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TERCERA PARTE 12 страница



«No quiero pensar tampoco en esto —se dijo—. Las contribuciones no son cosas de mujeres, en modo alguno. Papб es el que debe atender estas cosas; pero papб..., no quiero pensar ahora en papб. La Confederaciуn puede esperar el dinero sentadita. Lo que necesitamos ahora es algo que comer. »

—Pork, їhabйis estado alguno de vosotros en Doce Robles, o en la finca de los Macintosh, para ver si queda allн algo en los huertos?

—No, seсora. ЎNo hemos salido de Tara! Podrнan cogernos los yanquis.

—Enviarй a Dilcey a la finca de los Macintosh. Acaso encuentre allн algo. Y yo irй a Doce Robles.

—їCon quiйn, niсa?

—Yo sola. Mamita tiene que quedarse con las pequeсas, y mi padre no puede...

Pork lanzу una exclamaciуn que la puso furiosa. Podrнa haber yanquis o negros bandidos en Doce Robles. No debнa ir allн sola.

—Bueno, basta ya, Pork. Dile a Dilcey que se ponga en camino inmediatamente. Y tъ y Prissy id a traerme la cerda y las crнas —dijo secamente, dando media vuelta.

La vieja cofia de percal de Mamita, descolorida, pero limpia, colgaba de una percha en el pуrtico trasero y Scarlett se la puso, recordando, como si fuese algo de otro mundo, el sombrero con rizada pluma verde que Rhett le habнa traнdo de Parнs. Cogiу un gran canasto hecho con ramas de roble y bajу las escaleras posteriores, no sin que cada paso repercutiese en su cabeza, como si la espina dorsal fuese a escapбrsele por el crбneo.

El camino hasta el rнo se extendнa, rojizo y abrasador, entre los devastados campos de algodуn. No habнa бrboles que lo sombreasen, y el sol traspasaba la cofia de Mamita como si fuera de muselina y no de recio percal, mientras el polvo flotante se filtraba por su nariz y su garganta, hasta parecerle que si intentaba hablar saltarнan en tiras sus membranas. En el sendero, profundos hoyos y surcos mostraban el rastro del paso de los caballos y de los caсones pesados, y, a los lados, las rojizas cunetas mostraban grandes surcos, abiertos por las ruedas de los vehнculos. Las plantas de algodуn aparecнan pisoteadas y deshechas en los sitios por donde la caballerнa y la infanterнa, empujadas afuera del estrecho sendero por la artillerнa, habнan marchado a travйs de los verdes arbustos, hundiйndolos en la tierra. Aquн y allб, en campos y veredas, se veнan hebillas y trozos de correajes, cantimploras aplastadas por los cascos y ruedas de armуn, botones, gorras azules, calcetines agujereados, harapos ensangrentados, todos los desechos que deja un gran ejйrcito en marcha.

Pasу junto al pequeсo grupo de cedros y la baja cerca de ladrillos que seсalaban el minъsculo cementerio de la familia, tratando de no pensar en la nueva tumba, contigua a los tres montнculos de las de sus hermanitos. ЎOh, Ellen! Siguiу bajando trabajosamente el polvoriento cerro, pasando cerca del montуn de cenizas y de la mutilada chimenea, que era todo lo que quedaba de la casa de los Slattery, y deseу con crueldad que toda la tribu de aquel apellido estuviese tambiйn hecha cenizas. Si no hubiese sido por los Slattery, por aquella antipбtica Emmie, que tenнa un chiquillo bastardo, hijo del capataz, Ellen no habrнa muerto.

Lanzу un gemido cuando un afilado guijarro se clavу en su lacerado pie. їQuй hacнa ella allн? їPor quй Scarlett O'Hara, la belleza del condado, el orgullo de Tara, siempre tan cuidada y protegida, caminaba casi descalza por aquel escabroso sendero? Sus piececitos estaban hechos para bailar, no para andar cojeando; sus delicados escarpines, para asomarse atrevidamente entre brillantes sedas, no para recoger cortantes pedruscos y polvo. Habнa nacido para ser mimada y atendida, y, sin embargo, allн estaba ahora, llena de nбuseas y harapienta, impulsada por el hambre, a la caza de alimento en los huertos de sus vecinos.

