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CUARTA PARTE 2 страница



«No, es imposible. Soy demasiado fea», pensó.

‑ El té está servido. El Prí ncipe no tardará en venir ‑ dijo tras la puerta la voz de la doncella.

Marí a se despertó, asustada, de sus pensamientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorio y posó su mirada en una imagen del Salvador iluminada por una lá mpara. Quedó se así un momento, con las manos juntas. A la Princesa, algo se le clavaba en el alma. La alegrí a del amor, del amor terrenal hacia un hombre, le estaba reservada. En sus fantasí as sobre el matrimonio, la princesa Marí a veí a la felicidad de la familia, los hijos; pero su sueñ o má s fuerte, el má s oculto, era el amor terreno. Procuraba esconder ese sentimiento a los demá s y a ella misma, tan vivo lo sentí a en su interior.

« ¡ Dios mí o! ‑ se decí a ‑. ¿ Có mo he de hacer para arrancarme del corazó n estos satá nicos pensamientos? ¿ Qué he de hacer para dejar para siempre estos malos deseos y cumplir fá cilmente Tu voluntad? » Inmediatamente dirigí a esta sú plica a Dios. Dios le respondí a desde lo má s hondo de su corazó n: «No quieras nada para ti. No busques nada. No te enardezcas. No desees nada. Haz por ignorar el porvenir de los hombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. Si Diosquiere ponerte a prueba con los deberes del matrimonio, estate pronta a hacer Su Santa Voluntad. »

Con este pensamiento tranquilizador, pero tambié n con la esperanza de su sueñ o terrenal prohibido, la princesa Marí a se santiguó, suspirando, y bajó sin acordarse del peinado ni del vestido ni preocuparse de la forma en que habí a de presentarse ni de lo que habí a de decir. ¿ Qué importancia podí a tener todo esto con la predicció n de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre?

 

IV

Cuando la princesa Marí a entró en el saló n, ya se encontraba en é l el prí ncipe Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle Bourienne. Cuando entró Marí a, caminando, como de costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los señ ores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeñ a Princesa, señ alá ndola a los hué spedes, dijo:

‑ Ya está aquí Marí a.

Marí a los vio a todos detalladamente. Se dio cuenta de que la cara del prí ncipe Basilio, al verla, se entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la pequeñ a Princesa trataba de leer curiosamente en el de los recié n llegados la impresió n que Marí a les habí a producido. Se dio cuenta de que mademoiselle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada má s animada que nunca, se habí a fijado en «é l». Pero ella no podí a verlo. Advirtió tan só lo una cosa grande, clara, bella, que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le aproximó fue el prí ncipe Basilio. Marí a besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su saludo repuso que se acordaba muy bien de é l. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no vié ndolo. Sentí a ú nicamente una mano suave que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan só lo la frente blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios. Cuando é l miró, su belleza la entristeció.

‑ Por ahora, querido Prí ncipe, le tendremos a usted con nosotros ‑ dijo la Princesa, en francé s, al prí ncipe Basilio ‑. No ocurrirá lo mismo que durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba. ¿ Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?

‑ ¡ Ah! Supongo que no comenzará usted a politiquear como Anuchtka.

‑ ¿ Y nuestra mesa de té?

‑ ¡ Oh, sí!

‑ ¿ Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? ‑ preguntó a Anatolio la princesa Lisa ‑. Ya lo sé, ya lo sé ‑ dijo guiñ ando un ojo‑. Su hermano Hipó lito me ha hablado de sus aventuras. ¡ Oh! ‑ y le amenazaba con el dedo ‑. Ya conozco sus aventuras en Parí s.

‑ ¿ Hipó lito no te contaba nada? ‑ dijo el prí ncipe Basilio dirigié ndose a su hijo y cogiendo la mano de la Princesa, como si é sta quisiera escaparse y é l la retuviese ‑. ¿ No te contaba có mo é l, Hipó lito, se enamoraba de la encantadora Princesa, y có mo la encantadora Princesa se lo quitaba de encima? ¡ Oh, es la perla de las mujeres! ‑ dijo, dirigié ndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto oyó la palabra Parí s, no pudo evitar el mezclar sus recuerdos personales con la conversació n. Se permitió preguntar si hací a mucho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le parecí a Parí s. Anatolio contestó con gusto, y, sonriendo y comié ndosela con los ojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio dedujo que en Lisia‑ Gori se podrí a pasar un buen rato. «Esta señ orita de compañ í a no está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case, continuará tenié ndola. La pequeñ a es muy linda», pensaba.

