|
|||
SEGUNDA PARTE 5 страницаÉ sta daba a la antecá mara. El viejo criado de las Princesas hací a punto de media sentado en un rincó n. Pedro no habí a estado nunca en aquel lado del palacio, ni sospechaba siquiera la existencia de aquellas habitaciones. Ana Mikhailovna preguntó a una camarera que le salió al paso con una botella sobre una bandeja, llamá ndola «querida» y «corazó n mí o», có mo se encontraban las Princesas, y condujo a Pedro por el pasillo embaldosado. Del corredor pasaron a una sala apenas iluminada, que daba al saló n de recibir del Conde. Era una de aquellas habitaciones frí as y lujosas que Pedro ya conocí a, pero entrando por la puerta de la escalera grande. En medio de esta habitació n encontrá base una bañ era vací a y un gran charco en torno suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado y un sacristá n, que tení a en la mano un incensario, desaparecieron de puntillas, sin prestarle gran atenció n. Entraron en la sala de recibir, que reconoció Pedro por dos ventanas italianas que daban al jardí n de invierno, un gran busto y un retrato de tamañ o natural de Catalina. En la sala, las mismas personas, casi con las mismas actitudes, hallá banse sentadas y hablaban en voz baja. Todos callaron para contemplar a Ana Mikhailovna, con su cara pá lida y llorosa, y al corpulento Pedro, que la seguí a con la cabeza baja. La cara de Ana Mikhailovna expresaba la convicció n de que habí a llegado el momento decisivo. Con la actitud de una pequeñ a burguesa atareada, entró en la sala sin dejar a Pedro, mostrá ndose aú n má s tierna que por la mañ ana. Comprendí a qué conduciendo ella a aquel que el agonizante habí a solicitado ver tení a asegurada la visita. Dirigió una rá pida mirada a todos los que se hallaban en la habitació n y, viendo al confesor del Conde, sin inclinarse, pero acortando la marcha, se acercó a é l, recibió respetuosamente la bendició n a inmediatamente la de otro sacerdote. ‑ Gracias a Dios que hemos llegado ‑ dijo al sacerdote ‑. Toda la familia temí a tanto que no volviera... Este joven es el hijo del Conde ‑ y añ adió en voz má s baja ‑. ¡ Qué momento má s terrible! Diciendo estas palabras se aproximó al doctor. ‑ Querido doctor ‑ dijo ‑, este joven es el hijo del Conde. ¿ No hay ninguna esperanza? El doctor, silencioso, levantó los ojos y los hombros con un movimiento rá pido. Ana Mikhailovna levantó tambié n los suyos con idé ntico movimiento. Despué s suspiró y, separá ndose del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió a é l con un respeto particular y una triste ternura. ‑ Ten confianza en su misericordia ‑ y, señ alá ndole el pequeñ o divá n para que le aguardara sentado, se dirigió serenamente a la puerta que todos miraban y desapareció, cerrá ndola tras de sí. Pedro, decidido a obedecer en todo y por todo a su guí a, dirigió se al pequeñ o divá n que le habí a designado. No habí an pasado todaví a dos minutos cuando el prí ncipe Basilio, con la tú nica de las tres condecoraciones, alta la cabeza y el aire majestuoso, entró en la sala. Parecí a que desde por la mañ ana se hubiese adelgazado má s, y sus ojos se agrandaron cuando, al observar la concurrencia, se dio cuenta de la presencia de Pedro. Se acercó a é l y le cogió la mano, cosa que todaví a no habí a hecho nunca hasta entonces, estrechá ndosela con fuerza hacia abajo, como si quisiera probar su resistencia. ‑ ¡ Animo, amigo mí o, á nimo! Te ha llamado... Conviene... Quiso irse, pero Pedro creyó necesario interrogarlo. ‑ La enfermedad... ‑ Se detuvo, no sabiendo si habí a de añ adir «del agonizante», «del Conde» o de «mi padre», y se avergonzó. ‑ No hace todaví a media hora que ha tenido otra crisis, otro ataque. Á nimo, amigo mí o. El prí ncipe Basilio dirigió algunas palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la puerta de la habitació n del enfermo. Esta manera de caminar no le era nada có moda y tení a que dar de vez en cuando algunos saltitos para conservar el equilibrio. Tras é l entró la mayor de las Princesas; despué s el clero, los chantres y tambié n los criados. Tras la puerta sentí ase un continuo movimiento. Por ú ltimo, siempre con la misma cara pá lida, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Ana Mikhailovna y tocó la mano de Pedro. ‑ La bondad divina es infinita ‑ dijo ‑. Va a comenzar la ceremonia de la extremaunció n. Pedro pasó la puerta, caminando sobre la alfombra, y observó que el ayudante de campo, una señ ora desconocida y algunos criados iban tras é l, como si desde aquel momento no fuese necesario pedir permiso para entrar en aquella habitació n.
