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CUARTA PARTE 4 страница



‑ Esperaba a Vuestra Majestad ‑ respondió Kutuzov haciendo una respetuosa reverencia.

El Emperador acercó su oreja y frunció ligeramente las cejas, dando a entender que no habí a oí do bien.

‑ Espero a Vuestra Majestad ‑ repitió Kutuzov.

El prí ncipe André s observó que al pronunciar la palabra «espero», el labio inferior de Kutuzov tembló de una manera anormal.

‑ Las columnas todaví a no está n reunidas, Majestad.

El Emperador oyó la respuesta y todos pudieron darse cuenta que no era de su agrado. Se encogió de hombros y miró a Novosiltzov, que se encontraba cerca de é l, y con la mirada se quejó de Kutuzov.

‑ No estamos en el Campo de Marte, Mikhail Ilarionovitch, para que hayamos de esperar que todos los regimientos esté n en lí nea ‑ dijo el Emperador mirando otra vez al emperador Francisco, como si le invitara, si no a intervenir en el diá logo, por lo menos a escuchar lo que decí an.

El emperador Francisco, sin embargo, seguí a mirando a su alrededor sin prestar oí do.

‑ Es precisamente por eso, Majestad, por lo que no empiezo ‑ replicó Kutuzov con voz sonora y clara, como si quisiera que sus palabras fueran comprendidas por todos. En su rostro algo parecí a temblar ‑. No empiezo, Majestad, porque no estamos en una revista ni en el Campo de Marte.

En la escolta del Emperador, en todos los rostros, que al oí r aquellas palabras se miraron los unos a los otros, dibujó se una expresió n de disgusto y de censura: «Por viejo que sea, no tiene derecho ni pretexto alguno para hablar de ese modo», querí an decir todos aquellos semblantes.

El Emperador tení a la mirada clavada en los ojos de Kutuzov, en espera de que é ste dijera alguna otra cosa. Kutuzov inclinó respetuosamente la cabeza y tambié n pareció quedar en espera de algo.

‑ No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena... ‑ dijo Kutuzov alzando la cabeza.

Y, cambiando de tono una vez má s, habló como un general en jefe que obedece sin discutir.

 

IX

Kutuzov seguí a al paso a los fusileros que acompañ aban a sus ayudantes de campo.

Despué s de haber recorrido una media versta en la cola de la columna, se detuvo delante de una casa solitaria, probablemente una posada, que sus dueñ os habí an abandonado, situada en el cruce de dos caminos. Las dos carreteras que convergí an en aquel punto descendí an de una montañ a y las tropas subí an tanto por la una como por la otra.

La niebla empezaba a desvanecerse. En los altozanos de enfrente, situados a dos verstas, todo lo má s, de distancia, se distinguí an vagamentelas tropas enemigas. Abajo, a la izquierda, el ruido de los tiros se oí a má s claro. Kutuzov se detuvo y empezó a hablar con el general austriaco. El prí ncipe André s, algo apartado, les observaba. Necesitó un anteojo de larga vista y se lo pidió a un ayudante de campo.

‑ Vea, vea ‑ dijo el ayudante de campo, que miraba no al ejé rcito lejano, sino al que se encontraba delante de é l, en la montañ a ‑. ¡ Son los franceses!

Los dos generales y los ayudantes de campo cogieron con un vivo movimiento los anteojos, que se arrancaban de las manos uno al otro. De pronto, todos aquellos rostros se demudaron; un frí o mortal cruzó por ellos. Creí an que los franceses se encontraban a diez verstas e inesperadamente los veí an ante ellos.

‑ Sí,, sí, es verdad... ¿ Qué significa eso? ‑ exclamaron diversas voces.

El prí ncipe André s descubrió, a simple vista, abajo, a la derecha, una fuerte columna francesa que avanzaba contra el regimiento de Apcheron, a unos quinientos pasos de donde estaba Kutuzov.

«¡ Ha llegado el momento decisivo! ¡ Ahora entraré yo en juego! », pensó el prí ncipe André s.

Y, espoleando a su caballo, se acercó a Kutuzov.

‑ Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia ‑ gritó.

Pero en aquel mismo instante, el espacio cubrió se de humo, las descargas oyé ronse muy cerca y una voz delgada y asustada gritó a dos pasos del prí ncipe André s: «¡ Ya estamos, camaradas! »

Hubié rase dicho que aquel grito era una orden. Y al oí rlo, todo el mundo echó a correr.

