|
|||
CUARTA PARTE 3 страница‑ ¿ Los hú sares de Pavlogrado? ‑ preguntó. ‑ A la reserva, Sire ‑ replicó una voz cualquiera de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que habí a dicho: «¿ Los hú sares de Pavlogrado? » El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de Alejandro resplandecí a. Era tanta la alegrí a que brillaba en é l, tal la inocente juventud qué transparentaba, que recordaba la expresió n de un muchacho de catorce añ os; pero ademá s poseí a el fuego del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadró n con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos. El Emperador comprendió lo que sucedí a en el á nimo de Rostov ‑ é ste pensó que lo habí a comprendido ‑, pero só lo durante dos segundos permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov. A continuació n arqueó las cejas. Haciendo un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba asistir al combate y, no obstante las observaciones de los cortesanos, a mediodí a galopó hacia las avanzadillas, dejando atrá s la tercera columna, que le acompañ aba. Antes de llegar adonde estaban los hú sares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia del feliz té rmino de la acció n. El combate, que se redujo a la captura de un escuadró n francé s, fue presentado como una brillante victoria sobre el enemigo, y é sta fue la causa de que el Emperador, y con é l todo el ejé rcito, creyeran, hasta que el humo de la pó lvora no se hubo disipado, que los franceses habí an sido vencidos y retrocedí an a marchas forzadas. Minutos despué s de haber pasado el Emperador, la divisió n de hú sares de Pavlogrado recibió ó rdenes de avanzar. Rostov volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo alemá n. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada del Emperador habí a habido un duro encuentro, se veí an algunos soldados heridos y muertos que aú n no habí an sido retirados. El Emperador, rodeado por su sé quito militar y civil, montaba un alazá n; ligeramente inclinado hacia delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que habí a perdido el casco y tení a la cabeza llena de sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero, que Rostov extrañ ó se de que pudiera estar tan cerca del Emperador. Rostov observó que los hombros del Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del frí o, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente el flanco del caballo, que, habituado a tales espectá culos, contemplaba al herido indiferente y sin moverse. Un ayudante de campo apeó se de su caballo, cogió al herido por los sobacos y le instaló en una camilla. El soldado gemí a. ‑ Má s despacio, má s despacio. ¿ No puede hacerse má s despacio? ‑ dijo el Emperador, quien parecí a sufrir má s que el soldado agonizante. Acto seguido se alejó de allí. Rostov vio que el Emperador tení a los ojos llenos de lá grimas, y, mientras se iba, oyó que decí a a Czartorisky: ‑ ¡ Qué cosa má s terrible es la guerra! Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau, frente a un enemigo que durante todo el dí a no hací a otra cosa que ceder terreno a la má s pequeñ a escaramuza. Las felicitaciones del Emperador fueron transmitidas a la vanguardia; prometié ronse condecoraciones, y los soldados recibieron doble ració n de aguardiente. Las hogueras brillaban mucho má s que la noche anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a comandante, y Rostov, que habí a bebido má s de la cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador hombre bueno, gentil y grande. «¡ Bebamos a su salud y por la victoria segura contra los franceses! » ‑ Si hemos combatido ‑ dijo ‑, si no hemos retrocedido ante los franceses como en Schoengraben, ¿ qué no seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante nosotros? ¡ Moriremos satisfechos, moriremos por é l! ¿ No es cierto, señ ores? Tal vez no me explico bien. He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡ A la salud del Emperador! ¡ Hurra! ‑ ¡ Hurra! ¡ Hurra! ‑ repitieron las voces aguardentosas de los oficiales. Kirstein, el viejo jefe de compañ í a, gritó con no menos animació n y fuerza que Rostov, joven de veinte añ os. Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas, Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa en la mano, acercó se a las hogueras de los soldados; en actitud majestuosa, agitando la mano en el aire ‑ su bigote gris brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la camisa desabrochada ‑, detú vose junto al resplandor de las hogueras. ‑ Hijos mí os, ¡ a la salud del Emperador! ¡ Por la victoria contra los franceses! ¡ Hurra! ‑ gritó con su fuerte voz de barí tono el viejo hú sar. Los hú sares se agruparon y respondieron con grandes gritos. Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov, ¡ su amigo predilecto!. ‑ En campañ a no sabe uno de quié n enamorarse, y se enamora uno del Emperador. ‑ Denisov, no bromees con estas cosas ‑ exclamó Rostov ‑. Es un sentimiento tan elevado, tan noble... ‑ Lo sé, lo sé, yo tambié n lo siento... ‑ No, tú no sabes lo que es. Y Rostov se puso en pie y empezó a andar maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce de morir, no por salvar la vida del Emperador ‑ no se atreví a a tanto ‑, sino sencillamente por merecer una mirada suya. En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza del pró ximo triunfo. Pero no era é l el ú nico que experimentaba tales sentimientos en aquel dí a memorable que precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella é poca, aunque quizá con menos entusiasmo que Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.