El viejo prí ncipe Nicolá s entró en el saló n con paso resuelto. Dirigió una mirada en torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pequeñ a Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y las sonrisas de é sta y Anatolio y del aislamiento de su hija, extrañ a en la conversació n general, pensó, mirá ndola con có lera: «Se ha vestido como un mamarracho. ¿ No le da vergü enza? Ni é l mismo la mira. » Se acercó al prí ncipe Basilio.

‑ Buenos dí as ‑ dijo ‑. Estoy muy contento de verlos.

‑ Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un trastorno ‑ dijo el prí ncipe Basilio, hablando rá pidamente, con aplomo y familiaridad ‑. Le presento a usted a mi hijo menor. ¿ Puedo atreverme a esperar que le acogerá gustosamente?

El prí ncipe Nicolá s miró a Anatolio.

‑ Un buen mozo ‑ dijo ‑. Bien, abrá zame ‑ y le ofreció la mejilla.

Anatolio besó al viejo y le miró con curiosidad perfectamente tranquila, esperando de é l una de aquellas originalidades que su padre le habí a prometido.

El prí ncipe Nicolá s se sentó en su lugar habitual, en el rincó n del divá n. Acercó la silla destinada al prí ncipe Basilio y, señ alá ndola, comenzó a interrogarle sobre las cuestiones polí ticas y las ú ltimas noticias. Parecí a que escuchase con atenció n el relato del prí ncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a la que se acercó para decirle:

‑ Te has endomingado para los hué spedes, ¿ no? Me gusta, me gusta mucho. Para los hué spedes te has vestido como una muñ eca, pero te advierto delante de los hué spedes que no lo hagas nunca má s sin mi permiso.

‑ Papá, yo tengo la culpa ‑ dijo, ruborizá ndose, la pequeñ a Princesa.

‑ Tú eres libre de hacer lo que te parezca ‑ dijo el prí ncipe Nicolá s incliná ndose ante su nuera ‑, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin motivo. Ya es bastante fea ‑ y volvió a sentarse en su sitio, sin prestar ninguna atenció n a su hija, que estaba a punto de llorar.

‑ Al contrario, este peinado le sienta muy bien ‑ intervino el prí ncipe Basilio.

‑ Bien, querido joven Prí ncipe‑ dijo el prí ncipe Nicolá s dirigié ndose a Anatolio‑. Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo Prí ncipe.

‑ Bien, querido, segú n me han dicho, te has educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros, como tu padre y yo, a quienes un sacristá n enseñ ó a leer y a escribir. Dime, ¿ sirves en la Guardia Montada? ‑ y miraba a Anatolio fijamente.

‑ No. Sirvo en el ejé rcito regular ‑ repuso Anatolio, que a duras penas contení a la risa.

‑ ¡ Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico como tú ha de cumplir su deber. ¿ Está s en activo?

‑ No, Prí ncipe. Nuestro regimiento ha marchado ya, y yo estoy agregado... ¿ A qué estoy agregado? ‑ preguntó, riendo, Anatolio.

‑ Buen servicio. «¿ A qué estoy agregado? » ¡ Ja, ja, ja!

El prí ncipe Nicolá s reí a y Anatolio reí a aú n má s que é l. De pronto, el prí ncipe Nicolá s frunció el entrecejo.

‑ Bien, ya puedes irte.

Anatolio sonrió y volvió al grupo de las damas.

‑ Le has educado en el extranjero, ¿ verdad? ‑ dijo el prí ncipe Nicolá s dirigié ndose al prí ncipe Basilio.

‑ He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la educació n en el extranjero es mucho mejor que en nuestro paí s.

‑ Sí, hoy, claro. Todo, segú n la moda del tiempo. Un buen chico, un buen chico... ¡ Vaya! Vamos arriba.

Cogió al prí ncipe Basilio y lo llevó al taller.

En cuanto se encontraron solos, el prí ncipe Basilio expuso sus pretensiones al prí ncipe Nicolá s.

‑ ¿ Qué crees? ‑ dijo, molesto ‑. ¿ Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella? La gente lo supone ‑ añ adió encolerizado ‑. Por mí, mañ ana mismo, ú nicamente quisiera conocer má s a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las cartas boca arriba. Mañ ana, ante ti, le preguntaré si está conforme. Si dice que sí, se quedará aquí algú n tiempo. Despué s, ya veremos. ‑ El Prí ncipe resopló ‑. Que se case. Me tiene sin cuidado ‑ gritó, con aquella voz penetrante con que se habí a despedido de su hijo.

