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SEGUNDA PARTE 6 страница



Al ver la carta, la cara del Prí ncipe se cubrió con dos manchas rosadas y la cogió apresuradamente.

‑ ¿ Es de Eloí sa? ‑ preguntó el Prí ncipe, descubriendo con una, sonrisa frí a los dientes amarillentos pero fuertes aú n.

‑ Es de Julia ‑ repuso la Princesa mirá ndole y sonriendo tí midamente.

‑ Aú n te dejaré pasar dos má s. La tercera la leeré ‑ dijo el Prí ncipe severamente ‑. Temo que os escribá is demasiadas tonterí as. La tercera la leeré ‑ repitió.

‑ Lee é sta si quieres, papá ‑ dijo la Princesa enrojeciendo aú n má s y ofrecié ndole la carta.

‑ Te he dicho que leeré la tercera ‑ replicó el Prí ncipe rechazando la carta. Y, apoyá ndose sobre la mesa, tomó el cuaderno ilustrado de figuras geomé tricas ‑. Bien, señ orita ‑ comenzó el viejo incliná ndose sobre el cuaderno al lado de su hija y pasando la mano sobre el respaldo de la silla en que la Princesa se encontraba sentada, de modo que por todas partes sentí ase rodeada por el olor a tabaco y a viejo particular de su padre y que ella tan bien conocí a desde hací a muchos añ os ‑. Bien, señ orita. Estos triá ngulos son semejantes. Fí jate en el á ngulo ABC...

La Princesa miraba con terror los ojos brillantes de su padre. Aparecí an y desaparecí an en su rostro manchas rojas. Veí ase claramente que no entendí a nada y que el miedo le impedirí a entender todas las explicaciones de su padre, por claras que fuesen. ¿ De quié n era la culpa, del profesor o del discí pulo? Pero cada dí a sucedí a lo mismo. Los ojos de la Princesa se nublaban. No veí a ni entendí a nada en absoluto. Ú nicamente notaba cerca de ella el rostro seco de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba sino en salir cuanto antes del gabinete para dirigirse a sus habitaciones y descifrar tranquilamente el problema. El viejo se indignaba ruidosamente. Apartaba y acercaba la silla en la que se sentaba y hací a grandes esfuerzos para no perder la calma. Pero diariamente se deshací a en improperios y con frecuencia el cuadernillo iba a parar al suelo.

La Princesa equivocó la respuesta.

‑ ¡ Eres tonta! ‑ exclamó el Prí ncipe apartando vivamente el cuaderno y volvié ndose con rapidez; pero inmediatamente se levantó y se puso a pasear por la habitació n. Pasó la mano por los cabellos de la Princesa y volvió a sentarse. Se acercó a la mesa y continuó la explicació n ‑ No puede ser, Princesa, no puede ser ‑ dijo cuando la joven hubo cerrado el cuaderno, despué s de la lecció n, y se disponí a a marcharse ‑. Las matemá ticas son una gran cosa, hija mí a. No quiero que te parezcas a nuestras damas, que son unas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acostumbrará s, y concluirá por gustarte. ‑ Le pellizcó las mejillas ‑. Al final, la ignorancia se te irá de la cabeza.

La Princesa se disponí a a salir, pero é l la detuvo con un gesto y cogió de la mesa un libro nuevo todaví a por abrir.

‑ Toma. Tu Eloí sa te enví a esto: La llave del misterio. Es un libro religioso y a mí no me importa nada ninguna religió n. Ya lo he ojeado. Tó malo. Vete si quieres. ‑ Le dio un golpecito en las espaldas y cerró suavemente la puerta tras ella.

La princesa Marí a regresó a su alcoba con una expresió n de tristeza y temor que raramente la abandonaba y afeaba aú n má s su rostro enfermizo. Se sentó ante su escritorio, lleno de miniaturas y abarrotado de cuadernos y libros. La Princesa era tan desordenada como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometrí a y anhelosamente abrió la carta. Era de su í ntima amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que habí a asistido a la fiesta de los Rostov.