VII Rostov pasó la noche con su pelotó n en las avanzadas del destacamento de Bagration. Los hú sares estaban situados en ú ltima lí nea, de dos en dos, y Rostov recorrí a aquella lí nea, tratando de dominar el sueñ o invencible que le cerraba los ojos. A su espalda extendí ase un inmenso espacio iluminado por las hogueras del ejé rcito ruso, las cuales resplandecí an a travé s de la niebla. Delante, todo eran sombras y niebla. Por má s que hací a esfuerzos para atravesar con la vista aquel muro de sombras, no lo conseguí a. Allí donde suponí a que debí a encontrarse el enemigo, tan pronto creí a descubrir un resplandor gris como alguna cosa oscura, o el dé bil resplandor de las hogueras. A veces creí a que todo era una aberració n de su vista. Los ojos se le cerraban a pesar suyo y en la imaginació n se le presentaba el Emperador, o bien Denisov, y a. ratos los recuerdos de Moscú. Se esforzaba entonces en abrir los ojos, y entonces veí a muy cerca, ante é l, la cabeza y las orejas del caballo que montaba y, má s allá, las siluetas negras de los hú sares, que pasaban a seis pasos de é l. Y a lo lejos, siempre la misma oscuridad, la misma niebla. «¿ Por qué no? ‑ pensaba Rostov ‑. Es muy posible que el Emperador se me ponga delante y me dé una orden como a cualquier oficial, dicié ndome: " Ve a hacer un reconocimiento allá abajo. " ¿ No dicen que todo pasa por casualidad? Pues nada, é l puede ver a un oficial y ocurrí rsele tomarle a su servicio. ¿ Y si me llevase consigo? ¡ Oh, có mo le servirí a, có mo le dirí a toda la verdad, có mo le denunciarí a a los traidores! » Y Rostov, para representarse vivamente su amor y su devoció n por el Emperador, se imaginaba al enemigo, un alemá n traidor, enemigo al que matarí a no solamente con alegrí a, sino que, ademá s, querrí a abofetearlo delante del Emperador. Un grito lejano le despertó de pronto. «¿ Dó nde estoy? ¡ Ah, sí! En el frente. Y eso es el santo y señ a: Olmutz. ¡ Qué lá stima que mañ ana esté en mi escuadró n de reserva! Pediré que me enví en al frente. Só lo así podré estar al lado del Emperador. El relevo no tardará ya mucho. Todaví a tengo tiempo de dar una vuelta y luego iré a ver al general, a pedí rselo. » Se acomodó en la silla y picó espuelas al caballo, con objeto de ver una vez má s a sus hú sares. Le pareció que la noche se habí a aclarado. Hacia la izquierda se distinguí a una suave pendiente iluminada y ante ella una pequeñ a montañ a negra que parecí a vertical como una pared. Sobre esa montañ a negra habí a un espacio blanco totalmente inexplicable para Rostov: ¿ era un claro del bosque iluminado por la luna donde la nieve no se habí a fundido todaví a o bien eran casas blancas? Hasta le pareció que en aquella mancha blanca habí a algo que se moví a. «Seguramente es nieve esa mancha... Una mancha... Pero no, no es una mancha ‑ pensó Rostov ‑. Natacha, mi hermana, la de los ojos negros... ¡ Natacha! Se quedará muy admirada cuando le diga que he visto al Emperador. Natacha, Natacha... » ‑ Apá rtese a un lado, señ or. Aquí hay aliagas ‑ dijo la voz de un hú sar que caminaba tras Rostov. É ste alzó la cabeza, caí da sobre las crines del caballo, y se paró al lado del hú sar. El sueñ o juvenil, infantil, se apoderaba de é l involuntariamente. «Sí, ¿ en qué pensaba? No quiero que se me olvide. ¿ Có mo le hablaré al Emperador? No, no es esto. Esto será mañ ana. Sí, sí, Natacha. ¿ Quié n? ¡ Los hú sares! ¡ Los hú sares! ¡ Los bigotes! Este hú sar del bigote ha pasado por la calle Tverskaia. Cuando yo estaba delante de casa Guriev, todaví a pensaba en é l... ¡ El viejo Guriev! ¡ Ah, Denisov es un buen chico, un buen