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TERCERA PARTE 4 страница



 

X

Los regimientos de infanterí a, atacados inesperadamente, huí an del bosque, y en una mezcla de compañ í as se alejaban con gran desorden. Un soldado pronunció con terror una frase que no tiene sentido alguno, pero que en la guerra es terrible: «¡ Nos han copado! » Y la frase se comunicó a todos con un estremecimiento de espanto.

«¡ Rodeados! ¡ Copados! ¡ Perdidos! », gritaban las voces con pá nico. Inmediatamente, el comandante del regimiento oyó las descargas y los gritos, comprendió que algo terrible le sucedí a a su regimiento, y la idea de que é l, el oficial modelo, que llevaba muchos añ os de servicio sin que nunca se le hubiera hecho una sola observació n, podí a ser ante su jefe tildado de negligente o de haber faltado al orden, le turbó tanto que, olvidando instantá neamente al indisciplinado coronel de caballerí a y su importancia de general, y má s que nada el peligro y el instinto de conservació n, cogió se a la silla y espoleando a su caballo galopó hacia el regimiento, bajo una lluvia de balas que, por fortuna, caí an má s lejos de é l. Tan só lo querí a una cosa: saber qué era lo que ocurrí a, ayudar, costase lo que costara, y corregir la falta, si é l habí a sido su causa, eliminando su culpa, la de un oficial modelo que en veinte añ os de servicio no habí a cometido una sola falta. Por milagro pasó ante los franceses, se acercó al campamento, detrá s del bosque, a travé s del cual corrí an los rusos, y sin preocuparse de nada bajó al galope la montañ a. El momento de vacilació n moral que decide la suerte de las batallas habí a llegado. ¿ Escucharí an los soldados la voz de su comandante o se volverí an contra é l y correrí an má s lejos? A pesar del grito desesperado del jefe del regimiento, tan terrible en otro tiempo para los soldados, a pesar de la cara feroz del comandante, enrojecida y desfigurada, a pesar de la agitació n de su sable, los soldados huí an, hablaban, disparaban al aire y no obedecí an orden alguna. La vacilació n moral que decide la suerte de las batallas poní ase, evidentemente, de parte del miedo.

El general enronquecí a de tanto gritar y a causa del humo de la pó lvora. Se detuvo, desesperado. Todo parecí a perdido. No obstante, en aquel momento, los franceses, que perseguí an a los rusos, de pronto, sin causa aparente que lo motivara, echaron a correr y en el bosque aparecieron los tiradores rusos. Era la compañ í a de Timokhin, la ú nica que se habí a mantenido ordenadamente en el bosque y que, escondida en la trinchera, cerca de la entrada del bosque, atacaba violentamente a los franceses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con un grito tan feroz, con una audacia tan loca y blandiendo el sable como ú nica arma, que el enemigo, sin tiempo para rehacerse, arrojaba las arenas y huí a. Dolokhov, que corrí a al lado de Timokhin, mató a un francé s casi a quemarropa, y antes que nadie cogió por el cuello del uniforme a un oficial, que se rindió. Los fugitivos, rehechos, volví an a sus puestos. Los batallones rehací an sus formaciones, y los franceses, que habí an conseguido dividir en dos las tropas del flanco izquierdo, eran rechazados momentá neamente. Las reservas tuvieron tiempo de llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba cerca del puente con el Mayor Ekonomov. Se adelantaban a ellos las compañ í as que habí an retrocedido cuando, de pronto, un soldado se agarró al estribo y casi se le apoyó en la pierna. El soldado vestí a un capote de pañ o azul, pero no llevaba ni gorra ni mochila. Tení a la cabeza vendada y colgaba de sus hombros una cartuchera francesa. Tení a en las manos una espada francesa tambié n. Estaba pá lido; sus azules ojos miraban con descaro al rostro del comandante y sonreí a su boca. A pesar de que el comandante estaba ocupado dando ó rdenes al Mayor Ekonomov, no podí a dejar de percatarse de la presencia de aquel soldado.

‑ Excelencia, he aquí dos trofeos ‑ dijo Dolokhov mostrando la espada y la cartuchera ‑. He hecho prisionero a un oficial y lo tengo arrestado en la compañ í a.

Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba entrecortadamente.

‑ Toda la compañ í a lo ha visto. Le ruego que lo recuerde, Excelencia.

‑ Bien, bien ‑ dijo el comandante, y se dirigió al Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no se moví a. Se desató el pañ uelo que le vendaba la cabeza y mostró la sangre pegada a sus cabellos.

‑ Una herida de bayoneta. No me he movido de la fila. Recué rdelo, Excelencia.

