Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





TERCERA PARTE 1 страница



I

En octubre de 1805, el ejé rcito ruso ocupaba las ciudades y los pueblos del archiduque de Austria, y otros regimientos procedentes de Rusia, que constituí an una pesada carga para los habitantes, acampaban cerca de la fortaleza de Braunau, cuartel general del general en jefe Kutuzov.

El 11 de octubre de aquel mismo añ o, uno de los regimientos de infanterí a, que acababa de llegar a Braunau, formaba a media milla de la ciudad, esperando la revista del Generalí simo. Con todo y no ser rusa la localidad, veí anse de lejos los huertos, las empalizadas, los cobertizos de tejas y las montañ as; con todo y ser extranjero el pueblo y mirar con curiosidad a los soldados, el regimiento tení a el aspecto de cualquier regimiento ruso que se preparase para una revista en cualquier lugar del centro de Rusia. Por la tarde, durante la ú ltima marcha, habí a llegado la orden de que el general en jefe revistarí a a las tropas en el campamento.

Por la larga y amplia carretera vecina, flanqueada de á rboles, avanzaba rá pidamente, con ruido de muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Tras ella seguí a el cortejo y la guardia de croatas. Al lado de Kutuzov hallá base sentado un general austriaco, vestido con un uniforme blanco que contrastaba notablemente al lado de los uniformes negros de los rusos. La carretela se detuvo cerca del regimiento. Kutuzov y el general austriaco hablaban en voz baja. Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutuzov sonrió un poco, como si allí no se encontraran aquellos dos mil hombres que le miraban conteniendo el aliento. Oyó se el grito del jefe del regimiento. É ste se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un silencio de muerte, oyó se la dé bil voz del Generalí simo. El regimiento dejó oí r un alarido bronco:

‑ ¡ Viva Su Excelencia!

Y de nuevo quedó todo en silencio. De momento, Kutuzov permaneció en pie, en su mismo lugar, mientras desfilaba el regimiento. Despué s, andando, acompañ ado del general vestido de blanco y de su sé quito, pasó ante las filas. Por el modo que el jefe del regimiento saludaba al Generalí simo, sin separar de é l los ojos; por el modo de caminar inclinado entre las filas de soldados, siguiendo sus menores gestos, pendiente de cada palabra y de cada movimiento del Generalí simo, veí ase claramente que cumplí a sus deberes de sumisió n con mucho má s gusto aú n que sus obligaciones de general. El regimiento, gracias a la severidad y a la atenció n de su general, hallá base en mejor estado con relació n a los que habí an llegado a Braunau simultá neamente. Habí a ú nicamente doscientos diecisiete rezagados y enfermos y todo estaba mucho má s atendido, excepto el calzado.

Kutuzov pasaba ante las filas de soldados y se detení a a veces para dirigir algunas palabras amables a los oficiales de la guerra de Turquí a a quienes iba reconociendo, y tambié n a los mismos soldados. Viendo los zapatos de la tropa, bajó con frecuencia la cabeza tristemente, mostrá ndoselos al general austriaco, como no queriendo culpar a nadie, pero sin poder disimular que estaban en muy mal estado. Constantemente, el jefe de toda aquella tropa corrí a hacia delante, temeroso de perder una sola palabra pronunciada por el Generalí simo con respecto a su tropa. Detrá s de Kutuzov, a una distancia en que las palabras, incluso pronunciadas a media voz, podí an ser oí das, marchaban veinte hombres del sé quito, quienes conversaban entre sí y reí an de vez en cuando. Un ayudante de campo, de arrogante aspecto, seguí a de cerca al Generalí simo. Era el prí ncipe Bolkonski y hallá base a su lado su compañ ero Nesvitzki, un oficial de graduació n superior, muy alto y grueso, de cara afable, sonriente, y ojos dulces. Nesvitzki, provocado por un oficial de hú sares que iba cerca de é l, a duras penas podí a contener la risa. El oficial de hú sares, sin sonreí r siquiera, sin cambiar la expresió n de sus ojos fijos, con una cara completamente seria, miraba la espalda del jefe del regimiento, remedando todos sus movimientos. Cada vez que el General temblaba y se inclinaba hacia delante, el oficial de hú sares temblaba y se inclinaba tambié n. Nesvitzki reí a y tocaba a los que tení a má s pró ximos, para que observaran la burla de su compañ ero.

Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos millares de ojos que parpadeaban para ver a su jefe. Al encontrarse ante la tercera compañ í a, detú vose de pronto. El sé quito, que no preveí a este alto, se encontró involuntariamente en contacto con é l.

‑ ¡ Ah, Timokhin! ‑ dijo el Generalí simo dá ndose cuenta de la presencia del capitá n de la nariz colorada, el cual habí a sido amonestado a causa del capote azul.

Cuando el General le dirigí a alguna observació n, Timokhin se poní a tan rí gido que materialmente parecí a imposible que pudiera envararse má s. Pero cuando le habló el Generalí simo, el capitá n se envaró de tal forma que visiblemente no era posible que pudiese mantenerse en este estado si la mirada del Generalí simo se prolongaba algú n rato. Kutuzov comprendió enseguida esta situació n, y como apreciaba al capitá n se apresuró a volverse. Una sonrisa imperceptible apareció en la cara redonda y cruzada por una cicatriz del Generalí simo.

‑ Un compañ ero de armas de Ismail ‑ dijo ‑. Un bravo oficial. ¿ Está s contento de é l? ‑ preguntó Kutuzov al General.

É ste, reflejado como en un espejo en los gestos y ademanes del oficial de hú sares, tembló, avanzó y repuso:

‑ Muy contento, Excelencia.

‑ Todos tenemos nuestras debilidades ‑ dijo Kutuzov sonriendo y alejá ndose‑. La suya era el vino.

El General se aterrorizó como si é l hubiese tenido la culpa y no dijo nada. En aquel momento, el oficial de hú sares vio la cara del capitá n de nariz colorada y vientre hundido y compuso tan bien su rostro y postura, que Nesvitzki no pudo contener la risa. Kutuzov se volvió. No obstante, el oficial podí a mover su rostro como querí a. En el momento en que el Generalí simo se volví a, el oficial pudo componer una mueca y tomar enseguida la expresió n má s seria, respetuosa e inocente.

La tercera compañ í a era la ú ltima, y Kutuzov, que se habí a quedado pensativo, pareció como si recordara algo. El prí ncipe André s se destacó de la escolta y dijo en francé s y en voz baja:

‑ Me ha ordenado que le recuerde al degradado Dolokhov, que se encuentra en este regimiento.

‑ ¿ Dó nde está? ‑ preguntó Kutuzov.

Dolokhov, que se habí a puesto ya su capote gris de soldado, no esperaba que le llamasen. Cuidadosamente vestido, serenos sus ojos azul claro, salió de la fila, se acercó al Generalí simo y presentó armas.

‑ ¿ Una queja? ‑ preguntó Kutuzov frunciendo levemente el entrecejo.

‑ Es Dolokhov ‑ dijo el prí ncipe André s.

‑ ¡ Ah! ‑ repuso Kutuzov ‑. Espero que esta lecció n te corregirá. Cumple con tu deber. El Emperador es magná nimo y yo no te olvidaré si te lo mereces.

Los ojos azul claro miraban al Generalí simo con la misma audacia que al jefe del regimiento y con la misma expresió n parecí an destruir la distancia que separa a un generalí simo de un soldado.

‑ Só lo pido una cosa, Excelencia ‑ replicó con su voz sonora y firme ‑: que se me dé ocasió n para borrar mi falta y probar mi adhesió n al Emperador y a Rusia.

Kutuzov se volvió. En su rostro apareció la misma sonrisa que habí a tenido al dirigirse al capitá n Timokhin. Frunció el entrecejo, como si quisiera demostrar que hací a mucho tiempo sabí a lo que decí a y podí a decir Dolokhov, que todo aquello le molestaba y que no era necesario. Se dirigió a la carretela. El regimiento formó por compañ í as, marchando a los cuarteles que les habí an sido designados, no lejos de Braunau, donde esperaban poder calzarse, vestirse y descansar de una dura marcha.