Una multitud que crecí a por momentos corrí a, retrocediendo hacia el lugar donde cinco minutos antes las tropas desfilaban por delante de los emperadores. No só lo era difí cil contener a aquella multitud, sino que al mismo tiempo era imposible evitar el ser arrastrado por los que corrí an. Bolkonski hací a esfuerzos por mantenerse firme, sin retroceder, y miraba estupefacto a su alrededor, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos. Nesvitzki, enardecido, furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov que si no se marchaba inmediatamente de allí acabarí an por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no se moví a de su sitio; no respondió a aquel requerimiento y se sacó un pañ uelo del bolsillo. Le salí a sangre de una mejilla. El prí ncipe André s se abrió paso hasta llegar a su lado.

‑ ¿ Está is herido, Excelencia? ‑ le preguntó, conteniendo a duras penas el temblor de su mandí bula.

‑ No está aquí la herida, sino allá ‑ replicó Kutuzov apretando el pañ uelo contra su mejilla y señ alando a los fugitivos ‑. ¡ Contenedlos! ‑ gritó.

Pero, al convencerse de que era imposible hacerlo, espoleó a su caballo y se lanzó hacia la derecha.

El creciente alud de fugitivos le atrapó entre sus redes y se lo llevó hacia atrá s.

Los grupos de soldados que corrí an eran tan compactos que el que caí a en medio no lograba levantarse.

Uno gritaba: «¡ Vamos, vamos! ¿ Por qué te detienes? » Y otros se volví an y disparaban al aire. Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, el cual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesar la riada y pasar a la izquierda con su escolta reducida por lo menos a la mitad, lanzá ndose hacia donde sonaban los cañ ones. Libre del aluvió n de fugitivos, el prí ncipe André s, procurando no separarse de Kutuzov, descubrió a travé s del humo, en la pendiente de la montañ a, una baterí a rusa que continuaba haciendo fuego y contra la cual avanzaban los franceses. Má s arriba, la infanterí a rusa mantení ase inmó vil: ni avanzaba ni retrocedí a para sumarse a los fugitivos. Un general montado a caballo se destacó de la baterí a y se acercó a Kutuzov. La escolta del Generalí simo habí a quedado reducida a cuatro hombres. Todos estaban pá lidos y se miraban en silencio.

‑ ¡ Detened a esos miserables! ‑ gritó, ahogá ndose, Kutuzov al jefe del regimiento señ alá ndole a los fugitivos.

Pero en aquel mismo instante, como si fuera un castigo a sus palabras, las balas, semejantes a una bandada de pequeñ os pá jaros, empezaron a pasar silbando por encima del regimiento y de la escolta de Kutuzov. Los franceses atacaban la baterí a. Al distinguir a Kutuzov, dispararon contra é l. Pasada aquella descarga, el comandante se llevó una mano a la pierna y algunos soldados cayeron. El subteniente que llevaba la bandera la dejó resbalar de sus manos. La bandera se balanceó y cayó, enganchá ndose con los fusiles de los soldados que estaban cerca. Los soldados empezaron a tirar sin esperar ninguna orden.

‑ ¡ Oh! ¡ Oh! ‑ sollozaba Kutuzov con desesperado acento. Se volvió ‑. ¡ Bolkonski! ‑ llamó con voz temblorosa, consciente de su debilidad senil ‑. ¡ Bolkonski! ‑ murmuró designando al batalló n desorganizado y al enemigo ‑. ¿ Qué es eso?

Pero antes de que acabara lo que deseaba decir, el prí ncipe André s, que sentí a que lá grimas de vergü enza y de rabia le subí an a la garganta, se bajó del caballo y corrió hacia la bandera.

‑ ¡ Muchacho, adelante! ‑ gritó Kutuzov con voz aguda e infantil.

«Ha llegado la hora», pensó el prí ncipe André s mientras esgrimí a el asta de la bandera, oyendo con placer el silbido de las balas dirigidas a é l.

Los soldados continuaban cayendo.

‑ ¡ Hurra! ‑ gritó el prí ncipe André s, que con trabajo llevaba la bandera. Se lanzó hacia delante, seguro de que le seguirí a todo el batalló n. En efecto, no habí a andado sino unos pasos y ya vio moverse a un soldado, despué s a otro y despué s a todo el batalló n gritando: «¡ Hurra! » Y corrieron tanto que le dejaron atrá s.

Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba por ser demasiado pesada para las manos del Prí ncipe, pero pronto cayó mortalmente herido. El prí ncipe André s volvió a apoderarse de ella y, arrastrando su má stil por el suelo, corrió hacia el batalló n. Ante sí veí a a los artilleros: unos se batí an, otros dejaban las piezas y se iban con el batalló n. Y los soldados de infanterí a franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a los cañ ones. El prí ncipe André s, con el batalló n estaba ya a veinte pasos de las piezas. Sentí a muy cerca los silbidos de las balas y continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados caí an lanzando gemidos. Pero é l no les prestaba atenció n. Miraba tan só lo hacia delante. Distinguí a claramente la cara de un artillero rojo con el quepis de medio lado, que tiraba del escobilló n que un francé s le querí a quitar. El prí ncipe André s veí a perfectamente la expresió n rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabí an lo que les pasaba. «¿ Qué hacen? », pensó el prí ncipe André s mirá ndolos. «¿ Por qué no huye el artillero rojo, ya que no tiene ningú n arma? ¿ Por qué no le mata el francé s? En cuanto el otro quiera huir, el francé s se acordará que tiene un fusil y le matará. » Efectivamente, otro francé s se acercó al grupo, preparó su arma y el artillero rojo, que no sabí a lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su contendiente el escobilló n, cayó herido. Pero el prí ncipe André s no vio có mo terminó la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que tení a má s cerca, le golpeaban en la cabeza con todas sus fuerzas. Sentí a un dolor agudo, pero lo que má s le contrariaba era que tal dolor le distraí a y le privaba de ver lo que deseaba.

«Pero... ¿ qué es esto? ¿ Me caigo? ¿ Se me doblan las piernas? », pensó. Y cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de có mo habí a acabado la lucha de los franceses contra el artillero. Querí a saber si el artillero rojo habí a sido muerto o no, si los cañ ones habí an sido salvados o habí an caí do en manos de los enemigos. Pero no veí a nada. Sobre é l no se extendí a otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de nubes grises, que pasaban dulcemente. «¡ Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad! ¡ Qué distinto es esto de lo de hace un momento, cuando corrí a yo, cuando corrí amos gritando ‑ pensaba el prí ncipe André s ‑, cuando nos batí amos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos, el francé s y el artillero se disputaban el escobilló n! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes por el cielo infinito. ¿ Có mo no me he dado cuenta hasta ahora de este cielo? ¡ Qué contento estoy ahora! Sí, todo es tonterí a, engañ o, fuera de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo. ¡ Alabado sea Dios! »

 

X

El prí ncipe André s yací a en las montañ as de Pratzen, en el mismo sitio en que habí a caí do con la bandera en la mano. Se desangraba, medio desmayado, y gemí a plañ ideramente, dejando escapar un dé bil e infantil gemido.

Al atardecer dejó de gemir y calló por completo. No tení a la menor idea del tiempo que habí a durado su desmayo. Sentí ase vivir de nuevo mientras un violento dolor le martilleaba en la cabeza.

«¿ Dó nde está aquel cielo tan alto, cuya existencia ignoraba y que he visto hoy por primera vez? » Tal fue su primer pensamiento. «¿ Y este dolor que tampoco conocí a? Sí, hasta ahora lo he ignorado todo, no sabí a nada, nada. ¿ Pero dó nde me encuentro? » Aplicó el oí do y oyó las pisadas de los caballos que se acercaban y el sonido de unas voces que hablaban en francé s. Abrió los ojos. Sobre su cabeza resplandecí a aú n aquel cielo tan alto por el que flotaban algunas nubes y a travé s de las cuales percibí ase el azul infinito. No hací a ningú n movimiento con la cabeza, por lo que no pudo ver a los que se acercaban, segú n indicaba el ruido de los cascos de los caballos y de las voces, detenié ndose cerca de é l.

Los jinetes que se acercaban eran Napoleó n y dos de sus ayudantes de campo. Bonaparte recorrí a el campo de batalla y daba las ú ltimas ó rdenes para fortificar las baterí as, lanzando de vez en cuando una mirada a los muertos y a los heridos que habí an quedado en el campo.

‑ ¡ Bravos soldados! ‑ dijo Napoleó n mirando a un granadero ruso muerto caí do boca abajo con el rostro hundido en la tierra y una mano, ya frí a, vuelta hacia arriba.

‑ Las municiones de las piezas se han terminado ‑ dijo en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de las baterí as que disparaban contra Auhest.

