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CUARTA PARTE 8 страница



A pesar del placer que le causaba tal acogida, Scarlett sentнa una vaga inquietud, que tratу de disimular, acerca del aspecto de su vestido de terciopelo. Йste estaba todavнa hъmedo hasta las rodillas y manchado por el borde, a despecho de los frenйticos esfuerzos que Mamita y la cocinera hicieron con una tetera de agua hirviendo, un cepillo limpio y grandes sacudidas ante la encendida chimenea. Scarlett temнa que alguien notase tales detalles y adivinase que йste era el ъnico vestido decente que poseнa. No obstante, la consolaba un poco pensar que muchos de los vestidos que llevaban otras invitadas tenнan mucho peor aspecto que el suyo. Eran antiguos y la mayorнa de ellos revelaban haber sido recientemente remendados y planchados. Por lo menos, el vestido de Scarlett estaba completo y era nuevo, por mojado que estuviese. En verdad, era el ъnico vestido nuevo que se vio en la ceremonia, exceptuando el satinado vestido de novia de Fanny.

Recordando lo que tнa Pitty le habнa dicho acerca de las finanzas de los Elsing, tenнa curiosidad por saber de dуnde habнa salido el dinero para el vestido y para las decoraciones, refrescos y mъsica, que les debieron costar un pico. Dinero prestado, probablemente, a menos que todos los parientes de Elsing hubiesen cotizado para hacer que Fanny pudiese casarse con cierto esplendor. Tales bodas, en tiempos tan difнciles, parecнan a Scarlett un despilfarro comparable a las lбpidas para los hermanos Tarleton, y experimentaba la misma irritaciуn y la misma ausencia de compasiуn que sintiу cuando estuvo en el minъsculo cementerio de los Tarleton. Los tiempos en que se gastaba el dinero a manos llenas habнan pasado. їPor quй persistнan las gentes en llevar el tren de vida de antaсo cuando los tiempos eran ahora tan distintos?

Pero dejу de lado este momentбneo enojo. Despuйs de todo, el dinero no era suyo y no querнa que las necesidades de los demбs le estropeasen el atractivo de la velada.

Descubriу que conocнa muy bien al novio, que era Tommy Wellburn, de Sparta, a quien ella habнa cuidado en 1863, cuando estaba herido en un hombro. Era, entonces, un guapo chico de metro ochenta de altura y habнa abandonado sus estudios de medicina para irse a la guerra, a servir en la Caballerнa. Ahora parecнa un viejecito, encorvado como habнa quedado por una herida en la cadera. Caminaba con cierta dificultad y, como habнa observado tнa Pittypat, tenнa que abrir las piernas de un modo muy desagradable. Pero parecнa no darse cuenta de su apariencia, o no le importaba, y su actitud era la de un hombre que no necesita ayuda de nadie. Habнa abandonado toda esperanza de continuar sus estudios y era ahora contratista, disponiendo de una cuadrilla de irlandeses que construнan el nuevo hotel. Scarlett se preguntу cуmo se las arreglaba para realizar ese trabajo tan penoso, pero se callу comprendiendo que nada es imposible cuando la necesidad apremia.

Tommy y Hugh Elsing y el pequeсo Rene Picard, que parecнa un mico, estuvieron charlando mientras se retiraban las sillas y los muebles junto a la pared como preparativo para el baile. Hugh no habнa cambiado desde que lo vio en 1862... Era todavнa el mismo muchacho delicado, con el mismo ricito de pelo castaсo claro colgando sobre la frente y las mismas manos finas, visiblemente inъtiles para el trabajo manual, que ella recordaba tan bien. Pero Rene habнa cambiado desde aquel permiso que obtuvo cuando se casу con Maybelle Merriwether. Todavнa conservaba en sus ojos la malicia francesa y el нmpetu vital de los criollos; pero, a pesar de sus fбciles risotadas, habнa en su fisonomнa cierta dureza que no tenнa en los primeros dнas de la guerra. Y el aire de refinada elegancia que lo impregnaba cuando lucнa su elegante uniforme de zuavo habнa desaparecido.