 

II

Kutuzovse habí a replegado hacia Viena, destruyendo tras de sí los puentes del Inn en Braunau y el del Traun en Lintz. El 23 de octubre, las tropas rusas pasaban el Enns. Los furgones de la artillerí a y las columnas del ejé rcito pasaron el Enns en pleno dí a, desfilando a cada lado del puente. El tiempo era bochornoso y lloví a. Ante las baterí as rusas que defendí an el puente, situadas en unas lomas, abrí ase una amplia perspectiva velada tan pronto por una cortina de lluvia como desaparecí a é sta y al resplandor del sol se distinguí an los objetos a lo lejos, resplandeciendo como si estuvieran cubiertos de laca. Abajo veí ase la ciudad con las casas blancas y los tejados rojos, la catedral y los puentes, por cuyas bocas, apelotoná ndose, fluí an las tropas rusas. En el recodo del Danubio veí anse las embarcaciones, la isla y el castillo con el parque rodeado por las aguas del Enns, que desembocaban en aquel lugar en el Danubio, y distinguí ase la ribera izquierda, cubierta, a partir de este rí o, de roquedales y bosques que perdí anse en la lejaní a misteriosa de los picos verdes y los azulencos collados. Veí anse aparecer los pequeñ os campanarios del monasterio, surgiendo por encima de un bosque de pinos silvestres, como una selva virgen; y lejos, delante, en lo alto de la montañ a, al otro lado del Enns, veí anse las patrullas enemigas. En medio de los cañ ones emplazados en aquella altura, el comandante de la retaguardia, con un oficial de su sé quito, examinaba el territorio con unos anteojos de campañ a. Un poco hacia atrá s, Nesvitzki, a quien el general en jefe habí a enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureñ a de un cañ ó n. El cosaco que le acompañ aba le entregó un pequeñ o macuto y una botella, y Nesvitzki obsequió a los oficiales con pastas y un doble kummel autentico.

Los oficiales le rodeaban muy animados, unos arrodillados y otros sentados a usanza turca sobre la hierba hú meda.

‑ En efecto, el prí ncipe austriaco que reconstruyó aquí este castillo ya sabí a lo que hací a. ¡ Que lugar má s encantador! ¿ Por qué no comen, señ ores? ‑ dijo Nesvitzki.

‑ Gracias, Prí ncipe ‑ repuso uno de los oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor ‑. Un lugar magní fico. Al pasar por el parque hemos visto a dos ciervos. Es un castillo incomparable.

‑ Prí ncipe ‑ dijo otro que tení a un vivo deseo de coger otro dulce pero que no se atreví a y fingí a por eso admirar el paisaje ‑, mire; nuestros soldados ya está n allí. Mire, allí abajo, aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arrastran algo. ¡ Oh! Vaciará n este palacio ‑ dijo, exaltado.

‑ Sí, exactamente, exactamente ‑ dijo Nesvitzki ‑. Me tienta‑ continuó, acercando un dulce a su boca perfectamente dibujada y hú meda ‑ ir allí. ‑ Señ alaba al monasterio, cuyos campanarios distinguí a. Luego sonrió, entornando los ojos‑. Estarí a muy bien, ¿ verdad, señ ores? ‑ Los oficiales sonrieron ‑. ¡ Ah! ¡ Si pudié ramos asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy lindas. De buena gana darí a cinco añ os de mi vida por darme este gusto.

‑ Esto, prescindiendo de que las pobres se molesten ‑ añ adió, riendo, el oficial má s audaz.

Mientras tanto, un oficial del sé quito, que se hallaba en primer té rmino, señ alaba algo al General, y é ste observaba con los anteojos.

‑ Sí, sí, tiene usted razó n, tiene usted razó n ‑ dijo con có lera, dejando de mirar por los anteojos y encogié ndose de hombros ‑. En efecto, atacará n cuando atravesemos. ¿ Qué es aquello que arrastran por allí?

