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TERCERA PARTE 2 страница



El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se dirigió a Nesvitzki.

‑ Me ha hablado usted de materias inflamables ‑ dijo ‑, pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al puente.

‑ ¿ Có mo se entiende? ‑ dijo Nesvitzki quitá ndose la gorra y alisá ndose con la mano los cabellos, empapados en sudor ‑. ¿ Có mo es posible que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han colocado en é l materias inflamables? Amigo mí o...

‑ Yo no soy para usted ningú n «amigo mí o», señ or oficial deEstado Mayor, y no me ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi obligació n y acostumbro cumplir estrictamente las ó rdenes que se me dan. Usted me ha dicho: «Prenderá n fuego al puente. » Pero ¿ quié n? No puedo saberlo, diablo.

‑ Siempre ocurre lo mismo ‑ dijo Nesvitzki con un ademá n ‑. ¿ Qué haces aquí? ‑ preguntó a Jerkov.

‑ He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado. Acé rcate, acé rcate...

‑ ¿ Qué dice usted, señ or oficial? ‑ continuó el Coronel con tono ofendido.

‑ Coronel ‑ le interrumpió el oficial de la escolta ‑, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañ ones hasta ponerlos a tiro de metralla.

El Coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y frunció el entrecejo.

‑ Incendiaré el puente ‑ dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que se le ocasionaban, harí a todo cuanto fuera necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el Coronel avanzó y ordenó al segundo escuadró n, aquel en, que serví a Rostov bajo las ó rdenes de Denisov, que volviera al puente.

Las caras alegres de los soldados del escuadró n cobraron la expresió n severa que tení an cuando se encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez y solemnidad. El escuadró n esperaba la orden.

‑ Aprisa, aprisa ‑ gritaban en torno suyo algunas voces.

Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de espuelas, precipitá banse a caballo los hú sares, sin saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban. Rostov no miraba ya al Coronel ni tení a tiempo de hacerlo. Tení a miedo. Su corazó n latí a, temiendo que los hú sares llegasen tarde. Cuando entregó su caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la sangre afluí a a oleadas a su corazó n. Denisov pasó ante é l, gritando algo. Rostov no veí a sino a los hú sares que corrí an en torno suyo, tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los sables.

‑ ¡ Camilla! ‑ gritó una voz tras é l.

Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la petició n de una camilla. Corrí a, procurando tan só lo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demá s pasaron ante é l.

‑ Por ambos lados, teniente ‑ decí a la voz del Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o retrocedí a cerca del puente, con la cara triunfante y alegre.

Rostov, limpiá ndose las manos sucias de barro en el pantaló n, miró al Coronel y quiso correr má s allá, imaginá ndose que cuanto má s lejos fuera mejor quedarí a. Pero fuera que Bogdanitch no le hubiese mirado o reconocido, le llamó con có lera.

‑ ¿ Quié n es ese que corre por el centro del puente? ¡ A la derecha, suboficial, a la derecha y atrá s! ‑ y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y audaz, paseá base a caballo sobre las maderas del puente.

‑ ¿ Para qué servirá esa imprudencia, capitá n? Mejor será que desmonte.

‑ ¡ Bah! Solamente cae el que ha de caer ‑ replicó Denisov volvié ndose sobre la fila.

Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro, contemplando aquel puñ ado de hombres con gorras amarillas, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre los cuales podí an distinguirse fá cilmente los cañ ones.

¿ Conseguirí an o no prender fuego al puente? ¿ Quié n serí a el primero? ¿ Lo incendiarí an y podrí an huir, o bien los franceses se acercarí an lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudí an voluntariamente a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aqué l, a los hú sares y a los capotes azules que se moví an al otro lado con las bayonetas y los cañ ones.

‑ Esto será terrible para los hú sares ‑ dijo Nesvitzki ‑; ya se encuentran a tiro de metralla.

‑ No habí a necesidad de haber mandado a tantos hombres ‑ dijo el oficial de la escolta.

‑ Sí, ciertamente ‑ opinó Nesvitzki ‑; para esto, con dos hombres hubiera bastado.

‑ ¡ Ah, Excelencia! ‑ intervino Jerkov, sin separar la vista de los hú sares pero conservando su tono inocente que no permití a distinguir si hablaba en serio o no ‑. ¡ Ah, Excelencia! ¿ Có mo dice usted enviar dos soldados tan só lo? ¿ Quié n nos darí a entonces la Cruz de Vladimir? Má s vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadró n para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoració n. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.