XVI Pedro conocí a perfectamente aquella gran alcoba dividida por arcos y columnas y cubierta de tapices persas. Má s allá de las columnas, a un lado, hallá base un gran lecho de caoba con dosel y cortinas de seda, y en el otro un enorme altar lleno de iconos. Todo este lado estaba iluminado a diario, como las iglesias durante el oficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del altar veí ase una especie de asiento muy largo, con la cabecera llena de almohadas blancas como la nieve, no arrugadas aú n, que, evidentemente, habí an sido colocadas hací a poco. En é l yací a, envuelta hasta la cintura en un cubrecama verde claro, aquella vieja figura que Pedro conocí a tan bien: su padre, el conde Bezukhov. Era el mismo, con el pelo gris leonado, la frente despejada y cruzada por profundas arrugas y el semblante de una palidez rojiza. Yací a casi estirado ante los iconos. Sus manos, largas y gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el í ndice y el pulgar, tení a una vela que sostení a un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes há bitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Hallá banse las dos Princesas pequeñ as detrá s del asiento, con el pañ uelo a los ojos, y ante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba la mirada de los iconos, como queriendo decir que no responderí a de sí misma si por desgracia volví a la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallá base cerca de la puerta con la señ ora desconocida. El prí ncipe Basilio encontrá base al otro lado de la puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda, que sostení a un cirio, mientras se santiguaba con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la sumisió n a la voluntad de Dios. Parecí a como si quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabé is comprender este sentimiento, peor para vosotros. » En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre sí y en voz baja. El viejo criado que sostení a la mano del Conde se levantó y se dirigió a las señ oras. Ana Mikhailovna se acercó e, incliná ndose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con el dedo una señ al al doctor Lorrain. El mé dico francé s no sostení a cirio alguno y estaba apoyado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que comprende toda la importancia del acto que contempla y que incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo, le cogió la mano que tení a libre sobre el cubrecama verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y continuó la ceremonia. Los cantos religiosos cesaron y oyó se la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepció n de los sacramentos. El enfermo estaba semiacostado, inmó vil, exá nime. Todos moví anse en torno suyo. Sentí anse pasos y diá logos confusos, entre los cuales sobresalí an las palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarle al lecho. Supongo que no será imposible. » Los mé dicos, las Princesas y los criados rodeaban de tal modo al enfermo que Pedro no veí a ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de su espí ritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lo levantaban para transportarlo. Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y caí da. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa y frí a, no habí a sido afeada por la proximidad de la muerte. Era la misma que Pedro habí a visto tres meses antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero ahora moví ase inerte a causa de los pasos vacilantes de los portadores, y la mirada frí a y vaga no sabí a dó nde detenerse. Durante un momento hubo mucha animació n en torno al gran lecho. Los hombres que condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven. » Pedro, con ella, se acercó al lecho donde el enfermo yací a en una actitud de abandono que, evidentemente, tení a alguna relació n con el sacramento que le acababan de administrar. Estaba extendido, con la cabeza levantada por las almohadas y las manos colocadas simé tricamente sobre el cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a é l, el Conde le miró fijamente, pero con aquella mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente nada, a excepció n de que un hombre cuando tiene ojos necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas cosas. Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guí a. Ana le hizo un signo rá pido con los ojos, indicá ndole la mano del enfermo, y que hiciera ademá n de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni la mano ni un solo mú sculo del Conde se movieron. De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna, preguntando qué otra cosa tení a que hacer. Con los ojos le señ aló Ana el asiento que se hallaba cerca del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de preguntar con la mirada la conducta que habí a de seguir. Ana Mikhailovna le hizo una señ a de aprobació n con la cabeza. De pronto, en los mú sculos salientes y las profundas arrugas de la cara del Conde apareció un temblor. Aumentó é ste y se le desvió la boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que querí a. Tan pronto señ alaba a Pedro como a la medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al prí ncipe Basilio o señ alaba el cubrecama. Los ojos del enfermo expresaban impaciencia. Hací a esfuerzos por mirar al criado que se mantení a inmó vil a la cabecera de la cama. ‑ Seguramente debe de querer volverse de lado ‑ murmuró el sirviente. Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del Conde y ponerle de cara a la pared. Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras le daban la vuelta, una de las manos que le habí an quedado hacia atrá s hací a inú tiles esfuerzos para moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro dirigí a a aquella mano inerte, o quizá s otro pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la expresió n de terror del rostro de Pedro; volvió a mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una dé bil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la expresió n de sus rasgos y parecí a reí rse de su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en la nariz y las lá grimas le velaron los ojos. Volvieron al enfermo de cara a la pared. Suspiró. ‑ Se ha amodorrado ‑ dijo Ana Mikhailovna viendo que la Princesa entraba a relevarla ‑. Vá monos. Pedro salió.
XVII En el recibidor no quedaban ya má s que el prí ncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran animació n sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro y a su guí a callaron. A Pedro le pareció que la Princesa escondí a alguna cosa. La Princesa dijo al Prí ncipe en voz baja: «No puedo ver a esta mujer. » ‑ Katicha ha hechoservir el té en la salita ‑ dijo el prí ncipe Basilio a Ana Mikhailovna ‑. Vaya, hija mí a; coma algo, porque si no enfermará. A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó la mano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en la sala. A pesar de su apetito, Pedro no probó bocado. Volvió se a su guí a con aire interrogador y la sorprendió dirigié ndose de puntillas al recibidor donde habí an quedado el prí ncipe Basilio y la mayor de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello tambié n era necesario, la siguió al cabo de un instante. Ana Mikhailovna hallá base al lado de la Princesa y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada. ‑ Cré ame, Princesa; sé lo que conviene y lo que no conviene‑ dijo la joven, alterada. ‑ Pero, querida Princesa ‑ decí a suavemente, pero con