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CUARTA PARTE 1 страница



I

En Moscú, Pedro cayó en manos del prí ncipe Basilio, que se las ingenió para que le dieran el nombramiento de gentilhombre de cá mara, lo que equivalí a entonces al tí tulo de consejero de Estado, e insistió para que fuese con é l a San Petersburgo y se instalase en su casa. Como por casualidad, el prí ncipe Basilio hací a todo lo necesario para casar a Pedro con su hija. Si hubiese imaginado sus planes prematuramente, no hubiera podido proceder con tanta naturalidad ni hubiese sabido encontrar aquella sencillez familiar en sus relaciones con los hombres situados por encima o por debajo de é l. Algo extrañ o le atraí a hacia los hombres má s poderosos o má s ricos que é l, y estaba dotado del raro talento de encontrar el instante que necesitaba o del que podí a aprovecharse.

Pedro, de una forma absolutamente inesperada, se habí a enriquecido y convertido en conde Bezukhov y despué s de su soledad reciente y de su despreocupació n sentí ase de tal modo atareado y rodeado de gente, que tan só lo en el lecho podí a permanecer a solas consigo mismo. Habí a de firmar papeles, frecuentar las oficinas administrativas, cuya importancia no comprendí a, interrogar con respecto a una a otra cosa a su primer intendente, visitar su finca cercana a Moscú, recibir a una cantidad de personas que en otra é poca ni siquiera quisieron saber que existí a y que ahora se hubieran sentido molestas y ofendidas si é l no las hubiese podido recibir. Todas estas personas, hombres de negocios, parientes, relaciones, se sentí an igualmente bien dispuestas y amables para con el joven heredero. Todos, evidente e indiscutiblemente, estaban convencidos de las altas cualidades de Pedro.

A principios del invierno de 1805, el joven recibió de Ana Pavlovna el habitual billete color de rosa, invitació n a la que se habí an añ adido estas palabras: «Encontrará usted en casa a la bella Elena, que nadie se cansarí a de ver. » Al leer esto, Pedro comprendió por primera vez que entre é l y Elena nací a un lazo reconocido por las demá s personas, y este pensamiento, con todo y atemorizarle un poco y darle la sensació n de imponerle un deber que é l no podí a cumplir, le gustaba como una divertida suposició n.

Fue recibida por Ana Pavlovna con una tristeza que evidentemente dedicaba a la reciente pé rdida que habí a aquejado al joven heredero: la muerte del conde Bezukhov.

Luego le dijo:

‑ Tengo un plan para usted esta noche.

Y, mirando a Elena, sonrió.

‑ ¿ No la encuentra usted encantadora? ‑ añ adió, señ alando a la majestuosa beldad que se alejaba‑. ¡ Qué figura! ¡ Y qué tacto! ¡ Qué maneras má s artí sticas de comportarse, en una muchacha! Esto nace del corazó n. ¡ Dichoso quien la consiga! Con ella, el marido menos mundano ocupará, a pesar suyo, la situació n má s brillante. ¿ No lo cree usted así? Ú nicamente querrí a saber su parecer.

Y le dejó marchar. Pedro respondió afirmativamente, con toda franqueza, a la pregunta de Ana Pavlovna con respecto al arte de Elena de moverse en sociedad. Si alguna vez se le ocurrí a pensar en Elena, era precisamente por su belleza y su talento sosegado y extraordinario para permanecer digna y silenciosa en una velada.

Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa clara y hermosa que usaba para con todos. Pedro estaba tan acostumbrado a ella, y expresaba tan poco para é l, que no le prestó atenció n.

Como en todas las veladas, Elena lucí a un vestido muy escotado, tanto por el pecho como por la espalda, segú n la moda de la é poca. Su busto, que a Pedro siempre le habí a parecido de má rmol, estaba tan cerca de é l que, involuntariamente, con sus ojos miopes, distinguí a la gracia viva de sus hombros y del cuello, que se encontraban tan cerca de sus labios que con só lo acercarse un poco hubiera podido besarla. Sentí a la tibieza de su cuerpo, el há lito de sus perfumes, el crujir del corsé a cada movimiento. No veí a la beldad marmó rea que se acordaba a la gracia del traje, sino que veí a y sentí a toda la seducció n de su cuerpo cubierto tan só lo por el vestido. Y una vez se hubo dado cuenta de esto, ya no pudo ver nada má s, del mismo modo que es imposible caer en error una vez demostrado.

