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TERCERA PARTE 3 страница



 

VII

El prí ncipe André s, a caballo, se detuvo para contemplar la columna de humo de un cañ ó n que acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte. Vio tan só lo que las masas de soldados enemigos, inmó viles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y que, a la izquierda, como habí a sospechado, estaba emplazada una baterí a. Aú n no se habí a disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montañ a al pie de la cual, sin duda para reforzar las tropas, avanzaba una pequeñ a columna enemiga, que se distinguí a perfectamente. El prí ncipe André s volvió grupas y se lanzó al galope en direcció n a Grunt, donde se reunirí a con el prí ncipe Bagration. Tras é l, el cañ oneo hací ase má s frecuente y violento. Los rusos comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron los parlamentarios, tronaban los fusiles.

Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su falta, hací a mover rá pidamente sus fuerzas con la intenció n de atacar el centro de la posició n y rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada de Bonaparte desharí a al pequeñ o destacamento que se encontraba ante é l.

«¡ Vaya, ya hemos empezado! ‑ pensó el Prí ncipe, sintiendo que la sangre afluí a má s apresuradamente en su corazó n‑. ¿ Dó nde podré encontrar a Tolon? »

Al pasar ante las compañ í as que hací a un cuarto de hora comí an el rancho y bebí an aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos rá pidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y escogí an los fusiles. En todas las caras brillaba idé ntica animació n que é l sentí a en su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la vez», parecí a que dijeran las caras de cada soldado y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban construyendo, a la claridad de un crepú sculo de un dí a nuboso de otoñ o, percibió a un caballero que se dirigí a hacia é l. É ste, cubierto con un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que el prí ncipe Bagration. El prí ncipe André s se detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y, reconociendo al prí ncipe André s, le saludó con una inclinació n de cabeza. Continuó mirando ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto habí a visto. Tambié n la expresió n de: «Ya ha empezado todo esto» leí ase en el moreno rostro del prí ncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados, parecí an no mirar a ninguna parte, como si no hubiera dormido. El prí ncipe André s contempló este rostro inmó vil con una inquieta curiosidad. Querí a saber si aquel hombre pensaba y sentí a y qué era lo que sentí a y pensaba en aquel momento. «¿ Hay algo tras esta cara inmó vil? », se preguntaba el Prí ncipe sin cesar en su contemplació n. El prí ncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No obstante, hizo galopar a su caballo en direcció n a la baterí a de Tuchin, y el prí ncipe André s se reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el oficial de servicio, el ayudante de campo personal del Prí ncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un hermoso caballo inglé s, un funcionario civil y un auditor que por curiosidad habí a pedido autorizació n para asistir a la batalla. Todos se acercaron a aquella baterí a, desde la cual Bolkonski habí a estado estudiando el campo de batalla.

‑ ¿ De quié n es esta compañ í a? ‑ preguntó el prí ncipe Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañ ones.

En realidad, en vez de hacer esta pregunta parecí a como si quisiera inquirir: «¿ Aquí no tené is miedo? », y el artillero lo comprendió.

‑ Es la compañ í a del capitá n Tuchin, Excelencia ‑ dijo el interpelado irguié ndose y con voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de pecas.

Poco despué s, Tuchin informaba al Prí ncipe.

‑ Está bien ‑ dijo Bagration por toda respuesta. Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla que se extendí a ante é l.