‑ ¡ Ah! ‑ dijo el oficial de la escolta ‑. Ya ametrallan ‑ y señ alaba a los cañ ones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontraban los cañ ones se levantó una columna de humo, y casi simultá neamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Despué s oyé ronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.

‑ ¡ Oh, oh! ‑ dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo ‑. Mire, ya ha caí do el primero. Mire.

‑ Y me parece que tambié n el segundo.

‑ Si fuese rey, no harí a nunca la guerra ‑ dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.

Los cañ ones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infanterí a de los capotes azules corrí a hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellá ndose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurrí a. Lo cubrí a todo un humo espeso. Los hú sares habí an conseguido prender fuego y las baterí as francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañ ones estaban cargados y no sabí an contra quié nes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los hú sares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los hú sares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No habí a nadie a quien atacar de la forma en que é l habí a imaginado que eran los combates, y no podí a ayudar a incendiar el puente porque no habí a cogido brasa ninguna, como hicieron los demá s soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estré pito y uno de los hú sares má s cercanos a é l cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demá s. Alguien gritó: «¡ Camilla! » Cuatro hombres cogieron al hú sar y lo levantaron.

‑ ¡ Ay, ay, ay! ¡ Dejadme! ¡ Por Dios, dejadme! ‑ gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magní fico. ¡ Era tan azul, tan sereno, tan profundo...! ¡ Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡ Cuá n suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todaví a eran mucho má s hermosas las azulencas y largas montañ as tras el rí o, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.

«Si estuviera allí, no desearí a nada ‑ pensó Rostov ‑. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre... Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya má s ni este sol, ni este aire, ni estas montañ as... »

Comenzó entonces a ocultarse el sol detrá s de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresió n enfermiza y trastornadora.

«¡ Oh Dios mí o, Señ or!, Tú que está s en los cielos, sá lvame, perdó name y proté geme», murmuró Rostov.

El hú sar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron má s fuertes y má s tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.

‑ ¡ Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pó lvora! ‑ le gritó Denisov al oí do.

«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.

‑ ¿ Qué era? ¿ Metralla? ‑ preguntó a Denisov.

‑ ¡ Y vaya metralla! ‑ exclamó Denisov ‑. Han trabajadocomo leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.

«Me parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov.

En efecto, nadie se habí a percatado, porque todos conocí an el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todaví a no ha entrado en fuego.

‑ Será considerada una acció n excelente ‑ dijo Jerkov‑. Quizá me propongan para un ascenso.

‑ Anuncie al Prí ncipe que he prendido fuego al puente ‑ dijo el Coronel con alegrí a y solemnidad.

‑ Si me pregunta las bajas...

‑ ¡ No ha sido nada! ‑ dijo en voz baja el Coronel ‑. Un muerto y dos heridos ‑ continuó con visible alegrí a, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacció n al pronunciar la palabra «muerto».

 

Perseguido por un ejé rcito de má s de cien mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas las condiciones previstas de la guerra, el ejé rcito ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov, retrocedí a rá pidamente siguiendo el curso del Danubio, detenié ndose allí donde se veí a rodeado por el enemigo y defendié ndose por la retaguardia tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes. Habí a habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio enemigo, que los rusos habí an demostrado, el resultado de estas acciones no era sino una retirada cada vez má s rá pida. Las tropas austriacas que habí an evitado la capitulació n en Ulm, y se habí an unido a Kutuzov en Braunau, habí anse separado ú ltimamente del ejé rcito ruso y Kutuzov veí ase reducido tan só lo a sus dé biles fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra ofensiva, premeditada segú n las leyes de la nueva ciencia ‑ la estrategia ‑, el plan de la cual habí a sido remitido a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austriaco, el ú nico objeto, casi inaccesible, que entonces se presentaba a Kutuzov consistí a en reunirse a las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejé rcito como Mack en Ulm.