«Así, pues, ¿ hasta ahora no se ha dado usted cuenta de que soy hermosa? », parecí a que le dijera Elena. «¿ No se habí a usted dado cuenta de que soy una mujer? », decí a su mirada. Y en aquel momento Pedro sentí a que no solamente Elena podí a ser su mujer, sino que lo habí a de ser, y que no podí a ocurrir de otro modo. En aquel momento estaba tan seguro de ello como si se encontrase a su lado al pie del altar. Sí, exactamente. Pero ¿ cuá ndo? No lo sabí a. No estaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero en el fondo tení a la seguridad de que se realizarí a.

Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevo volví a a verla tan lejana, tan extrañ a para é l como la vio antes cada dí a. Pero le era imposible. No podí a. Lo mismo que el hombre que a travé s de la niebla confunde una mata con un á rbol, despué s de haber visto que realmente era una mata, no puede ya creer que sea un á rbol. Ella estaba muy cerca de é l. Ya ejercí a sobre é l su dominio. Entre los dos no habí a obstá culo alguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.

Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que habí a ocurrido. ¿ Y qué era esto? Nada. Tan só lo que una mujer a la que conocí a de niñ a y de quien, cuando alguien le decí a que era una belleza, contestaba discretamente: «Sí, es bonita... », tan só lo que aquella mujer, Elena, podí a llegar a ser su esposa.

«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho ‑ pensaba ‑. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en mí, algo que no está bien. Me han dicho que su hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de é l; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que alejar a su hermano... Este Hipó lito... Su padre... El prí ncipe Basilio... No está bien, vaya... » Pero mientras hablaba así ‑ una de esas conversaciones que se hacen inacabables ‑. sentí ase contento y satisfecho de que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que fuese totalmente distinta de como é l la conocí a y que todo lo que habí a pensado y sentido pudiera ser falso. Y de nuevo no veí a a la hija del prí ncipe Basilio, sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris. «Pero no. ¿ Có mo es que esta idea no se me habí a ocurrido antes? » Y sin vacilar se decí a que era imposible, que aquel casamiento serí a algo desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le observaban, y tambié n las palabras y miradas de Ana Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo tipo que le habí an dirigido el prí ncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó. ¿ No estaba ya ligado por el cumplimiento de una mala acció n indudable que é l no habí a de realizar? Pero mientras se formulaba a sí mismo este temor, en otro rincó n de su alma se erguí a la figura de Elena con toda su belleza.

 

II

En el mes de noviembre de 1805, el prí ncipe Basilio habí a de efectuar un viaje de inspecció n a cuatro provincias. Se habí a proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañ í a de su hijo Anatolio, a quien habí a de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnició n, a casa del prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el prí ncipe Basilio tení a que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos ú ltimos tiempos, Pedro pasaba todo el dí a en casa, es decir, en la del Prí ncipe, donde viví a emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aú n no habí a hechola petició n de mano.

«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un dí a el prí ncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debí a con respecto a este asunto. «Juventud... Frivolidad... Pero que Dios provea», pensaba el Prí ncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañ ana, dí a del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligació n, porque soy el padre. »

En la fiesta que se dio para celebrar el santo de Elena, el prí ncipe Basilio invitó a unas cuantas personas de las má s í ntimas, parientes y amigos, como decí a la Princesa. Los invitados se habí an sentado en torno a la mesa para la cena. La princesa Kuraguin, una mujer gruesa y monumental, que habí a sido muy bella ocupaba el puesto del ama de casa. A ambos lados tení a a los hué spedes má s distinguidos: a un anciano general con su vieja esposa y a Ana Pavlovna Scherer. Al otro lado de la mesa se encontraban los invitados má s jó venes, menos importantes y los familiares. Pedro y Elena estaban juntos. El prí ncipe Basilio no se sentó en la mesa. Las velas ardí an con luz clara. La plata y el cristal resplandecí an. Los vestidos de las señ oras y el oro y la plata de las charreteras brillaban del mismo modo. En torno a la mesa moví anse los criados con libreas rojas.

