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SEGUNDA PARTE 2 страница



‑ No se puede negar ‑ continuó el prí ncipe André s ‑ que Napoleó n, como hombre, fue muy grande en Pont d'Arcole y en el Hospital de Jaffa, donde estrechó la mano a los apestados. No obstante, no obstante..., hay otros actos suyos que son muy difí ciles de justificar.

El prí ncipe André s, que evidentemente habí a querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro, se levantó para marcharse e hizo una señ a a su mujer.

 

V

Comenzaron los invitados a retirarse, agradeciendo a Ana Pavlovna la deliciosa velada.

Pedro era alto, macizo, tosco, con unas enormes manos coloradas. No sabí a entrar en un saló n, y mucho menos salir de é l. Es decir, no sabí a decir unas cuantas palabras agradables antes de retirarse. Ademá s, era distraí do. Cuando se levantó, en lugar de coger su sombrero cogió el tricornio del General, adornado con plumas, y movió bruscamente é stas hasta que el General le rogó que se lo devolviera. Pero esta distracció n y el defecto de no saber entrar en un saló n ni conversar neutralizá base por una expresió n de bondad, de sencillez y de modestia. Ana Pavlovna se dirigió a é l y, expresá ndole con cristalina dulzura el perdó n por su acometividad, le saludó dicié ndole:

‑ Espero volver a verle, pero tambié n espero que modificará sus opiniones, querido monsieur Pedro.

É l no contestó. Se inclinó tan só lo y de nuevo mostró a todos su sonrisa, que nada daba a entender, pero que quizá quisiera decir esto: «Las opiniones son las opiniones, y ya habé is visto que soy un buen muchacho. » Y todos, incluso Ana Pavlovna, involuntariamente, lo comprendí an.

El prí ncipe André s pasó al recibidor. Mientras volví a la espalda al criado que le ayudaba a ponerse la capa, escuchaba con indiferencia la charla de su mujer con el prí ncipe Hipó lito, que tambié n se encontraba en el recibidor. El prí ncipe Hipó lito hallá base al lado de la bella Princesa grá vida y la contemplaba con insistencia a travé s de sus impertinentes.

‑ Estoy contentí simo de no haber ido a casa del embajador ‑ dijo Hipó lito ‑. Aquello es un aburrimiento. Una velada deliciosa, deliciosa, é sta, ¿ verdad?

‑ Dicen que el baile estará muy animado ‑ replicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos de rubio vello ‑. Acudirá n a é l todas las mujeres bonitas.

‑ No todas, si usted no va ‑ replicó el prí ncipe Hipó lito con risa alegre; y cogiendo el chal de manos del criado, é l mismo lo colocó sobre los hombros de la Princesa. Por distracció n o voluntariamente, no era posible saberlo, no retiró las manos de los hombros hasta mucho despué s que el chal estuviera en su sitio. Hubié rase dicho que abrazaba a la Princesa.

Ella, siempre sonriendo graciosamente, se alejó, se volvió y miró a su marido. El prí ncipe André s tení a los ojos entornados y parecí a fatigado y somnoliento.

‑ ¿ Está s ya? ‑ preguntó su mujer, siguié ndolo con la mirada.

El prí ncipe Hipó lito se puso rá pidamente el abrigo, que, segú n la moda de entonces, le llegaba hasta los talones, y tropezando corrió hacia la puerta, detrá s de la Princesa, a quien el criado ayudaba a subir al coche.

‑ Hasta la vista, Princesa ‑ gritó, balbuceando, del mismo modo que habí a tropezado con los pies.

La Princesa se recogió las faldas y subió al coche. Su marido se arregló el sable. El prí ncipe Hipó lito, con la excusa de ser ú til, los estorbaba a todos.

‑ Permí tame, caballero ‑ dijo secamente y con aspereza el prí ncipe André s dirigié ndose en ruso al prí ncipe Hipó lito, que le interceptaba el paso ‑. Te espero, Pedro ‑ añ adió con voz dulce y tierna esta vez.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje comenzó a rodar. El prí ncipe Hipó lito rió convulsivamente y permaneció en lo alto de la escalera, en espera del Vizconde, que le habí a prometido acompañ arle.

Pedro, que habí a llegado primero, como si fuera de la familia, se dirigió al gabinete de trabajo del prí ncipe André s e inmediatamente, como de costumbre, se recostó en el divá n, cogió el primer libro que le vino a la mano en el estante ‑ eran las Memorias de Julio Cé sar ‑ y, apoyá ndose sobre el codo, abrió el libro por su mitad y comenzó a leer.

