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SEGUNDA PARTE 4 страница



‑ Se equivoca usted ‑ dijo lentamente Boris, con una risa atrevida y un tanto burlona ‑. Soy Boris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y Nicolá s su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot. Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de abejas.

‑ ¡ Dios mí o! ¡ Todo lo enredo! Tengo tantos parientes en Moscú... Usted es Boris, en efecto. ¡ Vaya! ¡ Al fin nos hemos entendido! ¿ Qué me cuenta de la expedició n de Boulogne? Los ingleses se verí an en peligro si Napoleó n atravesase el Canal. A mí me parece una expedició n muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga disparates.

Boris no sabí a nada de la expedició n de Boulogne. No leí a los perió dicos y era la primera vez que oí a el nombre de Villeneuve.

‑ Aquí en Moscú la gente se preocupa má s del cotilleo y de los banquetes que de la polí tica ‑ dijo con su tono tranquilo y burló n ‑. No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamá s he pensado en ello. En Moscú la gente só lo se preocupa de las murmuraciones ‑ añ adió ‑. Ahora solamente se habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y secamente, mirando a Pedro a los ojos.

‑ En Moscú no puede hacerse otra cosa que murmurar ‑ continuó ‑. Todos se preguntan a quié n dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir má s tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo de todo corazó n.

‑ Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable ‑ dijo Pedro.

É ste temí a que el oficial se complicase inconscientemente en una conversació n que incluso para é l hubiera sido embarazosa.

‑ Y usted debe pensar‑ dijo Boris, enrojeciendo un poco, pero sin cambiar el tono de voz ‑ que todos se preocupan tan só lo por saber si este hombre rico les dejará alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó Pedro.

‑ Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se engañ arí an por completo si entre estas personas se contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada suyo.

Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio de lo que se trataba se levantó del divá n, cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca, enrojeciendo má s que Boris, comenzó a hablar, avergonzado y despechado.

‑ Es muy extrañ o todo esto. Por ventura yo... Pero quié n podí a pensar... Sé muy bien...

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:

‑ Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá todo esto es desagradable para usted, pero, perdó neme ‑ dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por é l‑; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro hablar con toda franqueza. ¿ Qué he de contestar? ¿ Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se sintió liberado de una situació n enojosa y se dulcificó completamente.

‑ No; escuche ‑ dijo Pedro serená ndose ‑. Es usted un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hací a mucho tiempo que no nos habí amos visto. É ramos niñ os todaví a. ¿ Qué puede usted suponer de mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo habrí a hecho. No tendrí a valor para hacerlo. Pero está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado su conocimiento. Pero es extrañ o que suponga esto de mí ‑ añ adió sonriendo, despué s de una pausa ‑. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene inconveniente en ello ‑ y estrechó la mano de Boris ‑. No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al Conde. Tampoco é l me ha llamado. Lo compadezco..., pero ¿ qué quiere usted que haga?

‑ ¿ Y cree usted que Napoleó n podrá trasladar su ejé rcito? ‑ preguntó Boris sonriendo.

Pedro comprendió que querí a cambiar de conversació n, y, como tambié n é l lo deseaba, comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la expedició n de Boulogne. Un criado llegó en busca de Boris, de parte de la Princesa. É sta se iba. Pedro prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para unirse má s a Boris, le estrechó fuertemente la mano, mirá ndole con ternura a los ojos por debajo de los lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó aú n un buen rato por su habitació n. Pero ya no atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y sonreí a al recuerdo de aquel joven simpá tico, inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera juventud, y má s aú n cuando se vive aislado, experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho, prometié ndose firmemente ser su amigo.

El prí ncipe Basilio acompañ aba a la Princesa, que no separaba el pañ uelo de los ojos. Las lá grimas resbalaban por su semblante.

‑ Es terrible ‑ dijo ‑, pero, ocurra lo que ocurra, cumpliré con mi obligació n. Vendré a velarle esta noche. No puede dejá rsele de esta manera. Los momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle. Adió s, Prí ncipe. Que Dios le ayude.