Al pie del amplio cerro estaba el rнo, y Ўquй frescura y quietud habнa en aquellos бrboles que trenzaban sus ramas sobre el agua! Se dejу caer en la orilla, se quitу los restos de los zapatos y las medias y humedeciу los ardorosos pies en la frнa agua. ЎQuй grato serнa permanecer allн todo el dнa, lejos de los melancуlicos ojos de Tara, allн donde sуlo el susurro de las hojas y el murmullo del agua lenta rompнan el silencio! Pero, con un esfuerzo, se puso otra vez las medias y los zapatos y avanzу penosamente por la orilla, alfombrada de esponjoso musgo, bajo la sombra de los бrboles. Los yanquis habнan quemado el puente, pero ella conocнa otro puentecillo de troncos tendido sobre una angostura del rнo, un centenar de metros mбs abajo. Lo atravesу con cautela y ascendiу trabajosamente la abrasadora cuesta de casi un kilуmetro que habнa de recorrer hasta llegar a Doce Robles.

Allн se elevaban los doce robles, tal como se habнan elevado desde los dнas de los indios; pero ahora sus hojas estaban tostadas por el fuego, y las ramas, quemadas y medio carbonizadas. Dentro del cнrculo que formaban, yacнan las ruinas de la casa de John Wilkes, los abrasados restos de la antes seсorial mansiуn que coronaba el cerro con la noble dignidad de sus blancas columnas. El hoyo profundo que quedaba de lo que habнa sido la bodega, las ennegrecidas piedras de los cimientos y dos grandes chimeneas, marcaban el emplazamiento de la casa destruida. Una alta columna, medio quemada, habнa caнdo transversalmente sobre el cйsped, aplastando las matas de jazmines.

Scarlett se sentу sobre la derribada columna. Viendo aquel espectбculo, se sentнa demasiado acongojada para continuar. Aquella desolaciуn penetraba tan profundamente en su corazуn, como si no hubiese experimentado otros dolores. Allн, a sus pies, estaba el orgullo de los Wilkes, convertido en cenizas. Allн estaba el fin de aquella casa tan amable y cortйs, en la que siempre la recibieran con los brazos abiertos; la casa de la que, en sus vanos ensueсos, habнa aspirado a ser ama y seсora. En ella habнa bailado, comido y flirteado, y en ella habнa contemplado, con el corazуn dolorido y celoso, cуmo Melanie procuraba agradar a Ashley. Allн tambiйn, a la fresca sombra de sus бrboles, Charles Hamilton habнa oprimido su mano con йxtasis cuando ella le prometiу casarse con йl.

«ЎOh, Ashley! —pensу—. Deseo de corazуn que hayas muerto. No soportarнa la idea de que pudieras ver todo esto. »

Ashley se habнa casado allн con su prometida, pero su hijo y sus nietos no podrнan ya traer otras prometidas a esa casa. No habrнa ya bodas ni nacimientos bajo el hospitalario techo que Scarlett amara tanto y que habнa deseado gobernar. La casa habнa muerto y, para Scarlett, era como si tambiйn los Wilkes hubiesen muerto entre sus cenizas. —No quiero pensar en eso ahora. No puedo soportarlo. Ya pensarй mбs tarde —dijo en voz alta, desviando la mirada.

Buscу el huerto, tropezando, entre las ruinas, con los pisoteados rosales que los Wilkes cuidaban con tanto esmero; atravesу el patio posterior y las cenizas del ahumadero, de los cobertizos y gallineros. La valla de troncos cortados alrededor del huertecillo de la casa estaba destrozada, y las antes simйtricas hileras de plantas verdes habнan sufrido el mismo trato que las de Tara. La blanda tierra estaba llena de las cicatrices causadas por los cascos de los caballos y las pesadas ruedas, y las legumbres habнan sido hundidas en el suelo. Allн no quedaba nada que pudiera servirle.