Los franceses acercá banse cada vez má s a aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev, y en el lecho del rí o, oí ase el ruido de la fusilerí a, y má s a la derecha, tras los dragones, hallá base una columna de franceses que rodeaban uno de los flancos de las tropas rusas y que habí a despertado la atenció n del oficial de la escolta, y así se lo daba a entender al Prí ncipe. A la izquierda estaba obstruido el horizonte por un bosque vecino. El prí ncipe Bagration dio ó rdenes a los dos batallones centrales para reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se atrevió a objetar al Prí ncipe, dicié ndole que una vez los batallones estuvieran fuera de la posició n quedarí an los cañ ones al descubierto. El prí ncipe Bagration le miró fijamente y en silencio con una mirada vaga. La observació n del oficial de la escolta pareció justa e indiscutible al prí ncipe André s, pero en aquel momento el ayudante de campo del jefe del regimiento, que se encontraba abajo, llegó con la noticia de que enormes contingentes de tropas francesas avanzaban por la llanura y que el regimiento se habí a dispersado y retrocedí a para unirse a los granaderos de Kiev. El prí ncipe Bagration inclinó la cabeza en señ al de aprobació n y de consentimiento. Al paso de su montura, se dirigió a la derecha y envió al ayudante de campo a los dragones con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante volvió al cabo de media hora y anunció que el comandante del regimiento de dragones se habí a replegado tras el torrente para evitar un cañ oneo concentrado y terrible dirigido a su posició n, por cuanto perderí a a los hombres inú tilmente. Por este motivo dio orden a los tiradores de echar pie a tierra y huir en direcció n al bosque.

‑ Bien ‑ dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la baterí a en direcció n a la izquierda, tambié n oí anse tiros en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para poder llegar oportunamente, el prí ncipe Bagration envió a Jerkov para que dijera al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan rá pidamente como le fuera posible y se situase tras el torrente, ya que el flanco derecho no podrí a resistir sin duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el batalló n que le cubrí a fueron olvidados. El prí ncipe André s escuchaba atentamente las palabras que dirigí a el prí ncipe Bagration a los jefes y las ó rdenes que daba, y con gran extrañ eza suya veí a que en realidad no se daba ninguna orden y que el Prí ncipe procuraba dar a todo aquello, que se hací a por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que mostraba el prí ncipe Bagration. El prí ncipe André s comprendió que, a pesar del giro que pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era importantí sima. Los jefes que se acercaban a Bagration con las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos á nimos en su presencia, y ante é l se exaltaba su coraje.

 

VIII

Llegado al punto culminante del flanco derecho de las tropas rusas, el prí ncipe Bagration comenzó a descender hacia donde se dejaba oí r un continuado fuego y donde nada se veí a, consecuencia de la espesa humareda de la pó lvora. Cuanto má s se acercaba al llano, má s difí cil se hací a el ver las cosas, pero má s sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos; uno de ellos tení a la cabeza descubierta y llena de sangre; del pecho salí ale a la boca un estertor y vomitaba frecuentemente. Sin duda la bala le habí a destrozado la boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin fusil. Gritaba y moví a el brazo, donde tení a una herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como de una botella. Su cara daba má s sensació n de terror que de sufrimiento. Hací a un minuto que habí a sido herido.

Despué s de atravesar la carretera comenzaron a bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres tumbados. Encontraron un gran nú mero de soldados, muchos de los cuales estaban heridos. Subí an la montañ a respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general, hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo, veí anse los capotes grises colocados en fila, y el oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras los soldados que subí an en multitud y les hizo retroceder. Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro oí ase el rumor de los disparos, que se sucedí an rá pidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos del general. El aire estaba impregnado del humo de la pó lvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya, resplandecí an de animació n. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿ contra quié n tiraban? No era posible verlo a causa del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia oí anse los agradables rumores de un zumbido o de un silbido.

«¿ Qué será esto? ‑ pensaba el prí ncipe André s al acercarse al grupo de soldados ‑. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden formar el cuadro, por cuanto no es é sta la formació n justa. »

Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, el comandante del regimiento, con una amable sonrisa y con los pá rpados medio cerrados sobre sus ojos fatigados por los añ os, lo que le daba una dulce expresió n, se acercó al prí ncipe Bagration y lo recibió como el cabeza de familia recibe a un querido hué sped. Contó al Prí ncipe que los franceses habí an dirigido un ataque de caballerí a contra su regimiento. Que el ataque habí a sido rechazado, pero que la mitad de sus soldados habí an muerto. El comandante del regimiento decí a que el ataque habí a sido rechazado, aplicando este té rmino militar a lo que le habí a ocurrido a su regimiento, pero, realmente, ni é l mismo sabí a qué habí an hecho sus tropas durante aquella media hora, y no podí a decir con seguridad si la carga habí a sido rechazada o el regimiento aniquilado. Sabí a tan só lo que al principio, durante el cañ oneo dirigido contra sus fuerzas, alguien habí a gritado: «¡ La caballerí a! », y que los rusos habí an comenzado a disparar. Que habí an disparado hasta entonces y que continuaban tirando todaví a, no contra la caballerí a, que habí a retrocedido, sino contra la infanterí a francesa, que en aquel momento disparaba contra los rusos desde la llanura. El prí ncipe Bagration bajó la cabeza, como si quisiera manifestar que la batalla se desarrollaba segú n lo que deseaba y suponí a. Se dirigió al ayudante de campo y le dijo que enviase de la montañ a dos batallones del sexto de cazadores, ante los cuales acababan de pasar. El prí ncipe André s quedó se sorprendido del cambio que se habí a operado en el rostro del prí ncipe Bagration. Su fisonomí a expresaba aquella decisió n concentrada y optimista del hombre que despué s de un dí a caluroso se dispone a lanzarse al agua y efectú a los ú ltimos preparativos. Sus ojos ya no parecí an adormecidos, ni su mirada vagaba, ni tampoco su actitud era tan profundamente grave. Sus ojos de lince, redondeados y resueltos, miraban hacia delante con cierta solemnidad y con cierto desdé n, y, aparentemente, no se detení an en nada, a pesar de que en este movimiento todaví a hubiese la lentitud y regularidad de antes. El jefe del regimiento se dirigió al prí ncipe Bagration y le suplicó que se alejase de aquel lugar demasiado peligroso.

‑ En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia ‑ dijo tratando de encontrar ayuda entre los oficiales de la escolta, que volvieron la cara ‑. Por favor, hagan el favor de mirar ‑ ‑ y los hací a darse cuenta de las balas que zumbaban constantemente y cantaban silbando en torno a ellos. Hablaba en tono de sú plica hurañ a, como un leñ ador que dijera a su patró n: «Esto, nosotros lo hacemos muy bien, pero a usted se le llenarí an las manos de ampollas. » Hablaba como si las balas no le pudieran tocar a é l, y sus ojos, entornados, daban a sus palabras un tono aú n má s persuasivo. El oficial de Estado Mayor unió sus exhortaciones a las del jefe del regimiento, pero el prí ncipe Bagration no le respondió y se limitó a ordenar que hiciera cesar el fuego y que se formaran para dejar sitio al segundo batalló n, que estaba ya cerca. Mientras hablaban, las nubes de humo, que el viento hací a oscilar de derecha a izquierda y que ocultaban por completo el valle y la montañ a de enfrente, cubierta de franceses en marcha, se abrieron ante ellos como corridas por una mano invisible. Todos los ojos se fijaron involuntariamente en aquella columna de franceses que avanzaba hacia las tropas rusas, serpenteando por las anfractuosidades del terreno. Podí a ya distinguirse la gorra alta y peluda de los soldados. Distinguí ase a é stos de los oficiales, y veí ase a la bandera flamear al viento.

‑ Marchan muy bien ‑ dijo alguien de la escolta de Bagration.