—ЎMejillas como la rosa, ojos como la esmeralda! —dijo con su perceptible acento francйs al besar la mano de Scarlett, rindiendo homenaje a los afeites que animaban el rostro de la joven—. Tan linda como cuando la vi por vez primera en el bazar de caridad. їSe acuerda? No he olvidado nunca cуmo echу su anillo de boda en mi cestita. ЎЙsa sн que fue una actitud valiente! Pero jamбs creн que aguardarнa usted tanto tiempo por otro anillo.

Sus ojos chispearon picarescamente, mientras daba un codazo en las costillas de Hugh.

—Y jamбs creн yo que usted fuera a guiar el carro de una pastelerнa, Rene Picard —replicу ella. En vez de sentirse avergonzado de que sacasen a relucir su degradante ocupaciуn, Rene pareciу complacido y se riу a grandes carcajadas, dando palmadas en la espalda a Hugh.

Touchй! —exclamу, como en un asalto de esgrima—. Ma bellemиre, la seсora Merriwether, me obliga a hacerlo. Es el primer trabajo que he hecho en toda mi vida; Ўyo, Rene Picard, que pensaba llegar a viejo criando caballos de carreras y tocando el violin! Ahora conduzco el carro de la pastelerнa, Ўy me divierte! La seсora Merriwether es capaz de conseguir que cualquier hombre haga lo que ella quiera. Debiera haber sido general: hubiйramos ganado la guerra, їeh, Tommy?

«ЎParece mentira —pensу Scarlett— que le divierta la idea de ser carretero cuando su familia era dueсa de mбs de quince kilуmetros de terreno a lo largo del rнo Mississippi y tenнa ademбs una gran casa en Nueva Orleans! »

—Si hubiйramos tenido a nuestras suegras en nuestras filas, hubiйramos vencido a los yanquis en una semana —convino Tommy dirigiendo los ojos a la orgullosa figura de su nueva madre polнtica—. La ъnica razуn por la que resistimos tanto fue, sencillamente, porque las mujeres en la retaguardia no nos dejaban darnos por vencidos.

—ЎY ellas nunca se darбn por vencidas! —aсadiу Hugh, con una sonrisa orgullosa, pero algo forzada—. No hay aquн esta noche ni una sola mujer que se haya rendido, a pesar de lo que hayan podido hacer en Appomattox[19] los hombres de su familia. La cosa es mucho peor para ellas que para nosotros. Siquiera nosotros nos desahogamos combatiendo.

—Y ellas odiando —completу Tommy—, їverdad, Scarlett? A las mujeres les es mucho mбs doloroso ver hasta dуnde han descendido los hombres de su familia y sus amigos que a nosotros mismos. Hugh iba a ser juez. Rene iba a tocar el violin ante las testas coronadas de Europa. —Bajу la suya cuando Rene le amenazу con asestarle un puсetazo—. Yo iba a ser mйdico. Y ahora...

—ЎQue nos den tiempo! —exclamу Rene—. ЎEntonces me verбn a mн de prнncipe de los pasteles del Sur! Y a mi amigo Hugh, de rey de las astillas, y tъ, Tommy, serбs amo de esclavos irlandeses en vez de esclavos negros. ЎQuй cambio! ЎQuй divertido! Y a ustedes, їcуmo les va, Scarlett? їY Melly? їOrdeсan las vacas, recogen el algodуn?

—ЎCiertamente que no! —contestу Scarlett con la mayor sangre frнa, incapaz de comprender cуmo Rene podнa aceptar alegremente su ruina—. Nuestros negros lo hacen.

—He oнdo que Melly le puso a su hijo el nombre de Beauregard. Dнgale que a mн me parece muy bien y que, a excepciуn de Jesъs, no existe nombre mejor.

Y, aunque se sonreнa, sus ojos relucieron de orgullo al mencionar el nombre del denodado hйroe de Luisiana. [20]

—Bueno, existe el nombre de Robert Edward Lee —observу Tommy—. Y, aunque no trato de menguar la reputaciуn del «Viejo Beau», mi primer hijo habrб de llamarse Bob Lee Wellburn. Rene riу y se encogiу de hombros.