‑ Adió s, querida ‑ repuso el prí ncipe Basilio retirá ndose.

‑ ¡ Ah! Está en una situació n horrible ‑ dijo la madre al hijo al instalarse en el coche‑. Apenas conoce a nadie.

‑ Mamá, no comprendo cuá les son las relaciones del Conde con Pedro ‑ dijo Boris.

‑ El testamento lo pondrá en claro, hijo mí o. Del testamento depende tambié n nuestra suerte.

‑ Pero ¿ por qué crees que nos va a dejar algo?

‑ ¡ Ah, hijo mí o! ¡ É l es tan rico, y nosotros tan pobres!

‑ Pero, mamá, esto no me parece una razó n suficiente.

‑ ¡ Ah, Dios mí o, Dios mí o! ¡ Qué enfermo está!

 

XIII

La Condesa Rostov, sus hijas y un gran nú mero de invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañ aba a los caballeros a su gabinete con objeto de enseñ arles su magní fica colecció n de pipas turcas.

En aquella habitació n llena de humo hablá base de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y de la orden de incorporació n a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, tení a la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano y vestí a como el má s elegante joven. Se habí a acomodado con las piernas sobre la otomana, como un hué sped muy familiar, y con el á mbar de la pipa hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras, aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin, primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se decí a de é l en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecí a conferir un honor extraordinario a su interlocutor.

El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado rostro, irreprochablemente acicalado; tení a abotonado por completo el uniforme y se habí a peinado cuidadosamente. Fumaba con la boquilla de á mbar colocada justamente en el centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pequeñ os cí rculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo al que habí a de incorporarse Boris, objeto de la ironí a de Natacha para con Vera considerá ndolo su prometido. El Conde hallá base sentado entre los dos y escuchaba atentamente. Despué s del juego del boston, la ocupació n predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre todo cuando podí a enfrentar a dos conversadores.

Los demá s invitados, viendo que Chinchin dirigí a la conversació n, se acercaron a é l para escuchar. Berg, no dá ndose cuenta de la burla ni de la indiferencia, continuaba explicando có mo solamente por el hecho de pasar a la Guardia habí a avanzado un grado a sus compañ eros de cuerpo porque durante la guerra podí an matar al jefe de la compañ í a y, siendo é l el de má s edad, podí a ser nombrado jefe muy fá cilmente, ya que todos le querí an en el regimiento y su padre se sentí a muy satisfecho de ello. Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y parecí a que no sospechase siquiera que los demá s hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su joven egoí smo era tan evidente, que desarmaba a los que le escuchaban.

‑ Bien, amigo mí o, sea en caballerí a o en infanterí a, irá usted muy lejos. Se lo digo yo ‑ dijo Chinchin dá ndole unas palmaditas en la espalda y bajando las piernas de la otomana.

Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Conde, y tras é l los invitados, se dirigí an a la sala.

 

Pedro habí a llegado un momento antes de comer y se habí a sentado en medio de la sala, en la primera silla que encontró. Sin darse cuenta, cerraba el paso a los demá s. La Condesa querí a hacerle hablar, pero é l, ingenuamente, miraba en torno suyo a travé s de los lentes, como si buscase a alguien, respondiendo con monosí labos a todas las preguntas de la Condesa. Estorbaba, y era el ú nico que no se daba cuenta. La mayorí a de los invitados, que conocí an la ané cdota del oso, contemplaban a aquel muchacho dulce, alto y fornido, y se extrañ aban de encontrarlo tan pesado y molesto para ser el autor de una broma como aqué lla.

‑ ¿ Hace poco que ha llegado usted? ‑ le preguntó la Condesa.

‑ Sí, señ ora ‑ respondió, mirando en torno suyo.

‑ ¿ No ha visto todaví a a mi marido?

‑ No, señ ora ‑ y sonrió estú pidamente.

‑ Creo que no hace mucho se encontraba usted en Parí s. ¿ No es cierto? Debe de ser muy interesante.

