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SEGUNDA PARTE 3 страница



‑ Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada ‑ dijo el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se dirigió a las jó venes‑. Ya veo la cara del policí a. ¡ Có mo me hubiera reí do si lo hubiese visto!

Y suponiendo có mo debí a mover los brazos el policí a, rompió de nuevo a reí r, con risa sonora y profunda, que conmoví a su cuerpo repleto, tal como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre todo, han bebido copiosamente.

‑ Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en nuestra casa ‑ dijo.

 

VIII

Se extinguió la conversació n. La Condesa miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin embargo, que no la molestarí a poco ni mucho que se levantase y se fuera. La hija de la visitante alisá base ya los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre, cuando de pronto, desde la habitació n vecina, cercana a la puerta, se oyó el ruido que hací an unos jó venes al correr, seguido del de unas sillas movidas violentamente y caí das luego, y apareció en el saló n una muchacha de trece añ os que, escondié ndose algo bajo la corta falda de muselina, detú vose en medio de la sala. Veí ase claramente que todo aquello obedecí a a la casualidad, porque no habí a sabido calcular el impulso de su carrera y encontrá base má s allá del lugar a donde se habí a propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de trece añ os y un jovencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.

El Conde se levantó y, balanceá ndose, abrió los brazos a la joven que entraba corriendo.

‑ ¡ Ya está aquí! ‑ gritó, riendo ‑. Hoy es su santo, querida, su santo.

‑ Hay un dí a para todo, querida ‑ dijo la Condesa fingiendo ser severa ‑. Las malcrí as demasiado, Elí as ‑ añ adió dirigié ndose a su marido.

‑ Buenos dí as, hija mí a. Para muchos añ os ‑ dijo la visitante ‑. ¡ Qué criatura má s deliciosa! ‑ continuó, dirigié ndose a la madre.

La jovencita, muy despierta, tení a los ojos negros, grande la boca, una linda nariz, unos hombros desnudos y grá ciles, que temblaban por encima del corsé a causa de aquella alocada carrera, unos tirabuzones negros y unos brazos delgados y desnudos; caí anle hasta los tobillos unos calzones con puntillas y calzaba sus pies con unos zapatos descotados. Tení a aquella edad deliciosa en que la niñ a ya no es una chiquilla y en la que la chiquilla no es todaví a mujer. Se escapó de su padre y corrió hacia su madre y, sin hacer caso de la severa observació n que le habí a dirigido, escondió su ruboroso rostro bajo su chal de puntillas y se echó a reí r. Reí ase de algo y, jadeante, hablaba de su muñ eca, que sacó de debajo de sus faldas.

‑ Ven ustedes... La muñ eca... Mimí... ¿ Lo ve?

Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le parecí a, se abandonó a su madre y se echó a reí r con una risa tan fuerte y sonora que incluso todos, hasta la imponente visitante, hubieron de imitarla a pesar suyo.

‑ Bueno, bueno, vete con tu monstruo ‑ dijo la madre fingiendo rechazar vivamente a su hija ‑. Es la pequeñ a ‑ continuó la Condesa dirigié ndose a la visita.

Natacha apartó por un momento la cara del chal de puntillas de su madre y la miró con los ojos anegados en lá grimas de tanta risa, y de nuevo escondió el rostro.

La visita, obligada a asistir a esta escena de familia, creyó muy delicado tomar parte en ella.

‑ Dime, queridita ‑ dijo a Natacha ‑, ¿ quié n es Mimí? ¿ Es acaso tu hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la visitante disgustaron a Natacha. No respondió y miró seriamente a la Princesa.

En aquel instante, todo el grupo de jó venes: Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna; Nicolá s, estudiante e hijo mayor de la Condesa; Sonia, sobrina del Conde, jovencita de trece añ os, y el pequeñ o Petrucha, el menor de todos ellos, se instalaron en el saló n, esforzá ndose visiblemente en contener, dentro de los lí mites de la buena educació n, la animació n y la alegrí a que aú n se reflejaban en cada uno de sus rasgos. Evidentemente, en la habitació n contigua, de donde los jó venes habí an salido corriendo con tal calor, las conversaciones eran mucho má s divertidas que los cotilleos de la ciudad y del tiempo. De vez en cuando mirá banse unos a otros y a duras penas podí an contener la risa.