Retrocediу por el patio y siguiу el sendero que conducнa a la silenciosa fila de blancas barracas destinadas a la servidumbre, gritando «ЎEh, eh! » conforme caminaba. Pero ninguna voz respondiу a la suya. Ni siquiera ladrу un perro. Evidentemente, los negros de los Wilkes habнan huido o se habнan unido a los yanquis. Ella sabнa que cada esclavo tenнa allн su parcela de huerto, y cuando llegу a los pabellones de los negros confiaba en que tales parcelas hubiesen quedado inmunes. Su bъsqueda fue recompensada, pero estaba demasiado extenuada para sentir alegrнa a la vista de los nabos y las coles, algo mustios por falta de agua, pero todavнa en pie, asн como las alubias, amarillentas pero comestibles. Se sentу entre los surcos y cavу la tierra con temblorosas manos, llenado el cesto poco a poco. Lograrнan hacer una buena comida en Tara, aquella noche al menos, a pesar de la falta de unos trozos de carne que cocer con las legumbres. Acaso un poco de la grasa que Dilcey empleaba para alumbrar podrнa utilizarse como condimento. Tenнa que acordarse de decir a Dilcey que emplease pinas y economizase la grasa para guisar.

Cerca del ъltimo escalуn de una de las cabanas hallу una pequeсa hilera de rбbanos, y el hambre se apoderу de ella sъbitamente. Un rбbano бcido y picante era precisamente lo que su estуmago parecнa reclamar. Quitу someramente con la falda la tierra adherida, mordiу la mitad y la comiу a toda prisa. Era un rбbano viejo y correoso, y tan picante que hizo brotar las lбgrimas de sus ojos. Apenas pasу aquel primer bocado, su vacнo y castigado estуmago se rebelу, y Scarlett hubo de tenderse sobre la blanda tierra mientras vomitaba penosamente.

El vago olor a negro que exhalaba de la cabana aumentу todavнa mбs su nбuseas y, falta de fuerzas para combatirlas, continuу sufriendo dolorosas arcadas, en tanto que la cabana y los бrboles giraban velozmente en torno suyo.

Al cabo de un largo rato se tendiу de cara al suelo; la tierra le parecнa tan blanda y confortable como una almohada de plumas y su cerebro erraba dйbilmente de una cosa a otra. Ella, Scarlett O'Hara, yacнa junto a una cabana de negros, entre ruinas, demasiado enferma y agotada para poder moverse; y no habнa en el mundo nadie que lo supiese o a quien le importase lo mбs mнnimo. A nadie le importaba, aunque lo supiesen, porque todos tenнan demasiadas preocupaciones propias para ocuparse de las ajenas. Y todo esto le ocurrнa a ella, a Scarlett O'Hara, que jamбs habнa tenido que levantar la mano ni para recoger una media tirada en el suelo o para atarse los cordones de los zapatos; a Scarlett, cuyas mбs leves jaquecas y nerviosismos habнan suscitado ansiedades y mimos durante toda su vida. Mientras yacнa postrada, demasiado dйbil para ahuyentar tales recuerdos, йstos se precipitaban sobre ella, se cernнan formando cнrculos en torno suyo, como cuervos que aguardaran su muerte. Ya no tenнa energнas para decirse: «Pensarй en mamб y papб, y en Ashley y en todas estas ruinas mбs adelante... Sн, mбs adelante, cuando pueda soportarlo», sino que pensaba en ello ahora, lo quisiera o no. Los pensamientos giraban y se cernнan sobre ella, descendнan despuйs hincando agudos picos y afiladas garras en su cabeza. Durante un infinito espacio de tiempo, yaciу allн, con la cara medio sepultada en la tierra, mientras el sol caнa, abrasador, sobre ella, recordando cosas y personas que habнan muerto, rememorando una vida que ya no podнa existir y contemplando angustiosamente la perspectiva del tenebroso futuro.

Cuando pudo incorporarse al fin y vio de nuevo las negras ruinas de Doce Robles, su cabeza se irguiу, y entonces algo que fue juventud, belleza e intensa ternura habнa desaparecido para siempre. Lo pasado, pasado. Los muertos estaban muertos. El ocio y el lujo de dнas mejores quedaban lejos y no volverнan jamбs. Y cuando Scarlett arreglу el pesado cesto colgбndoselo del brazo, habнa arreglado tambiйn su mente y su vida entera.