La Condesa miró a Ana Mikhailovna, que comprendió se le pedí a entretuviese a aquel joven, y é sta, sentá ndose a su lado, comenzó a hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la Condesa, no se le respondió sino con monosí labos. Los convidados hablaban entre sí: «Los Razomovski... Ha sido delicioso... ¡ Oh, es usted muy amable...! La condesa Apraksin... », oí ase por doquier. La Condesa se levantó y se acercó a la puerta

‑ Marí a Dimitrievna ‑ dijo desde allí.

‑ La misma ‑ respondió una recia voz femenina, e inmediatamente Marí a Dimitrievna entró en la sala.

Todas las jó venes, e incluso las damas, exceptuando a las má s viejas, se levantaron.

Marí a Dimitrievna se detuvo en el umbral de la puerta, levantó la cincuentenaria cabeza, adornada con bucles grises, y contempló a los invitados. Despué s, incliná ndose, comenzó a arreglarse lentamente las amplias mangas del vestido. Marí a Dimitrievna hablaba siempre en ruso.

‑ Mis má s cordiales felicitaciones a la querida amiga a quien homenajeamos y a sus hijos‑ dijo con su voz fuerte, grave, que ahogaba todos los demá s sonidos ‑ Viejo pecador ‑ dijo al Conde, que le besaba la mano ‑, me parece que te fatigas en Moscú, donde no hay cacerí as que celebrar. Pero ¡ qué le vamos a hacer! Cuando estos pá jaros crecen ‑ dijo señ alando a las chicas ‑, tanto si quieres como no, has de buscarles prometido. Y bien, querido cosaco ‑ Marí a Dimitrievna siempre llamaba así a Natacha; y al decirlo acariciaba la mano de la joven, que se habí a acercado alegremente y sin miedo ‑. Ya sé que eres un duendecillo, pero me gustas.

Sacó de su enorme bolsillo unos pendientes en forma de pera, se los dio a Natacha, que enrojeció de gozo, y, volvié ndose, se dirigió inmediatamente a Pedro.

-¡ Eh!, ven aquí, querido ‑ dijo con una voz que se esforzaba en ser dulce y amable ‑, ven aquí. ‑ Y con severa actitud se recogió un poco má s las mangas.

Pedro fue hacia ella, mirá ndola con inocencia a travé s de los lentes.

‑ Acé rcate, hombre, acé rcate. Incluso a tu propio padre, cuando era poderoso, era yo quien le decí a las verdades. Y Dios me pide que te las diga a ti.

Calló. Todos callaron, esperando lo que iba a suceder, porque comprendí an que aquello no era nada má s que la introducció n.

‑ He aquí un valiente muchacho. No hay nada que decir de é l. El padre agonizando y é l divirtié ndose. Ata a un policí a a la espalda de un oso. Una vergü enza, amigo mí o, una vergü enza. Era preferible ir a la guerra. ‑ Se volvió y dio la mano al Conde, que no sabí a que hacer para aguantar la risa ‑. Me parece que ya debe de ser hora de sentarnos a la mesa.