Julia escribí a:

«Querida y excelente amiga:

«¡ Qué terrible y desconsoladora es la ausencia! ¿ Por qué no puedo, como ahora hace tres meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me parece ver ante mí cuando te escribo? »

Al terminar de leer este pasaje, la princesa Marí a suspiró y se miró en el espejo que tení a a su derecha. Vio en é l reflejado su cuerpo sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga», pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara, sus ojos eran mucho má s atractivos que cualquier otra belleza. No obstante, la Princesa no habí a visto nunca la expresió n de sus ojos, la expresió n que adquirí an cuando no pensaba en sí misma. Como el rostro de todos, el suyo adquirí a una expresió n artificial cuando se miraba al espejo. Continuó leyendo.

«En Moscú no se habla sino de la guerra. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en la Guardia que se dirige a la frontera. Ademá s de llevarse a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis má s entrañ ables amistades. Hablo del joven Nicolá s Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse en el ejé rcito. Bien, querida Marí a. Te confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el ejé rcito me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de corazó n, tan verdadera juventud, que difí cilmente se encuentran personas como é l en este mundo en que vivimos rodeados de viejos de veinte añ os. Sobre todo, es tan franco y tan bondadoso, posee un espí ritu tan puro y poé tico, que mis relaciones con é l, por pasajeras que fuesen, han sido una de las má s dulces satisfacciones para este pobre corazó n mí o que ha sufrido tanto. Te contaré un dí a nuestra separació n y lo que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado reciente. ¡ Ah, querida mí a! ¡ Que feliz eres no conociendo estas alegrí as y estas punzantes penas! Eres feliz porque, generalmente, las penas son má s fuertes que las alegrí as. Sé muy bien que el conde Nicolá s es demasiado joven para que pueda ser alguna vez para mí algo má s que un amigo. Pero esta dulce amistad, estas relaciones tan poé ticas y tan puras, han sido una necesidad para mi corazó n. Pero no hablemos má s. La gran noticia del dí a, que corre de boca en boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov y su herencia. Imagí nate que las tres princesas no han heredado casi nada, que el prí ncipe Basilio nada en absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido como hijo legí timo. Por consiguiente, é l es el actual conde Bezukhov, dueñ o de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el prí ncipe Basilio ha desempeñ ado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.

«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocí amos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las má s grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamá s cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señ oritas que se encuentran en aná logas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paré ntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos añ os que se entretiene la gente adjudicá ndome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la cró nica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propó sito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tí a Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni má s ni menos que del hijo del prí ncipe Basilio, Anatolio, a quien querrí an situar casá ndolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé có mo tomará s todo esto, pero me parece que tení a la obligació n de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a é l.

«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañ e a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te enví o. Aquí se ha puesto de moda; aú n cuando en é l hay cosas difí ciles de comprender para la dé bil concepció n humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espí ritu.

«Adió s. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazó n tu amiga,

Julia»

«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpá tica esposa. »

 

La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rá pidamente la respuesta a la carta de Julia.

 

XIX

El viejo criado hallá base sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Prí ncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podí an oí rse, a travé s de las puertas cerradas, los pasajes difí ciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigé sima vez.

En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el prí ncipe André s saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Prí ncipe dormí a, y cerró la puerta rá pidamente. Tikhon sabí a que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podí a trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el prí ncipe André s lo sabí a tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los há bitos de su padre habí an cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.

‑ Despertará dentro de veinte minutos ‑ le dijo ‑. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa Marí a.

La pequeñ a Princesa habí a engordado mucho durante los ú ltimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevá base de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.

‑ ¡ Pero si esto es un palacio! ‑ dijo a su marido, mirá ndolo con aquella expresió n que se adquiere para felicitar a un hué sped por la magnificencia del baile que celebra ‑. Vamos deprisa, deprisa.

Y volví ase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañ aba.

‑ Sin duda, Marí a está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

El prí ncipe André s subí a tras ella con una expresió n tierna y triste.

‑ Te has hecho viejo, Tikhon ‑ dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.

Al encontrarse ante la habitació n donde sonaba el clavecí n, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecí a loca de alegrí a.

