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CUARTA PARTE 12 страница



—No tuve mбs remedio que liquidarlo de una cuchillada. Lo encontrй en el cafй. Le hice retroceder hasta un rincуn, en tanto que Ashley mantenнa a los otros en actitud prudente, y antes de agujerearle el pellejo tuve tiempo de explicarle el porquй de querer suprimirle. La cosa acabу antes de que pudiera darme cuenta —declarу Tony con aire pensativo—. Despuйs, no me acuerdo de mucho, si no es de que Ashley me hizo subir de nuevo a caballo y me dijo que viniese a casa de ustedes. Para estas ocasiones, Ashley vale un mundo. Sabe conservar toda su sangre frнa.

Volviу Frank, con el capote al brazo, y se lo tendiу a Tony. Era su ъnico abrigo, un abrigo bueno y caliente, pero Scarlett no protestу. El sentido y alcance de este asunto, estrictamente masculino, parecнa serle inasequible.

—Pero, Tony..., es que le necesitan a usted en casa. Sin duda, si volviera y explicase...

—Se ha casado usted con una loca, Frank —lanzу Tony con una sonrisa, esforzбndose al mismo tiempo en encajarse el capotуn—. Scarlett imagina que los yanquis le van a dar confites a uno por haber defendido a uno de sus parientes contra un negro. La recompensa serнa unos palmos de cuerda. Abrбceme, Scarlett. Frank no se enfadarб. Es muy posible que no nos volvamos a ver nunca. Texas estб lejos y no me arriesgarй a escribir. Luego que haya partido, hagan decir a mi familia que toda iba bien cuando salн.

Scarlett permitiу a Tony que la abrazase. Los dos hombres salieron y quedaron charlando un momento en la terraza trasera. En seguida se oyу el ruido de un caballo que partнa al galope. Tony se habнa marchado. Scarlett entreabriу la puerta y distinguiу a Frank, que llevaba a la cuadra un caballo jadeante. Volviу a cerrar la puerta y se sentу, temblбndole las rodillas.

Por lo demбs, ella sabнa muy bien bajo quй aspecto se presentaba la Reconstrucciуn; lo sabнa tan bien como si la casa se hubiera visto atacada por una banda de salvajes medio desnudos. Ahora, una multitud de recuerdos la asaltaba. Venнanle a la mente muchas cosas en que apenas habнa parado atenciуn estos ъltimos tiempos, conversaciones que habнa oнdo, pero no seguido con atenciуn, discusiones de hombres, interrumpidas por su presencia, pequeсos incidentes a los cuales no habнa concedido ninguna significaciуn en su tiempo, advertencias que Frank le prodigaba vanamente para ponerla en guardia contra los peligros de ir al aserradero bajo la sola protecciуn de tнo Peter. Ahora, todos estos recuerdos concordaban y se fundнan en una imagen terrorнfica.

Los negros sostenidos por las bayonetas yanquis, eran los amos de la situaciуn. «Me pueden matar, me pueden violar. Y їquiйn castigarнa a los culpables? » Cualquiera que intentase una venganza estarнa perdido, sin formalidades siquiera de juicio. Los oficiales yanquis se cuidarнan tan poco de respetar la ley como de conocer las circunstancias del crimen, y ello no serнa obstбculo para ahorcar a un sudista, sin otra forma de proceso.

«їQuй podemos hacer? —se dijo, retorciйndose las manos, desesperada—. їCuбl serб nuestra suerte con esos demonios, que no dudarнan en colgar a un buen muchacho como Tony Fontaine, por haber defendido a las mujeres de su familia contra un borracho y un crapuloso? »

«No se puede tolerar esto, ha dicho Tony, y tiene razуn. Pero їquй habrбn de hacer los sudistas, reducidos a la impotencia, sino doblar el espinazo? » Y Scarlett empezу a temblar de miedo y, por primera vez en su vida, comprendiу que las gentes y los acontecimientos tenнan existencia real fuera de ella misma y que Scarlett O'Hara no era la ъnica cosa que tenнa valor en el mundo. Habнa, sн, en todo el Sur, miles de mujeres en el mismo caso que ella, miles de mujeres desarraigadas y sin defensa. Y habнa tambiйn miles de hombres que, habiendo depuesto las armas en Appomatox, las habнan cogido de nuevo y estaban prestos a jugarse la vida de un minuto a otro por volar en socorro de estas mujeres.