Ella y el Conde pasaron delante, seguidos de la Condesa, a la que daba el brazo un coronel de hú sares, un hombre muy ú til, a cuyo regimiento habí a de incorporarse Nicolá s. Chinchin daba el brazo a Ana Mikhailovna, Berg a Vera y Nicolá s a la sonriente Julia Kuraguin. Tras ellos siguieron los restantes grupos, que se diseminaron por el comedor, y por ú ltimo, separados, los chicos, las institutrices y los preceptores. Comenzaron a moverse los criados; se sintió ruido de sillas y en la galerí a superior comenzó a sonar la mú sica, a cuyos acordes se sentaron los invitados. Con el sonido de la mú sica se mezcló el de los cuchillos y los tenedores, el murmullo de las conversaciones de los invitados y el rumor de los pasos discretos de la servidumbre. La Condesa se sentaba a uno de los extremos de la mesa. Tení a a su derecha a Marí a Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhailovna y a las demá s invitadas. En el otro extremo, el Conde habí a sentado a su izquierda al coronel de hú sares y a su derecha a Chinchin y al resto de los invitados. A un lado de la larga mesa se habí an acomodado los jó venes de má s edad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Boris. En el otro lado, los niñ os, las institutrices y los preceptores. El Conde, por detrá s de la cristalerí a y de los fruteros, miraba a su mujer y su cofia de cintas azules. Atentamente, serví a el vino a los invitados, sin olvidarse de sí misma. La Condesa, por su parte, sin descuidar los deberes de ama de casa, dirigió, tras las piñ as de Amé rica, una digna mirada a su marido, al despejado crá neo y a su encendido rostro, y le pareció que todaví a é ste contrastaba má s con sus cabellos grises. Por el lado de las mujeres, la conversació n era regular, y por el lado de los hombres oí anse voces cada vez má s altas, sobre todo la del coronel de hú sares, que, gracias a lo que habí a comido y bebido, enrojecí a de tal modo que el Conde lo poní a de ejemplo a los demá s. Berg, con una tierna sonrisa, decí a a Vera que el amor no es un sentimiento terrestre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevo amigo Pedro los invitados que se hallaban en torno a la mesa, y cambiaba miradas con Natacha, sentada ante é l. Pedro hablaba poco; contemplaba las caras nuevas y comí a mucho. Despué s de los dos primeros platos, entre los cuales eligió la sopa de tortuga y los pasteles de perdiz, no pasó por alto ni un solo manjar, ni uno solo de los vinos que el maitre le serví a con las botellas envueltas en una servilleta y que misteriosamente, tras el hombro del invitado, decí a: «Madera seco», o «Hungrí a», o «Vino del Rin». Cogió la primera de las cuatro copas de cristal colocadas ante cada cubierto, que tení a grabado el escudo del Conde, bebió con fruició n y despué s miró a los demá s con creciente satisfacció n. Natacha, sentada ante é l, miraba a Boris de la forma en que las muchachas de trece añ os miran al joven a quien han besado por primera vez y de quien está n enamoradas. A veces dirigí a esta misma mirada a Pedro, quien, ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saber por qué, sintió ganas de reí r.

Nicolá s estaba sentado lejos de Sonia, al lado de Julia Kuraguin, y tambié n, con su involuntaria sonrisa, le decí a algo. Sonia se esforzaba en sonreí r, pero la devoraban los celos. Tan pronto palidecí a como se poní a encarnada como la grana, y poniendo en acció n todos sus sentidos procuraba escuchar lo que se decí an Nicolá s y Julia.

 

XIV

La servidumbre preparaba las mesas de juego. Se organizaron las partidas de boston y losinvitados se diseminaron por los dos salones, el invernadero y la biblioteca.

El Conde, con la baraja en la mano, apenas podí a sostenerse, porque tení a la costumbre de dormir la siesta, y sonreí a a todo. Los jó venes, conducidos por la Condesa, se agruparon en torno al clavecí n y el arpa. Julia, accediendo a la petició n general, comenzó el concierto con una variació n de arpa, y al terminar, con las demá s muchachas, pidió a Natacha y a Nicolá s, cuyo talento musical era muy conocido, cantasen algo. Natacha, que se hací a rogar como si fuera una persona mayor, sentí ase muy orgullosa de ello, pero tambié n un poco cohibida.

‑ ¿ Qué cantaremos? ‑ preguntó.

‑ «La fuente» ‑ repuso Nicolá s.

‑ Pues empecemos. Boris, ven aquí. ¿ Dó nde se ha metido Sonia?

Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió en su busca. No encontrá ndola en su habitació n, fue a buscarla a la de los niñ os. Tampoco estaba allí. Entonces Natacha comprendió que Sonia debí a de estar en el pasillo, sentada sobre el arca. É ste era el lugar de dolor de la juventud femenina de casa de los Rostov. En efecto, Sonia, arrugando su ligera falda de muselina rosa, estaba sentada sobre el edredó n azul y deslucido que se hallaba sobre el arca, y con la cara entre las manos lloraba, sacudiendo convulsivamente los tiernos hombros desnudos. La cara de Natacha, animada por la alegrí a de un dí a de fiesta, se ensombreció de pronto. Sus ojos perdieron su resplandor; experimentó en el cuello un estremecimiento y las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo.