Los dos jó venes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos desde muy pequeñ os, y de arrogante presencia, pero de una belleza muy distinta. Boris era alto, rubio, de facciones finas y regulares y expresió n tranquila y correcta. Nicolá s no era tan alto, tení a los cabellos rizados y su rostro era absolutamente franco; en el labio superior le apuntaba ya un bozo negro, y de todo é l parecí a desprenderse la animació n y el entusiasmo.

Nicolá s ruborizó se en cuanto entró en el saló n. Parecí a como si quisiera decir algo y no encontrase las palabras justas. Boris, por el contrario, se repuso inmediatamente y contó, tranquilo y bromeando, que conocí a a la muñ eca Mimí desde niñ a, cuando tení a aú n la nariz entera, que en cinco añ os habí a envejecido mucho y que le habí an vaciado el crá neo. Contando todo esto miraba sin cesar a Natacha. É sta se volvió hacia é l, miró a su hermano pequeñ o, que, con los ojos cerrados, reí a conteniendo el estallido de una carcajada, y no pudiendo contenerse má s, la muchacha salió del saló n tan deprisa como se lo permití an sus á giles piernas. Boris no reí a.

‑ Me parece que tambié n tú quieres irte, mamá. Necesitas el coche ‑ dijo, dirigié ndose sonriente a su madre.

‑ Sí, ve y dí que enganchen los caballos ‑ replicó su madre, sonriendo tambié n.

Boris salió lentamente detrá s de Natacha.

El chiquillo corpulento corrió furioso tras ellos. Parecí a muy disgustado de que le hubiesen estorbado en sus ocupaciones.

 

IX

Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera ‑ que tení a cuatro añ os má s que la pequeñ a y se consideraba un personaje ‑, y la hija de la visitante, de todo el grupo de jó venes tan só lo Nicolá s y Sonia, la sobrina, quedaron en el saló n. Sonia era una jovencita morena, poco desarrollada, de ojos dulces sombreados por unas largas pestañ as; una gruesa trenza negra dá bale dos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro, sobre todo la del cuello y la de sus desnudos brazos, delgados pero musculados y graciosos, tení a un tono aceitunado. Por la armoní a de sus movimientos, la finura y la gracia de sus miembros y sus maneras un poco artificiales y reservadas parecí a una gatita no formada aú n, pero que, andando el tiempo, llegarí a a ser una gata magní fica. Sin duda alguna creí a conveniente demostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversació n general, pero, a pesar suyo, sus ojos, bajo las largas y espesas pestañ as, miraban sin cesar al primo que marchaba a incorporarse al ejé rcito; mirá balo con una adoració n tan apasionada que, en muchos momentos, su sonrisa no podí a engañ ar a nadie, y veí ase claramente que la gatita no se habí a recogido en sí misma sino para saltar con mayor violencia y jugar luego con su primo, excelente presa, en cuanto Boris y Natacha hubiesen salido del saló n.

‑ Sí, querida ‑ dijo el viejo Conde dirigié ndose a la visitante y señ alando a su hijo Nicolá s‑. Su amigo Boris ha sido nombrado oficial y, por amistad, no quiere separarse de é l. Abandona la universidad, me deja solo, a mí, a un viejo, para ingresar en el ejé rcito. Y su nombramiento en la Direcció n de Archivos era ya cosa hecha. ¿ Es é sta la amistad? ‑ concluyó el Conde, interrogando.

‑ Dicen que ya ha sido declarada la guerra ‑ replicó la visitante.

‑ Sí; hace ya mucho tiempo que se dice ‑ repuso el Conde ‑; se dice, se dice, y eso es todo. É sta es la amistad, querida ‑ repitió ‑. Ingresa como hú sar.

La visitante bajó la cabeza, no sabiendo qué contestar.

‑ No es por amistad ‑ dijo Nicolá s exaltá ndose y colocá ndose a la defensiva, como si hubieran proferido contra é l una vergonzosa calumnia ‑. No por amistad, sino simplemente porque siento la vocació n militar.

Volvió se a su prima y a la hija de la visitante; ambas le miraban con aprobació n.

‑ Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante de hú sares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con permiso y se lo llevará con é l. ¡ Qué vamos a hacerle! ‑ dijo el Conde encogié ndose de hombros y hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una verdadera pena.