No se podнa retroceder, y ella iba a marchar hacia delante. En todo el Sur, durante medio siglo, se verнan mujeres de mirada rencorosa que se acordarнan del pasado, de los hombres muertos, de los tiempos idos, que evocarнan recuerdos dolorosos e inъtiles, soportando con orgullo su dura pobreza, merced a que conservaban tales recuerdos. Pero Scarlett no iba a mirar nunca hacia el pasado.

Contemplу las ennegrecidas piedras, y le pareciу ver por ъltima vez la casa de Doce Robles surgir ante sus ojos tal como fuera anteriormente, rica y poderosa, sнmbolo de una raza y de todo un modo de vivir. Y en seguida emprendiу el camino carretera abajo, hacia Tara, con el pesado cesto, que se le incrustaba en la carne.

El hambre volvнa a roerle el vacнo estуmago. Exclamу en voz alta: —Dios sea testigo de que los yanquis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a esto, y cuando todo termine no volverй a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los mнos, aunque tenga que robar o matar. ЎDios sea testigo de que nunca mбs voy a pasar hambre!

Durante los dнas siguientes, Tara podнa haber sido la desierta isla de Robinson Crusoe: tan silenciosa y aislada estaba del resto del mundo. El mundo estaba unos kilуmetros mбs allб, pero era como si hubiese un vasto ocйano entre Tara y Jonesboro y Fayetteville y Lovejoy, e incluso entre Tara y las plantaciones inmediatas. Muerto el viejo caballo, ya no existнa medio de transporte, y Scarlett carecнa de tiempo y de fuerzas para recorrer fatigosamente kilуmetros de tierra rojiza. A veces, en aquellos dнas de agotadora labor, de desesperada lucha por la comida y de incesantes cuidados a las tres enfermas, Scarlett descubrнa que sus oнdos trataban de recoger sonidos familiares: las agudas risotadas de los negritos jуvenes en sus pabellones, el chirrido de los carros que regresaban del campo, el relincho del caballo de Gerald, suelto por los pastos; el rechinar de las ruedas de los carruajes por el sendero que conducнa a la casa, y las alegres voces de los vecinos que iban a pasar la tarde en inofensivo chismorreo. La carretera permanecнa quieta y desierta, y jamбs una sola nubecilla de polvo indicaba la llegada de visitantes. Tara era una isla en un mar de ondulantes y verdes cerros y de rojizos campos.

Quizбs en alguna parte quedara un mundo de familias que comнan y dormнan seguraз, bajo su propio techo. En alguna otra parte habrнa muchachas vestidas con elegancia, que flirtearan alegremente y cantaran Cuando se acabe esta guerra cruel, como lo habнa cantado ella pocas semanas antes. En alguna otra parte habнa guerra y atronadores caсones y ciudades incendiadas y hombres que se pudrнan en los hospitales entre hedor a medicamentos. En alguna otra parte, un ejйrcito descalzo, con sucios uniformes de confecciуn casera, marchaba, luchaba, dormнa, ayunaba y se fatigaba, con esa pesada fatiga que abruma cuando se han perdido ya las esperanzas. Y en alguna otra parte, los cerros de Georgia azuleaban bajo los uniformes de los yanquis, de yanquis bien nutridos, montados sobre caballos ahitos de buen maнz.

Mбs allб de Tara estaba la guerra, estaba el mundo. Pero en la plantaciуn, la guerra y el mundo sуlo existнan como recuerdos que era preciso olvidar si se agolpaban en la mente en algъn momento de renuncia y agotamiento. El mundo exterior pasaba a segundo plano ante las demandas de los estуmagos vacнos, y la vida venнa a condensarse en dos ideas unidas: procurarse alimento y comer.

ЎComida! ЎComida! їPor quй el estуmago tenнa la memoria mбs sensible que el cerebro? Scarlett podнa apartar de su бnimo las penas, pero no podнa olvidar el hambre y todas las maсanas, estando aъn medio dormida, antes de que la memoria trajese otra vez a su mente las ideas de guerra y de hambre, se acurrucaba en la cama esperando percibir los apetitosos aromas del pan que se doraba en el horno y del tocino que se freнa en la sartйn. Y, cada maсana, su olfato imaginaba oler aquellas cosas que la impulsaban a despertar de sus nocturnas pesadillas.

