o.

‑ ¡ Có mo! ¿ Qué tienes? Está s amarilla..., amarilla del todo ‑ dijo espantada la princesa Marí a acercá ndose con su pesado andar a su cuñ ada.

‑ Excelencia, ¿ y si hicié ramos venir a Marí a Bogdanovna? ‑ preguntó una criada que se encontraba en la estancia.

Marí a Bogdanovna era una comadrona del pueblo vecino, que desde hací a dos semanas estaba instalada en Lisia­-Gori.

‑ Sí ‑ repuso la princesa Marí a ‑, tal vez serí a lo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡ No tengas miedo, querida!

Besó a Lisa y se dispuso a salir de la habitació n.

‑ No, es el estó mago... Dile que es el estó mago; dí selo, Marí a.

Y la pequeñ a Princesa lloraba como un chiquillo que sufre, caprichosamente, e incluso con cierta exageració n retorcí ase las manos hasta hacer que crujiesen sus dedos. La Princesa salió de la habitació n para ir a buscar a la comadrona.

‑ ¡ Dios mí o! ¡ Dios mí o! ¡ Oh...! ‑ oí a decir a la pequeñ a Princesa mientras se alejaba.

La comadrona le salió al paso. La expresió n de su rostro era grave y tranquila mientras se frotaba las manos, blancas y regordetas.

‑ Marí a Bogdanovna, creo que la cosa ha empezado ‑ dijo la princesa Marí a a la comadrona con ojos asustados.

‑ ¡ Alabado sea Dios, Princesa! ‑ repuso Marí a Bogdanovna lentamente ‑. Usted, que es una muchacha, no tiene necesidad de saber de estas cosas.

‑ Sí, pero ¿ có mo nos las arreglaremos? El doctor de Moscú no ha llegado todaví a ‑ dijo la Princesa.

Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa y André s, habí an llamado a un especialista de Moscú y esperaban su llegada de un momento a otro.

‑ La cosa no tiene importancia, Princesa; no os preocupé is, que aun sin mé dico todo saldrá bien ‑ dijo Marí a Bogdanovna.

Cinco minutos má s tarde, la Princesa, desde su habitació n, oyó arrastrar algo muy pesado. Abrió la puerta y vio a unos criados que trasladaban al dormitorio el divá n de cuero del despacho del prí ncipe André s. La cara de los hombres que lo llevaban tení a una expresió n solemne y tranquila. La princesa Marí a permaneció sola en su habitació n y escuchaba todos los ruidos de la casa. De vez en cuando, al oí r los pasos de alguien que pasaba por delante de su puerta, Marí a abrí a y miraba lo que se hací a en el pasillo.

Los criados iban de un lado a otro con ligero paso; miraban a la Princesa y se volví an. La joven no se atreví a a preguntarles nada; volví a a cerrar la puerta y se sentaba. Tan pronto cogí a un libro de oraciones como se arrodillaba ante las imá genes. Con harta pena y no menos extrañ eza comprobaba que sus plegarias no la aligeraban del peso de su emoció n. De pronto la puerta de la habitació n empezó a abrirse poco a poco y en el umbral apareció una vieja criada envuelta en un chal. Era Prascovia Savichna, que, por prohibició n del Prí ncipe, casi nunca entraba en el aposento de la joven.

‑ He venido a hacerte un poco de compañ í a, Machenka, y he traí do los cirios del casamiento del Prí ncipe para encenderlos delante de la santa imagen ‑ dijo la vieja criada suspirando.

‑ ¡ Cuá nto te lo agradezco!

‑ ¡ Que Dios te proteja, paloma mí a!

La vieja encendió el cirio y lo colocó ante las imá genes, sentá ndose luego cerca de la puerta a hacer calceta. La Princesa cogió un libro y empezó a leer. Pero cuando oí a pasos o voces, adoptaba, con la mirada extraviada, un gesto interrogador, mientras la criada contemplá bala con expresió n tranquila.

El sentimiento que experimentaba la princesa Marí a derramá base por todos los rincones de la casa. Como la tradició n dice que cuantos menos saben que una mujer está en los dolores del parto menos padece la parturienta, todos hací an ver que lo ignoraban. Nadie hablaba de ello, pero todos, por encima de la gravedad y respeto ordinarios, que eran la regla en casa del Prí ncipe, demostraban una atenció n general, un entretenimiento profundo, al mismo tiempo que les dominaba la convicció n de que un grande e incomprensible acontecimiento se estaba consumando.