En los lugares de honor de la mesa, todos estaban alegres y animados bajo las má s diversas influencias. Ú nicamente Pedro y Elena permanecí an silenciosos uno al lado del otro, casi en un extremo de la mesa. En las caras de ambos se habí a detenido una sonrisa resplandeciente, sonrisa de transporte sentimental. Fueran las que fuesen las palabras, las risas y las bromas de los demá s, la satisfacció n de saborear el vino del Rin, la salsa o el helado, el modo con el cual se contemplaba la pareja, con indiferencia o negligencia, fuera lo que fuere, se comprendí a, por las furtivas miradas que de vez en cuando les dirigí an, que las ané cdotas de los comensales, las risas e incluso la cena, todo era fingido, y que toda la atenció n de los invitados se concentraba en la pareja formada por Pedro y Elena.

Pedro se daba cuenta de que era el centro de la atenció n general y se sentí a contento y cohibido. Encontrá base en el estado de un hombre abstraí do en una ocupació n. No veí a nada claramente. No comprendí a nada. A veces, tan só lo momentá neamente y de una forma impensada, algunas dispersas ideas atravesaban su espí ritu y de la realidad se destacaban ú nicamente algunas impresiones. «Así, pues, todo se ha acabado... ¿ Có mo ha ocurrido? ¿ Có mo tan deprisa? Ahora comprendo que no es por ella sola, ni por mí solo, por lo que esto deba de llevarse a cabo forzosamente, sino tambié n por todo.. A todos les pertenece tambié n un poco esto. Todos está n convencidos de que esto ha de ser, que no puedo engañ arlos. Pero ¿ có mo será? No lo sé, pero será », pensaba Pedro, contemplando los hombros que resplandecí an al mismo nivel de sus ojos.

De pronto, una voz conocida se deja oí r y le dice dos veces la misma cosa. Mas Pedro está tan absorto que no sabe lo que le dicen.

‑ Te pregunto cuá ndo has recibido carta de Bolkonski ‑ repitió por tercera vez el prí ncipe Basilio‑. ¿ Está s distraí do, hijo mí o?

El prí ncipe Basilio sonrió, y Pedro se dio cuenta de que todos le sonreí an, y a Elena tambié n. «Bien, si todos lo saben, es que es verdad», se decí a. Y sonrió con su dulce sonrisa de niñ o. Tambié n sonreí a Elena.

‑ ¿ Cuá ndo la has recibido? ¿ Es de Olmutz? ‑ repitió el Prí ncipe, que daba a entender que tení a necesidad de aquellos datos para resolver la cuestió n.

«Parece mentira que piensen y hablen de esta tonterí a», pensó Pedro. Y luego, en voz alta, suspirando, dijo:

‑ Sí, de Olmutz.

Despué s de cenar, detrá s de todos, Pedro acompañ ó a su dama al saló n. Los invitados comenzaron a despedirse. Algunos se marcharon sin decir adió s a Elena. Otros, que no querí an molestarla en su seria preocupació n, se acercaban a ella un momento y se alejaban inmediatamente, prohibié ndole que les acompañ ara.

‑ Supongo que la puedo felicitar ‑ dijo Ana Pavlovna a la Princesa, besá ndola efusivamente ‑. Si no tuviera jaqueca, me quedarí a.

La Princesa no dijo nada. Sentí ase atormentada, impaciente con la felicidad de su hija.

Mientras salí an los invitados, Pedro quedó algú n tiempo solo con Elena en la salita donde se habí an refugiado. Durante aquel ú ltimo mes se habí a encontrado solo frecuentemente con ella, pero nunca le habí a hablado de amor. Ahora comprendí a que era necesario, pero no podí a decidirse a dar este ú ltimo paso. Se avergonzaba y suponí a que al lado de Elena ocupaba un lugar que no le correspondí a en modo alguno. «Esta felicidad no es para ti ‑ le decí a una voz interior ‑. Es una felicidad para aquellos que carecen de lo que tú tienes. » Pero habí a que decir algo y comenzó a hablar. Le preguntó si estaba contenta de aquella velada. Ella, como siempre, respondió con sencillez, diciendo que aquella fiesta habí a sido para ella una de las má s agradables.