 

XI

El viento se calmaba. Las nubes negras que pasaban bajas sobre el campo de batalla en el horizonte se confundí an con el humo de la pó lvora. En dos lugares aparecieron má s claros entre la oscuridad los resplandores del incendio. Se debilitó el cañ oneo, pero el ruido de los disparos de fusil en la retaguardia y a la derecha continuaba cada vez má s cercano. Cuando Tuchin, con sus cañ ones, pasando sobre los heridos, salió del fuego y se dirigió al torrente, encontró a los jefes y a los ayudantes de campo, entre los que se encontraban el oficial de Estado Mayor y Jerkov, que le habí an sido enviados dos veces y que ni una sola de ellas habí an podido llegar a la baterí a. Todos, interrumpié ndose unos a otros, daban y transmití an las ó rdenes por el camino que se habí a de emprender, y todos le hací an reproches y observaciones. Tuchin no dio orden alguna, y en silencio, temeroso de hablar, porque a cada palabra, sin saber por qué motivo, le vení an ganas de llorar, iba detrá s de todos montado en su mula. Aun cuando habí a sido dada la orden de abandonar a los heridos, algunos arrastrá banse tras las tropas, suplicando que los colocaran sobre los cañ ones. Un bravo oficial de infanterí a yací a con una bala en el vientre sobre la cureñ a de Matvovna. Al salir de la montañ a, un suboficial de hú sares, muy pá lido, que se sostení a una mano con la otra, se acercó a Tuchin y le pidió que le dejara sentarse.

‑ Capitá n, por el amor de Dios, me han herido en el brazo ‑ suplicaba tí midamente ‑. Por el amor de Dios, no puedo caminar má s. ‑ Evidentemente, aquel suboficial habí a pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre le habí a sido negado. Con voz tí mida y vacilante suplicaba ‑: Ordene que me siente, por el amor de Dios.

‑ Sié ntate, sié ntate ‑ dijo Tuchin ‑. Tí o, dale tu capote ‑ dijo a su soldado favorito ‑. ¿ Dó nde está el oficial herido?

‑ Lo han abandonado. Estaba muerto ‑ replicó alguien.

‑ Sié ntate, sié ntate, amigo, sié ntate. Pon tu cabeza, Antonov...

El suboficial era Rostov. Con una mano se sostení a la otra. Estaba pá lido y un temblor febril le moví a la barbilla. Lo colocaron sobre Matvovna, el mismo cañ ó n del cual habí an quitado al oficial muerto. El capote que le ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el pantaló n y el brazo de Rostov.

‑ ¿ Qué hay, querido? ¿ Dó nde le han herido? ‑ preguntó Tuchin acercá ndose al cañ ó n donde Rostov estaba sentado.

‑ No, es una contusió n.

‑ Entonces, ¿ de quié n es esta sangre de la cureñ a?

‑ Del oficial, Excelencia ‑ replicó un artillero, limpiando la sangre con la manga del capote, como excusá ndose por la suciedad del arma.

Con penas y fatigas, ayudado por la infanterí a, habí an podido hacer pasar los cañ ones por la montañ a y llegar al pueblo de Gunthersdorf, donde se detuvieron. Era tan oscura la noche que se hací a imposible distinguir a dos pasos el uniforme de los soldados. El tiroteo comenzaba a calmarse. De pronto, hacia la derecha, oyé ronse de nuevo gritos acompañ ados de descargas. Brillaban los disparos en la oscuridad. Era el ú ltimo ataque de los franceses, al que respondí an los soldados desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se precipitaron hacia el pueblo, pero los cañ ones de Tuchin no se podí an mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se miraron en silencio, abandoná ndose a su suerte. Las descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados que hablaban con animació n.

‑ ¡ Petrov! ¿ Vives todaví a? ‑ preguntó uno.

‑ Les hemos sentado las costuras, hermano. No tendrá n ganas de volver ‑ decí a otro.

‑ No se ve nada.

‑ ¿ Dicen que han tirado contra los suyos?

‑ Esto está como la boca de un lobo.

‑ ¿ No hay nada que beber?

De nuevo habí an sido rechazados los franceses. Entre la oscuridad má s absoluta, los cañ ones de Tuchin, protegidos por la bulliciosa infanterí a, marchaban de nuevo a algú n sitio. En la oscuridad, como un rí o invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma direcció n, oí anse las conversaciones, el ruido de los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a travé s de todos los demá s ruidos, el má s claro, el má s perceptible, era el gemir de los heridos. Parecí a que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas se confundí an en aquella noche. Momentos despué s, la emoció n estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasar pronunció unas palabras.

‑ ¿ Qué ha dicho? ¿ Hacia dó nde vamos? ¿ Hemos de detenernos? ¿ Ha dicho que estaba contento?