Tenнan en Tara manzanas, сames, cacahuetes y leche; pero aun estos humildes alimentos no abundaban. Al verlos, tres veces al dнa, su memoria no podнa por menos de retroceder a los tiempos y a las comidas de antaсo, a la mesa iluminada por innumerables velas, a los sabrosos manjares que perfumaban el aire.

ЎCon cuбnta indiferencia consideraban entonces la cuestiуn alimenticia! ЎQuй prуdigo derroche! Barritas de pan, bollos de maнz, bizcochos, barquillos, mantequeras colmadas, todo en una comida. A un extremo de la mesa, el jamуn; al otro, el pollo; patos silvestres que nadaban en cacerolas de reluciente grasa; habichuelas que se amontonaban en amplias fuentes de florida loza; calabaza frita, zanahorias en salsas tan espesas que podнan cortarse. Y para que todos estuviesen contentos, tres clases de postre: tarta de chocolate, merengue de vainilla y bizcocho cubierto de nata. El recuerdo de tan sabrosos platos tenнa el poder de hacerle derramar mбs lбgrimas que la muerte y la guerra; tenнa la fuerza de hacer que su ansioso estуmago pasase de una vaciedad de mareo a las nбuseas. En cuanto al buen apetito que Mamita habнa deplorado siempre, el natural apetito de una muchacha sana de diecinueve aсos, estaba cuadruplicado ahora por una dura e incesante labor, desconocida hasta entonces.

Su apetito no era el ъnico que podнa inquietar en Tara, pues por todos lados sus ojos sуlo encontraban caras hambrientas, tanto en negros como en blancos. Muy pronto, Carreen y Suellen mostrarнan el hambre insaciable de unas convalecientes de tifus. Ya el pequeсo Wade gemнa monуtonamente: «Wade tiene mucha hambre. Wade quiere mбs сames. »

Tambiйn los demбs refunfuсaban:

—Seсora Scarlett, si no tengo algo mбs que comer, no sй como voy a ocuparme de las niсas.

—Seсora Scarlett, como no me eche algo mбs al estуmago, no voy a poder cortar leсa.

—Niсa mнa, estoy deseando comer algo.

—Hija, por Dios, їno hay mбs que сames para la comida?

Melanie era la ъnica que no se quejaba. Melanie, cuyo rostro estaba mбs pбlido y mбs delgado cada dнa y que hacнa muecas de dolor incluso dormida.

—No tengo hambre, Scarlett. Da mi parte de leche a Dilcey. La necesita para alimentar a los nenes. Las personas enfermas nunca tienen hambre.

Aquella resignada actitud irritaba a Scarlett mбs que las quejas plaсideras de los otros. Podнa obligar, y obligaba, a los demбs a que se callasen, con sus amargos sarcasmos; pero ante el espнritu de sacrificio desplegado por Melanie se sentнa desarmada, tan desarmada como furiosa. Gerald, los negros y Wade se arrimaban ahora a Melanie, porque йsta, aun en su debilidad, se mostraba compasiva y cariсosa, y Scarlett en aquellos dнas era todo lo contrario.

Wade, especialmente, no salнa del cuarto de Melanie. A Wade le pasaba algo, pero Scarlett no tenнa tiempo para descubrirlo. Aceptу lo que decнa Mamita, respecto a que el chiquillo tenнa lombrices, y le hizo tomar una medicina compuesta de ciertas hierbas secas y de corteza de бrbol, que Ellen empleaba siempre para los negritos. Pero el vermнfugo sуlo sirviу para que el niсo palideciese aъn mбs. En aquellos dнas, Scarlett casi no consideraba a Wade como a un ser humano. Era para ella tan sуlo una preocupaciуn mбs, una boca mбs que alimentar. Mбs tarde, cuando pasaran aquellos apuros, jugarнa con йl, le contarнa cuentos, le enseсarнa el abecedario; pero ahora no tenнa ni tiempo ni ganas de hacerlo. Y como se lo encontraba constantemente en medio cuando ella estaba mбs cansada o mбs preocupada, muchas veces le hablaba con dureza.