En la cara de Tony habнa sorprendido ella algo, algo reflejado despuйs en la de Frank, una expresiуn que habнa notado recientemente en el rostro de otros hombres de Atlanta, pero que hasta ahora no se habнa preocupado en analizar. Era una expresiуn muy distinta de aquel aire lъgubre y profundamente desanimado que se veнa en los hombres que volvнan a sus casas tras de la rendiciуn. Entonces no pensaban sino en volver a sus hogares; pero ahora, ahora tenнan de nuevo un objetivo, sus nervios se desentumecнan, se reanimaba la antigua llama. Pensaban como Tony, con frнa resoluciуn: «ЎEsto no puede tolerarse! ».

Scarlett habнa visto a esos hombres del Sur, encantadores y peligrosos antes de la guerra, rudos e intrйpidos en los ъltimos dнas de la lucha desesperada. Sin embargo, en el rostro de aquellos hombres, en las miradas que habнan cambiado al vacilante resplandor de la bujнa, habнa habido algo diferente, algo que la habнa reconfortado y horrorizado al mismo tiempo: un furor indescriptible con palabras, una voluntad que nada podнa detener.

Por primera vez sintiу como un lazo de parentesco con las gentes que la rodeaban, sintiу que compartнa sus temores y su amargura y que tenнa la misma voluntad. ЎNo, eso no podнa tolerarse! Era demasiado hermoso el Sur para dejarlo desaparecer sin combate, para permitir a los yanquis que lo aplastaran bajo sus botas. El Sur era una patria demasiado querida para abandonarla a aquellos zotes de negros, ebrios de whisky y de libertad.

Pensando en la brusca llegada de Tony y en su precipitada marcha, Scarlett se sintiу emparentada tambiйn con йl. Recordaba cуmo su padre habнa huido de Irlanda, de noche, a consecuencia de un crimen que ni йl ni su familia. consideraban como tal. La sangre hirviente de Gerald corrнa por sus venas. Se acordу de la alegrнa que habнa experimentado matando al desertor yanqui. La misma sangre hirviente corrнa por las venas de todos esos hombres cuya cortйs apariencia disimulaba la violencia a flor de piel. Todos los hombres que la conocнa se parecнan, hasta Ashley el soсador, hasta el timorato Frank, hasta Rhett, que, a pesar de ser un canana sin escrъpulos, habнa matado a un negro porque «habнa faltado al respeto a una mujer».

Cuando Frank, chorreante de lluvia, entrу tosiendo, Scarlett se levantу de un salto.

—ЎOh, Frank! їCuбnto va a durar esto?

—Tanto como nos odien los yanquis, queridita. —їNo puede hacerse nada, entonces?

Frank se pasу la mano por la barba empapada.

—Sн, nos ocupamos de ello.

—їSн?

—їPara quй hablar? Aъn no hemos logrado nada. Tal vez nos lleve unos cuantos aсos. Tal vez... el Sur seguirб siempre asн.

—No, eso no.

—Vamos a acostarnos, queridita. Debes de tener frнo, estбs tiritando.

—ЎCuбndo podremos ver el fin de todo esto!

—Cuando se nos conceda de nuevo derecho a votar, pequeсa. Cuando todos los que se han batido por el Sur puedan meter en la urna una papeleta de voto con el nombre de un sudista y de un demуcrata.

—ЎUna papeleta de voto! —exclamу Scarlett—. їPara quй sirve todo eso, si los negros se han vuelto locos y los yanquis los han levantado contra nosotros?

Frank empezу a darle explicaciones con su acostumbrada lentitud, pero la idea de que esas papeletas de voto podнan acabar con todos aquellos males era demasiado complicada para ella. Ademбs, ella no hacнa otra cosa que pensar en Jonnas Wilkerson, que ya no serнa una amenaza para Tara, y en Tony.