El dí a 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su ejé rcito a la ribera izquierda del Danubio y se detení a por primera vez, interponiendo el rí o entre é l y el grueso del ejé rcito enemigo. El dí a 30 se lanzó al ataque y deshizo la divisió n de Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En esta acció n consiguió apoderarse de unas banderas, algunos cañ ones y dos generales enemigos. Tambié n por primera vez, despué s de dos semanas de retirada, se detení a el ejé rcito ruso y, despué s de un combate, no solamente quedaba dueñ o de la situació n, sino que habí a logrado expulsar a los franceses.

El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus espí as un informe segú n el cual el ejé rcito ruso encontrá base en una situació n casi desesperada. El informe decí a que los franceses, con un enorme contingente de fuerzas, despué s de atravesar el puente de Viena, se dirigí an contra la lí nea de comunicació n de Kutuzov con las tropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejé rcito de Napoleó n le impedirí an el paso por todas partes, rodearí an su fatigado ejé rcito de cuarenta mil hombres y se encontrarí a en la situació n de Mack en Ulm. Si Kutuzov se decidí a a abandonar la lí nea de comunicació n con las tropas procedentes de Rusia, habí a de penetrar, ignorando el camino, en el desconocido y montañ oso paí s de Bohemia, y, defendié ndose de un enemigo muy superior en nú mero y armamento, renunciar a toda esperanza de reunirse con Buksguevden. Si Kutuzov decidí a replegarse por la carretera de Krems a Olmutz para reunirse a las tropas que vení an de Rusia, exponí ase a que los franceses que acababan de atravesar el puente de Viena aparecieran ante é l, vié ndose entonces obligado a aceptar la batalla durante la marcha, con todo el impedimento de bagajes y furgones y contra un enemigo tres veces superior en nú mero, que le cerrarí a el paso por todas partes. Kutuzov se decidió por esto.

Tal como habí a anunciado el espí a, los franceses, despué s de atravesar el rí o en Viena, se dirigieron a marchas forzadas sobre Znaim por la carretera que seguí a Kutuzov, a unas cien verstas de distancia. Llegar a Znaim antes que los franceses era una gran esperanza de salvació n para el ejé rcito. Dejar a los franceses el tiempo de llegar, indudablemente era infligir al ejé rcito una derrota comparable a la de Ulm, con la pé rdida total de las fuerzas. Pero anticiparse a los franceses con todo el ejé rcito era imposible. La marcha de los franceses desde Viena a Znaim era mucho má s corta y mejor que la que habí an de hacer los rusos desde Krems.

La misma noche que recibió el informe, Kutuzov envió la vanguardia de Bagration, cuatro mil hombres, por las montañ as, a la derecha de la carretera de Krems a Znaim y la de Viena a Znaim. Bagration habí a de llevar a cabo esta marcha sin detenerse, teniendo delante a Viena y a la espalda a Znaim, y si conseguí a adelantarse a los franceses habí a de detenerlos todo el tiempo que pudiera. Kutuzov en persona, con todo el ejé rcito, se dirigí a a Znaim. Despué s de recorrer durante una noche tempestuosa, con soldados descalzos y hambrientos y desconociendo el camino, cuarenta y cinco verstas a travé s de las montañ as y perdiendo un tercio de sus fuerzas por los rezagados, Bagration salió a la carretera de Viena a Znaim por Hollabrum unas cuantas horas antes que los franceses, que avanzaban hacia el mismo lugar desde Viena. Kutuzov tení a todaví a que marchar una jornada, con toda la impedimenta, para llegar a Znaim. Así, pues, para salvar al ejé rcito, Bagration, con menos de cuatro mil soldados hambrientos y extenuados, habí a de retener durante veinticuatro horas al ejé rcito enemigo, con el que habí a de enfrentarse en Hollabrum. Evidentemente, era imposible. No obstante, la caprichosa fortuna hizo posible el milagro. El é xito de la estratagema gracias a la cual habí a caí do el puente de Viena en manos de los franceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murat a engañ ar igualmente a Kutuzov. Al hallar al dé bil destacamento de Bagration en la carretera, creyó Murat que tení a ante sí a todo el ejé rcito de Kutuzov. Con objeto de aniquilarlo por completo, quiso esperar a los rezagados por la carretera de Viena, y, en consecuencia, propuso un armisticio de tres dí as con la condició n de que los dos ejé rcitos conservarí an sus posiciones respectivas y no darí an un solo paso. Afirmaba Murat que ya se habí an entablado negociaciones de paz y que proponí a el armisticio para evitar una inú til efusió n de sangre. El general austriaco que fue a las avanzadas creyó las palabras de los parlamentarios de Murat, y al retroceder dejó al descubierto el destacamento de Bagration. El otro parlamentario se dirigió a la formació n rusa para dar cuenta de la misma noticia de las entrevistas pacifistas y propuso a las tropas rusas tres dí as de armisticio. Bagration contestó que no podí a aceptar ni rechazar tal armisticio y envió por un ayudante de campo a Kutuzov el informe sobre la proposició n que acababa de serle hecha. El armisticio es para Kutuzov el ú nico medio de ganar tiempo, de dar descanso al fatigado destacamento de Bagration y adelantar, con los furgones y los bagajes cuyos movimientos no veí an los franceses, toda la distancia posible que le separaba de Znaim. La proposició n de armisticio ofreció la ú nica e inesperada posibilidad de salvar al ejé rcito. Al recibir esta noticia, Kutuzov envió inmediatamente al ayudante de campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod habí a no só lo de aceptar el armisticio, sino proponer tambié n las condiciones de capitulació n, y, mientras tanto, Kutuzov enviarí a a sus ayudantes de campo a acelerar todo lo posible el movimiento de los furgones y de la impedimenta por la ruta de Krems a Znaim. Ú nicamente el destacamento hambriento y fatigado de Bagration habí a de quedar inmó vil ante el enemigo, ocho veces má s fuerte, y cubrir la marcha de todo el ejé rcito y de sus bagajes.