Incluso le enojaba que sus breves reprensiones hiciesen asomar a los ojazos del niсo una expresiуn de verdadero espanto, porque, cuando se asustaba, parecнa como idiotizado. Ella no se hacнa cargo de que el pequeсo habнa vivido entre terrores demasiado fuertes para que un adulto pudiese comprenderlos. El miedo se habнa apoderado de Wade, un miedo que agitaba su espнritu y hacнa que por las noches despertase dando gritos. Cualquier ruido inesperado, cualquier regaсo, le hacнa temblar porque, en su mente, los ruidos inesperados y las voces violentas estaban indisolublemente ligados a los yanquis, y tenнa mбs miedo a los yanquis que a los fantasmas de Prissy.

Hasta que empezу la tormenta del sitio, jamбs habнa conocido el chiquillo mбs que una vida tranquila, plбcida y feliz. Aunque su madre no se ocupaba mucho de йl, no habнa recibido nunca mбs que mimos y palabras cariсosas hasta la noche en que fue arrancado del sueсo para encontrarse bajo el cielo enrojecido por el resplandor de los incendios y las explosiones que retumbaban en el aire. Aquella noche y al siguiente dнa, le abofeteу su madre por primera vez y йl escuchу de su boca los primeros gritos de regaсo. La vida que йl conocнa en la linda casa de ladrillo de la calle Peachtree, la ъnica vida que conociera hasta entonces, se habнa desvanecido aquella noche y no podrнa recobrarla jamбs. En la huida de Atlanta, nada comprendiу йl de lo que pasaba, excepto que los yanquis le perseguнan, y vivнa aъn ahora bajo el terror de que los yanquis le cogiesen y le hiciesen pedazos. Cada vez que Scarlett levantaba la voz para regaсarle, le asaltaba el terror, y su vaga memoria infantil evocaba los horrores de la primera noche en que ella le habнa regaсado. Ahora, los yanquis y las palabras duras estaban perpetuamente unidos en su mente, y sentнa un miedo muy grande a su madre.

Scarlett no podнa por menos que notar que el niсo comenzaba a rehuirla, y, en los raros momentos en que sus interminables quehaceres le permitнan pensar en ello, se preocupaba bastante. Aquello era todavнa peor que tenerle todo el dнa colgado de su falda, y la molestaba que el refugio del niсo fuesen Melanie y el cuarto de йsta, en donde jugaba pacнficamente a lo que Melanie le sugerнa, o escuchaba los cuentos que йsta le contaba. Wade adoraba a su «tifta», que tenнa la voz dulce, que sonreнa siempre, que nunca le decнa: «ЎCбllate, Wade! Me mareas», o bien: «Estбte quieto, Wade, por amor de Dios! »

Scarlett no tenнa tiempo ni ganas de acariciarle, pero se sentнa celosa de que Melanie lo hiciese. Al verle un dнa haciendo volatines en la cama de Melanie y dejбndose caer sobre йsta, le pegу.

—їNo se te ocurre nada mejor que dar esos golpetazos a tu tнa, que estб mala? ЎYa te puedes ir a jugar al patio y no volver por aquн! Pero Melanie extendiу el dйbil brazo y atrajo al gimiente niсo hacia ella.

—Vamos, vamos, Wade. Tъ no querнas darme ningъn golpe, їverdad? No me molesta, Scarlett; dйjale que se quede aquн. Dйjame que me ocupe de йl un poco. Es lo ъnico que puedo yo hacer hasta que me ponga buena, y tъ estбs demasiado atareada para hacerlo.

—No seas tonta —respondiу secamente Scarlett—. No estбs todavнa tan repuesta como debieras; y que Wade se deje caer sobre tu vientre no creo que te venga muy bien. Y a ti, Wade, si te vuelvo a pescar en la cama de tu tнa, ya verбs la que te espera. Y menos lloriqueos. Siempre andas gimiendo. Debes procurar portarte como un hombrecito.