Quedaban en la sala todaví a algunos parientes pró ximos. El prí ncipe Basilio se acercó a Pedro caminando perezosamente. Pedro se levantó y dijo que era demasiado tarde. El prí ncipe Basilio le miró severamente, con un tono interrogador, como si aquellas palabras fuesen tan extrañ as que no valiese la pena escucharlas. Pero enseguida desapareció la expresió n de severidad, y el prí ncipe Basilio cogió la mano de Pedro y le obligó a sentarse, sonrié ndole tiernamente.

‑ Bien, Lilí ‑ dijo inmediatamente a su hija, con ese tono negligente y de habitual caricia que adoptan los padres para hablar con sus hijos, pero que en el prí ncipe Basilio no habí a llegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitar a los demá s padres. Le pareció que el Prí ncipe estaba contuso.

Esta turbació n del viejo hombre de mundo le impresionó. Se volvió a Elena y ella tambié n pareció confusa. Con su mirada parecí a decirle: «Usted tiene la culpa. »

«É ste es el momento de dar el salto. Pero no puedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevo comenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuando el prí ncipe Basilio entró en el saló n, la Princesa hablaba en voz baja con una señ ora anciana. Hablaba de Pedro.

‑ Sí, sin duda es un partido muy brillante, pero la felicidad, amiga mí a...

‑ Los matrimonios se hacen en el cielo ‑ repuso la señ ora de edad.

El prí ncipe Basilio, como si no hubiese oí do a las dos señ oras, se dirigió al rincó n má s distante y se sentó en el divá n. Cerró los ojos y pareció adormecerse. Cabeceó y se despertó.

‑ Alina, ve a ver qué hacen ‑ dijo a su mujer.

La Princesa se acercó a la puerta. Pasó ante ella con aire importante e indiferente y echó una ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentados en el mismo sitio, hablaban.

‑ Todo igual por ahora ‑ le dijo a su marido.

El prí ncipe Basilio arrugó las cejas, dilató una de las comisuras de sus labios, le temblaron las mejillas con una expresió n tosca y molesta y, estirá ndose, se levantó, irguió la cabeza y con resuelto paso cruzó ante las damas y entró en la salita. Se acercó a Pedro con paso rá pido y alegre semblante. La cara del Prí ncipe era tan extraordinariamente solemne que Pedro, al verle, se levantó atemorizado.

‑ Que Dios sea loado ‑ dijo el Prí ncipe ‑. Mi mujer me lo ha contado todo ‑ y con una mano cogió a Pedro y con la otra a su hija‑. Amigo mí o, Lilí, estoy muy contento, muy contento. ‑ Le temblaba la boca ‑. Querí a mucho a tu padre, y ella será una buena esposa para ti. Que Dios os bendiga. ‑ Besó a su hija y despué s besó a Pedro con su apestosa boca. Por las mejillas le resbalaban las lá grimas ‑. Princesa, ven ‑ gritó.

La Princesa entró y lloró tambié n. La señ ora de edad se secaba los ojos con el pañ uelo. Pedro fue besado y besó muchas veces la mano de Elena. Al cabo de algunos instantes los dejaron solos.

«Esto habí a de ocurrir así. No podí a ser de otro modo ‑ pensó Pedro ‑. Por eso no hay que preguntar si está bien o mal. Está bien porque ha terminado y porque me ha quitado de encima la duda que me trastornaba. »

Silencioso, habí a cogido la mano de su prometida y contemplaba su esplé ndido seno, que se agitaba suavemente.

‑ Elena ‑ dijo en alta voz.

Y se detuvo. «En estos casos hay que decir algo especial», pensó. Pero no podí a acordarse de lo que se decí a en semejantes casos.

‑ Te quiero ‑ dijo, acordá ndose de pronto. Pero estas palabras le parecieron tan tontas que se avergonzó de sí mismo.

Mes y medio má s tarde estaba casado y era el poseedor feliz ‑ así lo decí an ‑ de una mujer hermosí sima y de varios millones. Se instaló en San Petersburgo, en la enorme y ya renovada casa del conde Bezukhov.

 

III

En diciembre de l805, el viejo prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski recibió una carta del prí ncipe Basilio anunciá ndole su llegada y la de su hijo.