‑ Sonia, ¿ qué tienes? Dime, ¿ qué tienes? Por favor ‑ y Natacha, abriendo la boca y afeá ndose completamente, lloró como una niñ a, sin saber por qué, ú nicamente porque Sonia lloraba. É sta querí a levantar la cabeza, querí a responder, pero no lo lograba y aú n se escondí a má s. Natacha, con el rostro cubierto de lá grimas, se sentó sobre el edredó n azul y besó a su amiga. Finalmente, Sonia, haciendo acopio de fuerzas, se levantó y, enjugá ndose las lá grimas, dijo:

‑ Nicolá s se va dentro de una semana. Ya... ha recibido la orden... É l mismo me lo ha dicho. Pero no llorarí a por esto. ‑ Le enseñ ó un papel escrito que tení a en la mano, con unos versos de Nicolá s ‑. No llorarí a por esto, pero tú no sabes... Nadie puede comprender... el corazó n que tiene... ‑ Y a causa de la bondad de su corazó n lloró de nuevo ‑. Tú..., tú eres feliz. No te envidio por esto. Te quiero y tambié n quiero mucho a Boris ‑ dijo recobrando fuerzas ‑. Para vosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Nicolá s y yo somos primos. Será necesario que el metropolitano... Y, a pesar de todo, no podrá ser. Ademá s, mi mamá... ‑ Sonia consideraba a la Condesa como una madre y la nombraba siempre así ‑. Dirá que estropeo la carrera de Nicolá s, que soy una egoí sta, que no hetenido corazó n, y la verdad... Te lo juro ‑ se santiguó ‑; quiero tanto a mamá y a todos vosotros... Pero, ¿ qué le he hecho a Vera...? Os estoy tan agradecida que con gusto lo sacrificarí a todo. Pero no tengo nada.

Sonia no podí a hablar y de nuevo escondió la cara entre las manos, sobre el edredó n. Natacha intentó tranquilizarla, pero por la expresió n de su semblante veí ase claramente que comprendí a la magnitud del dolor de su amiga.

‑ Sonia ‑ dijo de pronto, como si adivinase la verdadera causa de la pena de su prima ‑, despué s de comer te ha hablado Vera, ¿ no es cierto?

‑ Sí. Nicolá s ha escrito estos versos y yo los he copiado con otros que tení a suyos. Me encontró así, escribiendo sobre la mesa de mi habitació n, y me ha dicho que se los enseñ arí a a mamá, dicié ndome, ademá s, que soy una ingrata, que mamá no le dejará nunca casarse conmigo y que se casará con Julia. Ya has visto que durante todo el dí a no se ha apartado de su lado... ¿ Y por qué, Natacha? ‑ Lloró má s fuertemente que antes. Natacha le levantó la cabeza, la besó y, sonriendo a travé s de las lá grimas, se esforzó en tranquilizarla.

‑ No hagas caso, Sonia. No creas nada de lo que dice. Sucederá lo que tenga que suceder. Aquí tienes al hermano del tí o Chinchin, casado con una prima hermana. Tambié n nosotros procedemos de primos. Boris dice que es muy fá cil. Yo, ¿ sabes?, se lo he contado todo. ¡ Es tan inteligente y tan bueno! ‑ dijo Natacha ‑. No llores má s, Sonia, pobrecita ‑ y la besó riendo ‑. Vera es mala. Que Dios haga que sea bondadosa. Todo irá bien. Ya verá s como mamá no dice nada. Nicolá s mismo se lo dirá. Y estate segura de que no piensa nada en Julia.

Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se animó la gatita, le brillaron los ojos y parecí a como si estuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con sus ligeras patas y a correr de nuevo persiguiendo el ovillo.

