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SEGUNDA PARTE 7 страница



‑ Gracias, querido.

Marí a le besó la frente y volvió a sentarse en el divá n. Los dos callaron.

‑ Cré eme lo que te digo, André s. Sé bueno y magná nimo, como siempre lo has sido. No seas severo con Lisa. ¡ Es tan encantadora, tan buena! ¡ Y ahora es tan triste su situació n!

‑ Creo, Marí a, que no digo nada, que no hago a mi mujer ningú n reproche, que no estoy disgustado con ella. ¿ Por qué me dices todo esto, entonces?

La princesa Marí a enrojeció y calló como una culpable.

‑ Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho. Esto me apena mucho.

En la frente, en el cuello y en las mejillas de la princesa Marí a aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adivinó su intenció n. Lisa, despué s de comer, habí a llorado, explicá ndole su presentimiento de un parto desgraciado, y el miedo que le producí a, y habí a lamentado su suerte, la de su suegro y la de su marido. Despué s de llorar se habí a quedado dormida. El prí ncipe‑ André s compadecí a a su hermana.

‑ Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no reprocho ni reprocharé nunca má s a mi mujer. Pero, en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto durará siempre y será siempre así, sean las que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad, si quieres saber si soy feliz o no, só lo puedo decirte que no lo soy. ¿ Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿ Por qué? No lo sé.

Y pronunciando estas palabras se levantó, acercó se a su hermana y la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente, bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta abierta.

‑ Vamos a verla. He de decirle adió s. O, mejor, ve tú sola primero. Despié rtala; yo iré enseguida. ¡ Petruchka! ‑ llamó a su criado ‑. Ven aquí. Coge esto. Coló calo al lado del cochero; y esto a la derecha.

La princesa Marí a se levantó y se dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.

‑ Si tuvieras fe, André s, te hubieses dirigido a Dios para que te diera el amor que no sientes; y tu ruego habrí a sido escuchado.

‑ Sí, quizá sí ‑ dijo el Prí ncipe ‑. Ve, Macha, ve. Yo iré enseguida.

Yendo a la alcoba de su hermana, a travé s de la galerí a que uní a las dos alas del edificio, el Prí ncipe tropezó con mademoiselle Bourienne, que sonrió graciosamente. Por tercera vez aquel dí a se la encontraba en lugares solitarios, con su sonrisa entusiasta y candorosa.

‑ ¡ Ah! Creí que estaba usted en su habitació n ‑ dijo ella sofocá ndose y bajando los ojos.

El prí ncipe André s la miró severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la có lera. No respondió, pero la miró a la frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal desdé n, que la francesa se ruborizó y se alejó sin decir palabra.

Cuando el Prí ncipe llegó a la habitació n de su hermana, la Princesa estaba despierta y su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra, sentí ase en el pasillo, a travé s de la puerta abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, despué s de una larga abstinencia.

‑ No. Figú rate a la vieja condesa Zubov, con sus tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los añ os. ¡ Ja, ja, ja!

El Prí ncipe habí a oí do cinco veces la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañ ada de la misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la habitació n. La Princesa, pequeñ a, gordezuela, rosada, hallá base sentada en una butaca de brazos con la labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de San Petersburgo e incluso citando frases. El prí ncipe André s se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si habí a ya descansado del viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la conversació n.

Al pie del portal esperaba el coche con los caballos. Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguí a ni la lanza del coche. A la puerta moví ase la gente con linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz del interior. En el recibidor agrupá banse los criados, que deseaban despedirse del joven Prí ncipe. En el saló n esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne, la princesa Marí a y la princesa Lisa.

El prí ncipe André s habí a sido llamado al gabinete de su padre, que querí a despedirse de é l a solas. Todos le esperaban. Cuando el prí ncipe André s entró en el gabinete, su padre, que tení a puestas las antiparras y el camisó n de dormir, con cuyo ataví o no recibí a a nadie, excepto a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribí a. Se volvió.

‑ ¿ Te vas? ‑ preguntó. Y continuó escribiendo.

‑ He venido a decirte adió s.

‑ Bé same aquí. ‑ Y le mostró la mejilla, añ adiendo ‑. Gracias, gracias.

‑ ¿ Por qué me das las gracias?

‑ Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias, gracias‑ y continuó escribiendo. De su pluma saltaban salpicaduras de tinta ‑. Si has de decirme algo ‑ añ adió ‑, dí melo ahora. No me estorbas.