Las má s afanosas preguntas lloví an de todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse, debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante. Circulaba el rumor de que habí a sido dada la orden de detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa. Se encendieron las hogueras. La conversació n se hizo má s perceptible. El capitá n Tuchin, despué s de dar ó rdenes a la compañ í a, envió a un soldado en busca de la ambulancia o de un mé dico para el suboficial, y despué s se sentó al lado del fuego que los soldados habí an hecho en medio de la carretera. Rostov se arrastró tambié n a su lado. Un temblor febril, ocasionado por el dolor, el frí o y la humedad, sacudí a todo su cuerpo. Se apoderaba de é l un sueñ o invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que no sabí a dó nde posarse, le impedí a dormir. Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le parecí a resplandeciente y acogedor, como contemplaba la figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le miraban con lá stima y compasió n. Comprendí a que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada podí a hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el chisporroteo pró ximo o lejano de la leñ a, mezclá banse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como antes el rí o invisible que corrí a en las tinieblas. Se habí a convertido en un mar oscuro que se calmaba, tembloroso, despué s de la tempestad. Rostov miraba y escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedí a ante sí o en torno suyo. Un soldado de infanterí a se acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.

‑ ¿ Me permite, Excelencia? ‑ dijo dirigié ndose interrogadoramente a Tuchin ‑. He perdido la compañ í a, Excelencia, y no sé dó nde está. Ha sido una desgracia.

Con el soldado se acercó un oficial de infanterí a con una mejilla vendada y, dirigié ndose a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los cañ ones para dejar paso a los carros de bagaje. Detrá s del mando de la compañ í a corrí an dos soldados en direcció n al fuego. Se injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato de las manos.

‑ ¡ Sí, vaya! ¡ Todaví a pretenderá s ser tú quien lo haya encontrado! ¡ Dá melo, ladró n! ‑ gritaba uno de ellos con voz ronca.

Despué s se acercó un soldado delgado, pá lido, que tení a vendado el cuello con unas tiras de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a los artilleros.

‑ ¿ Hemos de morir como perros? ‑ preguntaba.

Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió fuego para la infanterí a.

‑ ¡ Fuego para la infanterí a! ¡ Que os vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos con creces ‑ dijo, llevá ndose un tizó n encendido en medio de la oscuridad.

Despué s de é l pasaron ante el fuego cuatro soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos tropezó.

‑ ¡ Maldita sea! ¡ Han derramado la leñ a por la carretera! ‑ murmuró uno.

‑ Si está muerto, ¿ por qué lo hemos de llevar? ‑ dijo otro.

‑ Anda, sigue adelante.

Y desaparecieron los cuatro con su carga en la oscuridad.

‑ ¿ Qué? ¿ Le duele? ‑ preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.

‑ Sí.

‑ Excelencia, que vaya a ver al general. Está aquí, en la isba ‑ dijo un artillero que se acercó a Tuchin.

‑ Ahora voy, amigo.

Tuchin se levantó y se alejó del fuego, ajustá ndose la ropa. No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba que habí a sido habilitada expresamente para Bagration, hallá base el Prí ncipe ante la cena, hablando con algunos jefes que se habí an reunido con é l. Hallá base entre ellos el viejo desmedrado de ojos casi cerrados, que roí a á vidamente un hueso de carnero; un general, con veintidó s añ os de servicio, irreprochable, colorado por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se dormí a. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el prí ncipe André s estaba pá lido, con los labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de la isba habí a una bandera tomada a los franceses, y el auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y moví a la cabeza con admiració n, quizá porque, en efecto, se interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en la mesa faltaba un cubierto para é l. El coronel francé s que el dragó n habí a hecho prisionero encontrá base en una isba cercana. Los oficiales rusos se afanaban para verle. El prí ncipe Bagration dio las gracias a los jefes y les preguntó pormenores de la acció n y de las pé rdidas sufridas. El jefe del regimiento de Braunn explicaba al Prí ncipe que en cuanto comenzó la acció n retrocedió hacia el bosque, reuniendo allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de leñ a, y con dos batallones se habí an lanzado a la bayoneta contra los franceses, consiguiendo dispersarlos.

‑ Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batalló n estaba deshecho, me detuve pensando: «Dejaré ahora a é stos y ya encontraré al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante. » Y esto ha sido todo.

El comandante del regimiento querí a haber hecho esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que llegó a creerse que habí a sucedido todo como é l decí a, y quié n sabe si realmente habí a ocurrido así. ¿ Acaso era posible saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que habí a ocurrido y lo que no se habí a hecho?

‑ Tambié n he de hacer notar a Vuestra Excelencia ‑ continuó, recordando la conversació n de Dolokhov con Kutuzov y su ú ltima entrevista con el degradado ‑ que el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un oficial francé s y se ha distinguido muy particularmente.

‑ En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del regimiento de Pavlogrado ‑ intervino Jerkov mirando en torno suyo con inquietud. En todo aquel dí a no habí a visto ni poco ni mucho a los hú sares, y ú nicamente habí a oí do hablar de ellos a un oficial de infanterí a ‑. Han aniquilado a dos cuadros, Excelencia.