—Voy a contarles una anйcdota, que es una historia autйntica. Y verбn ustedes lo que nuestros criollos piensan acerca de nuestro bravo Beauregard y de vuestro general Lee. En el tren, cerca de Nueva Orleans, un virginiano, es decir, un partidario del general Lee, se encontrу con un criollo de las tropas de Beauregard. Y el virginiano hablу y hablу de que el general Lee hizo esto y el general Lee dijo esto otro. Y el criollo, muy cortйs, frunciу el ceсo como si tratase de recordar, y luego se sonriу y dijo: «їLee? ЎAh, sн! ЎAhora ya sй! ЎEl general Lee! ЎEse hombre de quien habla tan bien el general Beauregard! »

Scarlett tratу de participar cortйsmente en la hilaridad general, pero no veнa al cuento gracia alguna, exceptuando la de que los criollos eran gentes tan vanidosas como las de Charleston y Savannah. Ademбs, siempre opinу que el hijo de Ashley debiу haber llevado el mismo nombre que su padre.

Los mъsicos, despuйs de los discordantes sonidos preliminares, comenzaron a tocar El viejo Dan Tucker, y Tommy se volviу hacia ella.

—їQuiere usted bailar, Scarlett? Yo no puedo tener ese gusto, pero Hugh o Rene...

—Lo siento, no bailo —dijo ella—, guardo luto por mi madre.

Sus ojos buscaron los de Frank y le hicieron levantarse de su asiento al lado de la seсora Elsing.

—Me sentarй en aquella salita si me trae usted algunos refrescos, y entonces podremos charlar a gusto —le dijo a Frank.

Mientras йl corrнa a traerle una copa de vino y una rebanada de bizcocho fina como un papel, Scarlett tomу asiento en la alcoba que habнa al final del salуn y se arreglу cuidadosamente la falda para que no se viesen las manchas mayores. Los humillantes acontecimientos de aquella maсana, con Rhett, quedaron lejos de su mente, borrados por la excitaciуn de ver a tanta gente y oнr mъsica otra vez. Maсana pensarнa en el comportamiento de Rhett y en su propia vergьenza y volverнa a retorcerse otra vez. Maсana se preguntarнa si habнa hecho alguna impresiуn en el corazуn herido y maltrecho de Frank. Pero no esta noche. Esta noche vivнa, la vida le desbordaba hasta por las puntas de los dedos, todos sus sentidos estaban tensos de esperanza y sus ojos fulguraban.

Desde la alcobita, mirу el enorme salуn y contemplу a los que bailaban, acordбndose de cuan hermosa era esa estancia cuando ella fuera a Atlanta por primera vez. Entonces, el piso de parquй brillaba como el vidrio y, por encima, la gran lбmpara, con sus centenares de pequeсos prismas, recogнa y reflejaba todos los destellos de sus velas, lanzбndolos otra vez en forma de diamantes, zafiros y rubнes por toda la sala. Los viejos retratos de las paredes mostraban su dignidad y cortesнa y parecнan mirar a sus huйspedes con aire de amable hospitalidad. Los sofбs de palo de rosa eran mullidos y acogedores, y uno de ellos, el mбs ancho, habнa ocupado el lugar de honor en la salita en donde ella se sentaba ahora. Era el asiento favorito de Scarlett en todas las fiestas. Desde aquel sitio se divisaba el prolongado panorama del salуn y del comedor antiguo, con la mesa ovalada de caoba a la que podнan sentar veinte comensales, con veinte sillas de esbeltas patas arrimadas a las paredes, la maciza consola y el aparador cargado de pesada plata y de candelabros de siete brazos, vasos, vinagreras, jarras, botellas y relucientes copitas. ЎScarlett se habнa sentado con tanta frecuencia en ese sofб durante los primeros aсos de la guerra, siempre con algъn oficial guapo junto a ella, y habнa escuchado tantas veces los sonidos del violнn y del violoncelo, del acordeуn y del banjo, asн como los crujidos que los pies de los bailarines producнan sobre el encerado y pulido piso! Ahora, la gran lбmpara colgaba sin luces. Estaba torcida y estropeada, y la mayor parte de sus cristalinos prismas se hallaban rotos, como si los ocupantes yanquis hubiesen hecho de aquella obra de arte un blanco para sus botas. Ahora sуlo una lбmpara de petrуleo y unas cuantas velas alumbraban la estancia, y era la llameante y chisporroteante leсa en la amplia chimenea la que proporcionaba mбs claridad. Su inquieto resplandor permitнa ver hasta quй punto el piso estaba ahora irremediablemente deteriorado, estriado y astillado. Los oscuros rectбngulos en el desteсido papel de las paredes evidenciaban que en otros tiempos colgaban allн bellos cuadros y retratos de familia, y las anchas grietas del estuco rememoraban el dнa en que una granada estallу en la casa durante el sitio, destrozando parte del tejado y del segundo piso. La pesada mesa de caoba, con sus botellas de cristal tallado, todavнa presidнa el espacioso comedor, pero estaba toda araсada, y sus rotas patas delataban improvisadas reparaciones. El aparador, la plata y las esbeltas sillas habнan desaparecido. Faltaban tambiйn los cortinajes de damasco amarillo oscuro que cubrнan las arqueadas ventanas al extremo de la estancia, y solamente quedaban restos de los visillos de encaje, limpios, pero visiblemente zurcidos.