«Salgo de inspecció n y será para mí un placer desviarme de mi camino para visitar a mi querido bienhechor ‑ escribí a ‑. Me acompañ ará mi hijo Anatolio. Va a incorporarse al ejé rcito y espero que le permitirá usted expresar personalmente el profundo respeto que, al igual que su padre, le profesa. »

‑ ¡ Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar a Marí a al escaparate. Los pretendientes vienen a ella ‑ dijo imprudentemente la princesa menor cuando tuvo noticia de la carta.

El prí ncipe Nicolá s Andreievitch frunció el entrecejo y no dijo una sola palabra.

El dí a de la llegada del prí ncipe Basilio, el prí ncipe Nicolá s se mostró menos tratable y de peor humor que nunca. ¿ Estaba de mal humor a consecuencia de la llegada, o bien le disgustaba é sta a causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa Marí a y mademoiselle Bourienne, sabiendo que el Prí ncipe estaba malhumorado, le esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne tení a una cara resplandeciente que decí a: «No sé nada. Soy la misma de siempre. » La Princesa estaba pá lida, atemorizada, con los ojos bajos.

Para la princesa Marí a, lo má s penoso era saber que en casos como aqué l convení a obrar como mademoiselle Bourienne, pero no podí a. «Si pretendo no darme cuenta, creerá que no me intereso por sus disgustos ‑ pensaba ‑. Si me entristezco, dirá, como ha sucedido ya en otras ocasiones, que parece que voy a un entierro. »

El Prí ncipe miró a la asustada cara de su hija y resopló.

‑ O es tí mida o es tonta ‑ dijo. «Tambié n a la otra se lo habrá contado», pensó, refirié ndose a su nuera, que no estaba en el comedor‑. ¿ Dó nde está la Princesa? ‑ preguntó ‑. ¿ Se esconde?

‑ No se encuentra muy bien ‑ replicó mademoiselle Bourienne con una alegre sonrisa ‑. Dice que no saldrá. Claro, en su situació n, se comprende...

‑ ¡ Hum! ¡ Bah, bah! ‑ dijo el Prí ncipe sentá ndose a la mesa. Vio que el plato no estaba demasiado limpio, señ aló en é l una mancha y lo tiró. Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió a la cocina.

La Princesa no estaba indispuesta, pero tení a tanto miedo al Prí ncipe que, al saber que no estaba de buen humor, decidió no moverse de la habitació n.

‑ Tengo miedo por el niñ o ‑ dijo a mademoiselle Bourienne ‑, y Dios sabe qué consecuencias podrí a tener una impresió n de terror.

Normalmente, la pequeñ a Princesa viví a en Lisia‑ Gori con un perpetuo sentimiento de miedo y de antipatí a hacia el viejo Prí ncipe, sentimiento del cual ni ella misma se daba cuenta, porque el terror que la dominaba era tan imperioso que ni le dejaba á nimos para sentirlo. Tambié n por parte del Prí ncipe se daba la antipatí a, pero sofocada por el desdé n.

La persona a quien má s amaba la pequeñ a Princesa en Lisia‑ Gori era mademoiselle Bourienne. Estaba constantemente con ella, la hací a dormir en su habitació n y frecuentemente le hablaba de su suegro, criticá ndolo.

‑ Vienen hué spedes, Prí ncipe ‑ dijo mademoiselle Bourienne desdoblando con sus pequeñ as manos rosadas la servilleta blanca ‑. Segú n he oí do decir, Su Excelencia el prí ncipe Kuraguin y su hijo, ¿ no es verdad? ‑ preguntó con animació n.

‑ ¡ Hum! Esta Excelencia es un... Soy yo quien le ha dado la carrera ‑ dijo, ofendido ‑. ¿ Y por qué el hijo? No lo comprendo. La princesa Isabel Karlovna y la princesa Marí a quizá lo sepan. No sé por qué trae a su hijo. Por mí, podrí a evitá rselo ‑ y miró a su hija, que estaba completamente sofocada ‑. ¿ No te encuentras bien? ‑ preguntó ‑ ‑ ‑ ‑. ¿ Te da miedo el ministro, como ha dicho el imbé cil de Alpotitch?

‑ No, papá.

Aun cuando mademoiselle Bourienne no habí a tenido apenas habilidad para elegir la conversació n, no se detuvo y siguió hablando de los invernaderos, de la belleza de las plantas nuevas, y el Prí ncipe, despué s de la sopa, se calmó bastante. Despué s de comer subió a ver a su nuera. La pequeñ a Princesa estaba sentada ante la mesita y hablaba con Macha, su doncella. Al ver a su suegro palideció. Habí a cambiado mucho. Casi se habí a afeado. Sus mejillas estaban flá ccidas y el labio superior se le habí a levantado aú n má s. Estaba muy ojerosa.