Algunos sonrieron al oí r las palabras de Jerkov, creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su relato era tambié n glorioso para las armas rusas en aquella jornada, adoptaron una grave expresió n a pesar de que muchos de los allí presentes sabí an que las explicaciones de Jerkov eran pura fá bula. El prí ncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.

‑ Les doy las gracias a todos, señ ores. Todas las armas: infanterí a, artillerí a, y caballerí a, se han comportado heroicamente. ¿ Có mo han quedado abandonados dos cañ ones? ‑ preguntó, buscando a alguien con los ojos, y no se referí a a los cañ ones del flanco izquierdo, porque sabí a que desde el comienzo de la acció n todos aquellos cañ ones habí an sido abandonados ‑. Creo que ya se lo he preguntado a usted ‑ dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

‑ Uno de ellos estaba destruido ‑ respondió el oficial de servicio ‑, y el otro... No puedo comprenderlo. Estuve allí casi todo el tiempo que duró la acció n. Di las ó rdenes y desde que me fui... Cierto es que la refriega era allí muy dura ‑ añ adió modestamente.

Alguien dijo que el capitá n Tuchin estaba cerca del fuego y se le habí a ido a buscar.

‑ Sí, usted estaba allí abajo ‑ dijo el prí ncipe Bagration al prí ncipe André s.

‑ Ciertamente. Por poco nos encontramos ‑ dijo el oficial de servicio sonriendo amablemente a Bolkonski.

‑ No he tenido el placer de verle ‑ replicó frí amente el prí ncipe André s.

Todos callaron. En el umbral de la puerta apareció Tuchin, que asomaba tí midamente tras la espalda de los generales. Al entrar en la estrecha isba, confuso, como siempre que se encontraba ante sus superiores, no se dio cuenta del asta de la bandera y tropezó con ella. Algunos de los que allí estaban se echaron a reí r.

‑ ¿ Có mo es que uno de los cañ ones ha sido abandonado? ‑ preguntó Bagration frunciendo el entrecejo, tanto por el capitá n como por los suyos, entre los cuales Jerkov se distinguí a por su risa.

Ahora, en presencia de los demá s, Tuchin representá base por primera vez todo el horror de su crimen y la vergü enza de haber perdido dos cañ ones, quedando é l con vida. Habí a estado tan emocionado hasta aquel momento que no habí a tenido tiempo de pensar en todo aquello. Las risas de los oficiales todaví a le turbaron má s. Ante Bagration, el labio inferior le temblaba. A duras penas pudo decir:

‑ No lo sé..., Excelencia... No disponí a de bastantes hombres, Excelencia...

‑ ¿ Y no podí a usted echar mano de tropas auxiliares?

Tuchin no respondió diciendo que no existí an las tales tropas auxiliares, con todo y ser verdad. Diciendo esto temí a «comprometer» a algú n jefe, y, silencioso, con los ojos inmó viles, contemplaba fijamente a Bagration, del mismo modo que el escolar que no sabe qué contestar mira a los ojos de su examinador.

La pausa fue muy larga. El prí ncipe Bagration, que visiblemente no deseaba ser severo, no sabí a qué decir. Los demá s no se atreví an a mezclarse en la conversació n. El prí ncipe André s miró a Tuchin de reojo y sus manos se agitaron nerviosamente.

‑ Excelencia ‑ dijo el prí ncipe André s con su voz seca y quebrando el silencio ‑, se dignó usted enviarme a la baterí a del capitá n Tuchin. Fui y encontré a las dos terceras partes de los hombres y de los caballos muertos, dos cañ ones rotos y ninguna tropa auxiliar.

El prí ncipe Bagration y Tuchin contemplaban con igual fijeza a Bolkonski, que hablaba con modestia y emoció n.

‑ Si me permite, Excelencia, que exprese mi propia opinió n ‑ continuó ‑, diré que la mayor parte del é xito de esta jornada la debemos a esa baterí a, a la firmeza heroica del capitá n Tuchin y a sus hombres.

Y sin esperar respuesta, el prí ncipe André s se levantó y se alejó de la mesa. El prí ncipe Bagration miró a Tuchin. Veí ase claramente que no querí a poner en duda el juicio de Bolkonski y que, por otra parte, le era imposible creerlo en absoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin que podí a retirarse. El prí ncipe André s salió tras é l.

‑ ¡ Ah, gracias, querido! ¡ Me ha salvado usted! ‑ le dijo Tuchin.

El prí ncipe André s le miró y se alejó sin pronunciar palabra. Estaba triste y disgustado. Todo aquello era tan distinto y tan extrañ o de como lo habí a imaginado...

 

TERCERA PARTE



  

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