El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro habí a de efectuarse por aquel lado del declive. El resto del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila apresuradamente y se apartó a la derecha. Por detrá s acercá banse, en perfecta formació n, dos batallones del sexto de cazadores. No habí an llegado aú n donde se encontraba Bagration, pero oí anse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de hombres. Al lado izquierdo de la formació n marchaba en direcció n al Prí ncipe el jefe de la compañ í a, un hombre joven y apuesto de redonda cara, de tí mida y satisfecha expresió n. Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a excepció n de que iba a desfilar ante su jefe. Poseí do de la ambició n de ascender, marchaba alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se erguí a sin esfuerzo, y por esta ligereza se distinguí a del paso pesado de los soldados, que marchaban acordando sus pasos a los de é l. Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeñ o sable curvo que no parecí a un arma. Volvié ndose hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso, daba gravemente la media vuelta y parecí a que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la mejor manera posible, y se presentí a que habí a de considerarse feliz si lo conseguí a. «¡ A la izquierda...! ¡ A la izquierda...! ¡ A la izquierda! », parecí a que dijera a cada paso. Y siguiendo este compá s, el contingente de soldados, agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada uno de ellos, despué s de cada paso, parecí a que repitiese mentalmente: «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda... » El grueso Mayor, resoplando, perdí a el paso, tropezando con cada matorral. Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de su retraso, corrí a con todas sus fuerzas para alcanzar la compañ í a. Una bala, rasgando el aire, pasó sobre el prí ncipe Bagration y su escolta, como siguiendo el compá s: «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda... »

‑ Apretad las filas ‑ gritó con voz firme el comandante de la compañ í a.

Los soldados, describiendo un arco, rodearon algo en el lugar donde habí a caí do la bala. El viejo suboficial condecorado, que se habí a demorado un poco con los heridos, se unió a su fila; dio un salto para cambiar el paso, pero tropezó y se volvió con có lera. «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda... », y estas palabras parecí an oí rse a travé s del lú gubre silencio y del rumor de los pies pisando simultá neamente el suelo.

‑ Muy bien, hijos mí os ‑ exclamó Bagration.

Las palabras «orgulloso de formar» se oyeron por toda la fila. El arisco soldado que desfilaba a la izquierda, al gritar como los demá s, dirigió a Bagration una mirada que parecí a decir: «Lo sabemos de sobra. » Otro, sin volverse, por temor a distraerse, abrí a la boca, gritaba y continuaba la marcha. Se dio orden de detenerse y de sacar las cartucheras. Bagration recorrió las filas que desfilaban ante é l y echó pie a tierra, entregó las bridas a un cosaco, se quitó la burka[SC4], estiró las piernas y se compuso la gorra. En lo alto de la loma apareció la columna francesa con los oficiales a la cabeza.

‑ Dios nos proteja ‑ dijo Bagration con su voz firme y clara.

Se volvió al frente y, balanceando los brazos, con el paso torpe de todo soldado de a caballo, avanzó por el terreno desigual con aparente dificultad. El prí ncipe André s sentí ase impulsado hacia delante por una fuerza invencible y experimentaba una gran alegrí a.

Los franceses estaban ya muy cerca. El prí ncipe André s se encontraba al lado de Bagration; distinguí a claramente las charreteras rojas e incluso las caras de los franceses. Veí a perfectamente a un viejo oficial enemigo que, con las torcidas piernas enfundadas en las polainas, subí a la montañ a con grandes esfuerzos. El prí ncipe Bagration no dio orden alguna, y, silencioso siempre, marchaba delante de las tropas. De pronto, del lado de los franceses partió un tiro, luego otro y despué s un tercero. En las filas dislocadas del enemigo se dispersaba el humo. Comenzaron las descargas. Cayeron algunos rusos, entre ellos el oficial carirredondo que desfilaba alegremente y con tantas precauciones. En el mismo momento en que se oyó el primer disparo, Bagration se volvió para gritar:

‑ ¡ Hurra! ¡ Hurra!

Un grito largo le respondió, un grito que recorrió todas las lí neas rusas. Pasando ante el prí ncipe Bagration, pasá ndose unos a otros, los rusos, en mezcla confusa, pero alegre y animada, bajaron corriendo al encuentro de los franceses, cuyas formaciones se habí an roto.

