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Lo que el viento se llevу 4 страницаGerald enlazу su brazo al de su hija. —Y, ahora, entremos a cenar; que todo esto quede entre nosotros, para que tu madre no se preocupe y yo tampoco. Suйnate, hija mнa. Scarlett se sonу con su arrugado paсuelito, y ambos echaron a andar por el sendero, cogidos del brazo, mientras el caballo los seguнa lentamente. Al llegar a la casa, Scarlett se disponнa a hablar de nuevo, cuando vio a su madre salir de la densa sombra del porche. Tenнa puestos la toca, el chai y los mitones, y detrбs de ella iba Mamita con cara de pocos amigos, asiendo el maletнn de cuero negro en que Ellen O'Hara llevaba siempre los vendajes y medicinas que utilizaba en las curas de los esclavos. Mamita tenнa una boca grande, de labios gruesos y colgantes que, cuando la negra se enfadaba, pendнan mбs que de costumbre. En aquellos momentos los labios de Mamita tenнan una longitud desmesurada, y Scarlett comprendiу que Mamita estaba furiosa por algo que no aprobaba. —Seсor O'Hara —llamу Ellen, al ver a la pareja que avanzaba por el camino (Ellen pertenecнa a una generaciуn formalista, aun despuйs de diecisiete aсos de matrimonio y de haber tenido seis hijos)—. Seсor O'Hara, ha ocurrido una desgracia en casa de los Slattery. El hijo de Emmie ha nacido, se estб muriendo y hay que bautizarlo. Voy allб con Mamita a ver quй puedo hacer. Su voz se alzaba interrogante como si estuviera pendiente de la aprobaciуn de su marido, mera formalidad, pero muy grata al corazуn de Gerald. —ЎPor Dios santo! —gritу O'Hara—. їCуmo se atreven esos indecentes blancos a hacerte salir de casa precisamente cuando vas a cenar y cuando estoy deseando contarte todo lo que en Atlanta se dice de la guerra? Vete, seсora O'Hara; no podrнas dormir tranquila esta noche si supieras que ha ocurrido una desgracia y no has acudido a aliviarla. —No podrнa dormir nunca tranquila si no hubiese ido antes a cuidar a los negros y a esos pelmas de los blancos, que bien podrнan cuidarse a sн mismos —gruсу Mamita como rezando, mientras bajaba las escaleras dirigiйndose al coche que esperaba al borde del camino. —Ocupa mi lugar en la mesa, querida —dijo Ellen a Scarlett, acariciбndole la mejilla con su enguantada mano. A pesar de sus lбgrimas, Scarlett se estremeciу al contacto realmente mбgico de la mano de su madre y con la dйbil fragancia de verbena que exhalaba la crujiente seda de su traje. Para Scarlett habнa algo portentoso en Ellen O'Hara; era una maravilla que vivнa en la casa con ella, a la que temнa, pero que la hechizaba y la calmaba al mismo tiempo. Gerald ayudу a su mujer a subir al coche y ordenу al cochero que condujese con cuidado. Toby, que manejaba los caballos de Tara desde hacнa veinte aсos, hizo un gesto de muda indignaciуn al oнr que le daban consejos sobre la manera de efectuar su propia tarea. Al marchar con Mamita sentada a su lado era cada uno la perfecta imagen del africano ceсudo y gruсуn. —A mн tendrнan que pagarme por lo mucho que hago en favor de esos inъtiles de los Slattery —dijo Gerald, malhumorado—. Ya podнan acceder a venderme sus escasos acres de mнsero pantano y el condado se verнa libre de ellos. Luego aсadiу, satisfecho por anticipado con una de sus bromas habituales: —Ven, hija mнa, vamos a decirle a Pork que en vez de comprar a Dilcey le he vendido a йl a John Wilkes. Echando las riendas a un negrito que estaba por allн, subiу rбpidamente las escaleras. Se habнa olvidado ya del sufrimiento de Scarlett y sуlo pensaba en mortificar a su criado. Scarlett le siguiу lentamente, pues se sentнa cansada. Pensу que, despuйs de todo, una boda entre ella y Ashley no serнa mбs rara que la de su padre con Ellen Robillard. Se preguntу, una vez mбs, cуmo se las habrнa arreglado su бspero y estridente padre para casarse con una mujer como su madre, pues no hubo nunca dos personas tan opuestas en nacimiento, educaciуn, costumbres y opiniones. Ellen O'Hara tenнa treinta y dos aсos y, para la mentalidad de la йpoca era una mujer madura; tuvo seis hijos, tres de los cuales se le habнan muerto. Era alta (su pequeсo y fogoso marido no le llegaba mбs arriba de los hombros), pero se movнa con una gracia tan reposada en su ondeante saya de