La esperanza de Kutuzov se realizaba. La propuesta de capitulació n que no obligaba a nada, dio a buena parte de la impedimenta el tiempo suficiente para pasar, y no hubo de tardar mucho tiempo en hacerse sentir la equivocació n de Murat. En cuanto Bonaparte, que se encontraba en Schoenbrun, a veinticinco verstas de Hollabrum, recibió el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulació n, sospechó la estratagema y escribió a Murat la siguiente carta:

 

«Al prí ncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumario de l805. A las ocho de la mañ ana.

»Me es imposible encontrar palabras para expresar mi disgusto. Manda usted tan só lo mi vanguardia, y no tiene derecho a concertar armisticio alguno sin orden mí a. Me hace perder el fruto de una campañ a. Rompa inmediatamente el armisticio y lá ncese contra el enemigo. Le dirá usted que el general que ha firmado la capitulació n no tiene poderes para hacerlo y que el ú nico que tiene este derecho es el Emperador de Rusia. Siempre y cuando el Emperador de Rusia ratificara dichos convenios, los ratificaré yo tambié n, pero esto no es má s que una excusa. Destruya al ejé rcito ruso. Se encuentra usted en situació n de apoderarse de todo su bagaje y artillerí a. El ayudante de campo del Emperador de Rusia es un... Los oficiales no son nadie cuando no tienen poderes, y é ste no tení a... Los austriacos se han dejado engañ ar en el puente de Viena. Usted se deja engañ ar por un ayudante de campo del Emperador.

«Napoleó n. »

 

El ayudante de campo de Bonaparte galopó con esta carta terrible al encuentro de Murat. Bonaparte, receloso de sus generales, se dirigió con toda su guardia hacia el templo de befalls, temeroso de dejar escapar la esperada victima. El destacamento de cuatro mil hombres de Bagration preparaba alegremente el fuego, se secaba ante é l, se calentaba, preparaba el rancho, por primera vez al cabo de tres dí as, y ni uno de los soldados pensaba ni sabí a lo que le esperaba.

 

VI

A las cuatro de la tarde, el prí ncipe André s, que habí a reiterado con insistencia su demanda a Kutuzov, se presentó en el campamento de Bagration. El ayudante de campo de Bonaparte no habí a vuelto al destacamento de Murat y el combate no habí a empezado aú n. Nada se sabí a en el destacamento de Bagration de la marcha general de las cosas, y se hablaba de la paz sin creer, no obstante, que fuera posible. Hablá base tambié n de la batalla y tambié n creí asela inminente. Bagration, que sabí a que Bolkonski era el ayudante de campo favorito y de confianza del general en jefe, le recibió con una distinció n y una benevolencia singulares. Le dijo que probablemente la batalla comenzarí a aquel dí a o al siguiente, y le dejó en absoluta libertad de colocarse a su lado durante la acció n o de ir a la retaguardia para vigilar el orden durante la retirada, «lo que era tambié n muy importante».