‑ ¿ Qué has hecho con la señ orita Scherer? Caerá enferma ‑ dijo el prí ncipe André s entrando y frotá ndose las finas y blancas manos.

Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpo que crujió el divá n, y, mirando al prí ncipe André s, hizo un ademá n con la mano.

‑ No; este Abate es muy interesante, pero no ve las cosas tal como son. Para mí, la paz universal es posible, pero..., no sé có mo decirlo..., pero esto no traerá nunca el equilibrio polí tico.

Veí ase claramente que al prí ncipe André s no le interesaba esta abstracta conversació n.

‑ Amigo mí o, no puede decirse en todas partes lo que se piensa. Y bien, ¿ has decidido algo? ¿ Ingresará s en el ejé rcito o será s diplomá tico? ‑ preguntó el Prí ncipe tras un momento de silencio.

Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobre el divá n.

‑ ¿ Quiere usted creer que todaví a no lo sé? No me gusta ni una cosa ni otra.

‑ Pero hay que decidirse. Tu padre espera.

A los diez añ os, Pedro habí a sido enviado al extranjero con un abate preceptor, y habí a permanecido allí hasta los veinte. Cuando regresó a Moscú, el padre prescindió del preceptor y dijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo. Mira y escoge. Yo consentiré en lo que sea. Aquí tienes una carta para el prí ncipe Basilio, y dinero. Cué ntamelo todo. Ya lo ayudaré. » Tres meses hací a que Pedro se ocupaba en elegir una carrera y no se decidí a por ninguna. El prí ncipe André s hablaba de esta elecció n. Pedro se pasaba la mano por la frente.

‑ Estoy seguro de que debe de ser masó n‑ dijo, pensando en el Abate que le habí an presentado durante la velada.

‑ Todo eso son tonterí as ‑ le contestó, interrumpié ndole de nuevo, el prí ncipe André s ‑. Má s vale que hablemos de tus cosas. ¿ Has ido a la Guardia Montada?

‑ No, no he ido. Pero he aquí lo que he pensado. Querí a decirle a usted lo siguiente: estamos en guerra contra Napoleó n. Si fuese a la guerra por la libertad, lo comprenderí a y serí a el primero en ingresar en el ejé rcito. Pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el hombre má s grande que ha habido en el mundo..., no me parece bien.

El prí ncipe André s se encogió de hombros a las palabras infantiles de Pedro. Su actitud parecí a significar que, ante aquella tonterí a, nada podí a hacerse. En efecto, era difí cil responder a esta ingenua opinió n de otra forma distinta de la que lo habí a hecho el Prí ncipe.

‑ Si todos hicieran la guerra por convicció n no habrí a guerra.

‑ Eso estarí a muy bien ‑ repuso Pedro.

El Prí ncipe sonrió.

‑ Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no ocurrirá nunca.

‑ Bien, entonces, ¿ por qué va usted a la guerra? ‑ preguntó Pedro.

‑ ¿ Por qué? No lo sé. Es necesario. Ademá s, voy porque... ‑ se detuvo ‑. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface.

 

VI

En la habitació n de al lado oí ase un rumor de ropa femenina. El prí ncipe André s se estremeció como si despertase, y su rostro adquirió la expresió n que tení a en el saló n de Ana Pavlovna. Pedro retiró las piernas del divá n. Entró la Princesa. Llevaba un vestido de casa, elegante y fresco. El prí ncipe André s se levantó y amablemente le ofreció una butaca.

‑ Frecuentemente me pregunto ‑ dijo la Princesa hablando en francé s, como de costumbre, y sentá ndose con mucho ruido ‑ por qué no se ha casado Ana y por qué vosotros habé is sido tan tontos como para no haberla escogido por mujer. Perdonadme, pero no entendé is nada de mujeres. ¡ Qué polemista hay en usted, monsieur Pedro!

‑ Sí, y hasta discuto siempre con su marido. No comprendo por qué quiere ir a la guerra ‑ dijo Pedro, dirigié ndose a la Princesa sin los miramientos habituales en las relaciones entre un joven y una mujer joven tambié n.

La Princesa se estremeció. Evidentemente, las palabras de Pedro la herí an en lo vivo.

‑ ¡ Ah, ah! ¿ Ve usted? Es lo mismo que yo digo ‑ dijo ‑. No comprendo por qué los hombres no pueden vivir sin guerras. ¿ Por ventura, nosotras, las mujeres, no tenemos necesidad de nada? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes mismos. Yo siempre lo he dicho... Mi marido es ayudante de campo de su tí o. Posee una situació n má s brillante que nadie. Todos le conocen y todos le aprecian mucho. No hace muchos dí as que en casa de los Apraxin oí decir a una señ ora: «¿ É ste es el cé lebre prí ncipe André s? ¡ Vaya! », y sonrió. Es muy bien recibido de todos y puede llegar fá cilmente a ser ayuda de campo del Emperador. É ste le habla con mucha deferencia. Hemos creí do que todo esto serí a muy fá cil de arreglar con Ana. ¿ Qué le parece a usted?