‑ Ya te he dicho, papá ‑ replicó el oficial ‑, que si no me dejabais marchar me quedarí a. Pero sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el ejé rcito. No soy ni diplomá tico ni funcionario. No quiero ocultar mis pensamientos ‑ añ adió, mirando con la coqueterí a de los jovencitos que se creen oportunos a Sonia y a la bella joven.

La gatita, con la mirada fija en é l, parecí a a cada segundo dispuesta a jugar y poner de manifiesto su naturaleza felina.

‑ Bien. ¡ No hablemos má s! ‑ dijo el anciano Conde ‑ Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como é l; de teniente a emperador. Que Dios haga... ‑ dijo, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov:

‑ Fue una lá stima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted ‑ añ adió sonriendo tiernamente.

É l, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversació n aparte con Julia, que sonreí a y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñ alada de celos dirigida al corazó n de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversació n, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lá grimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animació n de Nicolá s. Esperó el primer intervalo en la conversació n y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió tambié n de la sala en busca de Sonia.

 

X

Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del saló n mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecí a inmedia­tamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rá pidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.

Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercó se luego al espejo y contempló en é l su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paró se aú n un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a travé s de sus lá grimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedí a en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del saló n. Por é sta apareció Nicolá s.

‑ ¿ Qué tienes, Sonia? ¿ Qué te ocurre? ‑ le preguntó Nicolá s acercá ndose a ella.

‑ Nada, nada. Dé jame ‑ sollozó Sonia.

‑ No, ya sé lo que tienes.

‑ Pues si lo sabes, dé jame.

‑ ‑ ‑ Sonia, escú chame. ¿ Por qué hemos de martirizarnos por una tonterí a? ‑ preguntó Nicolá s cogié ndole las manos.

Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.

Natacha, inmó vil, conteniendo la respiració n, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿ Qué ocurrirá ahora? », pensaba.

‑ Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo ‑ dijo Nicolá s ‑. Te lo demostraré.

‑ No me gusta que hables de este modo.

‑ Como quieras. Perdó name, Sonia.

Y, acercá ndola a sí, la besó.

«¡ Qué lindo! », pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió tambié n y llamó a Boris.

‑ Boris, ven aquí ‑ dijo dá ndose importancia y con un brillo pí caro en los ojos ‑. He de decirte algo. Por aquí, por aquí ‑ y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguí a, sonriendo.

‑ ¿ Qué es? ‑ preguntó.

Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo y, viendo a la muñ eca entre las plantas, la cogió.

‑ Dale un beso a la muñ eca ‑ dijo.

Boris, con una tierna mirada de extrañ eza, contempló su animado rostro y no contestó.

‑ ¿ No quieres...? Pues ven aquí.

Y, acomodá ndose entre los cajones, tiró la muñ eca.

‑ Má s cerca, má s cerca ‑ murmuraba.

Cogió el brazo del oficial. En su rostro enrojecido leí ase la emoció n y el miedo.

‑ ¿ Y no quieres dá rmelo a mí? ‑ susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y sonriendo a la vez a causa de la emoció n contenida.

Boris se ruborizó.

‑ ¡ Qué extrañ a eres! ‑ dijo incliná ndose hacia ella, ruborizá ndose todaví a má s, pero sin atreverse a nada y esperando.

Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazá ndolo con sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó hacia atrá s sus cabellos con un movimiento de cabeza y le besó en los labios.

Se deslizó por el lado opuesto del macetero, bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

‑ Natacha ‑ dijo é ste ‑. Ya sabes que te quiero, pero...

‑ ¿ Está s enamorado de mí? ‑ le interrumpió Natacha.

‑ Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca má s esto que hemos hecho ahora... Aú n nos faltan cuatro añ os... Entonces te pediré a tus padres...

Natacha reflexionó.

‑ Trece, catorce, quince, diecisé is... ‑ dijo, contando con sus ahusados dedos‑. Está bien. De acuerdo.

Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su radiante fisonomí a.

‑ De acuerdo ‑ repitió Boris.

‑ ¿ Para siempre? ‑ añ adió ella ‑. ¿ Hasta la muerte?

Y ofrecié ndole el brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, abandonaron lentamente el invernadero.