obstinació n, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la Princesa a la habitació n del enfermo ‑. ¿ Cree usted que no será demasiado doloroso para el pobre tí o, precisamente en este instante en que el reposo le es tan necesario? ¡ Hablarle de una cosa tan terrenal en este momento, cuando su alma está ya preparada...! El prí ncipe Basilio estaba sentado con su actitud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraí an violentamente, y cuando se encogió pareció mucho má s grueso y mucho má s interesado en la conversació n de las dos mujeres. ‑ Querida Ana Mikhailovna ‑ dijo ‑, deje usted a Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho. ‑ No sé lo que hay dentro de este sobre ‑ dijo la Princesa dirigié ndose al prí ncipe Basilio y enseñ á ndole la cartera que tení a en la mano ‑. Só lo sé que el verdadero testamento lo tiene en su escritorio; esto es un papel olvidado. Intentaba engañ ar a Ana Mikhailovna, que saltó otra vez y le cerró el paso. ‑ Lo sé, querida Princesa ‑ dijo Ana Mikhailovna cogiendo la cartera con tanta fuerza que veí ase claramente que no la soltarí a con facilidad ‑. Querida Princesa, se lo ruego, tenga piedad del Conde. Piense en lo que va a hacer. La Princesa calló. Só lo se oí a el rumor de los esfuerzos de la lucha para apoderarse de la cartera. Comprendí a la Princesa que si hablaba no dirí a cosas muy amables a Ana Mikhailovna. É sta cogí a la cartera fuertemente, pero, a pesar de esto, su voz se conservaba tranquila y dulce. ‑ Pedro, acé rcate, hijo mí o. Me parece que no eres un extrañ o en el consejo de la familia, ¿ no es verdad, Prí ncipe? ‑ Pero ¿ por qué callas, Prí ncipe? ‑ exclamó de pronto la Princesa con un grito tan fuerte que llegó hasta la salita y aterrorizó a todos ‑. ¿ Por qué callas, cuando Dios sabe quié n es el que provoca esta escena a la puerta de un agonizante? ¡ Intrigante! ‑ continuó con voz concentrada y colé rica, tirando de la cartera con todas sus fuerzas. Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos para no soltarla. ‑ ¡ Oh! ‑ dijo el prí ncipe Basilio con enfado y extrañ eza. Se levantó ‑. Esto es ridí culo ‑ continuó ‑. Vamos, soltad, les digo. ‑ La Princesa soltó la cartera ‑. Y usted tambié n. Ana Mikhailovna no le obedeció. ‑ ¡ Sué ltela, le digo! Yo tomo la responsabilidad de esto. Entraré y se lo preguntaré yo mismo. Yo, ¿ comprende usted? Esto ha de bastarle. ‑ Pero, Prí ncipe ‑ dijo Ana Mikhailovna ‑, despué s de haber recibido tan importante sacramento, concé dale un instante de reposo. Aquí está Pedro. Di tu opinió n ‑ dijo al joven, que se acercaba y miraba extrañ ado la cara encolerizada de la Princesa, que abandonaba todo miramiento, y las mejillas temblorosas del prí ncipe Basilio. ‑ Tenga presente que usted será responsable de todas las consecuencias ‑ dijo severamente el prí ncipe Basilio ‑. No sabe lo que hace. ‑ ¡ Mala mujer! ‑ exclamó la Princesa lanzá ndose espontá neamente contra Ana Mikhailovna y arrebatá ndole la cartera. El prí ncipe Basilio bajó la cabeza y abrió los brazos. En aquel momento se abrió la puerta. La terrible puerta, que Pedro contemplaba desde hací a unos momentos y que ordinariamente se abrí a tan poco, se abrió con ruido, chocando contra la pared. La menor de las Princesas apareció en el marco y, palmeando, exclamó: ‑ ¿ Qué hacé is? ‑ exclamó desesperadamente ‑. Se está muriendo y me dejá is sola. La Princesa mayor soltó la cartera. Ana Mikhailovna se inclinó rá pidamente y, recogiendo el objeto de la disputa, corrió al dormitorio. La Princesa mayor y el prí ncipe Basilio, serená ndose, fueron tras ella. A los pocos minutos, la Princesa, con el rostro pá lido y descompuesto, salí a, mordié ndose el labio inferior. Al ver a Pedro, su rostro expresó una rabia no contenida.