‑ Prí ncipe, hay que reconocer que sabe usted apreciar a los hombres enseguida ‑ dijo el prí ncipe Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la inutilidad de su picardí a ante la perspicacia de su interlocutor ‑. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.

‑ Está bien, está bien. Ya veremos.

Despué s del té pasaron todos al saló n de mú sica, y la Princesa fue invitada a tocar el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de mademoiselle Bourienne, y sus risueñ os ojos contemplaban a la princesa Marí a, que, aterrorizada y alegre, sentí a sobre sí aquella mirada. Su sonata predilecta la transportaba al mundo de la poesí a má s í ntima, y la mirada bajo la cual se sentí a añ adí a a este mundo una poesí a mayor aú n. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse fijado en ella, nada tení a que ver con la Princesa; estaba pendiente del pequeñ o pie de mademoiselle Bourienne, que en aquel momento tocaba é l con el suyo por debajo del clavecí n. Mademoiselle Bourienne miraba tambié n a la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una nueva expresió n de alegrí a temerosa y de esperanza.

«¡ Có mo me quiere esta muchacha! ¡ Qué feliz soy en este momento, y qué feliz puedo ser con una amiga y un marido así! Pero ¿ es un marido? », pensó la Princesa, no atrevié ndose a mirarle a la cara y sintiendo constantemente su mirada sobre sí.

Por la noche, cuando, despué s de la cena, se dispersó la reunió n, Anatolio besó la mano de la Princesa. Ella no sabí a có mo tomar aquella audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se ofrecí a a sus miopes ojos. Despué s Anatolio se acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto era una inconveniencia, pero lo hací a con tanta sencillez y con tanto aplomo... La muchacha se ruborizó y miró con terror a la Princesa.

«¡ Qué delicadeza! ¿ Por ventura, Amelia‑ era el nombre de mademoiselle Bourienne‑ cree que estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto por mí? », pensó la Princesa, y se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeñ a Princesa para besarle la mano.

‑ No, no, no. Cuando su padre me escriba dicié ndome que se porta usted bien, le dejaré besarme la mano. Antes no ‑ y levantando su minú sculo dedo salió sonriendo de la habitació n.

 

V

Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran tenido explicació n alguna, habí anse entendido por completo. Habí an comprendido que tení an muchas cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad de tener una conversació n a solas. Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre, mademoiselle Bourienne veí ase con Anatolio en el jardí n de invierno. Aquel dí a, la princesa Marí a acercó se a la puerta del taller con un sentimiento especial. Le parecí a que no solamente sabí an todos que habí a de decidirse aquel dí a su suerte, sino que todos sabí an tambié n qué pensaba: leyó esto en la expresió n del rostro de Tikhon y en la del criado del prí ncipe Basilio, con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el agua caliente a su amo, saludá ndola con una inclinació n de cabeza. Aquella mañ ana, el viejo Prí ncipe se encontraba extraordinariamente amable y bené volo con su hija. Pero la princesa Marí a conocí a demasiado bien aquella acariciadora expresió n. Era la misma que aparecí a en su semblante cuando apretaba con rabia los puñ os porque la Princesa no entendí a un problema de aritmé tica. Se alejaba de ella y repetí a muchas veces las mismas palabras en voz baja. Inmediatamente comenzó la conversació n, tratá ndola de «usted».

‑ Me ha sido hecha una petició n para usted ‑ dijo con una sonrisa poco natural‑. Supongo que habrá adivinado que el prí ncipe Basilio no ha venido en compañ í a de su pupilo ‑ no se sabe por qué, el Prí ncipe trataba a Anatolio de pupilo ‑ por mi cara bonita. Me han hecho una petició n para usted, y como ya conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma resuelva.

‑ ¿ Có mo quiere que le entienda, papá? ‑ dijo la Princesa, que se ruborizaba continuamente.

‑ ¿ Có mo? ‑ gritó con có lera el Prí ncipe ‑. El prí ncipe Basilio cree que reú ne usted toda clase de condiciones como nuera, y te pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de comprender. ¿ Qué opinas de todo esto? Es lo que te pregunto.

‑ No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo ‑ murmuró la princesa Marí a.

‑ ¿ Yo...? ¿ Yo...? Dé jame en paz. No soy yo quien ha de casarse. ¿ Qué piensas? Esto es lo que me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre habí a recibido aqué lla petició n con hostilidad, pero en aquel momento tuvo la idea de que su vida habí a de decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se sentí a incapaz de pensar y ante la cual no sabí a hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:

‑ Só lo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiese de manifestar mi deseo... ‑ no pudo concluir de hablar, porque el Prí ncipe la interrumpió.