‑ ¿ No necesitas nada? ‑ le preguntó el Prí ncipe.

‑ No, gracias, papá.

‑ Bien, está bien.

El prí ncipe Basilio llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre de la casa fueron a recibirle a la avenida y condujeron los carros y el trineo al pabelló n, recorriendo el camino cubierto expresamente de nieve. Las habitaciones para el prí ncipe Basilio y Anatolio estaban ya preparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado ante la mesa, en uno de cuyos á ngulos tení a fija la mirada de sus bellos y grandes ojos, con una sonrisa distraí da. Consideraba su vida como un placer ininterrumpido que alguien, sin saber por qué, se preocupaba de proporcionarle. En aquella ocasió n habí a considerado su viaje a la casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hija como una consecuencia de ello.

Segú n su forma de proceder, todo esto podí a ser muy divertido. «¿ Por qué no he de casarme con ella si es rica? ‑ pensaba‑. El dinero no estorba nunca. » Se afeitó, se perfumó con sumo cuidado, con el refinamiento de costumbre, y entró en la habitació n de su padre con aquella especial expresió n suya de buen chico conquistador y con su hermosa cabeza erguida. El prí ncipe Basilio se dejaba vestir por dos criados, mirando con animació n en torno suyo, y cuando su hijo entró, le saludó alegremente, como queriendo decir: «Precisamente. Me conviene que te presentes así. »

‑ Papá, dejé monos de bromas. ¿ Es de veras tan fea? ‑ preguntó Anatolio, como si continuase una conversació n comenzada distintas veces durante el camino.

‑ Calla. No digas tonterí as. Procura ser respetuoso y juicioso ante el Prí ncipe.

‑ Si me recibe mal, me marcharé ‑ dijo Anatolio ‑. Detesto a estos esperpentos.

‑ Recuerda lo que te juegas en esto.

Mientras tanto, en la habitació n de las jó venes no solamente se sabí a la llegada del ministro y de su hijo, sino que detalladamente se conocí a su exterior. La Princesa, sola en sus habitaciones, se esforzaba inú tilmente en dominar la emoció n que se habí a apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bourienne habí an ya recibido de Macha, la camarera, todas las informaciones necesarias: que el hijo del ministro era un guapo mozo; que el padre, con grandes fatigas, arrastraba los pies por la escalera, y que é l, listo como una ardilla, subí a los escalones de tres en tres. Con todas estas noticias, la Princesa y mademoiselle Bourienne, a quien Marí a oí a cuchichear en el pasillo, entraron en la habitació n de la Princesa.

‑ ¿ Ya sabes que han llegado, Marí a? ‑ dijo la Princesa balanceá ndose y dejá ndose caer pesadamente sobre una silla. No vestí a ya la blusa que se habí a puesto por la mañ ana, sino uno de sus má s elegantes trajes. Se habí a peinado cuidadosamente y en la cara le resplandecí a la animació n, que, a pesar de todo, no podí a disimular sus rasgos fatigados y laxos. Vestida con aquel traje, que ordinariamente llevaba en sociedad en San Petersburgo, era todaví a má s visible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne habí a sido igualmente sometido a una discreta reforma, que realzaba el atractivo de su lindo y fresco rostro.

‑ Te cambiará s de traje, ¿ no? ‑ preguntó Lisa.

La princesa Marí a no contestó. Poco despué s volvió a quedar sola. No accedió al deseo de su cuñ ada, y no só lo no cambió de peinado, sino que ni siquiera se miró al espejo. Con los ojos y los brazos bajos, se sentó abatida y pareció abstraerse. Se le iba a presentar a un esposo, a un hombre, a una criatura fuerte, poderosa, incomprensible, atractiva, que la transportaba de pronto a su mundo, completamente distinto y feliz. Luego, pegado a su pecho, veí a a «su» hijo, tal como el dí a anterior habí a visto a uno en casa de la hija de su nodriza. Luego, el marido a su lado, mirando tiernamente a la madre y al hijo.



  

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