No se oí an risas en la habitació n perteneciente a las criadas; los criados permanecí an sentados, en silencio, en espera de alguna cosa. El viejo Prí ncipe se paseaba por su despacho, y de vez en cuando enviaba a Tikhon a preguntar a Marí a Bogdanovna si habí a alguna novedad. «Di que el Prí ncipe te ha enviado a preguntar, y ven a darme la respuesta. »

‑ Di al Prí ncipe que el parto ha empezado ‑ respondí a Marí a Bogdanovna mirando al criado con expresió n grave.

Tikhon salí a y llevaba la respuesta al Prí ncipe.

‑ Bien ‑ respondí a el Prí ncipe cerrando la puerta tras de sí.

Tikhon no oí a el má s pequeñ o ruido dentro del despacho.

Algo má s tarde entró Tikhon con el pretexto de arreglar las bují as. El Prí ncipe se habí a tendido en el divá n. Tikhon le miró y, al darse cuenta de la expresió n trastornada de su rostro, se le acercó poco a poco y le besó el hombro, saliendo sin despabilar las bují as y sin decir el motivo por el cual habí a entrado.

El misterio má s solemne del mundo estaba en ví as de cumplirse.

Transcurrió la tarde, vino la noche, y la sensació n de la espera ante lo incomprensible no disminuí a, sino que, por el contrario, aumentaba. Nadie dormí a en la casa.

 

Era una de aquellas noches de marzo en que el invierno parece que quiere recuperar sus fueros y arroja con rabia las ú ltimas nieves y desata los ú ltimos temporales.

Habí a sido enviado un carruaje hasta el lí mite de la carretera para recibir al doctor alemá n de Moscú; pero como é ste no podí a pasar de allí, unos hombres, provistos de faroles, avanzaron hasta el recodo del camino para acompañ arle.

Hací a tiempo que la princesa Marí a habí a dejado el libro de oraciones. Sentada, en silencio, permanecí a con sus brillantes ojos fijos en el arrugado rostro de la criada que conocí a en todos sus detalles, en el mechó n de cabellos grises que le salí a por debajo del pañ uelo y en las profundas arrugas que le atravesaban el cuello.

La vieja criada, con las agujas de hacer calceta entre los dedos, contaba, sin darse cuenta ella misma de lo que decí a, historias relatadas centenares de veces: có mo la difunta Princesa habí a dado a luz a la princesa Marí a en Kishinev, asistida por una campesina moldava. «Si Dios lo quiere, los mé dicos no son necesarios. »

De sú bito, una fuerte rá faga de viento chocó contra los cristales, abrió las ventanas mal cerradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de la estancia un puñ ado de nieve, apagando la luz. La princesa Marí a se estremeció. La criada dejó la labor que estaba haciendo, se acercó a la ventana y, asomá ndose, trató de cerrar los postigos de la parte de afuera. El viento helado agitaba la punta de su pañ uelo y el mechó n de cabellos grises.

‑ Princesa, por el camino viene gente con faroles... Debe de ser el mé dico ‑ añ adió, cerrando los postigos sin echar la falleba.

‑ ¡ Dios sea loado! ‑ exclamó la princesa Marí a ‑. Vamos a recibirle; no habla ruso.

La princesa Marí a se echó sobre los hombros un chal y corrió a recibir al que llegaba. Al atravesar la sala vio por la ventana varias luces y un coche bajo el porche del portal. Corrió hacia la escalera.

En é sta habí a una candela, que el viento hací a estremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo rostro se retrataba una expresió n de miedo, estaba má s abajo, en el primer rellano, con un cirio en la mano. Al final, en la entrada, oí anse los pasos precipitados de una persona calzada con botas forradas y una voz que la princesa Marí a creyó reconocer. La voz decí a:

‑ ¡ Gracias a Dios! ¿ Y mi padre?

‑ En la cama ‑ respondió la voz de Damiá n, el criado, que se encontraba en la entrada.

La voz conocida pronunció algunas otras palabras y el ruido de pasos fue acercá ndose.