 

IX

El ataque del sexto de cazadores aseguraba la retirada del flanco derecho. En el centro de la posició n, la olvidada baterí a de Tuchin, que habí a conseguido incendiar Schoengraben, paraba el movimiento enemigo. Los franceses se dirigieron a apagar el fuego, que el viento propagaba, y esto dio tiempo para preparar la retirada. En el centro de la posició n, la retirada, a travé s de los torrentes, se efectuaba con prisa y con estré pito, pero las tropas se replegaban en buen orden. No obstante, en el flanco izquierdo, formado por los regimientos de infanterí a de Azov, Podolia y los hú sares de Pavlogrado, habí an sido atacados y rodeados a la vez por las fuerzas má s considerables mandadas por Lannes. De un momento a otro parecí a seguro su aniquilamiento. Bagration envió a Jerkov al comandante que mandaba el flanco, con la orden de retroceder a toda prisa. Jerkov, valientemente, sin separar la mano del quepis, picó espuelas y se lanzó al galope, pero en cuanto se encontró a cierta distancia de Bagration, sus fuerzas le abandonaron y un terror pá nico se apoderó de su espí ritu, impidié ndole ir hacia el peligro.

El escuadró n en que serví a Rostov, el cual a duras penas habí a tenido tiempo de montar a caballo, estaba parado ante el enemigo. Otra vez, como en el puente del Enns, no habí a nadie entre el escuadró n y el enemigo. No habí a nada sino aquella misma terrible lí nea de lo desconocido y del miedo, parecida a la lí nea, que separa a los vivos de los muertos, y las preguntas «la pasará n o no» y «có mo» les trastornaban.

El coronel se acercó al frente y respondió con có lera a las preguntas de los oficiales, como un hombre desesperado de tener que dar una orden cualquiera. Nadie decí a nada en concreto, pero en el escuadró n circulaba el rumor de un ataque pró ximo. El mando dio una orden. Inmediatamente prodú jose un rumor de sables al desenvainarse, pero aú n no se moví a nadie. Las tropas del flanco izquierdo, la infanterí a y los hú sares comprendí an que ni los mismos jefes sabí an qué hacer, y la indecisió n de é stos se transmití a a las tropas.

«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda», pensaba Rostov, comprendiendo que, por ú ltimo, habí a llegado el momento de experimentar la emoció n del ataque, esa emoció n de la que tanto habí an hablado sus compañ eros hú sares.

‑ Con la ayuda de Dios, hijos mí os ‑ gritó la voz de Denisov ‑. Al trote... Marcha...

En las filas delanteras ondularon las grupas de los caballos. Gratchik arrancó, como los demá s. A la derecha, Rostov veí a las primeras filas de sus hú sares, y, un poco má s lejos, hacia delante, una lí nea oscura que no podí a definir pero que suponí a era la lí nea enemiga. Oyé ronse dos disparos.

‑ ¡ Acelerad el trote! ‑ ordenó una voz.

Y Rostov sintió que su caballo contraí a las patas y se lanzaba al galope. Presentí a todos estos movimientos y cada vez estaba má s alegre. Vio ante sí un á rbol aislado. Momentá neamente, este á rbol estaba en el centro de aquella lí nea que parecí a tan terrible, pero la lí nea habí a sido atravesada y no solamente no habí a en ella nada de terrible, sino que cuanto má s avanzaba, má s alegre era todo y má s animado se sentí a.

«Le daré un buen golpe», pensó Rostov empuñ ando valerosamente el sable.

‑ ¡ Hurra! ‑ gritaban las voces en torno suyo.

«Que caiga uno ahora en mis manos», pensaba Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la brida, con á nimo de pasar ante los demá s. Veí ase ya claramente al enemigo. De pronto, algo como una enorme escoba fustigó al escuadró n. Rostov levantó el sable dispuesto a dejarlo caer, pero en aquel momento el soldado Nikitenk, que galopaba ante é l, se desvió, y Rostov, como en un sueñ o, sintió que continuaba galopando hacia delante con una rapidez vertiginosa y que, sin embargo, no se moví a de su sitio. Un hú sar a quien conocí a se le acercó corriendo por detrá s y le miró severamente. El caballo del hú sar se encabritó y despué s continuó el galope.

