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SEGUNDA PARTE 1 страницаII El saló n de Ana Pavlovna comenzaba a llenarse paulatinamente. La alta sociedad de San Petersburgo afluí a a é l, es decir, las má s diversas personas por la edad y por el cará cter, pero todas pertenecientes en absoluto al mismo medio: la hija del prí ncipe Basilio, la bella Elena, que vení a en busca de su padre para acompañ arlo a la fiesta que se celebraba en la Embajada; lucí a un vestido de baile en el que se destacaba el emblema de las damas de honor. Luego, la joven princesa Bolkonskaia, conocida como la mujer má s seductora de San Petersburgo, casada el pasado invierno ‑ ahora, a causa de su gravidez, no podí a acudir a las grandes recepciones y frecuentaba tan só lo las pequeñ as veladas ‑; el prí ncipe Hipó lito, hijo del prí ncipe Basilio, acompañ ado de Mortemart, a quien presentaba; el abate Morio y otros muchos. La joven princesa Bolkonskaia habí a llevado sus labores en un saquito de terciopelo bordado de oro. Su labio superior, muy lindo, con un ligero vello rubio, era corto en comparació n con los dientes, pero abrí ase de una forma encantadora y todaví a era má s encantador cuando se distendí a sobre el labio inferior. Como sucede siempre en las mujeres totalmente atractivas, su solo defecto, el labio demasiado corto y la boca entreabierta, parecí a ser la belleza que la caracterizaba. Para todos era una satisfacció n contemplar a aquella «futura mamá » llena de salud y vivacidad, que soportaba tan fá cilmente su estado. Los viejos y jó venes malhumorados que la miraban parecí a que se volviesen como ella cuando se encontraban en su compañ í a y hablaban un rato. Quien le hablase veí a en cada una de sus palabras la sonrisa clara y los dientes blancos y brillantes siempre al descubierto; y ese dí a creí ase particularmente amable. Todos pensaban esto mismo. La pequeñ a Princesa, balanceá ndose a pequeñ os y rá pidos pasos, dio la vuelta a la mesa con el saquito en la mano; alisá ndose el traje, se sentó en el divá n, cerca del samovar de plata, como si todo lo que hiciera fuese un juego de placer para ella y para todos los que la rodeaban. ‑ Me he traí do la labor ‑ dijo, abriendo el saquito y dirigié ndose a todos ‑. Tenga usted cuidado, Ana, no me haga una mala pasada ‑ dijo a la dueñ a de la casa ‑. Me ha escrito que se trataba de una pequeñ a velada, y ya ve usted có mo me he vestido. Y extendió los brazos para enseñ ar su vestido gris, elegante, rodeado de puntillas y ceñ ido bajo el pecho por una amplia cinta. ‑ Tranquilí cese, Lisa. Será usted siempre la má s bella ‑ replicó Ana Pavlovna. ‑ Ya lo ven. Me abandona mi marido ‑ continuo con el mismo tono, dirigié ndose a todos‑. Quiere hacerse matar. Dí game, ¿ por qué esta triste guerra? ‑ insinuó, dirigié ndose al prí ncipe Basilio, y, sin esperar la respuesta, habló a la hija de é ste, a la bella Elena. ‑ ¡ Qué criatura má s encantadora es esta pequeñ a Princesa! ‑ murmuró el prí ncipe Basilio a Ana Pavlovna. Al cabo de un rato entró un hombre joven, robusto, macizo, con los cabellos muy cortos, lentes, un pantaló n gris claro, segú n la moda de la é poca, un gran plastró n de encaje y un frac castañ o. Este corpulento muchacho era hijo natural de un cé lebre personaje del tiempo de Catalina II; el conde Bezukhov, que en aquellos momentos se estaba muriendo en Moscú. Todaví a no habí a servido en cuerpo alguno y acababa de llegar del extranjero, donde se habí a educado; aqué lla era la primera vez que asistí a a una velada. Ana Pavlovna lo acogió con un saludo que reservaba para los hombres del ú ltimo plano jerá rquico de su saló n, pero, a pesar de esta salutació n dirigida a un inferior, al ver entrar a Pedro, la fisonomí a de Ana Pavlovna expresó la inquietud y el temor que se experimentan al ver una enorme masa fuera de su sitio. Pedro era, realmente, un poco má s alto que los demá s hombres que se hallaban en el saló n, y, sin embargo, este miedo no lo producí a sino la mirada inteligente y, al mismo tiempo, tí mida, observadora y franca que le distinguí a de los demá s invitados. ‑ Señ or, es usted muy amable viniendo a ver a una pobre enferma ‑ dijo Ana Pavlovna. Pedro murmuró algo incomprensible y continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente, saludando a la pequeñ a Princesa. Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estas palabras: ‑ ¿ No conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante. ‑ He oí do hablar de sus proyectos de paz eterna. Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible que... ‑ ¿ Có mo? ‑ dijo Ana Pavlovna por decir algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueñ a de la casa. Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por qué consideraba una fantasí a los proyectos del abate. ‑ Ya hablaremos despué s ‑ dijo Ana Pavlovna sonriendo, y, deshacié ndose del joven, que no tení a ningú n há bito cortesano, volvió a sus ocupaciones de anfitriona, escuchá ndolo y mirá ndolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el momento en que la conversació n languideciera. Como el encargado de una secció n de husos que, una vez ha colocado a los obreros en sus sitios, pasé ase de un lado a otro y observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos, corre, se para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana Pavlovna, movié ndose en el saló n, tan pronto se acercaba a un grupo silencioso como a otro que hablaba demasiado, y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la má quina de la conversació n, que funcionaba con un movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas atenciones, veí ase que temí a sobre todo algo por parte de Pedro. Mirá bale atentamente cuando le veí a acercarse y escuchar lo que se decí a en torno a Mortemart, o se dirigí a al otro grupo en que se encontraba el abate. Para é l, educado en el extranjero, esta velada de Ana Pavlovna era la primera que veí a en Rusia. Sabí a que se encontraba reunida allí la flor y nata de San Petersburgo, y sus ojos, como los de un niñ o en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Tení a miedo de perder la inteligente conversació n que hubiera podido escuchar. Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los reunidos, esperaba a cada instante algo extraordinariamente espiritual. Por ú ltimo se acercó a Morio. La conversació n le pareció interesante; se detuvo y esperó la ocasió n de expresar sus pensamientos tal como a los jó venes les gusta hacerlo.
III La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producí an un ruido continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecí a dirigido por el Abate. En otro, constituido por jó venes, encontrá base la encantadora princesa Elena, hija del prí ncipe Basilio, y la pequeñ a princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrá banse el vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna. El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerá base una celebridad, pero que, por buena educació n, permití a modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de é l. Como un buen maî tre d’hotel que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazarí a si lo viese en la sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna serví a a sus invitados, primero al Vizconde y despué s al Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablá base del asesinato del duque de Enghien. Decí a el Vizconde que el Duque habí a muerto a causa de su magnanimidad, y añ adí a que la có lera de Bonaparte tení a un especial motivo. ‑ ¡ Ah! Veamos. Cué ntenos eso, Vizconde ‑ dijo Ana Pavlovna con alegrí a, considerando que esta frase sonaba un poco a Luis XV ‑. Cué ntenos eso, Vizconde. El Vizconde se inclinó en señ al de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el cí rculo en torno al Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato. ‑ El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñ or ‑ bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados ‑. El Vizconde es un parfait conteur‑ dijo a otro ‑. ¡ Có mo se conoce al hombre habituado a la buena compañ í a! ‑ añ adió a un tercero. Y el Vizconde era servido a la reunió n bajo el má s elegante y ventajoso aspecto para é l, como un rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura. ‑ Venga usted aquí, querida Elena ‑ dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco má s lejos, formaba el centro del otro grupo. La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que habí a entrado en el saló n. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rí gida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, segú n la moda de la é poca, y con su gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veí ase en ella una sombra de coqueterí a, sino que, al contrario, parecí a que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercí a victoriosamente sobre los demá s una influencia demasiado fuerte. Hubié rase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura. ‑ Es esplé ndida ‑ decí an todos los que la veí an. El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba ante é l y le iluminaba con su invariable sonrisa. ‑ Señ ora, me siento cohibido ante tal auditorio ‑ dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza. La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba sonriendo. Durante toda la conversació n permaneció sentada, rí gida, mirando tan pronto