 

XI

Hijo mí o ‑ dijo la princesa Mikhailovna a Boris cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducí a, atravesó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov ‑, hijo mí o, sé amable y escucha con complacencia. El conde Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De é l depende tu carrera. Acué rdate, hijo mí o. Sé tan amable como  puedas, como sepas serlo ‑ terminó la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y apoyá ndola, con tierno y tí mido ademá n, sobre el brazo de su hijo.

A pesar de que al pie de la escalera encontrá base un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el vestí bulo encristalado, entre dos hileras de estatuas colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con aire de importancia les preguntó qué deseaban y a quié n querí an ver, a las Princesas o al Conde. Al responderle que al Conde, dijo que aquel dí a Su Excelencia se encontraba peor y que no recibirí a a nadie.

‑ Ya podemos marcharnos, entonces ‑ dijo el hijo en francé s.

‑ Hijo mí o ‑ dijo la madre, suplicante, apoyando de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.

‑ ‑ Amigo mí o ‑ dijo con voz dulce Ana Mikhailovna dirigié ndose al criado ‑, sé que el conde Cirilo Vladimirovitch está muy enfermo... Por esto hemos venido. Soy parienta suya... No molestaré a nadie... Pero he de ver al prí ncipe Basilio. Sé que está aquí. Anú ncienos, por favor.

El criado tiró del cordó n de la campanilla y se volvió con rostro adusto.

‑ La princesa Drubetzkaia desea ver al prí ncipe Basilio Sergeievitch ‑ gritó al criado de casaca, medias y zapatos que estaba en lo alto de la escalera.

La madre se arregló tan bien como pudo su vestido de seda teñ ida, se miró en un espejo de Venecia que habí a en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos, emprendió el alfombrado camino de la escalera.

‑ Hijo mí o, me lo has prometido‑ dijo a su hijo, tocá ndole de nuevo el brazo. Boris continuaba dó cilmente mirando al suelo.

Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del prí ncipe Basilio.

Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la sala, se dirigí an a un criado que se levantó del rincó n en que se hallaba sentado, para preguntarle el camino, giró el pomo metá lico de una de las puertas y el prí ncipe Basilio, con un batí n de terciopelo acolchado y luciendo una sola condecoració n, salió, despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen aspecto.

Este caballero era el cé lebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.

‑ Así, ¿ todo es inú til? ‑ preguntó el Prí ncipe.

‑ Prí ncipe, errare humanum est. No obstante... ‑ respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con acento francé s.

‑ Muy bien... Muy bien...

Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el prí ncipe Basilio despidió al doctor con un saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se acercó a los recié n llegados. El hijo se dio cuenta de que los ojos de su madre expresaban espontá neamente un dolor profundo, y sin querer sonrió imperceptiblemente.

‑ En qué momentos má s tristes nos volvemos a ver, Prí ncipe. ¿ Y nuestro querido enfermo? ‑ preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada frí a y molesta de que era objeto.

El prí ncipe Basilio la miró interrogadoramente, y despué s a Boris. É ste saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el prí ncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que querí a decir: «Pocas esperanzas. »

‑ ¿ De veras? ‑ exclamó Ana Mikhailovna ‑. ¡ Ah! ¡ Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo ‑ añ adió señ alando a Boris ‑. Querí a darle a usted las gracias personalmente.

De nuevo Boris se inclinó con gentileza.

‑ Cré ame, Prí ncipe; el corazó n de una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por nosotros.

‑ Estoy muy contento de haber podido servirla, mi querida Ana Mikhailovna ‑ dijo el prí ncipe Basilio, componié ndose el lazo de la corbata y mostrando con el ademá n y con la voz que en Moscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, su importancia era mucho má s grande que en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.

‑ Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su nombramiento ‑ añ adió dirigié ndose severamente a Boris ‑. Me sentiré muy satisfecho de ello. ¿ Se encuentra usted aquí con permiso? ‑ preguntó con tono indiferente.

‑ Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme a mi destino ‑ repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono rudo del Prí ncipe ni tampoco deseoso de entrar en conversació n, pero sí tan respetuoso y tranquilo que el Prí ncipe le miró fijamente.

‑ ¿ Vive usted con su madre?

‑ Vivo en casa de la condesa Rostov ‑ dijo Boris, añ adiendo un nuevo «Excelencia>.

‑ Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina ‑ dijo Ana Mikhailovna.