—ЎOh, pobres Fontaine! —exclamу—. ЎNo queda mбs que Alex, y hay tanto trabajo en Mimosa! їPor quй no se le habrб ocurrido a Tony la buena idea de... de hacerlo por la noche, cuando nadie habrнa podido saber quiйn era? Serнa mбs ъtil en su casa durante las labores de primavera que en Texas.

Frank le pasу el brazo por la cintura. Generalmente temblaba al hacerlo asн, con una emociуn anticipada; pero esta noche su brazo se mantenнa firme y sus ojos tenнan una mirada ausente.

—En estos momentos hay cosas mбs importantes que las labores, nena. Se trata, para empezar, de inspirar a los negros un saludable terror y de dar una lecciуn a los yanquis. Mientras queden muchachos del temple de Tony no tendremos que alarmarnos demasiado por el Sur. Vamos a acostarnos.

—Pero, Frank...

—A condiciуn de marchar codo con codo y de no dar ocasiуn alguna a los yanquis, creo que el dнa que menos te imagines habremos ganado. No te devanes los sesos, pequeсa. Ten confianza en los hombres que te rodean. Los yanquis acabarбn por cansarse de perseguirnos cuando vean que no llegan a quebrantar nuestra resistencia. Todo acabarб por quedar como antes y podremos vivir y educar a nuestros hijos honorablemente.

Scarlett pensу en Wade y en el secreto que guardaba hacнa varios dнas. No, ella no querнa educar a sus hijos en ese infierno de violencia, de pobreza, de odio y de inseguridad. Por nada del mundo querнa que sus hijos conociesen lo que ella habнa conocido. Ella deseaba vivir en un mundo bien ordenado en que pudiese mirar el porvenir con confianza, cierta de que sus hijos tendrнan siempre afecto y amparo, buena comida y excelentes ropas. їY se figuraba Frank que el derecho de voto arreglarнa todo eso? їEl derecho de voto? їPara quй servнa? Sуlo habнa una cosa que permitirнa resistir en cierta medida los golpes del destino: el dinero.

Bruscamente, comunicу a su marido que iba a tener un hijo.

Durante las semanas que siguieron a la fuga de Tony, destacamentos de soldados yanquis vinieron en diversas ocasiones a registrar la casa de tнa Pittypat. Se presentaban sin prevenirla y a cualquier hora, recorrнan todas las habitaciones, le hacнan mil preguntas, abrнan los armarios, miraban bajo las camas. Las autoridades militares habнan oнdo decir que Tony habнa debido refugiarse en casa de la seсorita Pittypat y estaban persuadidos de que allн seguнa todavнa o que se escondнa por alguna parte de la vecindad.

No sabiendo nunca cuбndo iba a irrumpir en su casa un oficial con un pelotуn de hombres, tнa Pittypat estaba continuamente «en un estado» tal, segъn la expresiуn de tнo Peter, que ni Frank ni Scarlett le contaron la corta visita de Tony. Asн que hablaba de buena fe cuando decнa para disculparse que no habнa visto a Tony Fontaine mбs que una vez en su vida, el aсo 1862 por Navidad.

—Y, їsabe usted? —aсadнa con voz entrecortada por la emociуn—, estaba completamente borracho.

Scarlett, que soportaba mal su embarazo, vivнa entre un odio feroz hacia los uniformes azules y el miedo de que Tony se dejara coger y revelara el papel jugado por sus amigos. Las prisiones estaban llenas de gente que habнa sido detenida con menos motivo. Sabнa que si acababan por descubrir la mбs mнnima cosa, ella y Frank serнan encarcelados, lo mismo que la inocente Pittypat.