a su magní fico y ebú rneo brazo, que se deformaba por la presió n sobre la mesa, como a su pecho, todaví a má s esplé ndido, sobre el que descansaba un collar de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narració n producí a efecto, contemplaba a Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresió n que la de la fisonomí a de la dama de honor, e inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrá s de Elena, la pequeñ a Princesa se levantó ante la mesa de té. ‑ Espé renme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿ en qué piensa? ‑ dijo dirigié ndose al prí ncipe Hipó lito ‑. ¿ Tiene usted la bondad de traé rmela? La Princesa, sonriendo y dirigié ndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisá ndose la ropa alegremente. ‑ ¡ Vaya! ‑ dijo, y pidió permiso para reanudar su labor. El prí ncipe Hipó lito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentó se cerca de ella. El Vizconde contó muy gentilmente la ané cdota entonces de moda. El duque de Enghien habí a ido a Parí s de incó gnito para verse con mademoiselle George. Habí ase encontrado en casa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores de la cé lebre actriz, y en una de estas reuniones, Napoleó n, por azar, habí a sufrido una de aquellas crisis suyas, y por esta razó n se encontró a merced del Duque. É ste no se habí a aprovechado de esta ventaja, y despué s Bonaparte, precisamente por esta magnanimidad, habí ase vengado de é l hacié ndole asesinar. El relato era bonito e interesante, particularmente en el momento en que los dos rivales se encuentran cara a cara. Las damas parecí an emocionadas. ‑ Muy lindo ‑ dijo Ana Pavlovna mirando interrogadoramente a la pequeñ a Princesa. ‑ Muy lindo ‑ murmuró la pequeñ a Princesa clavando la aguja en su labor, para demostrar que el interé s y el encanto de la narració n le impedí an trabajar. El Vizconde apreció este silencioso elogio y, sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento, Ana Pavlovna, que no separaba su mirada de aquel terrible joven, observó que hablaba demasiado alto y con excesiva vehemencia con el Abate y se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro habí a conseguido de nuevo trabar una conversació n con el Abate sobre el equilibrio polí tico, y é ste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven, desarrolló ante é l su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con demasiada animació n, y, naturalmente, esto no era del gusto de Ana Pavlovna. Para observarlos má s có modamente, Ana no quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegá ndose a ellos, hizo que la acompañ asen al grupo comú n. En aquel momento, un nuevo invitado entró en el saló n. Era el joven prí ncipe André s Bolkonski, el marido de la pequeñ a Princesa. El prí ncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecí a el má s acentuado contraste con su pequeñ a mujer, tan animada. Evidentemente, conocí a a todos los que se encontraban en el saló n, y le molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomí as, la que parecí a molestarle má s era la de su mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos dirigió una mirada por toda la reunió n. ‑ ¿ Se va usted a la guerra, querido Prí ncipe? ‑ preguntó Ana Pavlovna. ‑ El general Kutuzov ‑ replicó Bolkonski recalcando la ú ltima sí laba, como si fuera francé s ‑ me quiere por ayuda de campo. ‑ ¿ Y Lisa, su esposa? ‑ Se irá fuera de la ciudad. ‑ Es un gran pecado privarnos de su gentil compañ í a. ‑ André s ‑ dijo la Princesa dirigié ndose a su marido con el mismo tono de coqueterí a con que se dirigí a a los extrañ os‑, ¡ qué ané cdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte! El prí ncipe André s cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Prí ncipe habí a entrado en el saló n no habí a separado de é l su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Prí ncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisa inesperada, buena y amable. ‑ ¡ Vaya! ¡ Tú tambié n en el gran mundo! ‑ le dijo. ‑ Sabí a que vendrí a usted ‑ repuso Pedro ‑. Cenaré en su casa ‑ añ adió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su narració n ‑. ¿ Puede ser? ‑ No, imposible ‑ dijo el prí ncipe André s, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que aquello no podí a preguntarlo nunca. Querí a decir algo má s, pero en aquel momento el prí ncipe Basilio se levantó, acompañ ado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar. ‑ Ya me disculpará usted, querido Vizconde ‑ dijo el prí ncipe Basilio en francé s, apoyá ndose suavemente en su brazo para que no se levantase ‑. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegrí a y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan encantadora reunió n ‑ dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó má s que nunca su hermoso rostro. Cuando pasó ante Pedro, é ste la miró con ojos asustados y entusiastas. ‑ Es muy bella ‑ dijo el prí ncipe André s. ‑ Mucho ‑ contestó Pedro. Al pasar ante ellos, el prí ncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigié ndose a Ana Pavlovna, dijo: ‑ Amá nseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y é sta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan indispensable a los jó venes como la compañ í a de las mujeres inteligentes.