Desde el otro lado, a simple vista, veí ase al enemigo en sus baterí as, de las cuales ascendí a una humareda blanca y lechosa. Tras la humareda oí ase una detonació n lejana y veí anse a las tropas apresurarse a atravesar el rí o.

Nesvitzki, por fanfarronerí a, se levantó y, con la sonrisa en los labios, se acercó al General.

‑ ¿ No quiere usted probar un poco, Excelencia?

‑ Mal negocio ‑ dijo el General sin contestarle ‑. Los nuestros se han rezagado.

‑ ¿ Hay que ir, Excelencia? ‑ preguntó Nesvitzki.

‑ Sí, vaya, por favor ‑ repuso el General.

Y repitió la orden que ya habí a dado detalladamente:

‑ Diga a los hú sares que pasen los ú ltimos y que incendien el puente, tal como ya he ordenado. Ademá s, que inspeccionen las materias inflamables que ya han sido colocadas.

‑ Muy bien ‑ replicó Nesvitzki.

Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó preparase la cantina, e irguió ligeramente su cuerpo sobre la silla.

‑ Me vendrá muy bien. De paso visitaré a las monjas ‑ dijo a los oficiales, que le miraban con media sonrisa, y se alejó por el sinuoso sendero de la montañ a.

‑ Vaya, capitá n, veamos el blanco ‑ ‑ dijo el General dirigié ndose al capitá n de artillerí a ‑. Distrá igase un poco.

‑ ¡ Artilleros, a las piezas! ‑ ordenó el oficial.

En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros, alegremente, corrieron a las piezas y cargaron el cañ ó n.

‑ ¡ Nú mero uno! ‑ exclamó una voz.

El nú mero uno disparó, ensordeciendo con su sonido metá lico a todos los que se hallaban en la montañ a. La granada se elevó zumbando; y lejos, ante el enemigo, por el humo, indico dó nde habí a estallado al caer. Las caras de los soldados y de los oficiales se iluminaron al oí r la detonació n. Todos se levantaron e hicieron observaciones sobre los movimientos de sus tropas, que veí anse abajo, como sobre la mano, y tambié n sobre el enemigo que avanzaba. En aquel momento, el sol disipó por completo las nubes y el agradable sonido de un cañ onazo aislado se fundió en el claro resplandor del sol, en una impresió n de coraje, entusiasmo y alegrí a.

 

III

Dos granadas enemigas habí an atravesado el puente, produciendo un gran remolino. El prí ncipe Nesvitzki echó pie a tierra. Hallá base en medio del puente y apoyó su enorme cuerpo contra la baranda. Volvió se y llamó al cosaco que, con los dos caballos cogidos por la brida, marchaba algunos pasos má s atrá s. En cuanto el prí ncipe Nesvitzki intentaba avanzar, los soldados y los carros precipitá banse sobre é l, empujá ndole contra la baranda. Y esto, no obstante, le producí a cierta complacencia.

‑ ¡ Eh, camarada! ‑ dijo un cosaco a un soldado encargado de una furgoneta, que seguí a a la infanterí a apelotonada al lado de las ruedas y de los caballos‑. ¿ No podrí as esperar un poco? ¿ No ves que el General ha de pasar?

Pero el conductor del furgó n, sin hacer caso del tí tulo de general, gritó a los soldados que le impedí an el paso:

‑ ¡ Eh, eh! ¡ Sorches! ¡ Pasad a la izquierda y esperad!

Pero la infanterí a, apoyando hombro contra hombro, entrecruzando las bayonetas, moví ase sobre el puente como una masa compacta, sin detenerse. Mirando hacia abajo por encima de la baranda, el prí ncipe Nesvitzki contemplaba las rá pidas y rumorosas ondas del Enns, que, mezclá ndose y rompié ndose contra los pilares del puente, encaballá banse unas sobre otras. En el puente veí anse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los quepis, las caras de pronunciados pó mulos, las hundidas mejillas, las fisonomí as fatigadas y las piernas que se moví an sobre el fango pegajoso que cubrí a las maderas del puente. A veces, en medio de las ondas monó tonas de los soldados, levantá base, como la espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de fisonomí a muy distinta a la de los soldados; a veces cerrá banse las ondas de la infanterí a y llevá banse consigo, como un trozo de madera sobre el rí o, a un hú sar a pie, a un asistente o a un aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una carreta de la compañ í a, cargada hasta los topes y cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas partes.