volantes, que su estatura no llamaba la atenciуn. Su cuello, surgiendo del ceсido corpino de tafetбn negro, era redondo y fino, de piel blanquнsima, y parecнa doblarse ligeramente hacia atrбs por el peso de su esplйndida cabellera, recogida en una redecilla sobre la nuca. Habнa heredado los ojos oscuros, algo oblicuos, sombreados por largas pestaсas, y el negro cabello de su madre, una francesa cuyos padres se habнan refugiado en Haitн durante la Revoluciуn de 1791; de su padre, soldado de Napoleуn, procedнan su larga nariz recta y las mandнbulas cuadradas que rectificaba la curva suave de las mejillas. Sуlo el transcurrir de la vida habнa podido dar al rostro de Ellen aquella expresiуn de orgullo sin altanerнa, su gracia, su melancolнa y su carencia absoluta de sentido del humor. Hubiera sido una mujer de notable belleza de haber tenido mбs brillo en sus ojos, mбs color en su sonrisa, mбs espontaneidad en su voz que sonaba como dulce melodнa en los oнdos de sus familiares y de sus sirvientes. Hablaba con el suave acento de los georgianos de la costa, lнquido en las vocales y dulce en las consonantes con un lejano vestigio del acento francйs. Era una voz que no se alzaba jamбs para dar уrdenes a un criado o para reprochar la travesura de un niсo; sin embargo, todos la obedecнan en Tara, mientras que los gritos de su marido eran silenciosamente desacatados. Hasta donde Scarlett podнa recordar, su madre siempre habнa sido la misma; su voz suave y dulce, tanto para reprochar como para alabar; sus modales tranquilos y dignos a pesar de las cotidianas necesidades del turbulento dueсo de la casa, su carбcter siempre sereno y su temple firme, aun cuando habнa perdido tres de sus hijos. Scarlett no habнa visto jamбs a su madre apoyarse en el respaldo de la silla ni sentarse sin una labor de costura entre sus manos, a excepciуn de las horas de las comidas, cuando asistнa a los enfermos o se ocupaba de la contabilidad de la plantaciуn. Si habнa visitas se enfrascaba en un bordado delicado; otras veces, sus manos se ocupaban de las camisas plisadas de Gerald, de los vestidos de los niсos o de la ropa de los esclavos. Scarlett no acertaba a imaginarse las manos de su madre sin el dedal de oro ni su figura altiva sin la compaснa de la negrita, que no tenнa otra ocupaciуn en su vida que la de poner o quitar la mesa y llevar de aposento en aposento la caja encarnada de las labores, cuando Ellen se ajetreaba de acб para allб en la casa, vigilando la cocina, la limpieza y los trabajos de costura para los trajes de los plantadores. Jamбs habнa visto a su madre abandonar su austera placidez o faltar a ninguna de sus obligaciones, tanto si era de dнa como de noche. Cuando Ellen se vestнa para asistir a un baile, para recibir a los invitados o bien para ir a cualquiera de las reuniones en Jonesboro, tenнa frecuentemente necesidad de disponer de dos horas, de dos criadas y de Mamita para sentirse completamente satisfecha; aunque, en casos necesarios, sus rбpidos tocados eran asombrosos. Scarlett, cuya habitaciуn se hallaba situada frente a la de su madre, al otro lado del vestнbulo, conocнa desde su infancia el sordo rozar de los pies descalzos de los negros que correteaban por el pavimento de madera desde el alba; las urgentes llamadas en la puerta de su madre y las voces aterradas y roncas de los negros que gemнan enfermos, de los que nacнan y morнan en la hilera de cabanas blanqueadas de sus alojamientos. De niсa, se deslizaba hasta la puerta y, atisbando a travйs de las rendijas, habнa visto a Ellen salir a oscuras de su habitaciуn (donde los ronquidos de Gerald proseguнan rнtmicos e ininterrumpidos) a la tenue luz de una vela sostenida en alto, con la caja de las medicinas bajo el brazo, los cabellos pulcramente alisados y ni un solo botуn de su vestido desabrochado. Era siempre muy grato para Scarlett oнr a su madre murmurar compasivamente, pero con firmeza, mientras atravesaba el vestнbulo de puntillas: «Chist..., chist..., no tan fuerte. Despertarйis al seсor O'Hara. No estбn tan mal como para morirse. » Sн, era grato volver al lecho y saber que Ellen estaba fuera, en la noche, y que todo marchaba bien. Por las maсanas, despuйs de las sesiones siempre nocturnas de natalicios o de