En lugar del viejo sofб curvado que tanto le gustaba, habнa un duro banco poco confortable. Se sentу en йl con la mejor voluntad posible, deseando que su falda estuviese suficientemente presentable para poder bailar. ЎQuй agradable serнa poder bailar otra vez! Pero, por supuesto, mбs podнa hacer con Frank, en esta retirada alcobita que girando por el salуn, ya que aquн podнa aparentar escuchar fascinada su conversaciуn y alentarle a dar nuevos vuelos a su fantasнa.

Pero la mъsica era ciertamente incitante. Su zapatito marcaba nostбlgicamente el compбs al ritmo del pesado pie del viejo Levy, que pulsaba un banjo y anunciaba las figuras de la «danza de los lanceros». Los pies se arrastraban, siseaban y repiqueteaban en el suelo conforme las dos filas de bailarines avanzaban la una hacia la otra, retrocedнan y giraban para formar un pasillo arqueando los brazos.

El viejo Dan Tucker se bebiу un azumbre (Media vuelta a la pareja) ЎSe cayу en el fuego y apagу la lumbre! (Mбs ligeras, seсoritas)

Despuйs de los monуtonos y agotadores meses en Tara, era agradabilнsimo oнr otra vez la mъsica y el ruido de pies que bailaban, muy grato ver rostros familiares que se reнan a la dйbil luz, repitiendo antiguas bromas y chistes, conversando, discutiendo y flirteando. Era como volver a la vida despuйs de estar muerta. Casi le parecнa que habнan regresado los antiguos tiempos. Si al menos pudiese cerrar los ojos y no ver los raнdos y reformados vestidos, las remendadas botas masculinas y zapatitos femeninos; si al menos su imaginaciуn no evocase las fisonomнas de los muchachos que ahora no tomaban parte en los «lanceros», casi podrнa pensar que nada se habнa alterado. Pero mientras contemplaba a los viejos agrupados en el comedor junto al frasco de vino, a las matronas que se alineaban a lo largo de la pared cuchicheando tras sus manos faltas de abanicos, y a los bailarines que se agitaban, se le ocurriу la idea repentina de que todo estaba tan cambiado como si aquellas familiares figuras fuesen fantasmas.

Parecнan iguales, pero eran diferentes. їPor quй? їEra sуlo que todos tenнan cinco aсos mбs? No, era algo mбs que el mero transcurso del tiempo. Algo les faltaba, a ellos y a su mnundo. Cinco aсos antes, una sensaciуn de seguridad los envolvнa tan completa y suavemente que ni siquiera se percataban de ella. A su amparo habнan florecido. Ahora se habнa disipado, y con ella la emociуn de antaсo, la sensaciуn de que les aguardaba algo delicioso y excitante a la vuelta de la esquina, el antiguo hechizo de su manera de vivir.