‑ Esto es como si se hubiera roto una esclusa ‑ dijo el cosaco, detenié ndose desesperado ‑. ¿ Hay muchos allá todaví a?

‑ Un milló n, poco má s o menos ‑ repuso un soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y desapareció. Tras é l vení a otro soldado viejo.

‑ Si «é l», el enemigo, se pudiera precipitar contra el puente ‑ dijo el soldado viejo dirigié ndose a un compañ ero ‑, se te pasarí an las ganas de rascarte.

El soldado pasó. Tras é l, otro soldado iba en un carro.

‑ ¿ Donde diablos has puesto los calcetines? ‑ decí a un hombre que corrí a tras un carro, buscando en é l.

Tambié n el carro y el soldado se alejaron. Aparecieron despué s otros soldados alegres; evidentemente, habí an bebido má s de la cuenta.

‑ Amigo mí o, le he dado un buen culatazo en los dientes‑ decí a alegremente un soldado que tení a subido el cuello del capote, agitando las manos.

‑ ¡ Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones ‑ replicó el otro riendo.

Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a quié n habí an herido en los dientes ni qué significació n tení a la palabra «jamó n».

‑ ¿ Por qué corren tanto? ¿ Porque «é l» ha tirado? Di que no quedará ninguno‑ dijo con malicia y tono de reconvenció n un suboficial.

‑ Cuando la granada pasó por delante, me quedé deslumbrado ‑ decí a, conteniendo la risa, un joven soldado de enorme boca ‑. Te juro que me morí a de miedo ‑ continuaba diciendo, como si presumiera de su terror.

Tambié n paso. Vení a detrá s un carro muy diferente de cuantos habí an pasado hasta entonces. Era una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un colchó n, veí ase a una mujer con una criatura de pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro colorado.

‑ ¡ Mirad, mirad! La gente no deja moverse al oficial ‑ decí a desde diversos puntos la multitud, parada pero mirando y empujá ndose continuamente hacia la salida.

Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para é l, de algo que se acercaba rá pidamente, el pesado sonido de algo que caí a al agua.

‑ Mira dó nde apunta ‑ dijo severamente un soldado, cerca de Nesvitzki, al oí r el sonido.

‑ Quiere que pasemos má s deprisa ‑ dijo otro, inquieto.

La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki comprendió que se trataba de una granada.

‑ ¡ El cosaco! ¡ El caballo! ‑ dijo ‑. Apartaos vosotros. Dejadme paso.

A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le hicieron dañ o en las piernas. Pero los que se hallaban má s cerca de é l no tení an la culpa, porque se sentí an empujados fuertemente por quienes estaban má s lejos.

‑ ¡ Nesvitzki, Nesvitzki! ¡ Eh, animal! ‑ dijo tras é l una voz ronca.

Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras é l, má s allá de la masa de la infanterí a en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el dormá n tirado graciosamente sobre la espalda.

‑ Ordena a estos diablos que dejen paso ‑ gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como el carbó n, resplandecí an. En la mano desnuda, pequeñ a, tan roja como su cara, empuñ aba el sable envainado aú n.

‑ ¡ Eh, Vaska! ¿ Qué te ocurre? ‑ gritó alegremente Nesvitzki.

‑ No puedo hacer pasar al escuadró n ‑ gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que, inquieto por el brillo de las bayonetas, moví a las orejas, piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurrí a por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo permití a.

‑ ¿ No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos. ¡ Dejadme paso! ¡ Apá rtate! ‑ gritaba, sin pronunciar las erres‑. ¡ Carretero del diablo, me abriré paso a sablazos! ‑ y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.

Los soldados, con las caras descompuestas, apretujá banse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzki.