muertes, cuando el viejo doctor Fontaine y su joven hijo, tambiйn doctor, se disponнan a hacer sus visitas y no podнan ir a ayudarla, Ellen presidнa la mesa en el desayuno, como siempre, con sus ojos negros ojerosos, pero sin que su voz ni sus gestos revelasen el menor cansancio. Bajo su firme dulzura habнa una tenacidad de acero que inspiraba respeto a la casa entera, lo mismo a Gerald que a sus hijas, aunque йl hubiera preferido morir antes que admitirlo. A veces, cuando iba por la noche de puntillas a besar las mejillas de su madre, Scarlett miraba su boca, de labios tiernos y delicados, una boca demasiado vulnerable ante el mundo, y se preguntaba si йsta se habrнa arqueado alguna vez con las risas inocentes de la infancia o si habrнa murmurado secretos a las amigas нntimas durante las largas noches estivales. Pero no, no era posible. Su madre habнa sido siempre asн, una columna de fortaleza, una fuente de sabidurнa, la ъnica persona que tenнa respuestas para todo. No obstante, Scarlett no tenнa razуn, porque algunos aсos antes Ellen Robillard, de Savannah, habнa reнdo en la linda ciudad costera, del mismo modo inexplicable que se rнe a los quince aсos, y cuchicheado con sus amigas durante largas noches, cambiando confidencias y contando todos sus secretos, menos uno. Era el aсo en el cual Gerald O'Hara, que le llevaba veintiocho aсos, habнa entrado en su vida..., el aсo en que aquel primo suyo de ojos negros, Philippe Robillard, habнa partido. Y cuando йste, con sus ojos ardientes y sus maneras fogosas, abandonу Savannah para siempre, se llevу consigo el ardor que habнa en el corazуn de Ellen, dejando para el pequeсo irlandйs de piernas cortas que se habнa casado con ella sуlo una graciosa concha vacнa. Pero esto bastaba a Gerald, oprimido por la increнble felicidad de hacerla realmente su esposa. Y, si algo faltaba en ella, no lo echaba nunca de menos. Perspicaz como era, se daba cuenta de que era un milagro que un irlandйs, sin bienes de fortuna y sin parentela, conquistase a la hija de una de las mбs ricas y altivas familias de la costa. Gerald era un hombre que se lo debнa todo a sн mismo. Gerald habнa llegado a Estados Unidos desde Irlanda a los veinte aсos. Vino precipitadamente, como vinieron antes o despuйs tantos otros irlandeses mejores o peores que йl, y sуlo traнa la ropa puesta, dos chelines, ademбs del importe del pasaje y su cabeza puesta a un precio que le parecнa mayor de lo que su delito merecнa. En efecto, no existнa un orangista[3] que valiese cien libras esterlinas para el Gobierno inglйs o para el demonio en persona; pero el Gobierno tomу tan en serio la muerte de un inglйs, administrador de un hacendado, que Gerald vio que habнa llegado el momento de partir, y de partir a toda prisa. Verdad era que al mencionado agente le habнa llamado «bastardo orangista», pero esto, segъn la manera de pensar de Gerald, no daba derecho a aquel hombre a insultarle silbando los primeros compases de la canciуn El agua del Boyne [4]. La batalla del Boyne se habнa librado mбs de cien aсos atrбs, pero para los O'Hara y sus vecinos era como si hubiese sucedido ayer, ya que sus sueсos y sus esperanzas, asн como sus tierras y riquezas, habнan desaparecido envueltas en la misma nube de polvo que arrastrу al prнncipe Estuardo, espantado y huido, dejando que Guillermo de Orange y sus odiosos soldados con sus escarapelas anaranjadas aplastaran a los irlandeses adictos a los Estuardo. Por йsta y otras razones, la familia de Gerald no estaba dispuesta a considerar el fatal resultado de su reyerta como cosa muy seria, salvo en el caso de que acarrease graves consecuencias. Durante muchos aсos, los O'Hara habнan permanecido en malas relaciones con los alguaciles ingleses, debido a su sospechosa actividad contra el Gobierno, no siendo Gerald el primero de su familia que ponнa pies en polvorosa dejando Irlanda de la noche a la maсana. Recordaba vagamente a sus dos hermanos mayores, James y Andrew, dos jуvenes taciturnos que iban y venнan a ciertas horas de la noche por misteriosas razones o desaparecнan durante semanas, con gran disgusto y ansiedad de su madre. Marcharon a Estados Unidos hacнa ya varios aсos, a raнz del descubrimiento de un pequeсo arsenal de fusiles enterrados en