Wade, sollozante, escapу para ir a esconderse en los sуtanos. Melanie se mordiу el labio, y los ojos se le inundaron de lбgrimas, mientras Mamita, que estaba de pie en el corredor y habнa presenciado la escena, frunciу el ceсo y respirу trabajosamente. Pero nadie le ponнa objeciones a Scarlett en aquellos dнas. Todos tenнan miedo a su acerada lengua, todos tenнan miedo al nuevo ser que se habнa posesionado de su cuerpo.

Ahora, Scarlett era la reina suprema de Tara, y, como sucede a otros cuya autoridad cae repentinamente en sus manos, todos los tirбnicos instintos de su naturaleza afloraron a la superficie. No es que ella fuese mala por esencia. Era por estar tan asustada y tan insegura de sн misma por lo que se mostraba cruel, por miedo a que los demбs descubriesen su flaqueza y se negasen a obedecerla. Ademбs, le causaba cierto placer gritar a la gente y saber que le tenнan miedo. En ello encontraba cierto alivio para su tensiуn nerviosa. No se le ocultaba el hecho de que su personalidad se transfiguraba. A veces, cuando sus secas уrdenes hacнan que Pork adelantase el labio inferior y que Mamita murmurase: «A algunas personas se les han subido los humos en estos dнas», ella no podнa por menos de asombrarse de haber perdido sus buenos modales. Toda la cortesнa, toda la suavidad que Ellen le habнa inculcado, se habнan desprendido de ella como se desprenden las hojas de los бrboles al soplo del primer viento otoсal.

Una y otra vez, Ellen le decнa: «Sй firme, pero amable con los inferiores, especialmente con los negros. »

Mas si fuese amable, los negros permanecerнan sentados en la cocina todo el dнa, hablando incesantemente de los buenos tiempos pasados en que a un criado de casa no se le exigнa que hiciese el trabajo de un peуn de campo.

«Ama y cuida bien a tus hermanos. Sй buena con los afligidos —decнa Ellen—. Muйstrate cariсosa con los que tienen penas y dificultades. »

Pero no podнa amar a sus hermanas. No eran mбs que un peso muerto cargado sobre sus hombros. En cuanto a cuidarlas, їno las baсaba, las peinaba y les daba de comer aun a costa de tener que caminar kilуmetros al dнa para ir a buscar legumbres? їNo estaba aprendiendo a ordeсar la vaca, aunque el corazуn se le subнa a la garganta cada vez que el terrible animal agitaba los cuernos en direcciуn suya? En cuanto a ser amable, era perder el tiempo. Si se mostraba demasiado amable con ellas, probablemente se quedarнan en la cama mбs tiempo del que debнan, y ella querнa verlas en pie lo antes posible, a fin de contar con cuatro manos mбs para ayudarla.

Convalecнan lentamente, y yacнan, dйbiles y esquelйticas, en su camita. Mientras reposaban inconscientes, el mundo habнa cambiado. Habнan llegado los yanquis, los negros se habнan ido y su madre habнa muerto. Estos tres acontecimientos eran increнbles, y sus mentes no podнan comprenderlos. A veces les parecнa estar delirando todavнa, y que tales cosas no habнan ocurrido. Realmente, Scarlett habнa cambiado tanto que aquello no podнa ser cierto. Cuando les exponнa el programa de lo que querнa que hiciesen cuando estuvieran buenas, la miraban como si fuese un ser del otro mundo. El no tener ya cien esclavos para trabajar era algo que sobrepasaba su comprensiуn. Tambiйn excedнa a йsta la idea de que una O'Hara debiese hacer trabajos manuales.

—Pero, hermana —decнa Carreen, mostrando en su carita infantil y dulce toda su consternaciуn—, Ўyo no podrнa cortar astillas! ЎMe estropearнa las manos!

—Mira las mнas —contestу Scarlett, con pavorosa sonrisa, poniendo ante sus ojos dos palmas callosas y llenas de ampollas.

—ЎEs odioso que nos hables asн a la niсa y a mн! —gritaba Suellen—. Creo que estбs mintiendo y tratando de asustarnos. ЎSi mamб estuviese aquн no te dejarнa hablarnos asн! ЎMira que partir astillas nosotras!