Pedro miró al prí ncipe André s y, viendo que le disgustaba esta conversació n, permaneció en silencio.

‑ ¿ Cuá ndo se va? ‑ preguntó.

‑ ¡ Ah! No me hable de esa marcha, no me hable. No quiero oí r hablar de ello ‑ dijo la Princesa, con el tono caprichoso que tení a cuando hablaba con Hipó lito en el saló n, pero que contrastaba visiblemente en un cí rculo de familia del cual Pedro era uno de los miembros ‑. ¡ Pensar que una ha de interrumpir todas las relaciones má s apreciables... ! Y despué s... Ya lo sabes, André s ‑ abrí a sus grandes ojos a su marido ‑. ¡ Tengo miedo! ¡ Tengo miedo! ‑ murmuró, y sus hombros se estremecieron.

Su marido la miró, como extrañ ado de darse cuenta de que en la habitació n hubiese todaví a alguien má s fuera de Pedro y de é l, y con una frí a galanterí a y en tono interrogador preguntó a su esposa:

‑ ¿ Miedo de qué, Lisa? No comprendo...

‑ Ya ve usted si son egoí stas los hombres. Todos, todos, unos egoí stas. Me deja porque quiere. Dios sabe por qué. Y para encerrarme sola en el campo.

-No olvides que estará s con mi padre y mi hermana ‑ dijo en voz baja el prí ncipe André s.

‑ Como si fuera sola ‑ contestó ella ‑. Sin mis amistades. Y quiere que no tenga miedo ‑ y el tono de su voz era de rebeldí a; su pequeñ o labio se levantaba, dá ndole a la cara no la expresió n sonriente, sino la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto radicaba todo el sentido de su discusió n.

‑ No comprendo por qué tienes miedo‑ dijo lentamente el prí ncipe André s sin apartar la vista de su mujer.

La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.

‑ No, André s. Te digo que has cambiado mucho, mucho.

‑ El mé dico te ha ordenado que te acuestes má s temprano ‑ murmuró el Prí ncipe ‑. Hará s muy bien acostá ndote.

La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El Prí ncipe se levantó y, encogié ndose de hombros, comenzó a pasearse por la estancia.

Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e ingenuidad tanto al Prí ncipe como a su esposa. Hizo un movimiento como para levantarse, pero reflexionó y continuó sentado.

‑ ¿ Y qué importa que esté monsieur Pedro? ‑ dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo ‑. Hací a mucho tiempo que querí a preguntá rtelo, André s. ¿ Por qué has cambiado tanto para mí? ¿ Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no me compadeces. ¿ Por qué?

‑ ¡ Lisa! ‑ dijo tan só lo el prí ncipe André s, y en esta palabra habí a al mismo tiempo un ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que ella se detendrí a al escucharla.

Pero su esposa continuó apresuradamente:

‑ Me tratas como si fuera una enferma o una niñ a. Lo veo claramente. ¿ Hací as esto seis meses atrá s?

‑ ¡ Lisa, por favor, no sigas! ‑ continuó el Prí ncipe, con un gesto má s expresivo.

Pedro, cada vez má s desconcertado por esta conversació n, se levantó y se acercó a la Princesa. Parecí a que no pudiese soportar la visió n de las lá grimas y que tambié n fuese a romper en llanto.

‑ Cá lmese, Princesa. Le aseguro que todo esto son figuraciones suyas. Yo sé por qué..., por qué... Pero perdó neme. Soy un extrañ o. No, no. Sosié guese. Hasta la vista.

El prí ncipe André s le detuvo, cogié ndole de la mano.

‑ No, espé rate. La Princesa es tan amable que no querrá privarme de la satisfacció n de pasar la velada contigo.

‑ Solamente piensa en é l ‑ dijo la Princesa, no pudiendo detener unas lá grimas de rabia.

‑ ¡ Lisa! ‑ dijo secamente el prí ncipe André s elevando el tono de su voz para demostrar que su paciencia habí a ya llegado al lí mite.

De pronto, la expresió n bestial, la expresió n de ardilla del rostro despierto de la Princesa, adquirió otra má s atrayente que incitaba a la piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y apareció en su cara una expresió n tí mida, como la del perro que mueve la cola caí da en rá pidas y cortas oscilaciones.