‑ Ordene que avancen las reservas ‑ replicó Napoleó n, y alejá ndose algunos pasos se detuvo cerca del prí ncipe André s, tendido en el suelo boca arriba; con el má stil de la bandera en la mano. La bandera habí ansela llevado los franceses como trofeo.

‑ ¡ Bella muerte! ‑ exclamó Napoleó n mirando a Bolkonski.

El prí ncipe André s comprendió que las palabras dichas por Napoleó n se referí an a é l. Oyó que daban el tratamiento de Sire a la persona que las habí a pronunciado. Pero oí alos como se oye el zumbar de una mosca. No só lo no les prestó atenció n, sino que ni siquiera los tuvo en cuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ardí a, notaba có mo le corrí a la sangre, mientras encima de é l veí ase el cielo lejano, infinito. Sabí a que el que se encontraba cerca de é l era su hé roe, Napoleó n, pero en aquel instante Napoleó n pareció le un hombre pequeñ o, insignificante, en comparació n con lo que le sucedí a a su alma bajo aquel cielo infinito por el que corrí an las nubes... No le preocupaba lo má s mí nimo que alguien se detuviera cerca de é l y dijese lo que le viniera en gana; sin embargo, producí ale cierta satisfacció n; anhelaba que aquellos hombres le prestaran ayuda y le devolviesen a la vida, que ahora parecí ale tan bella, comprendié ndola de otra forma ignorada hasta entonces. Reunió todas sus fuerzas con el fin de ver si conseguí a moverse un poco y podí a emitir algú n sonido. Pudo mover dé bilmente una pierna y de su garganta brotó un sonido enfermizo, dé bil, que hizo que sintiera compasió n de sí mismo.

‑ ¡ Ah, aú n tiene vida! ‑ exclamó Napoleó n ‑. Levantadle y conducidle a la ambulancia.

A continuació n, Napoleó n dirigió se a recibir al mariscal Lannes, que, sombrero en mano, se acercó a é l y le felicitó por la victoria.

El principe André s no recordaba lo que habí a sucedido despué s. Llegó al extremo de perder toda noció n de los dolores que le produjo la instalació n en la litera, los baches del camino, el examen de las heridas en la ambulancia. No volvió en sí hasta que le llevaron al hospital, con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el camino se sintió algo mejor y pudo mirar e incluso hablar.

Las primeras palabras que oyó al volver en sí fueron las de un oficial francé s que decí a precipitadamente:

‑ Hemos de detenernos aquí. El Emperador no tardará en pasar y seguramente habrá de gustarle ver a los señ ores prisioneros.

‑ Hay tantos hoy que puede decirse que casi todo el ejé rcito ruso lo es; por esto mismo creo que le fastidiará un poco el verlos ‑ dijo otro oficial francé s.

‑ ¡ Lo que usted quiera! Dicen que é ste que va aquí es el jefe de la guardia del Emperador ‑ dijo el primer oficial señ alando a un oficial herido que llevaba el uniforme blanco de la caballerí a de la guardia.

Bolkonski reconoció al prí ncipe Repnin, con el que se habí a encontrado má s de una vez en los salones de San Petersburgo.

A su lado se veí a a un muchacho de diecinueve añ os, de la caballerí a de la guardia, tambié n herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el caballo.

‑ ¿ Cuá l es el oficial de má s graduació n? ‑ preguntó al ver a los prisioneros.

Le indicaron al coronel prí ncipe Repnin.

‑ ¿ Guardaba la guardia del Emperador de Rusia? ‑ le preguntó el Emperador.

‑ Soy coronel y jefe de escuadró n del regimiento de caballerí a de la guardia ‑ respondió Repnin.

‑ Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo heroico ‑ añ adió Napoleó n.

‑ ‑ El que le parezca así a un gran hombre es una magní fica recompensa ‑ replicó Repnin.

‑ Pues os la concedo de buen grado ‑ dijo Napoleó n‑. ¿ Quié n es ese joven que está a su lado?

‑ Es el hijo del general Sukhtelen. Es teniente de mi escuadró n.

Napoleó n dirigió al muchacho una mirada y dijo sonriendo:

‑ Joven ha empezado a vé rselas con nosotros.

‑ No es necesario ser viejo para ser valiente ‑ respondió Sukhtelen con acento enfá tico.

‑ Bien contestado ‑ replicó Napoleó n ‑. ¡ Joven, irá usted lejos!