Durante cierto tiempo se habнa hablado mucho en Washington de confiscar todos «los bienes de los rebeldes» para pagar las deudas de guerra de los Estados Unidos, y Scarlett se angustiaba pensando que el proyecto pudiera pasar a estudio nuevo. Por otra parte, por Atlanta corrнa el rumor de que iban a embargar los bienes de todos los que habнan violado la ley marcial, y Scarlett temblaba ante la idea de que no solamente ella y Frank corrнan el peligro de perder la libertad, sino el de que les quitaran su casa, el almacйn y el aserradero. Y aun suponiendo que no se incautaran del negocio, їquй serнa de йste, desatendido, si Frank y ella perdнan la libertad? Odiaba a muerte a Tony por haberle ocasionado todas estas preocupaciones. їCуmo habнa hecho esto a unos amigos? їCуmo habнa podido Ashley darle el consejo de acogerse en su casa? Lo que es ella no ayudarнa a nadie mбs, bien seguro. No le hacнa ninguna gracia pensar que los yanquis pudieran de nuevo caer sobre ella como un enjambre de zбnganos. No, atrancarнa su puerta y no la abrirнa a nadie, quitando a Ashley, naturalmente. Durante algunas semanas, despuйs de la breve visita de Tony, no se atreviу a pegar ojo. Al menor ruido en la calle ya estaba temiendo que fuera Ashley que se escapaba tambiйn a Texas, perseguido por haber ayudado a Fontaine. No sabнa a quй atenerse en este punto, porque no osaba hablar en sus cartas de la visita nocturna de Tony. Los yanquis podнan interceptarlas y echar la culpa tambiйn a los de Tara. Sin embargo, pasaron las semanas sin tener malas noticias y Scarlett adivinу que Ashley habнa salido del lнo. Despuйs, cansados, los yanquis acabaron por dejar tranquila la casa.

Esta vuelta a la normalidad no librу a Scarlett de la angustia en que vivнa desde que Tony habнa llamado a la puerta, angustia peor que los bombardeos durante el asedio, peor que el terror que le inspiraban los hombres de Sherman en los ъltimos dнas de la guerra. Parecнa que la llegada de Tony en plena noche, mientras rugнa la tempestad, la habнa despabilado, obligбndola a constatar lo precario de su existencia.

Aquella frнa primavera de 1865, Scarlett no tenнa mбs que echar una ojeada a su alrededor para comprender los peligros que la amenazaban, igual que a todo el Sur. Por mбs que formara proyectos y combinara planes, por mбs que trabajara mбs duramente que sus esclavos lo habнan hecho nunca, por mбs que triunfara de todos los obstбculos y resolviera, gracias a su energнa, laboriosidad y sacrificios, problemas a los que su educaciуn no la habнa acostumbrado, estaba expuesta a verse despojada de un momento a otro del fruto de sus esfuerzos. Y, si ocurrнa esto, no tendrнa derecho a ninguna compensaciуn ni indemnizaciуn, a menos que los tribunales militares, cuyos poderes eran tan arbitrarios, quisieran oнrla. En aquel tiempo sуlo los negros gozaban de sus derechos. Los yanquis mantenнan el Sur en un estado de postraciуn del que no daban muestras de querer levantarlo. El Sur parecнa gemir bajo la mano de un gigante malйfico y los que antes habнan tenido influencia estaban ahora mбs inermes que lo habнan estado nunca sus esclavos.

Importantes fuerzas militares permanecнan acantonadas en Georgia y en particular en Atlanta. Los comandantes de las tropas yanquis en las diversas ciudades ejercнan un poder absoluto sobre la poblaciуn civil y hacнan uso de aquel poder que les conferнa el derecho de vida y de muerte. Podнan encarcelar a los ciudadanos con cualquier pretexto, o hasta sin йl. Podнan confiscarles los bienes, ahorCharles, hacerles la vida imposible con уrdenes contradictorias sobre las operaciones comerciales, los sueldos de los criados, lo que se tenнa derecho a decir en pъblico o en privado, lo que se tenнa derecho a escribir en los periуdicos. Ordenaban la hora y el lugar para vaciar los cubos de la basura y decidнan el tipo de canciones que las mujeres y las hijas de los ex confederados podнan cantar. El primero que tarareaba «Dixie» o «Bella bandera azul» se hacнa culpable de un crimen poco menos grave que el de alta traiciуn. Algunos jefes militares llegaban hasta a negar el permiso de matrimonio a los futuros esposos que no habнan prestado el odiado juramento.