‑ ¡ Ah! La Princesa se alegrará mucho‑ dijo‑. Voy a avisarla.

‑ No, no, há game el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocí a por la amistad que mi cuñ ada le profesa ‑ repuso la Princesa besando a la señ orita de compañ í a ‑. No tiene ni idea de que estamos aquí.

Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oí ase el pasaje que se repetí a incesantemente. El prí ncipe André s se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje se interrumpió en su mitad. Oyó se un grito, los pesados pasos de la princesa Marí a y un rumor de besos. Cuando entró el prí ncipe André s, las dos cuñ adas, que no se habí an visto desde poco tiempo despué s del matrimonio del Prí ncipe, se besaban, todaví a abrazadas.

El prí ncipe André s besó a su hermana.

‑ ¿ Irá s a la guerra, André s? ‑ preguntó ella, suspirando.

Lisa tambié n se estremeció.

‑ Mañ ana mismo ‑ repuso el Prí ncipe.

‑ Me abandona aquí só lo Dios sabe por qué. Tan fá cil como le hubiera sido ascender y...

La princesa Marí a, sin escuchar, siguiendo el hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su cuñ ada, mirá ndole tiernamente la cintura.

‑ ¿ De veras? ‑ preguntó.

Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.

‑ ¡ Oh, sí, de veras! ‑ repuso‑. ¡ Ah! ¡ Es terrible!

El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a su cuñ ada y de nuevo se echó a llorar.

‑ Necesitas descansar ‑ dijo el prí ncipe André s frunciendo el entrecejo ‑. ¿ No es cierto, Lisa? Llé vatela ‑ dijo a su hermana ‑. Yo iré a ver a papá. ¿ Có mo está? Siempre el mismo, ¿ verdad?

‑ El mismo. No sé có mo lo encontrará s ‑ dijo la Princesa riendo.

‑ ¿ Las mismas horas, los mismos paseos por los caminos? ¿ Y el torno? ‑ preguntó el prí ncipe André s con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a pesar de todo, su amor y su respeto por su padre constituí an su debilidad.

‑ Las mismas horas y el torno, y ademá s las matemá ticas y mis lecciones de geometrí a ‑ replicó alegremente la Princesa, como si aquellas lecciones fuesen una de las cosas má s divertidas de su vida.

Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos necesarios para que despertara el Prí ncipe, llegó Tikhon en busca del prí ncipe André s, para acompañ arle al lado de su padre. Para honrar la llegada de su hijo, el anciano habí a cambiado un poco sus costumbres. Ordenó que se le acompañ ase a su habitació n mientras se preparaba para la mesa.

El Prí ncipe vestí a a la moda antigua, con caftá n, y se empolvaba. En el momento en que el prí ncipe André s, no con aquella expresió n desdeñ osa y afectada que adoptaba en los salones, sino con el rostro resplandeciente que tení a cuando hablaba con Pedro, entraba en la habitació n de su padre, el viejo se habí a sentado al tocador, sobre una silla de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos de Tikhon.

‑ ¿ Qué hay, guerrero? ¡ Vas a batir a Bonaparte! ‑ dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo que la trenza le permití a y que Tikhon tení a sujeta entre las manos ‑. Sí, sí. Mé tele mano. Si no, pronto seremos todos sú bditos suyos. Buenos dí as‑ y le ofreció la mano.

La siesta de antes de comer le poní a de buen humor. Decí a que el mediodí a era de plata, pero que la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a su hijo bajo las espesas cejas caí das. El prí ncipe André s se acercó a é l y le besó en el lugar que el viejo le señ aló. No respondió nada al tema de conversació n predilecto de su padre: la burla de los militares de hoy y, sobre todo, de Bonaparte.

‑ Sí, padre, he venido con mi mujer, que está encinta ‑ dijo el prí ncipe André s siguiendo con una mirada animada y respetuosa los movimientos de cada rasgo del rostro de su padre ‑. ¿ Có mo está s?

‑ Amigo mí o, solamente los tontos o los depravados se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañ ana a la noche trabajo con moderació n y por esto me encuentro bien.