«¡ Es André s! ‑ pensaba la princesa Marí a ‑. Pero no, no es posible. Serí a demasiado extraordinario. »

Y en aquel mismo instante apareció en el rellano, donde esperaba el mayordomo con la candela, el prí ncipe André s, con el cuello de su abrigo cubierto de nieve. Sí, era é l, pero pá lido, delgado, con una expresió n distinta, de una rigidez extraordinaria, trastornado por completo. Subió la escalera y abrazó a su hermana.

‑ ¿ No has recibido ninguna carta mí a? ‑ preguntó. Sin esperar respuesta, que no podí a obtener, debido a que la Princesa habí a quedado como muda, volvió se y con el mé dico que marchaba tras é l (se habí an encontrado en la ú ltima parada) continuó subiendo con paso ligero, abrazando otra vez a su hermana.

‑ ¡ Qué suerte, querida Macha!

Y, quitá ndose el abrigo y las botas, se dirigió a la habitació n de su mujer.

 

VI

Le pequeñ a Princesa, que tení a puesta una cofia blanca, estaba tendida entre almohadones; los dolores habí an cesado poco antes. Sus negros rizos le caí an alrededor del rostro, que la fiebre cubrí a de sudor. Su boca, pequeñ a y graciosa, estaba entreabierta; sonreí a, animada. El prí ncipe André s entró en el aposento y se detuvo ante ella, al pie del divá n.

Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asustados y llenos de emoció n, como los de un niñ o, se posaron sobre su marido sin cambiar de expresió n: «Os quiero a todos y no hice mal a nadie; ¿ por qué he de sufrir tanto, pues? ¡ Ayudadme! », parecí an decir. Veí a a su marido, pero no comprendí a lo que significaba su presencia allí.

El prí ncipe André s le besó la frente.

‑ No tengas miedo, corazó n ‑ nunca le habí a dicho esta palabra ‑. Dios será misericordioso.

Ella le miraba con aire interrogador, infantil, como reconvinié ndole.

«Yo esperaba que tú me ayudarí as, ¡ y no lo haces! », decí an sus ojos. No se extrañ aba de su regreso. No comprendí a lo sucedido. Aquel regreso no tení a relació n alguna con sus dolores ni con el remedio que los podrí a calmar.

Y los dolores comenzaron de nuevo. Marí a Bogdanovna aconsejó al prí ncipe André s que saliera de la habitació n.

Entró el mé dico. El prí ncipe André s salió y halló se con la princesa Marí a. Comenzaron a hablar en voz baja, pero la conversació n detení ase a cada momento. Callaban y escuchaban.

‑ Vuelve allí ‑ dijo la princesa Marí a.

El prí ncipe André s volvió cerca de su mujer. En la espera, sentó se en una habitació n contigua. Del aposento de la pequeñ a Princesa salió una mujer con rostro asustado, y al ver al prí ncipe André s quedó se confusa. É l escondió su cara entre las manos y permaneció algunos momentos en esta posició n. A travé s de la puerta llegaban gemidos de un dolor animal. El prí ncipe André s se levantó y se dirigió a la puerta con á nimo de abrirla. Alguien le detuvo.

‑ No se puede pasar. No se puede pasar ‑ dijo una voz asustada.

El Prí ncipe se puso a dar paseos por la habitació n.

Los gritos cesaron. Transcurrieron unos segundos. De pronto, un terrible grito ‑ no era ella; ella no podí a gritar de aquella manera ‑ estalló en el aposento contiguo. El Prí ncipe corrió hacia la puerta. Solamente oí ase el llanto de un niñ o.

«¿ Por qué han traí do un chiquillo? ‑ pensó de momento el prí ncipe André s ‑. ¿ Una criatura? ¿ Cuá l? ¿ Por qué está allá? ¿ Es un recié n nacido? '

Y de sú bito comprendió todo el gozoso significado de aquel grito. Las lá grimas le ahogaban. Se apoyó en el marco de la ventana y echó se a llorar como un niñ o. La puerta se abrió. El doctor, en mangas de camisa, arremangado, pá lido, temblorosa la barba, salió de la habitació n tambaleá ndose. El prí ncipe André s se le acercó. El mé dico le miró tristemente y pasó ante é l sin decirle nada.

Salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del Prí ncipe, se detuvo perpleja en el umbral de la puerta. El Prí ncipe entró en el aposento de su mujer. Estaba muerta, tendida tal como la viera cinco minutos antes. Y a despecho de la inmovilidad de su mirada y de la palidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casi infantil, de labio corto sombreado de bozo, se reflejaba la misma expresió n.