La prensa estaba tan amordazada, que nadie podнa protestar pъblicamente contra las injusticias o las depredaciones de los soldados, y toda protesta individual tenнa pena de prisiуn. Las cбrceles rebosaban de personalidades que se pudrнan en los calabozos esperando ser juzgadas. Los jurados de los tribunales y la ley del «habeas corpus» estaban prбcticamente abolidos. Los tribunales civiles todavнa funcionaban, pero sometidos por entero al capricho de las autoridades militares, a las que no les importaba demasiado el cambiar las leyes a su gusto. Practicбbanse detenciones en masa. A la menor sospecha de haber tenido propуsitos sediciosos contra el Gobierno o de ser afiliado al Ku Klux Klan, se iba a la cбrcel, y para esto tambiйn bastaba con ser acusado por un negro de «haberle faltado al respeto». Las autoridades no exigнan pruebas ni testimonios. Bastaba una simple denuncia. Y, gracias a las incitaciones de la Oficina de Hombres Liberados, siempre habнa negros dispuestos a denunciar a cualquiera.

Los negros aъn no habнan obtenido el derecho al voto, pero el Norte estaba bien decidido a concedйrselo y a hacer de suerte que sus votos le fueran favorables. En tales condiciones, ningъn mimo era demasiado para los negros. Los soldados yanquis les apoyaban incondicionalmente y el medio mбs seguro para un blanco de buscarse complicaciones era dar queja de algъn negro.

Ahora, los antiguos esclavos dictaban la ley y, con la ayuda de los yanquis, los menos recomendables y los mбs ignorantes eran los cabecillas. Los mejores, en cambio, no dejaban de tomar en broma la emancipaciуn y sufrнan de todo tan cruelmente como los blancos. Miles de servidores negros que formaban la casta mбs elevada entre los esclavos permanecнan fieles a sus dueсos y se rebajaban a hacer trabajos que en otro tiempo hubieran considerado humillantes. Buen nъmero de negros leales, empleados en el campo, se negaban igualmente a hacer uso de su libertad; pero era, sin embargo, entre ellos donde se reclutaban tambiйn las hordas de «miserables libertos» que mбs complicaciones originaban.

En tiempos de la esclavitud, los domйsticos y los artesanos despreciaban a esos negros de baja estofa. En todo el Sur, muchas mujeres de colonos igual que Ellen, habнan sometido a los negros a una serie de pruebas a fin de seleccionar a los mejores y confiarles puestos en que habнa que desplegar cierta iniciativa. Los demбs, a los que se empleaba en las plantaciones, eran los menos diligentes y los menos aptos para el estudio, los menos enйrgicos o los menos honrados, los mбs viciosos o los mбs embrutecidos. Y, de ahora en adelante, esta clase de negros, la ъltima de la jerarquнa negra, era la que hacнa la vida imposible en el Sur.

Ayudados por los aventureros sin escrъpulos que manejaban la Oficina de Hombres Liberados, impulsados por los del Norte, cuyo odio llegaba al extremo del fanatismo religioso, los antiguos campesinos negros se habнan encontrado elevados de repente al rango de dominadores y dueсos del poder. Y, naturalmente, se conducнan como cabнa esperar de gente tan poco inteligente. Semejantes a monos o a niсos que vivieran en medio de objetos cuyo valor no podнan comprender, se entregaban a toda clase de excesos, ya por el placer de destruir, ya por simple ignorancia.

Hay que reconocer, no obstante, en descargo de los negros, que hasta entre los menos inteligentes muy pocos obedecнan a malos instintos o a un sentimiento de rencor, y los que asн obraban habнan sido considerados siempre, y hasta en tiempo de la esclavitud, como «inmundos negros». Pero todos esos libertos no tenнan mбs entendimiento que un niсo y se dejaban dominar fбcilmente. Habнan adquirido, ademбs, el hбbito de obedecer, y sus nuevos dueсos les daban уrdenes de este gйnero: «Vales mбs que cualquier blanco, asн que ya sabes lo que tienes que hacer. En cuanto puedas votar a un republicano, podrбs apoderarte de los bienes de los blancos. Es ya como si fueran tuyos. Cуgelos, si puedes hacerlo».