‑ Alabado sea Dios ‑ dijo é l hijo sonriendo.

‑ Dios no tiene nada que ver con esto‑ y volviendo a su idea añ adió ‑: Bien, explí came có mo los alemanes nos han enseñ ado a batir a Napoleó n, segú n esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.

‑ Papá, permí teme que me rehaga un poco ‑ dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre no le impedí a respetarlo y quererle ‑. Todaví a no he abierto las maletas.

‑ Lo mismo da, lo mismo da ‑ gritó el viejo sacudiendo la pequeñ a trenza para ver si estaba bien hecha y cogiendo la mano de su hijo‑. La habitació n de tu esposa está a punto. La princesa Marí a la acompañ ará y la instalará allí. Las mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy contento de poderla ver. Sié ntate y cué ntame. Comprendo el ejé rcito de Mikelson, el de Tolstoy y el desembarco simultá neo... ¿ Qué hará entonces el ejé rcito del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿ qué hace? ‑ dijo levantá ndose y comenzando a pasear por la habitació n, seguido de Tikhon, que corrí a tras é l entregá ndole las distintas prendas de su vestido‑. ¿ Qué hará Suecia? ¿ Có mo se las arreglará n para atravesar Pomerania?

A las preguntas de su padre, el prí ncipe André s comenzó a exponer los planes de campañ a proyectados, hablando primero con frialdad, pero animá ndose paulatina e involuntariamente, pasando, como de costumbre, del ruso al francé s. Explicó que un ejé rcito de noventa mil hombres habí a de amenazar Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de este ejé rcito habí a de unirse a las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil austriacos, unidos a cien mil rusos, habí an de operar en Italia y en las má rgenes del Rin; que cinco mil rusos y cinco mil ingleses desembarcarí an en Ná poles, y, finalmente, que un ejé rcito de quinientos mil hombres invadirí a Francia por distintos puntos.

El viejo Prí ncipe, que parecí a no escuchar la explicació n, continuaba vistié ndose sin dejar de andar, interrumpié ndole tres veces de una forma imprevista. La primera se detuvo y exclamó:

‑ Blanco. blanco...

Esto querí a decir que Tikhon no le entregaba el chaleco que querí a. La otra vez se detuvo y preguntó:

‑ ¿ Dará pronto a luz tu mujer?

E inclinando la cabeza habí a dicho en tono de enfado:

‑ No va bien. Continú a, continú a...

‑ No me has dicho nada nuevo ‑ y, preocupado, el viejo murmuró rá pidamente‑: «... No sé cuá ndo vendrá. » Ve al comedor.

 

XX

El prí ncipe André s partí a al dí a siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin modificar en nada sus há bitos. La pequeñ a Princesa hallá base en las habitaciones de su cuñ ada. El prí ncipe André s, vestido de viaje, sin charreteras, hací a las maletas en su habitació n con ayuda del criado. Despué s de inspeccionar personalmente el coche y vigilar la instalació n de las maletas, dio la orden de enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el Prí ncipe habí a de llevar consigo: un cofrecillo, una caja de plata con los ú tiles de afeitar, dos pistolas turcas y una gran espada que su padre le habí a traí do de Otchalov. Todos estos objetos estaban perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban guardados en estuches de terciopelo hermé ticamente cerrados.

En el momento de una partida o de un cambio de vida, los hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectú an generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean planes para lo por venir. El prí ncipe André s tení a una expresió n dulce y pensativa. Se paseaba de un lado a otro de la habitació n con paso rá pido, con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con la cabeza baja y pensativa. ¿ Le molestaba ir a la guerra? ¿ Le entristecí a dejar sola a su mujer? Quizá s una cosa y otra. Pero, evidentemente, no querí a que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos en el vestí bulo se quitó las manos de la espalda, se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en su estuche, y adquirió su expresió n habitual, serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa Marí a.