Suellen miraba con dйbil expresiуn de odio a su hermana mayor, segura de que Scarlett decнa tales cosas ъnicamente por espнritu de maldad. Suellen habнa estado a punto de morir, habнa perdido a su madre y se sentнa sola y atemorizada, y querнa que la mimasen y le hiciesen mucho caso. En vez de esto, Scarlett las examinaba todos los dнas desde los pies de la cama, calculando el grado de su mejorнa con un nuevo y aborrecible destello de sus oblicuos ojos verdes y les hablaba de hacer las camas, de preparar la comida, de llevar cubos de agua y de partir astillas. Y parecнa gozar al decir cosas tan horribles.

Scarlett gozaba realmente al hacerlo. Tiranizaba a los negros y torturaba los sentimientos de sus hermanas, no sуlo porque estaba demasiado preocupada, inquieta y fatigada para hacer otra cosa, sino porque contribuнa al olvido de sus propias amarguras el comprobar que todo lo que su madre le habнa enseсado sobre la vida era errуneo.

Nada de cuanto su madre le enseсara le servнa ahora para nada, y el corazуn de Scarlett estaba dolorido y extraсado. No se le ocurrнa que Ellen jamбs pudo prever aquel colapso de la civilizaciуn en la que habнa educado a sus hijas, ni pudo tampoco profetizar la desapariciуn de la vida social para cuya ascensiуn las habнa preparado con tanto cuidado.

A Scarlett no se le ocurrнa que Ellen contemplaba entonces una perspectiva de plбcidos aсos futuros, semejantes a los tranquilos aсos de su propia vida, cuando le enseсу a ser gentil y condescendiente, modesta, amable, buena y sincera. La vida trataba bien a las mujeres que habнan aprendido a ser asн, decнa Ellen.

Scarlett pensaba con desesperaciуn: «ЎNo, nada, nada de lo que ella me enseсу me sirve ahora para nada! їDe quй me servirнa ahora la cortesнa? їDe quй la dulzura? Mбs me hubiera valido haber aprendido a arar, o a recolectar algodуn como un negro. ЎOh, madre, quй equivocada estabas! »

No se detenнa a pensar que el mundo ordenado de Ellen habнa desaparecido, siendo sustituido por un mundo brutal, un mundo en el que todo patrуn, todo valor, eran distintos. Ella sуlo veнa, o le parecнa ver, que su madre estaba equivocada y se esforzaba en cambiar rбpidamente a fin de adaptarse a aquel nuevo mundo para el cual no estaba preparada.

Sуlo sus sentimientos hacia Tara no habнan cambiado. No se acercaba nunca a la casa, fatigada por venir a campo traviesa, sin que al divisar la blanca mansiуn, amplia y baja, su corazуn rebosara de la alegrнa y del placer de regresar a ella. Jamбs contemplaba desde la ventana los verdeantes pastos, los rojizos campos y las altas y enmaraсadas copas de los entrelazados бrboles del bosquecillo, sin sentirse inundada del sentimiento de su belleza. Su amor por aquella tierra de suaves y ondulantes cerros de tierra roja y brillante, aquella magnнfica tierra del color de la sangre, del granate, del polvo de ladrillo, del bermellуn, donde crecнan tan maravillosamente arbustos verdes salpicados de blancos brotes, era una parte de Scarlett que resistнa inalterable a todos los cambios. En ningъn otro lugar del mundo existнa una tierra como aquйlla.

Cuando contemplaba Tara, comprendнa en parte por quй se luchaba en las guerras. Rhett estaba equivocado al decir que los hombres hacнan la guerra por el dinero. No; combatнan por ondulantes hectбreas de tierra, suavemente surcada por el arado, por verdes pastos de erguida hierba reciйn segada, por perezosos y amarillentos riachuelos y por casas blancas y frescas, sombreadas de magnolias. Aquellas cosas eran las ъnicas merecedoras de que se luchase por ellas, aquella rojiza tierra que era de ellos, y que serнa de sus hijos, y que habrнa de producir abundancia de algodуn para los hijos de sus hijos.



  

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