‑ ¡ Dios mí o, Dios mí o! ‑ dijo la Princesa, y recogié ndose con una mano los pliegues de la falda se acercó a su marido y le besó en la frente.

‑ Buenas noches, Lisa ‑ dijo el prí ncipe André s levantá ndose y besá ndole gentilmente la mano, como a una extrañ a.

 

Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro sabí an qué decir. Pedro miraba al Prí ncipe, que se pasaba la fina mano por la frente.

‑ Vamos a cenar‑ dijo con un suspiro, levantá ndose y dirigié ndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal, tení a ese sello particular de cosa nueva que se advierte en las casas de los recié n casados. A mitad de la cena, el Prí ncipe se apoyó sobre la mesa. Tení a un aire de enervamiento que Pedro no habí a observado nunca en é l; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el corazó n lleno de amargura y se decide finalmente a desahogarse, comenzó a hablar.

‑ No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer elegida, antes de verla tal como es.

Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió, apareciendo entonces má s lleno de bondad. Miró a su amigo, estupefacto.

‑ Mi esposa ‑ continuó el prí ncipe André s ‑ es una mujer admirable; es una de esas pocas mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que respecta a su honor. Pero, ¡ Dios mí o, qué darí a yo por no estar casado! Tú eres el primero, el ú nico a quien digo esto, porque te quiero.

Y al pronunciar estas palabras el prí ncipe André s era todaví a mucho má s distinto de aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases francesas entre dientes.

‑ En casa de Ana Pavlovna ‑ siguió diciendo ‑ se me escucha. Y esta sociedad imbé cil, sin la cual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres... ¡ Si pudieses llegar a saber quié nes son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre tení a razó n. El egoí smo, la ambició n, la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigo mí o, no te cases ‑ concluyó el prí ncipe André s.

‑ Me parece divertido ‑ dijo Pedro ‑ que se considere usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le favorece, si usted... ‑ no acabó la frase. Tení a a su amigo en la má s alta consideració n y esperaba de é l un brillante porvenir.

«Pero ¿ có mo puede decir todo esto? », pensaba Pedro.

Consideraba al prí ncipe André s como modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el prí ncipe André s reuní a en el má s alto grado todas las cualidades que é l no tení a y que podí an resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirá base siempre de la capacidad del prí ncipe André s, de su comportamiento con toda clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que habí a leí do; lo habí a leí do todo, lo sabí a todo y tení a idea de todo. Y, en particular, admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con frecuencia Pedro se habí a extrañ ado de encontrarle cierta falta de capacidad para la filosofí a contemplativa, a la que Pedro se sentí a especialmente inclinado, no veí a en esto un defecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, las má s amistosas, las má s sencillas, la adulació n o el elogio son tan necesarios como la grasa lo es a los ejes de las ruedas para que funcionen.

‑ Soy un hombre acabado ‑ dijo el prí ncipe André s ‑. Vale má s que hablemos de ti ‑ y calló, sonriendo a sus ideas consoladoras.

Instantá neamente, la sonrisa se reflejó en la cara de Pedro.

‑ ¿ Qué podemos decir de mí? ‑ dijo, dilatando la boca con una sonrisa confiada y alegre ‑. ¿ Qué soy yo? Un bastardo ‑ y de pronto se ruborizó. Evidentemente, habí a hecho un esfuerzo extraordinario para decir esto ‑. Sin nombre, sin fortuna ‑ añ adió ‑ y que, positivamente... ‑ y dejó la frase sin terminar ‑. Por ahora soy un hombre libre y me considero feliz. Pero no sé por dó nde empezar. Con gusto quisiera pedirle a usted un consejo.

El prí ncipe André s dirigió a Pedro su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba la conciencia de la superioridad.

‑ Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el ú nico hombre que vive. A ti ha de serte muy fá cil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será igual. Por dondequiera que vayas será s un hombre bueno. Pero permí teme una cosa nada má s... No te relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas orgí as te conviene y...

‑ ¿ Qué quiere usted que haga, amigo mí o? ‑ preguntó Pedro encogié ndose de hombros‑. Las mujeres, querido, las mujeres...

‑ No te comprendo ‑ replicó André s ‑. Las mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.

Pedro viví a en casa del prí ncipe Basilio Kuraguin y compartí a la vida licenciosa de su hijo Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querí an casar con la hermana del prí ncipe André s.

‑ ¿ Sabe usted ‑ dijo Pedro, como si se le ocurriese repentinamente una idea luminosa ‑ que hace mucho tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

‑ ¿ Me lo prometes?