‑ Ya puede usted estar contento ‑ dijo ‑. Ya tiene lo que esperaba. Y, sollozando, ocultó la cara en el pañ uelo y salió de la habitació n. Tras la Princesa apareció el prí ncipe Basilio. Balanceá ndose, se sentó en el mismo divá n de Pedro y escondió la cara entre las manos. Pero se dio cuenta de que estaba pá lido y que le temblaba la barbilla como si tuviera fiebre. ‑ ¡ Ah, amigo mí o! ‑ dijo cogiendo del brazo al joven. Y en su voz apuntaba una franqueza y una dulzura que Pedro no habí a escuchado nunca ‑. Tanto pecar, tanto mentir... ¡ Y para qué! Tengo má s de cincuenta añ os, amigo mí o. Para mí, todo se acabará con la muerte, todo. La muerte es horrible ‑ y sollozó. La ú ltima en salir fue Ana Mikhailovna. Con lentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro. ‑ Pedro ‑ dijo. El joven la miró, interrogador. Ella le besó la frente y dejó caer algunas lá grimas. Calló. Luego dijo: ‑ Ya no existe. Pedro la miró a travé s de los lentes. ‑ Vamos. Te acompañ aré. Procura llorar. Nada consuela tanto como las lá grimas. Le acompañ ó hasta la salita oscura, y Pedro se sintió muy satisfecho de que nadie pudiera verle la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuando regresó, Pedro, que habí a apoyado la cabeza en la mano, dormí a profundamente. Por la mañ ana, Ana Mikhailovna dijo a Pedro: ‑ Sí, hijo mí o. Ha sido una gran pé rdida para todos. No lo digo para ti. Dios te confortará. Eres joven y, si no me engañ o, te encuentras en posesió n de una inmensa fortuna. No se conoce aú n el testamento. Pero te conozco a ti lo suficiente para saber que esto no te hará perder la cabeza. Impone obligaciones y es preciso ser un hombre. ‑ Pedro calló ‑. Má s adelante te explicaré, hijo mí o, que si yo no hubiese estado aquí, quié n sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabes que mi tí o, todaví a anteayer, me prometí a acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decí rmelo. Espero, hijo mí o, que cumplirá s el deseo de tu padre. Pedro no comprendió nada de lo que le querí an decir. Silencioso y sofocado, miró fijamente a la princesa Ana Mikhailovna. Despué s de haber hablado con Pedro, é sta se fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañ ana, cuando se levantó, les contó, tanto a ellos como a sus amigos, los pormenores de la muerte del conde Bezukhov. Dijo que el Conde habí a muerto tal como ella quisiera morir; que su muerte no solamente habí a sido conmovedora, sino edificante, y que la ú ltima entrevista entre padre e hijo habí a sido tan emocionante que no podí a acordarse de ella sin que las lá grimas anegasen sus ojos; que no sabrí a decir quié n de los dos se habí a portado mejor en aquel terrible instante: el padre, que en los ú ltimos momentos se habí a acordado de todo y de todos y que dirigió al hijo enternecedoras palabras, o Pedro, de tal modo alterado que inducí a a compasió n y que se esforzaba en disimular la emoció n para no impresionar a su padre moribundo. ‑ Todo esto es muy doloroso, pero hace mucho bien. Conforta ver a hombres como el viejo Conde y a su digno hijo. En cuanto a los actos de la Princesa y del prí ncipe Basilio, los contaba, bajo promesa de secreto y confidencialmente, sin juzgarlos.