chico! Sí, todo son niñ erí as. Lo principal es que el Emperador esté aquí. Cuando me miró me querí a decir alguna cosa, pero no se ha atrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hace falta, sobre todo, es no olvidarme de lo que he pensado. Sí, Natacha, sí, sí. Está biena. Y de nuevo se le caí a la cabeza sobre el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban. ‑ ¿ Qué? ¿ Qué? ¿ Quié n tira? ‑ dijo, despertá ndose. En el momento de abrir los ojos, sintió ante é l, donde estaba el enemigo, los gritos prolongados de miles de voces. Tanto su caballo como el del hú sar que iba cerca de é l levantaron la cabeza. En el sitio donde se oí an los gritos se encendí an y se apagaban luces una detrá s de otra y, encima de un altozano, donde estaban las lí neas francesas, se encendí an tambié n luces y los gritos aumentaban cada vez má s. Rostov oí a ya el acento de las palabras francesas, pero no podí a entender ninguna. Gritaban demasiadas voces a la vez. No distinguí a otra cosa que: «¡ Raaa! ¡ Rrrr! » ‑ ¿ Qué es eso? ¿ Qué te parece que es? ‑ preguntó al hú sar que estaba a su lado ‑. ¿ Son los franceses? El hú sar no respondí a. ‑ ¿ No me has oí do? ‑ preguntó de nuevo Rostov, cansado de esperar la respuesta. ‑ ¡ Quié n sabe, señ or! ‑ respondió de mala gana el hú sar. ‑ Por la posició n, tienen que ser los franceses ‑ repitió Rostov. ‑ Puede que sí, puede que no ‑ dijo el hú sar ‑. ¡ Pasan tantas cosas en la noche! ¡ Sooo! ‑ gritó al caballo, que se impacientaba. El caballo de Rostov tambié n se impacientaba, golpeando con la pata la tierra helada, escuchando los ruidos y mirando las luces. Los gritos aumentaban, confundié ndose con un clamor general, que solamente un ejé rcito de muchos miles de hombres podí an producir. Las lucecitas se extendí an, probablemente por toda la lí nea del campo francé s. Rostov no tení a ya sueñ o. Los gritos alegres, triunfantes, del ejé rcito enemigo le excitaban. «¡ Viva el Emperador! ¡ El Emperador! », oyó en aquel momento Rostov. ‑ Eso no debe de ser muy lejos. Detrá s del arroyo ‑ dijo al hú sar. El hú sar, sin responder, se contentó con lanzar un suspiro y tosió malhumorado. En la lí nea de los hú sares se oí an las pisadas de los caballos que marchaban al trote y, de pronto, de la niebla de la noche emergí a la figura de un suboficial de hú sares que parecí a un enorme elefante. ‑ ¡ Señ orí a, los generales! ‑ dijo el suboficial acercá ndose a Rostov. Rostov, sin perder de vista las luces y escuchando los gritos, marchó con el suboficial a recibir a algunos caballeros que avanzaban por la lí nea. Uno de ellos montaba un caballo blanco. El prí ncipe Bagration y el prí ncipe Dolgorukov, acompañ ados por los ayudantes de campo, vení an a observar el extrañ o fenó meno de las hogueras y de los gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y luego, reunié ndose con los ayudantes de campo, escuchó lo que decí an los generales. ‑ Cré ame usted. Esto no es má s que una estratagema ‑ decí a Dolgorukov a Bagration ‑. Se retiran y han mandado a la retaguardia que enciendan hogueras y que hagan mucho ruido para engañ arnos. ‑ Me parece que no ‑ contestó Bagration ‑. Esta noche les he visto encima del altozano. Si retroceden, querrá decir que se han ido de allí. Señ or oficial, ¿ todaví a está n en su puesto los espí as? ‑ preguntó a Rostov. ‑ Esta tarde estaban todaví a, pero ahora no lo sé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con los hú sares. Bagration, sin responder, procuró distinguir la cara de Rostov entre la niebla. ‑ Bien, vaya usted ‑ contestó tras un corto silencio. ‑ Obedezco. Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial y a dos hú sares y, mandá ndoles que le siguieran, subió al altozano al trote, en direcció n a los gritos. Rostov, con un estremecimiento de alegrí a, iba solo, seguido de los tres hú sares, hacia aquella lejaní a hundida en la niebla, misteriosa y llena de peligro, adonde nadie habí a ido antes que é l. Desde lo alto del montí culo donde se hallaba, Bagration le gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió que no le oí a y, sin detenerse, iba hacia delante, engañ á ndose a cada paso. Tomaba a los á rboles por hombres. Marchaba al trote, y muy pronto dejó de ver tanto las luces de su campamento como las del enemigo, pero oí a má s fuertes y má s claros los gritos de los franceses. Al fondo distinguió ante é l algo como un rí o, pero cuando llegó hasta allí dió se cuenta de que era la carretera. Paró, indeciso, el caballo; tení a que seguirla o bien meterse por los campos a travé s de la oscuridad, hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera, que se veí a perfectamente entre la niebla, era bastante peligroso, pues se podí a distinguir con facilidad a los que pasaran por ella. «¡ Seguidme! », gritó. Y, atravesando la carretera, emprendió al galope la subida al montecillo donde por la tarde habí a visto a un piquete francé s. ‑ ¡ Señ or, ya estamos! ‑ pronunció tras é l uno de los hú sares. Rostov apenas si habí a tenido tiempo de darse cuenta de que algo parecí a negrear entre la niebla cuando se vio un fogonazo, sonó un tiro y una bala pasó por encima de ellos, silbando como un gemido. Se vio el fogonazo de otro disparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostov dio la vuelta en redondo y siguió galopando. En diversos intervalos sonaron cuatro tiros y cuatro balas silbaron cerca de ellos en la niebla, produciendo cuatro notas distintas. Rostov contení a al caballo, excitado como é l por los tiros, y subí a al paso. «¡ Vaya, arriba, arriba! », decí a en su interior una alegre voz. No oyó ningú n tiro má s. Cuando se iba acercando a Bagration, puso de nuevo su caballo al galope y luego se acercó al General llevá ndose la mano a la visera. Dolgorukov insistí a en su parecer de que los franceses retrocedí an y que só lo habí an encendido las hogueras para despistarlos. ‑ ... ¿ Y qué prueba eso? ‑ decí a mientras Rostov se les acercaba ‑. Pueden haber retrocedido, dejando este piquete ahí. ‑ Evidentemente, Prí ncipe, todaví a no se han ido todos. Mañ ana por la mañ ana lo sabremos de cierto ‑ afirmó Bagration. ‑ Excelencia, el piquete está todaví a en lo alto del montecillo, en el mismo sitio que esta tarde ‑ replicó Rostov inclinado y con la mano en la visera. Con trabajo podí a contener la alegre sonrisa que habí a provocado en é l aquella correrí a y principalmente el silbido de las balas. ‑ Está bien, está bien. Gracias, señ or oficial ‑ dijo Bagration. ‑ Excelencia, permí tame que le haga una petició n. ‑ Diga. ‑ Mañ ana, nuestro escuadró n está destinado a la reserva; le pido que me sea permitido agregarme al primer escuadró n. ‑ ¿ Có mo se llama usted? ‑ Conde Rostov. ‑ Bien, qué dese conmigo de ordenanza. ‑ ¿ Hijo de Ilia Andreievitch? ‑ preguntó Dolgorukov. Pero Rostov no le respondió. ‑ Así, ¿ puedo esperar, Excelencia? ‑ Ya daré la orden. «Es muy posible que mañ ana me manden al Emperador con una orden ‑ pensó ‑. ¡ Alabado sea Dios! »