Sabнa que ella misma habнa cambiado tambiйn, perт no habнa cambiado de igual modo que ellos, y esto la intrigaba. Desde su asiento, los contemplaba y se sentнa como una extraсa entre los demбs, tan extraсa y solitaria como si viniese de otro mundo, hablando un idioma que ellos no entendнan, como ella no comprendнa el suyo. Vio entonces que este sentimiento era el mismo que habнa experimentado ante Ashley. Con йl y con todas las personas de su clase (y йstas constituнan la mayor parte del mundo de ella) se sentнa apartada de algo, de algo que le era imposible adivinar.

Sus caras no se habнan alterado mucho, y sus maneras, nada; perт le parecнa que esas dos caracterнsticas eran las ъnicas que quedaban de sus viejos amigos. Una dignidad permanente, una bravura inextinguible, todavнa los rodeaba y los rodearнa hasta su muerte; perт llevarнan a la tumba la amargura de su fracaso, una amargura demasiado profunda para traducirse en palabras. Eran gentes de suave lenguaje, fieros y fatigados, aquellos vencidos que habнan sido derrotados y no reconocнan la derrota, aplastados, perт que parecнan resueltamente erguidos. Estaban deshechos e inermes, eran ciudadanos de provincias conquistadas. Veнan al estado que tanto amaban pisoteado por el enemigo, a los canallas burlбndose de la ley, a sus antiguos esclavos convertidos en amenaza, a sus hombres despojados del sufragio, a sus mujeres insultadas. Y a todas horas se acordaban de las tumbas de los suyos.

Todo habнa cambiado en el mundo, excepto las antiguas fуrmulas. Los viejos usos continuaban, debнan continuar, porque las formas externas era lo ъnico que les quedaba. Se asнan fuertemente a las cosas que mбs conocнan y amaban en los antiugos tiempos: los modales ceremoniosos, la cortesнa, la agradable superficialidad de los contactos sociales y, mбs que nada, su actitud protectora con respecto a sus mujeres. Fieles a las tradiciones en las que habнan sido educados, los hombres eran corteses y tiernos, y casi lograban crear una atmуsfera resguardada para evitar a sus mujeres todo lo que era бspero e inadecuado para los ojos femeninos.

Esto, pensaba Scarlett, era totalmente absurdo porque ahora habнa pocas cosas que la mujer mбs protegida no hubiese visto y sabido durante los ъltimos cinco aсos. Habнan cuidado a los heridos, cerrado ojos moribundos, sufrido la guerra y el fuego de la devastaciуn, habнan conocido el terror y la huida, el hambre y la muerte.

Pero, a despecho de todo lo que hubiesen podido ver, de la labor manual que hubiesen hecho y tenнan que hacer, seguнan siendo damas y caballeros, majestades en el destierro, seres amargados, altivos, indiferentes, amables los unos con los otros, duros como el diamante, brillantes y quebradizos como los trocitos de cristal de la averiada lбmpara que ahora colgaba sobre sus cabezas. Los buenos tiempos habнan pasado, pero estas gentes continuarнan como si existiese aъn el pasado, se mostrarнan encantadores y sosegados, resueltos a no precipitarse y arremolinarse para recoger las monedas del suelo, como hacнan los yanquis, determinados a no alterar su prнstino modo de ser y de vivir.

Scarlett sabнa que ella tambiйn habнa cambiado muchнsimo. De otro modo, jamбs hubiera podido hacer todo lo que estaba haciendo desde que habнa llegado a Atlanta la vez anterior; de otro modo, jamбs estarнa dispuesta a hacer lo que ahora se proponнa. Sн; habнa una diferencia entre el temple de los demбs y el de ella, pero en quй estribaba la diferencia no hubiera podido decirlo. Acaso estribase en que no habнa nada que ella no estuviese dispuesta a hacer y habнa muchas cosas que toda esa gente estaba dispuesta a no hacer aunque les costase la vida. Acaso fuera porque ellos no tenнan ya esperanzas, pero sonreнan a la vida, hacнan una airosa reverencia al pasar, y seguнan. Y, esto, Scarlett no lo podнa hacer.

No podнa desconocer la vida. Tenнa que vivirla, y йsta era demasiado hostil, demasiado brutal para que ella intentase velar sus asperezas con sonrisas. De la bondad, valor e inquebrantable orgullo de sus amigos» ella nada veнa. Sуlo veнa una rigidez de principios que reconocнa los hechos, pero sonreнa y rehusaba encararse con ellos.