XVIII En Lisia‑ Gori, en las tierras del prí ncipe Nicolá s Andreievitch Bolkonski, se esperaba de un dí a a otro la llegada del prí ncipe André s y la Princesa. No obstante, la espera no trastornaba el orden severo con que discurrí a la vida en casa del viejo prí ncipe. El general en jefe prí ncipe Nicolá s Andreievitch, a quien la sociedad rusa denominaba con el sobrenombre de «rey de Prusia», no se habí a movido de Lisia‑ Gori, con su hija la princesa Marí a y la señ orita de compañ í a mademoiselle Bourienne, desde que, reinando todaví a Pablo I, habí a sido relegado a sus posesiones. A pesar de que el nuevo reinado le habí a permitido el acceso a las capitales, continuaba en el campo su vida sedentaria, diciendo que si alguien lo necesitaba recorrerí a las ciento cincuenta verstas[SC3] que separan Moscú de Lisia‑ Gori, pero que é l no necesitaba nada de nadie. Sostení a que los vicios humanos no tienen sino dos puentes: la ociosidad y la superstició n, y solamente dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Se ocupaba en persona de la educació n de su hija, y para fomentar en ella estas dos virtudes capitales le dio lecciones de á lgebra y geometrí a hasta los veinte añ os y distribuyó su vida en una serie ininterrumpida de ocupaciones. Tambié n é l estaba siempre ocupado: tan pronto escribí a sus memorias o se entretení a en resolver cuestiones de matemá tica trascendental como en tornear tabaqueras o vigilar en sus tierras las construcciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo en cuenta que la condició n principal de la actividad es el orden, é ste era llevado en su vida hasta las ú ltimas consecuencias. Las comidas eran siempre iguales, y no solamente a la misma hora, sino al mismo minuto exactamente. Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los criados, el Prí ncipe era á spero y terriblemente exigente, de modo que, sin ser un hombre malo, inspiraba un temor y un respeto tales que difí cilmente hubiera podido inspirarlos el hombre má s cruel. Con todo y vivir retirado y sin influencia alguna en los negocios del Estado, todos los gobernadores de la provincia donde se encontraban sus tierras se creí an en la obligació n de presentarse a é l, y, lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa Marí a, el alto funcionario esperaba la hora fijada de la salida del Prí ncipe a la sala de su despacho. Todos los que aguardaban en aquella sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto, por no decir de miedo, cuando se abrí a la amplia puerta del gabinete y aparecí a, con su peluca empolvada, la pequeñ a figura del viejo, de breves manos apergaminadas, de cejas grises y caí das, que, al fruncirse, velaban el resplandor de unos ojos brillantes, inteligentes y amarillentos. Durante la mañ ana de la llegada del joven matrimonio, la princesa Marí a, como de costumbre, entró en el despacho a la hora precisa para el saludo matinal. Se santiguó, temerosa, y rezó interiormente. Entraba allí todos los dí as, y todos los dí as pedí a a Dios que la entrevista fuese fá cil. El viejo criado empolvado que se encontraba en el despacho se levantó sin hacer ruido y, acercá ndose a la puerta, dijo en voz baja: ‑ Adelante. Tras la puerta sentí ase el rumor del torno. La Princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió fá cilmente, y se detuvo en el umbral. El Prí ncipe trabajaba en el torno. La miró y continuó trabajando. La gran sala de trabajo estaba llena de objetos que visiblemente eran utilizados a menudo. La larga mesa en la que se hallaban esparcidos libros y planos; la gran librerí a, con las llaves colocadas en las puertas; el alto pupitre para escribir en pie, sobre el cual hallá base una libreta abierta, y el torno, con todas las herramientas preparadas y los restos de madera esparcidos por doquier, denunciaban una actividad infatigable, variada e inteligente. Por el movimiento de la corta pierna calzada con zapatilla de tacó n y bordada en plata; por la presió n firme de la mano delgada y venosa, veí ase en el Prí ncipe la fuerza tenaz de una robusta vejez. Despué s de algunas vueltas del torno, retiró el pie del pedal, limpió la herramienta, la colocó en una bolsa de cuero colgada del torno y, acercá ndose a la mesa, llamó a su hija. No daba nunca la bendició n a sus hijos, pero al presentarle la mejilla, no afeitada todaví a aquella mañ ana, y mirá ndola con ternura y atenció n, dijo severamente: ‑ ¿ Te encuentras bien? Sié ntate. Cogió el cuaderno de geometrí a, manuscrito por é l mismo, y con el pie se acercó una silla. ‑ Para mañ ana ‑ dijo, buscando rá pidamente la pá gina y marcando con la uñ a pá rrafo por pá rrafo ‑, todo esto. La Princesa se inclinó sobre el cuaderno. ‑ Espera, tengo una carta para ti ‑ dijo el Prí ncipe de pronto, extrayendo de una bolsa que tení a clavada a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.
|
|||
|