VIII A las ocho de la mañ ana, Kutuzov, a caballo, se dirigí a a Pratzen a la cabeza de la cuarta columna de Miloradovitch, que era la que habí a de situarse en el lugar que antes ocupaban las columnas de Prjebichevski y de Lageron, que habí an llegado ya al rí o. Saludó a los soldados del regimiento que estaban delante y dio la orden de marcha, para demostrar que tení a la intenció n de conducir é l mismo la columna. Se detuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. El prí ncipe André s iba tras el general en jefe, entre el montó n de personas que formaban su escolta. Estaba emocionado, malhumorado, pero resuelto y tranquilo como generalmente se encuentran los hombres cuando llega un momento largamente deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel dí a serí a su Toló n y su Puente de Arcola. ¿ Có mo sucederí a tal cosa? No lo sabí a, pero se hallaba plenamente seguro de que llegarí a a ser un hecho. Conocí a el paí s y la situació n de las tropas como cualquier otro del ejé rcito ruso. Su plan estraté gico habí a sido dado de lado; las circunstancias habí an hecho que fuera imposible de ejecutar. Y mientras se acomodaba al plan de Veyroter, pensaba en los azares que podí an producirse y suscitar la necesidad de sus consideraciones rá pidas y de su resolució n. Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oí an las descargas entre tropas invisibles. La batalla se concentraba, pues, abajo, tal como el prí ncipe André s habí a supuesto. Era allí donde estaba el obstá culo principal. «Seré enviado a la batalla con una brigada o una divisió n, y yo seguiré adelante con la bandera en la mano, deshaciendo todo lo que me salga al paso», pensaba. El prí ncipe André s no podí a mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Contemplá ndolas, pensaba continuamente: «¿ Quié n sabe si será esta misma bandera la que tendré que coger para conducir a las tropas?. » La niebla de la noche, cuando se hací a de dí a, se transformaba en rocí o y escarcha y quedaba en las cimas, pero en el fondo todaví a se extendí a como un lá cteo mar. En el fondo de la hondonada, hacia la izquierda, por donde bajaban las tropas rusas y por donde se oí an las descargas, no se veí a nada. Sobre las cimas aparecí a el cielo azul oscuro y a la derecha brillaba el amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en la otra orilla de aquel mar de niebla, distinguí anse las gibosas colinas en las que debí a encontrarse el ejé rcito enemigo, alcanzá ndose a distinguir alguna cosa. A la derecha, al penetrar en la niebla, la guardia dejaba a sus espaldas un sordo rumor de pasos y de ruedas; de vez en cuando veí ase el brillo de las bayonetas. A la izquierda, detrá s del pueblo, las masas de caballerí a avanzaban tambié n y sé percibí an en la niebla. La infanterí a marchaba delante y detrá s. El general en jefe permanecí a estacionado a la salida del pueblo y las tropas desfilaban por delante de é l. Aquella mañ ana, Kutuzov parecí a cansado y malhumorado. La infanterí a que pasaba por delante de é l detení ase desordenadamente; debí a de haber algo que entorpecí a su camino. ‑ Ordene que se dividan en batallones y que den la vuelta al pueblo ‑ dijo Kutuzov con acento de có lera a un general que se acercaba ‑. ¿ No se da usted cuenta de que es imposible avanzar en fila por las calles de un pueblecito cuando se marcha hacia el enemigo? ‑ Habí a pensado formar detrá s del pueblo, Excelencia ‑ replicó el general. En los labios de Kutuzov dibujó se una amarga sonrisa. ‑ Será mejor, mucho mejor, que despliegue usted cara al enemigo. ‑ El enemigo está todaví a lejos, Excelencia, y segú n la disposició n... ‑ ¿ Qué disposició n? ‑ exclamó Kutuzov en tono de riñ a ‑. ¿ Quié n le ha dicho a usted eso? Haga el favor de hacer lo que le ordeno. ‑ A sus ó rdenes. ‑ Querido amigo, el viejo está hoy de un humor de todos los diablos ‑ bisbiseó Nesvitzki al prí ncipe André s. Un general