‑ Mi palabra de honor.

 

VII

En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañ ana, las berlinas conducí an a las visitas. Llegaban y desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedí an incesantemente, no se moví a del saló n.

La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco añ os, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente fatigado por los partos continuos: habí a tenido doce hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su conversació n, debida a la falta de fuerzas, le daban un aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las visitas.

Los jó venes hallá banse en una habitació n pró xima, y no creí an necesario participar de la recepció n. El Conde salí a a recibir a las visitas y las invitaba a comer.

‑ Marí a Lvovna Kuraguin y su hija ‑ anunció con profunda voz el corpulento criado de la Condesa abriendo la puerta del saló n.

La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de rapé extraí do de una tabaquera de oro con el retrato de su marido.

‑ Me han rendido las visitas ‑ dijo ‑. Bien, recibiré a é sta, pero será la ú ltima. Marea todo esto. Hazlas entrar ‑ dijo al criado con voz triste, como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de matarme. »

Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven carirredonda y sonriente siempre entraron en el saló n con gran rumor de telas.

El tema de la conversació n era la gran noticia del dí a: la enfermedad del riquí simo y excelente conde Bezukhov, un hombre viejo, superviviente de la é poca de Catalina. Tambié n se hablaba de su hijo natural Pedro, aquel que se habí a portado tan desgraciadamente en la velada.

‑ ¿ De veras? ‑ preguntó la Condesa.

‑ Compadezco mucho al pobre Conde ‑ dijo la visitante‑. ¡ Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo matará n.

‑ ¿ Qué ocurre? ‑ preguntó la Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habí an contado quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.

‑ É stos son los resultados de la educació n actual. Este joven, en el extranjero, no tení a a nadie que le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales atrocidades, que ha sido expulsado por la policí a.

‑ ¿ De veras? ‑ preguntó la Condesa.

‑ Ha elegido muy malas compañ í as ‑ intervino la princesa Ana Mikhailovna ‑. Segú n parece, é l, el hijo del prí ncipe Basilio y un tal Dolokhov han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar tierra sobre el asunto. Pero parece que tambié n le han expulsado de San Petersburgo.

‑ Pero ¿ qué han hecho? ‑ preguntó la Condesa.

‑ Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov ‑ dijo la visitante ‑. Es hijo de Marí a Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡ Una dama tan respetable! Figú rese usted que los tres cogieron un oso de no sé dó nde, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices.

Tuvo que ir un policí a para calmarlos. Y ¿ sabe usted qué hicieron? Cogieron al policí a, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policí a en las espaldas.

‑ Querida, debí a de ser muy divertido el espectá culo ‑ exclamó el Conde retorcié ndose de risa.

‑ ¡ Oh, qué horror, qué horror! ¿ Por qué se rí e así, Conde?

No obstante, las damas no pudieron contener la risa.

‑ Fue muy difí cil salvar a aquel desgraciado ‑ continuó la visitante ‑. Y, ya ve usted: el hijo del prí ncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de este modo ‑ añ adió ‑. ¡ Lo han educado bien! ¡ Tan inteligente como decí an que era! Ya ve usted adó nde nos conduce la educació n en el extranjero. Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le recibirá nadie. Querí an presentá rmelo, pero me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.

‑ ¿ Por qué dice usted que este joven es tan rico? ‑ preguntó la Condesa mirando de soslayo a las dos jó venes, que inmediatamente hicieron ver que no escuchaban‑. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales. Parece que Pedro es tambié n hijo natural.

La visitante hizo un ademá n.

‑ Creo que tiene veinte hijos naturales.

‑ ¡ Y qué joven se conservaba aú n el añ o pasado! ‑ dijo la Condesa ‑. Daba gusto verlo.

‑ Pues ahora está muy cambiado ‑ dijo Ana Mikhailovna ‑. Pero vea usted lo que querí a decir ‑ continuó ‑: por parte de su mujer, el prí ncipe Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado de su educació n. Ha escrito al Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo), quié n de los dos será el poseedor de esta enorme fortuna: Pedro o el prí ncipe Basilio. Cuatro mil almas y muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo prí ncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch es pariente mí o por parte de madre. Es padrino de Boris ‑ añ adió, como si no diese ninguna importancia a este hecho.

‑ El prí ncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que va en viaje de inspecció n ‑ dijo la visitante.

‑ Sí, pero, entre nosotras, ya se puede decir‑ interrumpió la Princesa ‑. Esto es un pretexto. Ha venido para ver al prí ncipe Cirilo Vladimirovitch, porque sabe que está enfermo.



  

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