Mientras contemplaba a los que bailaban, arrebolados por la viveza de aquel baile virginiano, se preguntaba si las circunstancias los acosaban a ellos como la acosaban a ella: novios muertos, esposos mutilados, hijos que estaban hambrientos, hectбreas de tierra que se esfumaban, techos amados que ahora cobijaban a personas extraсas. ЎClaro estaba que los acosaban tambiйn! Conocнa sus problemas casi tan bien como los suyos propios. Sus pйrdidas eran las suyas; las privaciones que pasaban, las mismas de ella; sus problemas, los mismos. Empero, ellos Feaceioriaban de manera diferente a todo ello. Los rostros que ella veнa no eran rostros, eran caretas, excelentes caretas de las que no se desprendнan jamбs.

Pero, si ellos sufrнan tan agudamente como ella debido a las brutales circunstancias, y sufrнan sin duda, їcуmo podнan mantener ese aire de alegrнa y de superficialidad? їY por quй tenнa ella que aparentarlo? Eran cosas que excedнan a su comprensiуn y la irritaban. No podнa ser como ellos. No podнa presenciar el naufragio del mundo con aire de indiferencia o falta de interйs. Se sentнa perseguida como un zorro, corriendo con la lengua fuera, procurando buscar un agujero antes de que los perros de caza la alcanzasen.

Repentinamente, se percatу de que los odiaba a todos, porque eran diferentes de ella, porque soportaban sus pйrdidas con un aire que jamбs podrнa ella adoptar, que nunca desearнa adoptar. Los odiaba porque esos extraсos de бgiles pies, esos necios orgullosos, se enorgullecнan de lo que habнan perdido y hasta de haberlo perdido. Las mujeres se comportaban como damas y ella sabнa que eran damas, a pesar de que la labor manual era tarea diaria para ellas y de que no sabнan siquiera de dуnde iban a sacar su primer vestido. ЎTodas eran unas damas! Pero ella no se sentнa una dama a pesar de su vestido de terciopelo y de sus cabellos perfumados, a pesar del orgullo de su nacimiento y del orgullo de la riqueza que antes poseнa. El бspero contacto con la roja tierra de Tara la habнa despojado de toda capa de refinamiento, y sabнa que jamбs volverнa a sentirse como una dama hasta que su mesa se doblegase bajo el peso de la plata y el cristal y humease con suculentos manjares, hasta que tuviese caballos propios en las cuadras y carruajes en las cocheras, hasta que manos negras y no blancas cosechasen el algodуn en Tara.

«ЎAh! —pensу rabiosamente reteniendo el aliento—. ЎЙsta es la diferencia! Aunque son pobres, todavнa se sienten seсoras, y yo no. ЎLas muy necias creen que se puede ser una dama sin tener dinero! ЎEstбn en un error! »

Aun en ese relбmpago de revelaciуn, comprendiу vagamente que, por tonto que pareciese, la actitud de los demбs era la procedente. Ellen hьBiera opinado lo mismo. Y esto la perturbу. Sabнa que debнa sentir como esas gentes, pero no podнa. Sabнa que debнa creer, como ellos, que una dama bien nacida continuaba siendo una dama, aun reducida a la mayor pobreza, pero no podнa inducir su бnimo a creerlo ahora.

Toda su vida habнa oнdo censurar a los yanquis porque sus pretensiones al seсorнo se basaban en la riqueza, no en el nacimiento ni en la educaciуn. Pero en estos momentos, aunque pareciese una herejнa, no podнa por menos de pensar que los yanquis tenнan razуn en esto, aunque; estuviesen equivocados en todo lo demбs. Para ser una dama, se necesita dinero. Sabнa que su madre se habrнa desmayado si hubiese llegado a oнr tales palabras en boca de su hija. La mбs profunda pobreza no hubiera podido hacer que Ellen se sintiese avergonzada. ЎAvergonzada! Sн, asн es como se sentнa Scarlett. Avergonzada de ser pobre y reducida a penosos expedientes, a la penuria y a un trabajo que los negros deberнan hacer.