‑ Está bien ‑ dijo ‑. Tomará tu mano, con tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne. É sta será la mujer, y tú... ‑ El Prí ncipe se detuvo, observando la impresió n que estas palabras habí an producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.

‑ Bien, bien, ha sido una broma ‑ dijo el Prí ncipe ‑. Recuerda siempre que nunca me moveré de este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya sabes que dispones de toda la libertad. Acué rdate tan só lo de una cosa: de que de tu decisió n depende la felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de mí.

La suerte de la Princesa se habí a decidido, y felizmente. Pero la alusió n a mademoiselle Bourienne que habí a hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiese sido horrible. No podí a evitar pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a travé s del jardí n de invierno, sin ver ni oí r nada, cuando, de pronto, el conocido murmullo de la conversació n de mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento. Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa por la cintura, murmurando algo a su oí do. Anatolio, con una expresió n terrible en su hermoso rostro, se volvió a la princesa Marí a y momentá neamente soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no habí a visto aú n a la Princesa.

«¿ Qué ocurre? ¿ Qué quiere? Espere», parecí a decir el semblante de Anatolio.

La princesa Marí a les miró en silencio. No comprendí a lo que deseaba. Por ú ltimo, mademoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la Princesa con una amable sonrisa, como invitá ndola a que riera tambié n de aquel extrañ o caso, y, encogié ndose de hombros, atravesó el umbral de la puerta que daba al interior de la casa.

Una hora despué s, Tikhon fue en busca de la princesa Marí a, rogá ndole que subiera a la habitació n de su padre y añ adiendo que el prí ncipe Basilio estaba con é l. Cuando Tikhon entró en la alcoba de la princesa Marí a, é sta hallá base sentada en el divá n, estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que lloraba desconsoladamente. Acariciá bale con ternura la cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la Princesa miraban con ternura y con pasió n el hermoso rostro de mademoiselle Bourienne.

‑ No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto para siempre ‑ dijo mademoiselle Bourienne.

‑ ¿ Por qué? La quiero a usted má s que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad ‑ repuso la Princesa.

‑ Pero me desprecia. Es usted tan pura que no podrá comprender nunca este extraví o de la pasió n. ¡ Ah! Só lo mi pobre madre...

‑ Lo comprendo ‑ dijo la Princesa tristemente ‑. Cá lmese, querida. Voy a ver a papá ‑ y salió.

Cuando la princesa Marí a fue al encuentro de su padre, el prí ncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en los labios, y parecí a extraordinariamente emocionado. Como si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo de rapé.

‑ ¡ Ah, querida, querida! ‑ dijo levantá ndose y cogié ndole ambas manos. Suspiró y continuó luego ‑: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decí dase, querida y dulce Marí a, a quien siempre he querido yo como una hija.

Se alejó. En efecto, una lá grima temblaba en sus ojos.

El prí ncipe Nicolá s murmuró algo ininteligible.

‑ El Prí ncipe ‑ continuó despué s ‑, en nombre de su pupilo..., su hijo..., te pide en matrimonio. ¿ Quieres ser la mujer del prí ncipe Anatolio Kuraguin? Contesta sí o no ‑ exclamó ‑. Me reservo mi parecer para má s tarde. Sí, mi parecer y nada má s ‑ añ adió, dirigié ndose al prí ncipe Basilio en respuesta a su ansiedad ‑. ¿ Sí o no?

‑ Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar jamá s mi vida de la tuya. No quiero casarme ‑ dijo resueltamente, mirando con sus claros ojos al prí ncipe Basilio y a su padre.

‑ Tonterí as, tonterí as, tonterí as... ‑ exclamó el prí ncipe Nicolá s frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de la mano, la acercó hacia sí y no la besó, sino que ú nicamente acercó su frente a su rostro y le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le escapó un grito. El prí ncipe Basilio se levantó.

‑ Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿ no nos dará usted un poco de esperanza de que su corazó n, tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que tal vez... El tiempo nos guarda tantas sorpresas... Diga usted... ¡ Quié n sabe!

‑ Prí ncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en mi corazó n. Le agradezco el honor que me hace con su petició n, pero no seré nunca la mujer de su hijo.