‑ Me han dicho que has dado orden de enganchar ‑ dijo jadeando, pues, evidentemente, habí a corrido ‑, y deseaba mucho tener una conversació n contigo. Dios sabe cuá nto tiempo estaremos sin vernos. ¿ Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha ‑ añ adió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» habí a sonreí do. Evidentemente, le extrañ aba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niñ o escuchimizado y parlanchí n, su compañ ero de infancia.

‑ ¿ Dó nde está Lisa? ‑ preguntó el Prí ncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.

‑ Está muy cansada. Se ha dormido en el divá n de mi habitació n. ¡ Ah, André s! Tu mujer es un tesoro‑ dijo, sentá ndose en el divá n ante su hermano‑. Es una verdadera niñ a, una niñ a encantadora, alegre, a quien no sabes có mo quiero. ‑ El prí ncipe André s calló, pero la Princesa observó la expresió n iró nica y desdeñ osa que apareció en su semblante ‑. Hay que ser indulgente con las pequeñ as debilidades humanas. ¿ Quié n no tiene debilidades en este mundo, André s? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situació n no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demá s. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, despué s de la vida a que está acostumbrada... Es muy triste.

Y el prí ncipe André s, mirando a su hermana, sonrió como se sonrí e ante las personas que creemos conocer a fondo.

‑ Tú vives tambié n en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste ‑ dijo.

‑ Mi caso es muy distinto. ¿ Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna má s. Cré eme, André s. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo..., ya lo sabes..., tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad má s distinguida...

‑ Marí a, dime, con franqueza; me parece que má s de una vez te hace sufrir el cará cter de papá ‑ dijo el prí ncipe André s expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.

‑ Tú eres muy bueno, André s, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado ‑ dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversació n ‑. ¿ Quié n puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿ qué otra cosa distinta de la veneració n se puede sentir por un hombre como é l? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan só lo que todos lo sean tanto como yo. ‑ El hermano bajó la cabeza con desconfianza ‑. Si he de decirte la verdad, André s, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. É sta es mi ú nica pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en é l como una sombra de mejorí a. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con é l un gran rato.

‑ ¡ Ah, hermana! Temo que gastes inú tilmente tu pó lvora con estas frases ‑ dijo el prí ncipe André s, burló n y tierno a la vez.

‑ ¡ Ah, hermano! Ú nicamente rezo a Dios y espero que me escuche ‑ dijo tí midamente Marí a despué s de un instante de silencio ‑. Quisiera pedirte algo muy importante.

‑ ¿ Qué quieres, querida?

‑ No. Promé teme que no me lo negará s. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí serí a un gran anhelo. Promé teme, André s‑ dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñ á rselo todaví a ni indicar qué era el objeto que motivaba la petició n, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedí a. Luego dirigió a su hermano una mirada tí mida, suplicante.

‑ ¿ Y si fuese algo que me costase un gran esfuerzo? ‑ preguntó el Prí ncipe, como si adivinase de qué se trataba.

‑ Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo llevó en todas sus campañ as. ‑ Aú n no sacó del bolsillo lo que tení a en la mano ‑. ¡. Me lo prometes?

‑ Naturalmente. ¿ Qué es?

‑ André s; toma mi bendició n con esta imagen y promé teme que nunca te desprenderá s de ella. ¿ Me lo prometes?

‑ Si no pesa mucho y no me siega el cuello..., por darme susto... ‑ dijo el prí ncipe André s: pero al darse cuenta de la expresió n emocionada que aquella burla producí a en su hermana, se arrepintió ‑. Estoy muy contento, muy contento, de veras ‑ añ adió.

‑ A pesar tuyo, É l te salvará y te conducirá a É l, porque ú nicamente en É l está la verdad y la paz‑ dijo, con su voz tré mula de emoció n, colocando ante su hermano, con ademá n solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del mismo metal minuciosamente trabajada. Marí a se santiguó, besó la imagen y se la dio a André s ‑. Te lo pido, hermano. Hazlo por mí.

En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y dá ndole una belleza insospechada. El hermano hizo ademá n de coger la imagen, pero ella le detuvo. André s comprendió lo que querí a y se santiguó, besando la imagen. Su rostro tení a una expresió n de ternura ‑ estaba emocionado ‑ y de burla a la vez.



  

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