Se encogiу de hombros con irritaciуn. Acaso esas gentes tenнan razуn y ella no; pero, de todos modos, esos necios orgullosos no se esforzaban, como lo hacнa ella poniendo en tensiуn todos sus nervios arriesgando aun su honor y su reputaciуn, en recobrar lo perdido. La «dignidad» de la mayorнa de ellos les impedнa rebajarse a un confuso pugilato por el dinero. Los tiempos eran duros y exigentes. Se necesitaba exigencia y dureza, y lucha para sobreponerse a ellos. Scarlett no ignoraba que la tradiciуn familiar impedнa a muchos de ellos empeсarse en una lucha de tal нndole, a pesar de que el comъn objetivo era abiertamente el de hacer dinero. Todos pensaban que era vulgar ir abiertamente a la caza del dinero, e incluso hablar de dinero. Naturalmente, se daban algunas excepciones. La seсora Merriwether con su horno de pastelerнa, y Rene haciendo de carretero. Y Hugh Elsing cortando astillas y vendiйndolas de casa en casa, y Tommy metido a contratista. Y Frank, con el sentido comъn suficiente para poner una tienda. Pero їquй hacнa la gran mayorнa? Los plantadores araсarнan unas cuantas hectбreas de tierra y vivirнan en la miseria. Los abogados y los mйdicos retornarнan a sus profesiones y a esperar clientes que acaso no aparecerнan jamбs. їY el resto, los que habнan vivido ociosamente de sus rentas? їQuй serнa de ellos?

Pero ella no iba a ser pobre toda su vida. No iba a sentarse y aguardar pacientemente un milagro que la salvase. Iba a zambullirse en el remolino de la vida para sacar de йl todo lo que pudiese. Su padre habнa comenzado como un pobre joven inmigrante y habнa ganado con su esfuerzo los vastos campos de Tara. Lo que йl habнa hecho, su hija podнa hacerlo tambiйn. No era ella como esas gentes que se jugaron todo lo que poseнan a una Causa que habнa desaparecido ya y que se contentaban con estar orgullosos de haber perdido esa Causa, porque йsta valнa cualquier sacrificio. Ellos extraнan su denuedo del pasado. Ella encontraba el suyo en el futuro. Y; Frank Kennedy, hoy en Tбja representaba su futuro. Al menos tenнa la tienda y tenнa dinero contante Y si podнa casarse con йl y manejar ese dinero, sabнa que podrнa ir tirando en Tara por un aсo mбs. Y despuйs de esto Frank debнa comprar el aserradero. Era obvio lo de prisa que se iba reconstruyendo la ciudad, y cualquiera que estableciese uti negocio en maderas ahora, cuando existнa tan poca competencia, poseerнa una mina de oro.

Йsta es la destrucciуn que йl previo —pensу Scarlett—, y no se equivocaba. Ganarб dinero cualquiera que no tenga miedo a trabajar... o a cogerlo. »

Vio que Frank atravesaba el saloncito y venнa hacia ella con un vasito de licor de moras en la mano y un bocado de bizcocho en un platillo, y sus labios dibujaron una sonrisa. No se le ocurriу preguntarse si por Tara valнa la pena casarse con Frank. Sabнa que Tara valнa mбs que nada, y no se preocupу de otra cosa.

Le sonriу mientras bebнa el licor a sorbitos, consciente de que sus mejillas lucнan rosados tonos mбs atrayentes que los de ninguna de las chicas que bailaban. Apartу las faldas para que йl se sentase a su lado y agitу el paсuelo suavemente para que el aroma de la colonia llegase a su olfato. Se sentнa orgullosa de esa colonia, porque ninguna de las otras damas la usaba, y Frank se habнa dado cuenta de ello. En un arranque de atrevimiento le habнa dicho en voz baja que ella tenнa el color y la fragancia de una rosa.

ЎSi al menos no fuese tan tнmido! Le hacнa pensar en un medroso conejo silvestre. ЎSi al menos poseyese Frank la galanterнa y el ardor de los chicos Tarleton, incluso la descarada osadнa de Rhett Butler! Pero, si poseyese tales cualidades, habrнa sido suficientemente listo para percibir la desesperaciуn que se ocultaba bajo aquellos pбrpados que se bajaban modestamente. Йl era incapaz de adivinar lo que una mujer se proponнa. Era una suerte para Scarlett que fuera asн, pero ello no hacнa que aumentara su estima hacia Frank.