«Os quiero a todos y no hice dañ o a nadie; ¿ qué habé is hecho conmigo? », parecí a decir su bello rostro, triste y sin vida.

En un rincó n de la estancia, una forma pequeñ a, rosada, que sostení an las manos blancas y temblorosas de Marí a Bogdanovna, respiraba y prorrumpí a en agudos gritos.

 

Dos horas má s tarde, el prí ncipe André s, con lento paso, penetraba en el despacho de su padre. El anciano estaba ya enterado de todo lo ocurrido. Se hallaba en pie, cerca de la puerta, y, en cuanto vio a su hijo, le enlazó el cuello silenciosamente, con sus manos duras como tenazas, y lloró como un niñ o.

 

Los funerales de la pequeñ a Princesa celebrá ronse tres dí as má s tarde. El prí ncipe André s, de pie en las gradas del catafalco, le daba el ú ltimo adió s. En el ataú d, el rostro, a pesar de tener los ojos cerrados, continuaba diciendo: «¡ Ah! ¿ Qué me habé is hecho? »

Y el prí ncipe André s sentí a que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de alguna desgracia irreparable e inolvidable. No podí a llorar. El viejo Prí ncipe tambié n subió al catafalco y besó una de las manitas de cera, que permanecí an inmó viles una encima de otra. Tambié n a é l le decí a el rostro de la pequeñ a Princesa: «¿ Por qué se han portado así conmigo? » Y al darse cuenta de este reproche, el viejo volvió se con visible enojo.

 

Cinco dí as despué s bautizaron al pequeñ o prí ncipe Nicolá s Andreievitch. La nodriza sujetaba la envoltura, mientras el sacerdote ungí a, con una pluma, las encarnadas y arrugadas palmas de las manitas y la planta de los pies.

Era padrino el abuelo, quien, temeroso de que se le cayese el chiquití n, lo llevó temblando hasta la pila bautismal, donde lo entregó a la madrina, la princesa Marí a. El prí ncipe André s, presa de un terrible miedo de que ahogaran al niñ o, permanecí a en el aposento contiguo, esperando el fin de la ceremonia. Cuando la vieja criada le trajo el bebé, le miró con gozo, inclinando la cabeza en señ al de aprobació n cuando la anciana le contó que el pedazo de cera echado a la pila ‑ en el que se habí an pegado unos cabellos del niñ o ‑ habí a flotado.

 

VII

La participació n de Rostov en el desafí o de Dolokhov y Pedro quedó oculta gracias a las gestiones del anciano Conde, y Rostov, en lugar de ser degradado como esperaba, fue nombrado ayudante de campo del general gobernador de Moscú. Por este motivo no pudo ir al campo con su familia y pasó todo el verano en Moscú.

Dolokhov se repuso y Rostov estrechó sus lazos de amistad con é l, sobre todo durante la convalecencia. Dolokhov habí a pasado todo el tiempo que duró su curació n en casa de su madre, que le querí a apasionadamente. La anciana Marí a Ivanovna, que apreciaba mucho a Rostov a causa de la amistad que le uní a a su hijo, siempre le hablaba de é ste.

‑ Sí, Conde, tiene demasiado noble el corazó n y demasiado pura el alma para vivir en este mundo actual, tan depravado ‑ decí a ‑. Nadie tiene en aprecio la virtud, porque, vamos a ver, dí game: ¿ es honesto lo que ha hecho Bezukhov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, le querí a, y ni ahora dice nada contra é l. ¿ No se burlaron de la policí a juntos en San Petersburgo? Pues a Bezukhov no le ocurrió nada y mi hijo cargó con todas las consecuencias. ¡ Y lo que ha tenido que aguantar! Claro que le rehabilitaron, ¡ pero có mo no lo habí an de hacer si estoy segura de que hijos de la patria tan valerosos como é l existen muy pocos! ¡ Y ahora este desafí o! Estos hombres desconocen lo que es el honor. ¡ Provocarle sabiendo que es ú nico hijo y hacerle blanco de ese modo...! Pero Dios ha querido guardá rmelo. Y total, ¿ por qué? ¿ Quié n se ve libre de intrigas en estos tiempos? ¿ Y qué culpa tiene mi hijo si el otro tiene celos...? Comprendo que desconfiara..., pero el asunto ya tiene un añ o de duració n... Y vamos..., lo provocó suponiendo que Fedia no aceptarí a el reto porque le debe dinero. ¡ Ah, cuá nta vileza! ¡ Cuá nta cobardí a! Veo, Conde, que comprende a mi hijo; por eso le quiero con todo mi corazó n. Le comprenden muy pocos. ¡ Tiene un gran corazó n y un alma muy pura!