‑ Bien, esto ha terminado, amigo mí o. Estoy muy contento de verte, muy contento. Vete, Princesa ‑ dijo el viejo Prí ncipe ‑. Estoy muy contento de verte ‑ repitió al prí ncipe Basilio, abrazá ndole.

«Mi vocació n es otra ‑ pensaba la princesa Marí a ‑. Mi vocació n es ser feliz con la felicidad de los demá s. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio, y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia. ¡ Le quiere tanto! Está realmente enamorada. Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con é l. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se considerará tan feliz siendo su mujer... Es tan desgraciada... Se encuentra en un paí s extranjero, sola, sin nadie que la ayude. ¡ Dios mí o! ¡ Con qué pasió n ha de quererlo, habié ndose olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quié n sabe si yo hubiera hecho lo mismo que ella. »

 

VI

El dí a l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadró n de Denisov, al cual pertenecí a Nicolá s Rostov y que formaba parte del destacamento del prí ncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la lí nea de fuego, como se decí a. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedí an. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadró n de hú sares, a los batallones de infanterí a, junto con la artillerí a; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que habí a pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueñ os de distinguirse como hú sar habí an sido vanos. Su escuadró n quedaba en reserva y Nicolá s Rostov pasó el dí a aburrido y adormilado.

A las nueve de la mañ ana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos ‑ no muchos ‑ que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducí an a un destacamento entero de caballerí a francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acció n habí a terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volví an hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadró n entero. Despué s de la ligera helada de la noche, el tiempo se habí a aclarado y el radiante brillo de aquel dí a de otoñ o coincidí a con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habí an tomado parte en la acció n, sino tambié n la expresió n alegre de las caras de todos los demá s soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volví an a pasar ante Rostov. Para Nicolá s, la cosa era tanto má s dolorosa cuanto que habí a sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrí as del triunfo.

‑ Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las penas ‑ le gritó Denisov, instalá ndose en la cuneta del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras comí an.

‑ ¡ Mirad, todaví a traen a otro! ‑ exclamó uno de los oficiales señ alando a un dragó n francé s que dos cosacos conducí an a pie. Uno de los cosacos traí a sujeto por la brida a un caballo francé s de excelente estampa: el del prisionero.

‑ ¡ Vé ndeme el caballo! ‑ gritó Denisov al cosaco.

‑ Si lo deseá is; Excelencia...

Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francé s. El dragó n era un joven alsaciano que hablaba francé s con acento alemá n. Con el rostro encendido por la emoció n, que le ahogaba, al oí r hablar francé s, empezó a hablar rá pidamente a los oficiales, dirigié ndose tan pronto al uno como al otro. Explicaba có mo le habí an cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino del cabo que le habí a enviado a buscar los atalajes; é l ya habí a anunciado que los rusos se encontraban cerca. Entre palabra y palabra, añ adí a: «Sobre todo, no hagá is dañ o al caballo. » Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no sabí a dó nde se encontraba. Se excusaba por haberse dejado coger y, creyé ndose tal vez delante de sus superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la atenció n que prestaba al servicio. Aquel individuo traí a a la retaguardia rusa la atmó sfera del ejé rcito francé s, tan extrañ a para los rusos.

Los cosacos vendí an el caballo por dos luises, y Rostov, que habí a recibido dinero y era el má s rico del grupo, lo compró.

‑ Sobre todo, que no hagan dañ o al caballo ‑ dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo a é ste.

Rostov, sonriente, tranquilizó al dragó n y le dio algú n dinero.

‑ ¡ Vamos, vamos! ‑ dijo el cosaco, empujando con la mano al prisionero para que caminara.

‑ ¡ El Emperador, el Emperador! ‑ oyeron gritar de pronto los hú sares.

Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos y quedaron esperando.

Rostov no se dio cuenta de có mo habí a llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que sentí a por no haber intervenido en la acció n, el mal humor que le producí a el encontrarse siempre con las mismas personas, todos sus pensamientos egoí stas, se desvanecieron instantá neamente. Su atenció n estaba absorbida por la felicidad que le producí a la presencia del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del aburrimiento de todo el dí a. Sentí ase feliz como el enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmó vil en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentí a «su» proximidad gracias a una especie de instinto apasionado y no por el ruido que producí an los cascos de los caballos que se acercaban; la percibí a porque al mismo tiempo que se iban acercando todo se volví a má s alegre, má s importante, má s solemne. A medida que el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave, majestuosa, sentí ase aprisionado por aquel rayo y oí a su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y cuando Rostov comprendió que se encontraba allí hí zose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio dejó se oí r la voz del Emperador.



  

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