 

XV

Mientras en el saló n de los Rostov se bailaba la sexta inglesa al son de una orquesta que desafinaba debido al cansancio de los mú sicos, y mientras los criados preparaban la cena, el conde Bezukhov sufrí a el sexto ataque. Declararon los mé dicos que no habí a ya ninguna esperanza. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesió n. Comulgó y se hicieron los preparativos para la extremaunció n. Toda la casa estaba presa de la agitació n que se produce en tales momentos. Fuera de ella, los agentes de pompas fú nebres se escondí an detrá s de los coches que llegaban, con la esperanza de una ceremonia de primera.

Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del cé lebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.

El magní fico recibidor estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el gobernador, despué s de pasar media hora a solas con el enfermo, salió de la alcoba, respondiendo apenas a los saludos y procurando pasar lo má s aprisa posible ante las miradas, fijas en é l, de mé dicos, sacerdotes y parientes. El prí ncipe Basilio, amarillo y adelgazado despué s de aquellos dí as de agoní a, acompañ aba al gobernador y en voz baja le repetí a frecuentemente la misma cosa.

Despué s el prí ncipe Basilio se sentó a solas en un rincó n de la sala, con las piernas cruzadas, apoyando el codo en la rodilla y tapá ndose los ojos con la mano. Así estuvo un buen rato. Luego se levantó y, con paso rá pido, dirigiendo en torno suyo una mirada temerosa, atravesó un largo pasillo y se dirigió a las habitaciones de la Princesa, situada al otro extremo de la casa.

Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se habí a mandado a buscar, entraba en el patio. Cuando las ruedas rodaron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañ ero consoladoras palabras y, dá ndose cuenta que el hombre se habí a dormido durante el trayecto, lo despertó.

Una vez despierto, Pedro bajó del coche tras Ana Mikhailovna y pensó entonces en la entrevista que iba a celebrar con su padre agonizante. Se dio cuenta de que habí a descendido no ante la puerta principal, sino ante otra. En el momento de poner el pie en el suelo, dos hombres se deslizaron apresuradamente de la puerta y se escurrieron a la sombra del muro. Pará ndose, Pedro se fijó que a la sombra de la casa, a uno y otro lado, habí a otros hombres como aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni el criado, ni el cochero se habí an fijado en ellos. «No hay remedio», se dijo Pedro. Y siguió a Ana Mikhailovna.

É sta subí a la escalera, dé bilmente iluminada, a grandes zancadas. Llamó a Pedro que subí a tras ella y que, no comprendiendo por qué era necesario ver al Conde y mucho menos subir por las escaleras de servicio, deducí a, por la decisió n y prisa de Ana Mikhailovna, que todo aquello debí a de ser necesario. A mitad de la escalera, unos hombres que descendí an con cubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Les dejaron paso y no demostraron la menor extrañ eza por encontrarlos en aquel camino.

‑ ¿ Está aquí la habitació n de las Princesas? ‑ preguntó Ana Mikhailovna a uno de ellos.

‑ La puerta de la izquierda, señ ora ‑ repuso el criado con voz fuerte y atrevida, como si desde aquel momento le estuviese permitido todo.

‑ Quizá s el Conde no me haya llamado ‑ dijo Pedro en cuanto llegaron al rellano‑. Tal vez fuera mejor que subiera a mis habitaciones.

Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar a Pedro.

‑ ¡ Ah, hijo mí o! ‑ dijo con el mismo ademá n de por la mañ ana, al hablar con su hijo, tocá ndole la mano ‑. Cré eme que sufro tanto como tú. Pero has de ser un hombre.

‑ ¿ De veras he de ir? ‑ preguntó Pedro, mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a travé s de los lentes.

‑ ¡ Oh, amigo mí o! Olvida todas las malas pasadas que hayan podido hacerte. Piensa que es tu padre, que tal vez está en la agoní a. ‑ Suspiró ‑. En cuanto te conocí te quise como a un hijo. Ten confianza en mí. No abandonaré tus intereses.

Pedro no comprendí a nada. De nuevo tuvo el convencimiento de que todo aquello no podí a ser de otro modo y obedeció a Ana Mikhailovna, que abrí a ya la puerta.



  

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