El prí ncipe André s, colocado tambié n en primer té rmino, para completar el grupo de prisioneros, no podí a pasar inadvertido a la atenció n del Emperador. Napoleó n debió recordar haberle visto en el campo de batalla, pues le dirigió la palabra.

‑ Y usted, joven, ¿ está mejor?

El prí ncipe André s habí a podido, cinco minutos antes, dirigir la palabra al soldado que le transportaba, pero en aquel momento, con los ojos fijos en Napoleó n, guardó silencio.

¡ Parecí anle tan pequeñ os todos los intereses que ocupaban la atenció n de Napoleó n! Su hé roe parecí ale tan mezquino con aquella su minú scula ambició n y la expresió n de alegrí a que reflejaba su rostro, producida por la victoria, en comparació n con el alto cielo justo y bueno que veí a... Comprendió que no tení a á nimo para responderle.

¡ Parecí a todo tan inú til y tan mezquino al lado de aquellos serenos y majestuosos pensamientos que hací an brotar en é l la debilidad de sus fuerzas, producida por la pé rdida de sangre, los sufrimientos y la espera de una muerte pró xima! Con los ojos fijos en los de Napoleó n, el prí ncipe André s pensaba en el vací o de la grandeza, en el vací o mucho mayor de la muerte, del cual ningú n ser viviente puede percibir ni explicarse el sentido.

El Emperador, sin aguardar la respuesta, volvió se, y mientras se alejaba dirigió se a uno de los jefes:

‑ Que atiendan a estos señ ores. Que los lleven a mi vivac y que digan a Larrey que mire sus heridas. Hasta la vista, prí ncipe Repnin.

Y se alejó al galope.

Su rostro resplandecí a de alegrí a y de satisfacció n; estaba satisfecho de sí mismo. Los soldados que conducí an al prí ncipe André s habí anle quitado la pequeñ a imagen que la princesa Marí a le colgó al cuello; al ver la benevolencia con que el Emperador habí a tratado al prisionero, apresurá ronse a devolvé rsela.

El prí ncipe André s no vio quié n se la devolví a ni en la forma en que lo efectuaban, pero encima del pecho, bajo el uniforme, notó de pronto el contacto de la medalla colgada de la fina cadena de oro.

«La cosa estarí a muy bien si fuera tan clara y sencilla como cree la princesa Marí a‑ pensó mientras miraba aquella medalla que su hermana habí ale colocado en el pecho poseí da de tanta piedad como veneració n ‑. La cosa estarí a bien si supié ramos dó nde ir a buscar la ayuda que se necesita para esta vida y qué nos espera despué s, má s allá de la tumba. ¡ Qué tranquilo vivirí a, qué feliz serí a si pudiera decir ahora: Señ or, perdonadme! Pero... ¿ a quié n decí rselo? A una fuerza indefinida, incomprensible, a la cual no puedo dirigirme ni hacerme entender con palabras: el gran todo o la nada. ¿ Dó nde se encuentra ese Dios que hay aquí, en este amuleto que me ha dado la princesa Marí a? Nada hay cierto fuera del vací o que alcanzo a comprender y de la majestad de algo incomprensible mucho má s importante aú n. »

La litera seguí a avanzando. A cada brusco movimiento, el Prí ncipe experimentaba un dolor insoportable. La fiebre aumentaba; Bolkonski empezaba a delirar. Pesadillas en las que intervení a su padre, su mujer, su hermana, el hijo que esperaba; pesadillas en las que tan pronto surgí a la ternura que sintiera durante la noche, la ví spera de la batalla, como la figura del desmedrado, del í nfimo Napoleó n y, dominando todo aquello, el alto cielo, constituí an el tema principal de sus visiones.

Representá base la vida tranquila y la felicidad de Lisia­-Gori; encontrá base gozando de aquella felicidad cuando de pronto aparecí a el pequeñ o Napoleó n, con su mirada indiferente, limitado, satisfecho al comprobar la desventura de otro; y las dudas y los sufrimientos volví an a aparecer y só lo el cielo prometí ale tranquilidad. De madrugada, los sueñ os confundié ronse en un caos de tinieblas y de olvido que, segú n la opinió n de Larrey, el mé dico de Napoleó n, no tardarí a en resolverse en la muerta o en la curació n.

‑ Es un individuo muy nervioso y de una gran cantidad de bilis. No saldrá de é sta ‑ declaró Larrey.

El prí ncipe André s, al igual que los demá s heridos desahuciados por el mé dico, fue abandonado a manos de los habitantes del paí s.

 

CUARTA PARTE



  

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