‑ Sin embargo, hoy no tendremos acció n ‑ dijo Bagration para tranquilizar al Prí ncipe, y pensó: «Si es un cotilla del Estado Mayor enviado a la retaguardia para obtener una recompensa, la conseguirá igualmente, y si quiere quedarse a mi lado, que se quede... Si es un valiente, podrá ayudarme. »

El prí ncipe André s no contestó y pidió al prí ncipe Bagration que le autorizara a recorrer la posició n y examinar la situació n de las tropas, con objeto de saber lo que serí a conveniente hacer en el caso en que fueran atacadas. El oficial de servicio, un muchacho apuesto, vestido elegantemente, con un diamante en el í ndice, y que, a propó sito, hablaba mal el francé s, se ofreció a acompañ ar al Prí ncipe. Por todas partes veí anse oficiales con los uniformes chorreando agua, con las caras tristes y la actitud de quien busca algo que se ha perdido; veí anse tambié n a muchos soldados que traí an del pueblo, a rastras, puertas, bancos y maderos.

‑ ¿ Ve usted, Prí ncipe? No se puede hacer nada con esta gente ‑ dijo el oficial señ alando a los hombres ‑. Los jefes son demasiado dé biles. Vé alos‑ y señ alaba una cantina ‑; se pasan el dí a ahí dentro. Esta mañ ana los he echado a todos y ya vuelven a estar. Debemos acercarnos, Prí ncipe, y sacarlos de ahí. Es cuestió n de un momento.

‑ Vamos. Compraré un poco de queso y pan ‑ dijo el Prí ncipe, que todaví a no habí a comido nada.

‑ ¿ Por qué no lo habí a dicho usted antes, Prí ncipe? Yo hubiese podido ofrecerle algo.

Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.

‑ Pero ¿ qué es esto, señ ores? ‑ dijo el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha repetido muchas veces la misma frase ‑. No se pueden abandonar los puestos de este modo. El Prí ncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lo digo por usted, capitá n‑ dijo a un oficial de artillerí a de baja estatura, sucio, delgado y que, descalzo, porque habí a entregado las botas al cantinero para que se las secara, se levantaba ú nicamente con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba sonriendo y cohibido.

‑ ¿ No le da a usted vergü enza, capitá n Tuchin? ‑ continuó el oficial de Estado Mayor ‑. Me parece que usted, en calidad de artillero, harí a mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines ‑ el oficial de Estado Mayor sonrió ‑. Cada uno a su puesto, señ ores ‑ añ adió con autoritario tono.

El prí ncipe André s sonrió involuntariamente al ver al capitá n Tuchin que, tambié n sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al prí ncipe André s como al oficial de Estado Mayor.

‑ Los soldados dicen que es má s có modo andar descalzo ‑ dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo de disimular su turbació n con una salida de tono.

Pero no habí a terminado aú n de hablar ‑ cuando comprendió que su broma no era bien recibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.

‑ Haga el favor de retirarse‑ dijo el oficial de Estado Mayor procurando aparentar seriedad.

El Prí ncipe contempló de nuevo la desmedrada figura del artillero, que tení a algo extrañ o y particular, nada marcial, un poco có mico, pero muy atractivo. El oficial y el Prí ncipe volvieron a montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando y dejando atrá s soldados de distintas armas, se dieron cuenta de que a la izquierda habí a unas fortificaciones cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas. Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frí o, moví anse en las trincheras como hormigas blancas. Manos invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la fortificació n y se alejaron. Tras la trinchera vieron algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salí an afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos para salir rá pidamente de aquella atmó sfera pestilente.

‑ He aquí las delicias del campamento, Prí ncipe ‑ dijo el oficial de servicio.

Fueron en direcció n a la montañ a. Desde allí veí ase a los franceses. El prí ncipe André s se detuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.

‑ La baterí a ha sido colocada allí ‑ dijo el oficial de Estado Mayor señ alando el pico ‑. Es la baterí a del oficial de los calcetines. Desde allí lo veremos todo. Vamos, Prí ncipe.

‑ Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañ e. Iré solo ‑ dijo el Prí ncipe, que querí a deshacerse del oficial ‑. Por favor, no se moleste.



  

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