‑ Se trata de mi mujer... Me avergü enza pedí rtelo.

‑ ¡ Vaya una salida! Dime lo que te convenga.

‑ Cuando llegue el momento del parto, enví a a buscar a Moscú a un mé dico para que la asista...

El viejo Prí ncipe se levantó y clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera comprendido bien.

‑ Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza no la ayuda ‑ dijo el prí ncipe André s visiblemente turbado‑. Creo que de cada milló n de casos solamente se produce uno malo. Pero es una maní a mí a y de ella tambié n. ¡ Le han contado tantas cosas! ¡ Y tiene tales presentimientos! Tiene miedo.

‑ ¡ Hum. hum! ‑ gruñ ó el viejo Prí ncipe, continuando la carta que escribí a ‑. Lo haré. ‑ Firmó la carta. De pronto se volvió vivamente a su hijo y se echó a reí r‑. El asunto no va muy bien, ¿ verdad?

‑ ¿ Qué asunto? ¿ Qué quieres decir, papá?

‑ Mujer, eso es todo ‑ dijo lacó nicamente el viejo Prí ncipe.

‑ No te comprendo ‑ repuso su hijo.

‑ Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mí o. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo diré a nadie, ya lo sabes. ‑ Cogió la mano de su hijo con la suya, huesuda y pequeñ a, la sacudió y le miró a los ojos con su mirada rá pida y penetrante. De nuevo estalló su risa frí a.

El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que el padre le habí a comprendido bien. É ste cerró y selló la carta con su acostumbrada vivacidad. Despué s la lacró, puso el sello sobre el lacre y la dejó sobre la mesa.

‑ ¡ Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que sea necesario. Estate tranquilo.

André s calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.

‑ Escucha ‑ le dijo ‑. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escú chame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de é l y que le quiero. Escrí beme contá ndome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continú a sirvié ndole. El hijo de Nicolá s Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. ‑ Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oí rle y lo comprendí a todo. Acompañ ó a é ste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada ‑. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí está n mis memorias. Despué s de mi muerte se las enví as al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí está n mis notas. Lé elas cuando haya muerto. Encontrará s cosas ú tiles.

André s no dijo a su padre que seguramente vivirí a todaví a muchos añ os, y comprendió que no habí a tampoco necesidad de decí rselo.

‑ Haré cuanto me dices, papá.

‑ Bien. Ahora, adió s.

Le dio la mano para que la besara y le abrazó.

‑ Recuerda, prí ncipe André s, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa... ‑ Calló. De pronto dijo con voz aguda ‑: Y que para mí serí a una vergü enza que no te comportaras como hijo de Nicolá s Bolkonski.

‑ No tení as que haberme dicho esto, papá ‑ replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio ‑. Tambié n querí a pedirte ‑ añ adió ‑ que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.

‑ Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿ verdad? ‑ dijo el viejo riendo.

Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Prí ncipe.

‑ Ya nos hemos dicho adió s. Ve ‑ dijo de pronto ‑, ve. ‑ Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.

‑ ¿ Qué ocurre, qué ocurre? ‑ preguntó la princesa Marí a viendo al prí ncipe André s y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecí a en el umbral con su camisó n blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.

El prí ncipe André s suspiró y no repuso nada.

‑ Vaya ‑ dijo dirigié ndose a su mujer. Y este «vaya» tení a un tono burló n y frí o. Parecí a que quisiera decir: «Anda, haz todas las muecas que tengas que hacer. »

‑ ¿ Ya, André s? ‑ dijo la pequeñ a Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.

É l la besó. Ella dio un grito y cayó desmayada en sus brazos.

El Prí ncipe la sostuvo suavemente, le miró la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.

‑ Adió s, Marí a ‑ dijo con ternura a su hermana. La besó y salió de la habitació n con paso rá pido.

Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la Princesa echada en la butaca. La princesa Marí a la sostení a; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta por donde habí a desaparecido el prí ncipe André s y se santiguaba. En el gabinete oí anse, repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el viejo producí a al sonarse. En cuanto el prí ncipe André s hubo salido, se abrió bruscamentela puerta del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisó n blanco, apareció en el umbral.

‑ ¿ Se ha marchado? Está bien ‑ dijo mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un empelló n.

 

SEGUNDA PARTE



  

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