A menudo, durante su convalecencia, Dolokhov decí a cosas a su amigo que é ste jamá s hubiera sospechado oí r de sus labios.

‑ Me creen malo, y lo sé ‑ decí a ‑. Pero me es igual. No quiero conocer a nadie excepto a los que aprecio, y a é stos les quiero tanto que hasta darí a la vida por ellos; a los demá s, los pisotearí a si los hallara en mi camino. Tengo una madre inapreciable, que adoro, dos o tres amigos (tú uno de ellos), y en cuanto a los otros poco me importa que me sean ú tiles o perjudiciales. Y casi todos estorban, las mujeres las primeras. Sí, amigo mí o; he tropezado con hombres enamorados, nobles y elevados, pero mujeres, salvo las que se venden (condesa o cocinera, que para el caso es lo mismo), no he hallado ninguna. Todaví a no me ha sido dado hallar la pureza celestial, la devoció n que busco en la mujer. Si hallara una, le darí a mi vida. Y las demá s... ‑ hizo un gesto despreciativo ‑. Puedes creerme que si aú n me interesa la vida es porque espero hallar a esa criatura divina que me purificará, me regenerará, me elevará. Pero tú no puedes comprender esto...

‑ Lo comprendo muy bien ‑ dijo Rostov, que se hallaba bajo la influencia de su nuevo amigo.

 

La familia Rostov regresó a Moscú en otoñ o. Denisov volvió durante el invierno y permaneció una temporada en la ciudad.

Los primeros meses del invierno de l806 fueron muy felices para Rostov y su familia.

Nicolá s llevaba a muchos jó venes a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte añ os. Sonia, una jovencita de diecisé is, con todo el esplendor de una flor acabada de abrir. Natacha, ni capullo ni mujer, tan pronto con zalamerí as de niñ a como con el encanto de una mujercita.

Durante aquella é poca, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmó sfera de amor, como suele acontecer en la casa donde hay muchachas bonitas.

Todos los jó venes que acudí an a casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros jó venes, mó viles, sonrientes a cualquier cosa ‑ probablemente a su misma felicidad ‑, al ver aquel animado movimiento, al oí r aquel charloteo inconsecuente pero tierno para todos, al oí r las canciones y la mú sica, sentí an la misma atracció n del amor, el mismo deseo de felicidad que experimentaban los jó venes habitantes de la casa de los Rostov.

Entre los jó venes que Nicolá s habí a presentado en primer lugar se hallaba Dolokhov, que gustó a toda la familia excepto a Natacha. A causa de Dolokhov se peleó con su hermano. Ella decí a que se trataba de una mala persona y que en el desafí o con Bezukhov la razó n estaba de parte de é ste y no de Dolokhov, a quien consideraba como ú nico culpable, y ademá s le hallaba desagradable y lleno de pretensiones.

‑ Sí, sí, todo lo que quieras, pero es malo ‑ decí a Natacha obstinadamente ‑, es malo; no tiene corazó n. Tu Denisov sí que me gusta; es un calavera y no sé cuá ntas cosas má s, pero aun así me gusta. No sé có mo decí rtelo: en Dolokhov, todo está calculado, y esto no lo puedo aguantar, mientras que en Denisov...

‑ Denisov es otra cosa ‑ replicó Nicolá s como dando a entender que Denisov, comparado con Dolokhov, no era nada ‑. Es preciso verle al lado de su madre. ¡ Tiene un gran corazó n!

‑ Eso no lo sé; pero es un hombre que no me gusta. ¿ Ya sabes que está enamorado de Sonia?

‑ ¡ Qué estupidez...!

‑ Estoy convencida. Ya lo verá s.

Lo que dijo Natacha se realizaba.