‑ Lo sé, lo sé ‑ repuso el Prí ncipe con su voz monó tona ‑. No he podido comprender nunca có mo Natalia se decidió a casarse con ese oso malcriado, una persona absolutamente estú pida y ridí cula. Segú n dicen, un jugador.

‑ Pero muy buen hombre, Prí ncipe ‑ replicó Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a entender que el conde Rostov merecí a esta opinió n pero que, a pesar de todo, querí a ser indulgente con aquel pobre viejo ‑. ¿ Que dicen los mé dicos? ‑ preguntó despué s de un breve silencio. Y su lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena profunda.

‑ Pocas esperanzas ‑ contestó el Prí ncipe.

‑ Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi tí o por ú ltima vez sus bondades para conmigo y para con Boris. Es su ahijado ‑ añ adió con tono como si esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al prí ncipe Basilio.

El Prí ncipe reflexionó y frunció el entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temí a encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.

‑ Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi tí o» ‑ dijo con tono confiado y negligente ‑. Conozco muy bien su noble y recto cará cter. Pero si las Princesas quedan solas... Todaví a son jó venes... ‑ Inclinó la cabeza y añ adió en voz baja ‑: ¿ Ya se ha preparado, Prí ncipe? Estos ú ltimos momentos son preciosos. No le harí a dañ o alguno, pero, si está tan mal, debe prepararse. Prí ncipe, nosotras, las mujeres... ‑ sonrió tiernamente ‑, sabemos decir mejor estas cosas. Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.

El Prí ncipe comprendió que le serí a muy difí cil deshacerse de Ana Mikhailovna.

‑ Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿ no cree usted que esta entrevista habí a de serle muy penosa? ‑ dijo ‑. Esperemos a la noche. El doctor prevé una crisis.

‑ No podemos esperar ese momento, Prí ncipe. Piense usted que va en ello la salvació n de su alma. ¡ Ah, ah! ¡ Qué terribles son los deberes del cristiano!

Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, con la actitud de un vencedor, se instaló en una butaca e invitó al Prí ncipe a que se sentara a su lado.

‑ Boris ‑ dijo a su hijo con una sonrisa ‑, yo entraré a ver a mi tí o, y tú, hijo mí o, mientras tanto, sube a ver a Pedro y acué rdate de transmitirle la invitació n de Rostov. Le invitan a comer. Supongo que no deberá ir, ¿ verdad? ‑ le preguntó al Prí ncipe.

‑ Al contrario ‑ dijo el Prí ncipe, que se habí a malhumorado visiblemente ‑. Le agradeceré mucho que me saquen a ese hombre de casa. Está aquí. El Conde no le ha llamado ni una sola vez.

Se encogió de hombros. El criado acompañ ó a Boris al vestí bulo y le condujo al piso superior, a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por otra escalera.

 

XII

Pedro todaví a no habí a sabido escoger una carrera en San Petersburgo, y, en efecto, habí a sido desterrado a Moscú por su cará cter alocado. La historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente exacta. Pedro habí a tomado parte en la ané cdota del policí a y del oso. Hací a pocos dí as que habí a llegado y, como de costumbre, se habí a instalado en casa de su padre.

Al dí a siguiente llegó el prí ncipe Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y le dijo:

‑ Amigo mí o, si aquí se comporta usted tan mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No tiene usted que verle para nada.

Despué s de esto, nadie se habí a ocupado de Pedro, y é ste se pasaba todo el dí a en su habitació n del piso superior.

Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro habí a dejado a Boris cuando é ste tení a catorce añ os, y ahora no lo recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió amistosamente.

‑ ¿ Se acuerda usted de mí? ‑ preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa ‑. He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se encuentra bien.

‑ Sí. Parece que está muy enfermo. No le dejan tranquilo ‑ replicó Pedro, tratando de recordar quié n era aquel joven.

Boris vio que Pedro no le reconocí a, pero no creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la má s pequeñ a turbació n, le miró fijamente.

‑ El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su casa ‑ dijo despué s de un silencio bastante largo y enojoso para Pedro.

‑ ¡ Ah, el conde Rostov! ‑ dijo alegremente Pedro ‑ Así, pues, ¿ es usted su hijo Ilia? No le habí a reconocido en el primer momento. ¿ No se acuerda usted de aquella excursió n que hicimos a la Montañ a de los Pá jaros, con madame Jacquot, hace tanto tiempo?



  

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