IV Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabí a, era pariente del prí ncipe Basilio por parte de padre. ‑ ¿ Qué le parece a usted esa comedia de la coronació n de Milá n? ‑ preguntó Ana al prí ncipe André s ‑. ¿ Y esa otra comedia del pueblo de Lucca y de Gé nova, que presentan sus homenajes a monsieur Bonaparte, sentado en un trono y recibiendo los votos de las naciones? ¡ Encantador! ¡ Oh, no, cré ame! ¡ Es para volverse loca! Dirí ase que el mundo entero ha perdido el juicio. El prí ncipe André s sonrió, mirando a Ana Pavlovna de hito en hito. ‑ «Dieu me la donne, gare a qui la touche», dijo Bonaparte con motivo de su coronació n ‑ respondió el Prí ncipe, y repitió en italiano las palabras de Napoleó n ‑: «Dio mi la dona, gai a qui la tocca. » ‑ Espero que, finalmente ‑ continuó Ana Pavlovna ‑, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los soberanos del mundo ya no pueden soportar má s a este hombre que todo lo amenaza. ‑ ¿ Los soberanos? No hablo de Rusia ‑ dijo amable y desesperadamente el Vizconde ‑. Los soberanos, señ ora, ¿ qué han hecho por Luis XVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Nada ‑ continuó, animá ndose ‑. Y, cré ame, ahora sufren el castigo de su traició n a la causa de los Borbones. ¿ Los soberanos? Enví an embajadores a cumplimentar al usurpador. Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva postura. ‑ Si Bonaparte continú a un añ o má s en el trono de Francia ‑ siguió diciendo, con la actitud del hombre que no escucha a los demá s y que en un asunto que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas ‑, entonces las cosas irá n mucho má s lejos. La sociedad, y hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para siempre por la intriga, por la violencia, por el destierro y por los suplicios. Y entonces... Se encogió de hombros y abrió los brazos. Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversació n le interesaba, pero Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo impidió. ‑ El emperador Alejandro ‑ dijo Ana con la tristeza que acompañ aba siempre a su conversació n cuando hablaba de la familia imperial ‑ ha manifestado que dejarí a que los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que quisieran, y estoy segura de que no puede dudarse que un golpe para librarse del usurpador harí a que toda la nació n se pusiera en masa al lado de un rey legí timo ‑ dijo, esforzá ndose en ser amable con el emigrado realista. ‑ No es seguro ‑ dijo el prí ncipe André s ‑. El Vizconde cree, y con razó n, que las cosas ya han ido demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado será difí cil. ‑ Por lo que he oí do ‑ dijo Pedro, que se mezcló en la conversació n alegremente ‑, casi toda la nobleza se ha puesto al lado de Bonaparte. ‑ Eso lo dicen los bonapartistas ‑ respondió el Vizconde sin mirarle ‑. Es difí cil en estos momentos conocer la opinió n pú blica en Francia. ‑ Bonaparte lo ha dicho ‑ objetó el prí ncipe André s con una sonrisa. Evidentemente, le disgustaba el Vizconde, y, sin responderle directamente, las palabras estaban dirigidas a é l‑. «Les he mostrado el camino de la gloria ‑ añ adió despué s de un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleó n ‑. No han querido seguirlo. Les he abierto las puertas de mis salones y se han precipitado en ellos en masa. » No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo. ‑ Hasta ninguno ‑ repuso el Vizconde ‑. Despué s del asesinato del Duque, hasta los hombres má s parciales han dejado de mirarlo como a un hé roe. Lo ha sido para cierta gente ‑ continuó dirigié ndose a Ana Pavlovna ‑. Despué s del asesinato del Duque hay un má rtir mas en el cielo y un hé roe menos en la tierra. Ana Pavlovna y los demá s no habí an tenido tiempo aú n de aceptar con una sonrisa de aprobació n las palabras del Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la conversació n. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a decirse algo extemporá neo, no pudo detenerle. ‑ El suplicio del duque de Enghein ‑ dijo Pedro ‑ era de tal modo una necesidad de Estado que, para mí, precisamente la grandeza de alma está en que Napoleó n no haya vacilado en cargar sobre sí la responsabilidad de este acto. ‑ ¡ Dios mí o, Dí os mí o! ‑ murmuró aterrorizada Ana Pavlovna. ‑ Es decir, monsieur Pedro, ¿ considerá is que el asesinato es una grandeza de alma? ‑ dijo la pequeñ a Princesa sonriendo y acercá ndose la labor. ‑ ¡ Ah! ¡ Oh! ‑ exclamaron varias voces. ‑ ¡ Capital! ‑ dijo en inglé s el prí ncipe Hipó lito, comenzando a golpearse las rodillas. El Vizconde contentó se con encogerse de hombros. Pedro miraba triunfalmente a su auditorio por encima de los lentes. ‑ Hablo así ‑ continuó ‑ porque los Borbones han vuelto la espalda a la Revolució n y han dejado al pueblo en la anarquí a. Ú nicamente Napoleó n ha sabido comprender a la Revolució n y vencerla. Y por eso, por el bien comú n, no podí a detenerse ante la vida de un hombre. ‑ ¿ No quiere usted pasar a esta mesa? ‑ preguntó Ana Pavlovna. Mas Pedro continuó su discurso sin responder. ‑ No ‑ dijo, animá ndose cada vez má s ‑. Napoleó n es grande porque se ha impuesto por encima de la Revolució n, de la cual ha reprimido los abusos y ha conservado todo lo que tení a de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de la palabra y prensa, y solamente por esto ha conquistado el poder. ‑ Si hubiera conseguido el poder sin valerse del asesinato y lo hubiese devuelto al rey legí timo, entonces sí se le habrí a reconocido como un gran hombre ‑ replicó el Vizconde. ‑ No podí a hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que le quitase de encima a los Borbones y porque veí a en é l a un gran hombre. La Revolució n ha sido una gran obra ‑ continuó Pedro, demostrando por esta proposició n audaz y provocativa su extremada juventud y el deseo de decirlo todo sin reservas. ‑ ¡ Una gran obra la Revolució n y el asesinato de los reyes...! Despué s de esto... Pero ¿ no quiere usted pasar a esta mesa? ‑ repitió Ana Pavlovna. ‑ Contrato social ‑ dijo el Vizconde con una sonrisa amable. ‑ No hablo de la ejecució n del rey. Hablo de las ideas. ‑ Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de crimen de vuesa majestad ‑ interrumpió de nuevo la voz iró nica. ‑ Cierto que fueron excesos, pero hay algo má s que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en la desaparició n de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleó n ha mantenido estas ideas í ntegramente... ‑ Libertad e igualdad ‑ dijo con desdé n el Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente a aquel joven la tonterí a de sus manifestaciones‑; grandes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿ Quié n no ama la igualdad y la libertad? El Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿ han sido los hombres má s felices despué s de la Revolució n? Al contrario, nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido. Casi sonriendo, el prí ncipe André s miraba ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueñ a de la casa. Desde los primeros ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su mundologí a, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar de las sacrí legas palabras pronunciadas por Pedro, el Vizconde no se exaltaba ni se poní a fuera de sí, cuando se convenció de que no era posible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al orador. ‑ Pero, querido monsieur Pedro ‑ dijo Ana Pavlovna‑, ¿ có mo se explica usted esto? Un gran hombre que ha podido hacer ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un hombre, sin haber cometido delito alguno y sin juzgarlo... ‑ Yo preguntarí a ‑ interrumpió el Vizconde ‑ có mo el señ or explica el l8 Brumario. ¿ No es una farsa, acaso? Es un escamoteo que no se parece en nada al modo de obrar de un gran hombre. ‑ ¿ Y los prisioneros de Á frica que ha hecho matar? - dijo la pequeñ a Princesa ‑. ¡ Es horrible! ‑ y levantó los hombros. ‑ Dí gase lo que se quiera, es un plebeyo ‑ declaró el prí ncipe Hipó lito. Pedro no sabí a qué responder. Los miraba a todos y sonreí a. Su sonrisa no era como la de los demá s; al contrario, en é l, cuando sonreí a, el rostro serio y un tanto hosco desaparecí a de pronto, mostrá ndose en su lugar una fisonomí a tranquila, incluso hasta un poco indecisa, que parecí a pedir perdó n. Para el Vizconde, que lo veí a por primera vez, era evidente que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras. Todos callaron. ‑ ¿ Có mo quieren que responda a todos a la vez? ‑ dijo el prí ncipe André s ‑. Ademá s, en los actos de un hombre de Estado cabe distinguir los del particular y los del generalí simo o los del emperador. Esto me parece que es suficientemente claro. ‑ Sí, sí, naturalmente ‑ dijo Pedro con la ayuda que se le ofrecí a.
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