Dolokhov, que no era aficionado a la compañ í a de mujeres, empezó a frecuentar asiduamente la casa de los Rostov, y la pregunta ¿ a qué debe venir? fue muy pronto contestada, a pesar de que nadie hablase de ello. Iba por Sonia. Y Sonia, sin confesá rselo a sí misma, lo sabí a, y cuando entraba Dolokhov enrojecí a como una amapola.

Dolokhov se quedaba muy a menudo a cenar en casa de los Rostov, no perdí a ningú n espectá culo a los que é stos asistí an y asimismo frecuentaba los bailes de adolescentes en casa de Ioguel, donde acudí an siempre los Rostov. Mostraba una deferencia especial para con Sonia, y la miraba con tal expresió n que no só lo ella no podí a resistir aquella mirada, sino que la misma Condesa y Natacha enrojecí an al sorprenderla.

Se veí a muy claramente que aquel hombre frí o, raro, se hallaba bajo el influjo invencible que sobre é l ejercí a la jovencita, morena, graciosa, enamorada de otro.

Rostov observó que algo ocurrí a entre Dolokhov y Sonia, pero no sabí a definir de qué se trataba. «Está n enamoradas de uno o de otro», pensaba de Sonia y de Natacha. Pero no sentí a la misma libertad que antes cuando se hallaba en compañ í a de Sonia y Dolokhov, y ya no permanecí a tanto en su casa.

Pasado el otoñ o de l806, todo el mundo hablaba, aú n con má s ardor que el añ o anterior, de una nueva guerra con Napoleó n. Se habí a decidido el alistamiento de diez regimientos de reclutas, y, por si ello no fuera suficiente, se tomaban nueve reclutas má s por cada mil campesinos. Por todos lados se maldecí a a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba de otra cosa que de la futura guerra.

Para la familia Rostov, todo el interé s de esos preparativos guerreros se resumí an en que Nicolá s no querí a permanecer en Moscú en modo alguno, y só lo esperaba que Denisov terminara su licencia para marchar con é l a su regimiento, pasadas las fiestas. Su partida no le vedaba el divertirse, antes por el contrario, le excitaba má s. Pasaba la mayor parte del tiempo en cenas, fiestas y bailes.

 

VIII

El tercer dí a de las fiestas navideñ as, Nicolá s quedó se a comer en su casa, cosa que muy pocas veces hací a durante aquella ú ltima temporada. Se trataba de la cena oficial de despedida, ya que é l y Denisov partí an despué s de la Epifaní a, para incorporarse a su regimiento. Asistí an unos veinte invitados, entre los que se hallaba Dolokhov.

Nunca la atmó sfera del amor se habí a hecho sentir con tanta fuerza en casa de los Rostov como durante aquellas Navidades. «¡ Toma el momento de felicidad, obliga a amar y ama tú tambié n! É sta es la ú nica verdad de este mundo. Todo lo demá s son tonterí as. Y aquí solamente nos ocupamos de amar», decí a aquella atmó sfera.

Rostov, despué s de haber hecho cansar a dos caballos sin poder llegar, como siempre, donde precisaba, llegó a su casa en el instante de sentarse a la mesa. Al entrar observó y sintió la amorosa atmó sfera de la casa, pero tambié n descubrió una especie de inquietud que reinaba entre algunos de los allí reunidos.

Sonia, Dolokhov, la anciana Condesa y Natacha tambié n se hallaban particularmente trastornados. Nicolá s comprendió que antes de la comida habí a ocurrido algo entre Sonia y Dolokhov, y con la delicadeza de corazó n que le distinguí a procuró portarse con uno y otra, durante la cena, con todo el afecto posible. Aquella misma noche, en casa de Ioguel ‑ el profesor de danza ‑ se daba el acostumbrado baile de Navidad, al que asistí an los discí pulos.

‑ Nikolenka, ¿ irá s a casa de Ioguel? Ven con nosotros, por favor; te invito yo especialmente. Basilio Dmitrich ‑ Denisov ‑ tambié n vendrá ‑ dijo Natacha.

‑ ¿ Dó nde no irí a yo si la Condesa me lo ordenaba? ‑ dijo Denisov, que por pura chanza, entraba en casa de los Rostov como caballero de Natacha ‑. Estoy dispuesto a bailar el paso del chal.