Se casу con Frank dos semanas mбs tarde, despuйs de un vertiginoso perнodo de cortejarla que, segъn ella le decнa muy ruborosa, la dejaba sin alientos para resistir mбs a su ardor.

No sabнa йl que durante esas dos semanas Scarlett se habнa paseado por su habitaciуn gran parte de la noche, rechinando los dientes al ver la lentitud con que йl reaccionaba a sus indicaciones y a sus alentadoras indirectas, mientras rogaba al Cielo que no llegase ninguna carta inoportuna de Suellen que pudiese destrozar sus planes. Daba gracias a Dios de que su hermana fuese tan perezosa que se deleitara tanto recibiendo cartas cuanto tenнa horror a escribirlas. Pero siempre habнa una posibilidad de que escribiese, pensaba ella durante las largas horas nocturnas en que daba vueltas y vueltas por la frнa habitaciуn, con el deslucido mantoncillo de Ellen arrebujado sobre la camisa de dormir. Frank no sabнa que Scarlett habнa recibido una lacуnica carta de Will relatando que Jonnas Wilkerson habнa hecho otra visita a Tara, y al ver que ella estaba en Atlanta habнa comenzado a chillar y a despotricar hasta que Will y Ashley le arrojaron a puntapiйs de la finca. La carta de Will incrustу mбs en su mente el hecho, para ella tan sabido, de que el plazo se acortaba mбs y mбs y habнa que pagar la contribuciуn. Se sentнa invadida de feroz desesperaciуn al ver cуmo transcurrнan los dнas, y hubiera deseado poder asir con sus manos el reloj de arena del Tiempo, para impedir que su dorada arenilla continuase cayendo inexorablemente, ininterrumpidamente.

Pero disimulу tan diestramente sus sentimientos y desempeсу tan hбbilmente su papel, que Frank nada sospechу, nada vio, a no ser lo que asomaba a la superficie; la bella e indefensa viudita de Charles Hamilton, que le acogнa todas las veladas en la sala de estar de la seсorita Pittypat y escuchaba, reteniendo la respiraciуn, todo lo que йl decнa acerca de sus futuros planes para la tienda y de cuбnto dinero esperaba ganar cuando pudiese adquirir el aserradero. Su dulce comprensiуn y el interйs patente por cada palabra que йl pronunciaba fueron eficaz bбlsamo para curar la herida abierta por la supuesta censurable conducta de Suellen. El corazуn de Kennedy estaba dolorido y confuso ante aquella traiciуn amorosa; y su vanidad, la tнmida y susceptible vanidad de un solterуn de mediana edad que sabe que no goza de gran partido entre las mujeres, estaba tambiйn profundamente herida. No podнa escribir a Suellen reprochбndole su infidelidad; eso era inconcebible para йl. Pero podнa consolar su corazуn hablando de ella con Scarlett. Sin decir ni una palabra desleal a Suellen, ella podнa mostrarle que se hacнa cargo de lo mal que le habнa tratado y del buen tratamiento que merecнa por parte de otra mujer que realmente lo conociese y lo apreciase.

La seсora Hamilton era una personilla tan linda y de tan frescos colores, que alternaba tan melancуlicos suspiros al pensar en su triste situaciуn con risas alegres y suaves como el tintineo de cascabeles de plata, que йl incluso hacнa pequeсos chistes para distraerla. Su vestido verde, ahora ya satisfactoriamente limpio y repasado por Mamita, ponнa de relieve aquella esbelta figurilla, de perfecto talle, y la suave fragancia que impregnaba siempre su paсuelito y sus cabellos era como un hechizo. Era incomprensible que una mujercita tan buena tuviese que permanecer sola e indefensa en un mundo tan malvado y crudo, que ella no podнa tan siquiera entender. No tenнa marido, ni hermanos, ni siquiera un padre que la protegiese. Frank creнa que el mundo era un lugar totalmente imposible para una mujer sola, y Scarlett, silenciosa y cordialmente, compartнa esta opiniуn.



  

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