‑ ¿ Có mo es que no está s todaví a borracho hoy? ‑ preguntó Nesvitzki a Denisov cuando se acercó a é l.

‑ No dan tiempo ni para beber ‑ repuso Denisov ‑. Nos pasamos el dí a arrastrando al regimiento de un lado para otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no só lo el diablo sabe lo que pasará.

‑ Está s hoy muy elegante‑ dijo Nesvitzki mirá ndole, contemplando su dormá n nuevo y los arreos de su caballo.

Denisov sonrió. Sacó su pañ uelo impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de Nesvitzki.

‑ ¿ Qué quieres que haga? Vamos a entrar en fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.

La imponente figura de Nesvitzki, acompañ ado de su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandí a el sable y enronquecí a a gritos, produjeron tanto efecto que pudieron atravesar el puente y detener a la infanterí a. Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien habí a de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su comisió n, retrocedió.

 

IV

El resto de la infanterí a atravesaba el puente a paso de maniobra, apelotoná ndose a la salida. Una vez hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser tan violentos y el ú ltimo batalló n penetró en el puente, ú nicamente los hú sares de Denisov mantení anse al otro extremo del puente, frente al enemigo. É ste, que se distinguí a a lo lejos, sobre la montañ a situada ante el rí o, no veí ase aú n desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendí ase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillerí a. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadró n de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montañ a y contemplaban constantemente las manchas que producí an en el horizonte las tropas enemigas.

Al mediodí a aclaró el tiempo otra vez y cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañ as oscuras que le rodeaban. No corrí a ni la má s insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la montañ a el sonido de los clarines y el grito del enemigo. Entre el escuadró n y é ste no veí ase a nadie, a excepció n de algunas patrullas; un espacio vací o de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo habí a dejado de disparar y la lí nea terrible, inabordable e inalcanzable, que dividí a los dos campos adversarios hací ase aú n má s sensible.

‑ El diablo sabe lo que se traen entre manos ‑ gruñ ó Denisov‑. ¡ Eh, Rostov! ‑ gritó al joven, que parecí a muy contento ‑. Por fin se te ve ‑ y sonrió con aire de aprobació n, evidentemente muy satisfecho del suboficial.

Rostov, en efecto, sentí ase completamente feliz. En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov acercó se a é l al galope.

‑ Excelencia, permí tame atacar. Yo les haré retroceder.

‑ ¿ Có mo habla usted de ataque? ‑ dijo el jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera apartar de sí una mosca molesta ‑. ¿ Qué hace usted aquí? ¿ No ve que se retira a la descubierta? Haga retroceder al escuadró n.

El escuadró n atravesó el puente y se colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre. Despué s del escuadró n pasó otro, que se encontraba en lí nea, y los ú ltimos cosacos abandonaron aquel lado del rí o.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron el puente, uno tras otro, en direcció n a la montañ a. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se acercó al escuadró n de Denisov y siguió su camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor atenció n.

Jerkov, que no hací a mucho habí a dejado el regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel. Despué s de su destitució n del Estado Mayor no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, podí a ganar muchas má s condecoraciones; y con esta idea habí a conseguido hacerse nombrar oficial a las ó rdenes del prí ncipe Bagration. Ahora iba a dar una orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.

‑ Coronel ‑ dijo con sombrí o aspecto ‑, se ha dado la orden de detenció n y de prender fuego al puente.

‑ ¿ Quié n lo ha mandado? ‑ preguntó el Coronel con aspereza.

‑ No lo sé, Coronel ‑ replicó seriamente Jerkov ‑, pero el Prí ncipe me ha ordenado esto: «Ve y dí al Coronel que los hú sares retrocedan tan deprisa como puedan y que incendien el puente. »

Detrá s de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al Coronel de hú sares con la misma orden. Tras é l, montando un caballo cosaco que a duras penas podí a manejar, galopaba el corpulento Nesvitzki.

‑ Coronel ‑ gritó galopando aú n ‑, le he dicho a usted que incendiaran el puente. ¿ Quié n ha rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto locos.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.