Aquellos insensatos consejos les trastornaban el juicio. La libertad se convertнa para ellos, pues, en una continua fiesta, en un carnaval de holgazanerнa, de rapiсas y de insolencias. Los negros del campo invadнan las ciudades, dejando los distritos rurales sin mano de obra para las cosechas. Atlanta rebosaba de negros de йstos, que continuaban afluyendo a cientos para transformarse, por efecto de estas nuevas doctrinas, en seres vagos y peligrosos. Amontonados en sуrdidas cabanas, la viruela, el tifus y la tuberculosis los diezmaban. Acostumbrados a ser cuidados por sus dueсas, no sabнan cуmo luchar contra la enfermedad.

En tiempo de la esclavitud, los negros se ponнan ciegamente en manos de sus dueсos para el cuidado de los niсos pequeсos y de los ancianos; y ahora no tenнan la menor idea de los deberes que les incumbнa llenar con los jуvenes y los viejos sin defensa. La Oficina de Liberados se preocupaba demasiado del aspecto polнtico de las cosas para proporcionar a los negros los mismos servicios desinteresados que los antiguos plantadores.

Los negritos, abandonados por sus padres, correteaban por toda la ciudad como bestias aterrorizadas, hasta que los blancos se apiadaban, les abrнan la puerta de la cocina y se encargaban de eduCharles. Los viejos campesinos negros, enloquecidos por el movimiento de la gran urbe, sentбbanse lamentablemente al borde de las aceras, gritando a las damas que pasaban: «Seсora, por favor, mi dueсo estб en el Condado de Fayette. Йl vendrб a buscar a su pobre negro para llevarlo a casa. Ya estamos hartos de esta libertad, seсora».

Los funcionarios de la Oficina de Hombres Liberados, desbordados por el nъmero de solicitantes, se daban cuenta demasiado tarde de ciertos errores y esforzбbanse en devolver todos aquellos negros a sus antiguos dueсos. Les decнan que, si querнan volver a la tierra, serнan tratados como trabajadores libres, con un salario fijo. Los viejos obedecнan con alegrнa, viniendo a complicar la tarea de los colonos que, reducidos a la miseria, no tenнan, sin embargo, el valor de no acogerlos; pero los jуvenes se quedaban en Atlanta. No querнan oнr hablar de trabajo. їPara quй trabajar cuando se tiene quй comer? Por primera vez en su vida, los negros tenнan la posibilidad de ingerir tanto whisky como querнan. Antes, sуlo bebнan por Navidad, cuando cada uno de ellos recibнa su «gota» al tiempo que su aguinaldo. Pero de ahora en adelante tenнan no solamente a los agitadores de la Oficina y a los carpetbaggers para embriagarlos, sino que las copiosas libaciones de whisky y los actos de violencia se hacнan inevitables. Ni la vida ni los bienes de los ciudadanos se hallaban seguros, y los blancos, sin la protecciуn de la ley, estaban aterrorizados. Los negros, borrachos, insultaban a todo el mundo en plena calle. De noche incendiaban las granjas y las casas, de dнa robaban los caballos y los corrales. Se cometнan toda clase de crнmenes y sus autores quedaban casi siempre impunes.