austriaco, luciendo uniforme azul y un plumero verde, aproximó se a Kutuzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna habí a entrado ya en acció n. Kutuzov volvió se sin responder y su mirada fue a fijarse por casualidad en el prí ncipe André s, que encontrá base a su lado. Al darse cuenta de la presencia de Bolkonski, la mirada colé rica y amarga de Kutuzov se suavizó como si quisiera decir con ello que su ayudante de campo no tení a la menor culpa de lo que pasaba. Sin responder una palabra al ayudante de campo austriaco, dirigió se a Bolkonski. ‑ Há game el favor de ir a comprobar si la tercera divisió n ha pasado ya del pueblo. Dí gales que se detengan y que esperen mis ó rdenes. El Prí ncipe apresuró se a cumplir la orden; Kutuzov le detuvo. ‑ Y pregunte si los tiradores está n en posició n ‑ añ adió ‑. Pero ¿ qué está n haciendo? ‑ dijo como para sí, prescindiendo en absoluto del general austriaco. El Prí ncipe se lanzó al galope para hacer cumplir la orden que le habí an dado. Una vez se hubo adelantado al batalló n que marchaba a la cabeza, detuvo a la tercera divisió n, comprobando que, en efecto, delante de las columnas rusas no habí a ni un solo tirador. El jefe del regimiento que iba en cabeza quedó se muy sorprendido al escuchar la orden del Generalí simo disponiendo que colocaran tiradores. Estaba má s que convencido de que delante de é l tenia tropas rusas y pensaba que el enemigo encontrá base a unas diez verstas. En efecto, ante é l extendí ase una desierta sabana de suave pendiente cubierta de una espesa niebla. Despué s de transmitida la orden del Generalí simo, el prí ncipe André s regresó a su puesto. Kutuzov continuaba en el mismo lugar; su voluminoso cuerpo descansaba sobre la silla y continuos bostezos se escapaban de su boca mientras entornaba los ojos. Las tropas no se moví an, permaneciendo en posició n de descanso, con las culatas de los fusiles apoyadas en tierra. ‑ Muy bien, muy bien ‑ dijo al prí ncipe André s. Y acto seguido dirigió se al General, el cual, reloj en mano, indicá bale que era hora de ponerse en marcha, pues todas las columnas del flanco izquierdo encontrá banse ya abajo. ‑ Ya tendremos tiempo, Excelencia ‑ repuso Kutuzov, despué s de lanzar un bostezo ‑. No tenemos prisa ‑ añ adió. En aquel momento, detrá s de Kutuzov oyé ronse a lo lejos los gritos de los regimientos que saludaban, y los sonidos empezaron a propagarse rá pidamente por los haces de columnas que avanzaban. Aquel a quien saludaban debí a pasar evidentemente muy aprisa. Cuando los soldados del regimiento delante del cual se encontraba Kutuzov empezaron a gritar, el Generalí simo se echó un poco hacia atrá s y volvió se a mirar con las cejas fruncidas. Habrí ase dicho que por el camino de Pratzen galopaba un escuadró n completo de caballerí a vestido con uniforme de diferentes colores. Los jinetes avanzaban delante de los demá s, corriendo al galope. Uno de ellos vestí a un uniforme de color negro y lucí a un plumero blanco; montaba un caballo alazá n; el otro llevaba un uniforme blanco y su caballo era negro: eran los dos emperadores, seguidos de su escolta. Kutuzov, con la afectació n propia de un subordinado que está de servicio, ordenó: «¡ Firmes! », y se acercó al Emperador, saludando militarmente. Su persona y su actitud cambiaron de sú bito. Ofrecí a el aspecto de un subordinado que no discute las ó rdenes. Con respeto afectado, que pareció disgustar al Emperador, se acercó a é l y le saludó. ‑ ¿ Por qué no empieza usted, Mikhail Ilarionovitch? ‑ preguntó á speramente el emperador Alejandro a Kutuzov, dirigiendo una mirada corté s al emperador Francisco.
|
|||
|