‑ Si puedo, sí. Me he comprometido con los Ankharov. Tienen soiré e ‑ dijo Nicolá s ‑. ¿ Y tú? ‑ preguntó a Dolokhov; y al formular la pregunta comprendió que hubiera hecho mejor en callarse.

‑ Sí, tal vez sí ‑ contestó frí amente y con disgusto Dolokhov mirando a Sonia; despué s, con las cejas contraí das, dirigió a Nicolá s la misma mirada que habí a lanzado a Pedro durante la comida del club.

«Ha ocurrido algo», pensó Nicolá s. Y su suposició n se confirmó al ver que Dolokhov marchaba inmediatamente despué s de cenar. Entonces preguntó a Natacha lo que habí a sucedido.

‑ Dolokhov se ha declarado a Sonia. Ha pedido su mano ‑ contestó le Natacha.

Nicolá s, en aquellos ú ltimos tiempos, habí ase olvidado mucho de Sonia, pero al oí r a su hermana sintió que algo se le desgarraba en su interior. Dolokhov era un partido aceptable, y hasta brillante, para Sonia, hué rfana y sin dote. Desde el punto de vista de la anciana Condesa y de la sociedad, no existí a ningú n motivo para rechazar la petició n. Por ello, su primer impulso fue de có lera por la negativa de Sonia. Iba a decir: «Hay que olvidar las promesas que uno hace cuando es niñ o; y es preciso aceptar las peticiones... », pero no tuvo tiempo de decir nada.

‑ ¿ Y sabes qué ha contestado ella? Pues que no; tal como lo oyes. Le ha dicho que estaba enamorada de otro ‑ añ adió despué s de un instante de silencio.

«Claro, Sonia no podí a obrar de otra manera», pensó Nicolá s.

‑ Mamá ha insistido mucho, pero ella ha dicho que no y que no, y yo sé que nadie le hará cambiar de parecer; cuando ella se pone de esta manera...

‑ ¿ Mamá ha insistido? ‑ preguntó Nicolá s con tono de reconvenció n.

‑ Sí ‑ contestó Natacha ‑; mira, Nicolá s, no te lo tomes a mal, pero yo sé que nunca te casará s con Sonia. No sé por qué, pero estoy convencida de ello.

‑ ¡ Oh! Tú no puedes saber nada... ‑ dijo Nicolá s‑. Pero he de hablar con ella... ¡ Sonia es una criatura deliciosa! ‑ añ adió sonriendo.

‑ Tiene mucho corazó n. Le voy a decir que venga. ‑ Y Natacha abrazó a su hermano y alejó se corriendo.

Unos minutos má s tarde, Sonia, asustada, avergonzada, con aire de culpable, se presentaba ante Nicolá s. Acercó sele é ste y le besó la mano. Era la primera vez que estaban a solas desde el regreso de Nicolá s.

‑ Sonia ‑ le dijo tí midamente; luego fue excitá ndose poco a poco ‑, si quieres rechazar un buen partido, un brillante partido, y hasta conveniente, porque es un buen muchacho, noble, amigo mí o...

Sonia le interrumpió:

‑ Le dije ya que no.

‑ Si lo haces por mí, temo que...

Sonia volvió a interrumpirle. Le miró con expresió n suplicante, asustada.

‑ Nicolá s, no digas eso.

‑ Te lo tengo que decir. Tal vez es presuntuoso por mi parte, pero te lo tengo que decir. Si es por mí por lo que le dices que no, yo he de confesarte la verdad: te quiero, tal vez eres lo que quiero má s...

‑ Con eso tengo bastante ‑ dijo Sonia ruborizá ndose.

‑ No. Me he enamorado miles de veces y probablemente volveré a hacerlo; aunque solamente guardo para ti ese sentimiento compuesto de amistad, confianza y amor. Tambié n hemos de pensar que soy muy joven. Mamá se opone a nuestro matrimonio. En una palabra: yo no puedo prometerte nada, y te ruego que reflexiones sobre la pretensió n de Dolokhov ‑ dijo Nicolá s, pronunciando con pena el nombre de su amigo.

‑ No digas eso. Yo no quiero nada. Te quiero como a un hermano. Te querré siempre, y no deseo otra cosa.

‑ ¡ Eres un á ngel! Me siento indigno de ti. Pero tengo miedo a engañ arte.

Y Nicolá s volvió a besarle la mano.

 

QUINTA PARTE



  

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