«¿ Qué ocurre? ¿ Qué es esto? ¿ Por qué no avanzo? He caí do. Me han matado», se preguntaba y respondí a a la vez. Estaba solo en medio del campo. En lugar de caballos galopando y de espaldas de hú sares en torno suyo veí a tan só lo la tierra inmó vil y la niebla de la llanura. Debajo de é l sentí a correr la sangre caliente.

«No estoy herido. Han matado a mi caballo. » Gratchik se levantó sobre las patas delanteras, pero cayó inmediatamente sobre las piernas del jinete. Caí a la sangre de la cabeza del caballo, que se debatí a pero que no podí a levantarse. Rostov tambié n quiso erguirse, pero volvió a caer. El sable se le habí a enredado en la silla.

«¿ Dó nde está n los nuestros? ¿ Dó nde los franceses? » No lo sabí a, no habí a nadie en torno suyo. Cuando pudo soltarse la pierna se levantó. «¿ Dó nde está la lí nea que separaba claramente a ambos ejé rcitos? », se preguntó, sin poder contenerse. «¿ Ha ocurrido algo malo? Accidentes como é ste son corrientes, pero ¿ qué hay que hacer cuando ocurren? », se preguntaba mientras se levantaba. Y en aquel momento algo le tiraba del brazo izquierdo adormecido. Parecí a que la mano no fuera suya. La examinó inú tilmente, buscando sangre. «¡ Ah! Veo hombres. Ellos me ayudará n», pensó alegremente viendo a gente que corrí a hacia donde é l se hallaba. Alguien, con una gorra extrañ a y un capote azul, sucio, con una nariz aquilina, corrí a delante de aquellos hombres. Detrá s corrí an otros dos y despué s muchos má s todaví a. Uno de ellos pronunció unas palabras, pero no en ruso. Entre unos hombres parecidos a aquellos, cubiertos con la misma gorra y que les seguí an encontrá base un hú sar ruso. Le llevaban cogido por detrá s, con las manos, y conducí an su caballo de la brida.

«Seguramente un prisionero de los nuestros..., sí... ¿ Tambié n me cogerá n a mí? ¿ Quié nes son estos hombres? » Miraba a los franceses, que se acercaban a é l; hací a pocos segundos se habí a lanzado contra ellos para aniquilarlos y su proximidad le pareció tan terrible que se resistí a a creer lo que veí a.

«¿ Quié nes son? ¿ Por qué corren? ¿ Por mí? ¿ Corren por mí? ¿ Y por qué? ¿ Para matarme? ¿ A mí, a quien todos quieren tanto? » Recordó el amor que le profesaba su madre, su familia, sus amigos, y la intenció n de sus enemigos de matarle le parecí a mentira. «Sí, de veras. Vienen a matarme. » Permaneció de pie má s de diez segundos, sin moverse, no comprendiendo su situació n. El francé s de nariz aquilina, el primero, estaba tan cerca que ya se distinguí a la expresió n de su rostro. La fisonomí a roja, extrañ a, de aquel hombre que, con la bayoneta calada, corrí a hacia é l conteniendo la respiració n, le heló la sangre en las venas. Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la arrojó al francé s y con todas sus fuerzas corrió hacia los matorrales. No corrí a con aquel sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos. Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz, que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a travé s de las matas con la agilidad con que en otro tiempo corrí a cuando jugaba al gorielki[SC5], sin girar un solo momento su rostro pá lido, bondadoso y joven y sintiendo en la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se volvió. Los franceses perdí an distancia, incluso aquel que le perseguí a má s de cerca, que se volvió y gritó algo a los compañ eros que le seguí an. Rostov se detuvo. «No, no es esto ‑ pensó ‑ No es posible que quieran matarme. » El brazo izquierdo le pesaba como si colgase de é l un peso de cuatro libras. No podí a correr má s. Tambié n el francé s se habí a detenido. Apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala ante é l, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los matorrales. Tras ellos habí a tiradores rusos.



  

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