Sin embargo, tales infamias no eran nada en comparaciуn con el peligro al que estaban expuestas las mujeres blancas, gran nъmero de las cuales, privadas por la guerra de sus naturales protectores, vivнan solitarias en el campo o junto a los caminos desiertos. Fue la gran cantidad de atentados perpetrados contra las mujeres y el deseo de sustraer a sus esposas y a sus hijas a este peligro lo que exasperу a los hombres del Sur, decidiйndoles a fundar el Ku Klux Klan. Y los periуdicos del Norte se pusieron a vituperar a esta organizaciуn porque operaba de noche, sin caer en la cuenta de la trбgica necesidad que habнa determinado su constituciуn. El Norte querнa que se persiguiera a todos los miembros del Klan y que se les ahorcara por haberse atrevido a tomarse la justicia por su mano, en una йpoca en que las leyes y el orden pъblico eran despreciados por los invasores. En aquel tiempo se asistнa, estupefacto, al espectбculo de una naciуn en la que una mitad se esforzaba por imponer a la otra la dominaciуn de los negros a punta de bayoneta. Negando el Norte el derecho de voto a sus antiguos dueсos, querнa concedйrselo a esos negros que frecuentemente habнan abandonado la selva africana hacнa apenas una generaciуn. Creнa el Norte que mantener al Sur bajo su bota y privar a los blancos de sus derechos era uno de los medios para impedir que se sublevase. La mayor parte de los hombres que habнan combatido en las filas confederadas, o que habнan ocupado un cargo pъblico no tenнan mбs derecho de votar que de elegir a los funcionarios. Gran nъmero de ellos, a ejemplo del general Lee, deseaban prestar el juramento de descargo, volver a ser de nuevo ciudadanos y olvidar el pasado, pero no se les permitнa. Y, en cambio, aquellos a quienes se concedнa este derecho se negaban a aceptarlo, declarando que no querнan jurar fidelidad a un Gobierno que les infligнa deliberadamente tantas crueldades y humillaciones.

Scarlett oнa repetir sin cesar: «Yo hubiera prestado el condenado juramento que exigen los yanquis si se comportaran decentemente. Podrй ser reintegrado a la Uniуn; pero no quiero ser " reconstruido" en ella».

De dнa y de noche el miedo y la ansiedad devoraban a Scarlett. La amenaza de los negros, a los que ninguna ley retenнa, el temor a ver a los soldados yanquis despojarla de todos sus bienes eran para ella una continua pesadilla. Por mбs que se repitiera sin cesar la frase que Tony Fontaine habнa pronunciado con tanta energнa: «No, Scarlett, el buen Dios no puede tolerar esto. ЎY no lo tolerarб! », apenas reaccionaba contra el desaliento que se apoderaba de ella, cuando constataba su impotencia, la de sus amistades y la del Sur entero.

A pesar de la guerra, el incendio y la Reconstrucciуn, Atlanta habнa vuelto a ser la ciudad coqueta de antes. En muchos aspectos, recordaba la ciudad joven y activa de los primeros dнas de la Confederaciуn. Desgraciadamente, los soldados esparcidos por sus calles no llevaban el uniforme que se hubiera deseado ver, ni el dinero estaba entre las manos donde hubiera sido necesario, y asн los negros se daban la mejor vida, mientras sus antiguos dueсos pasaban por pйsimos ratos y morнan de hambre.

A primera vista Atlanta daba la impresiуn de una urbe prуspera que se levantara rбpidamente de entre las ruinas; pero, observando mejor, podнa uno advertir que el miedo y la miseria reinaban en ella. Comparada con Savannah, con Charleston, con Augusta, con Richmond y con Nueva Orleбns, parecнa que Atlanta serнa siempre una ciudad activa, cualesquiera que fuesen las circunstancias. No era, sin embargo, de buen tono agitarse, porque resultaba «demasiado yanqui», pero en aquella йpoca Atlanta estaba peor educada y era mбs yanqui que lo habнa sido nunca ni lo serнa jamбs. Las «gentes nuevas» afluнan por todos lados y, de la maсana a la tarde, se andaba a tropezones por las ruidosas calles. Los soberbios troncos de caballos de las esposas de los oficiales yanquis o de los carpetbaggers salpicaban las moradas ruinosas de los burgueses. Las suntuosas residencias de los extranjeros ricos crecнan en medio de las casas discretas de los antiguos habitantes.

La guerra habнa consagrado definitivamente la importancia de Atlanta en el Sur y ya la fama de la ciudad llegaba lejos. Las vнas fйrreas por las que Sherman habнa luchado todo un otoсo y que habнan costado la vida de miles de hombres traнan de nuevo la vida a la ciudad que habнan creado. Atlanta habнa vuelto a ser el centro econуmico de una vasta regiуn que atraнa a una oleada de nuevos ciudadanos, malos y buenos.

Los carpetbaggers habнan establecido su cuartel general en Atlanta y se codeaban en las calles con los representantes de las mбs antiguas familias del Sur. Los colonos, cuyas propiedades habнan sido incendiadas durante la marcha de Sherman, abandonaban sus plantaciones de algodуn que ya no podнan cultivar sin esclavos y venнan a instalarse en Atlanta. Cada dнa llegaban nuevos emigrantes que huнan de Tennessee y de las Carolinas, donde la Reconstrucciуn revestнa un aspecto todavнa mбs duro que en Georgia. Gran nъmero de irlandeses y alemanes, ex mercenarios de los Ejйrcito de la Uniуn, se habнan fijado en Atlanta, a su desmovilizaciуn. Las esposas y las familias de los yanquis, acantonadas en la ciudad, eran impulsadas por la curiosidad de conocer el Sur despuйs de cuatro aсos de guerra, viniendo a engrosar el contingente de poblaciуn. Toda clase de aventureros se daba cita con la esperanza de hacer fortuna y los negros del campo continuaban llegando a centenares.

Abierta al primer llegado como un pueblo fronterizo, la escandalosa ciudad no intentaba en modo alguno disimular sus pecados y sus vicios. Los cafйs se hacнan de oro. A veces, habнa dos o tres seguidos en la misma acera. Por las tardes las calles se llenaban de borrachos, negros o blancos, que andaban vacilantes. Apaches, rateros y prostitutas vagaban por las avenidas sin luz o por las calles mal alumbradas. En los garitos se jugaba a todo tren. No pasaba noche sin que hubiera riсas a cuchillo o revуlver. Los ciudadanos respetables estaban escandalizados de que Atlanta tuviera un barrio reservado mбs extendido y prуspero que durante las hostilidades. Toda la noche, detrбs de las persianas bajadas, se oнa tocar el piano, reнr y cantar canciones groseras, subrayadas frecuentemente por gritos y pistoletazos. Las pensionistas de estas casas eran todavнa mбs atrevidas que las prostitutas del tiempo de guerra y, asomadas descaradamente a la ventana, llamaban a los transeъntes. El domingo por la tarde los bellos coches cerrados de las patronas del barrio atravesaban las principales calles de la ciudad paseando a sus pupilas, que iban con los mejores vestidos y miraban a travйs de las cortinas echadas.

Bella Watling era la mбs cйlebre de aquellas damas. Habнa hecho construir una gran casa de dos pisos que eclipsaba a todas las del barrio. En el bajo abrнase una espaciosa sala de cafй, con los muros elegantemente decorados con pinturas al уleo. Una orquesta negra tocaba todas las tardes. Los dos pisos superiores se componнan de habitaciones que, de creer el rumor que corrнa, estaban alhajadas con muebles de peluche de los mбs elegantes, sуlidas cortinas de encaje y un nъmero impresionante de espejos con marco dorado. La docena de muchachas de la casa eran muy bonitas, aunque pintadнsimas, y se conducнan con mucha mбs decencia que las pensionistas de las otras casas. Por lo menos la policнa habнa tenido que intervenir muy pocas veces en casa de Bella.

Las seсoras de Atlanta sуlo hablaban de esta casa en voz baja y los sacerdotes, desde. el pulpito, lanzaban contra ella sus anatemas en tйrminos velados, pintбndola como un abismo de iniquidad, un lugar de perdiciуn y un azote de Dios. Todo el mundo estimaba que una mujer de la estofa de Bella no habнa podido ganar por sн sola bastante dinero para montar un establecimiento tan lujoso. Asн que debнa tener un protector, y un protector muy rico. Como Rhett no se habнa preocupado nunca de ocultar sus relaciones con ella, se le atribuнa, Ў naturalmente, este papel. Por otra parte, bastaba echar la vista a Bella en su coche cerrado, conducido por un arrogante negro, para darse cuenta de que nadaba en la opulencia. Cuando pasaba al trote de dos soberbios caballos bayos, los niсos que conseguнan escaparse de casa se precipitaban para verla y cuchicheaban con voz emocionada: «Ў Es Bella, es Bella! Ў He visto sus cabellos rojos! »



  

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