el corral de los O'Hara. Eran ahora ricos comerciantes de Savannah. «Sуlo Dios sabe el lugar de su paradero», decнa la madre siempre que hablaba de sus dos hijos mayores; y el joven Gerald fue enviado junto a ellos. Abandonу la casa con un beso de su madre en las mejillas, su ferviente bendiciуn catуlica y la amonestaciуn de su padre: «Recuerda quiйn eres y no quites nada a nadie. » Sus cinco hermanos, mбs altos que йl, le dijeron adiуs con sonrisas de admiraciуn, pero ligeramente protectoras, porque Gerald era el mбs joven y el mбs bajo de su familia fornida. Sus cinco hermanos y el padre eran altos, sobrepasaban el metro ochenta y cinco y eran ademбs robustos en proporciуn; pero Gerald, el pequeсo, a los veintiъn aсos, sabнa que el Seсor, en su sabidurнa, no le habнa concedido mбs que un metro y sesenta centнmetros. Pero Gerald nunca perdiу el tiempo en lamentarse por su estatura, ni pensу jamбs que esto fuese un obstбculo para obtener cualquier cosa que desease. Mбs bien fue su sуlida pequenez la que le hizo ser lo que era, ya que aprendiу en buena hora que la gente pequeсa ha de ser resistente para sobrevivir entre la de gran tamaсo. Y Gerald era resistente. Sus hermanos, altos de estatura, eran torvos y silenciosos; en ellos, la tradiciуn familiar de las glorias pasadas, perdidas para siempre, enconбbase en virtud de un odio contenido que estallaba en amargo sarcasmo. Si Gerald hubiese sido musculoso, habrнa sido como los otros O'Hara y actuado oscura y silenciosamente entre los rebeldes contra el Gobierno. Pero Gerald era «alborotador y testarudo», como decнa su madre cariсosamente; impulsivo, pronto a hacer uso de los puсos, con una susceptibilidad muy evidente. Se pavoneaba entre los altos O'Hara como un orgulloso gallito de pelea en un corral con gigantescos gallos domйsticos; ellos le querнan, le hacнan rabiar para oнrle alborotar y le golpeaban con sus grandes puсos, solamente lo necesario para mantener al benjamнn en su justo lugar. Si la educaciуn que Gerald habнa llevado a Estados Unidos era insuficiente, йl lo ignorу siempre. Y si se lo hubiesen dicho no le habrнa importado. Su madre le enseсу a leer y escribir con claridad. Le gustaban las cuentas. Y aquн terminaban sus conocimientos. El ъnico latнn que conocнa era el de las respuestas de la misa, y la sola Historia, la de las mъltiples injusticias cometidas con Irlanda. No conocнa mбs poesнa que la de Moore ni mбs mъsica que las canciones irlandesas que le habнan transmitido a travйs de los aсos. Aunque sentнa un gran respeto por quienes tenнan mбs conocimientos intelectuales que йl, no los echaba nunca de menos. їQuй necesidad habrнa tenido de estas cosas en un paнs nuevo, donde los mбs ignorantes irlandeses habнan hecho fortuna? En aquel paнs sуlo se exigнa a los hombres que fuesen fuertes y no tuviesen miedo al trabajo. Tampoco James y Andrew, que le acogieron en su almacйn de Savannah, lamentaron su falta de cultura. Su clara caligrafнa, sus cбlculos exactos y su habilidad para el regateo le conquistaron su respeto, mientras que si el joven Gerald hubiese poseнdo conocimientos de literatura o un refinado gusto musical no hubiera suscitado en ellos mбs que bufidos desdeсosos. Estados Unidos, en los primeros aсos del siglo, habнa sido bondadoso con los irlandeses. James y Andrew, que empezaron transportando mercancнas en carros cubiertos desde Savannah a las ciudades interiores de Georgia, habнan prosperado hasta tener un almacйn propio, y Gerald prosperу con ellos. Le agradaba el Sur y pronto llegу a ser, en opiniуn suya, un sudista. En los Estados del Sur y en sus habitantes habнa muchas cosas que no comprenderнa nunca; pero, con la cordialidad innata en su carбcter, adoptу sus ideas y costumbres tal como las entendнa: poker y carreras de caballos, polнtica ardiente y cуdigo caballeresco, derechos de los Estados y maldiciones a todos los yanquis, devociуn al rey Algodуn, desprecio a los blancos mнseros y exagerada cortesнa con las mujeres. Aprendiу incluso a masticar tabaco. No le fue necesario adquirir la facilidad de beber whisky, porque la poseнa de nacimiento. Gerald seguнa siendo el Gerald de siempre. Sus hбbitos de vida y sus ideas cambiaron, pero йl no quiso variar sus modales, aunque hubiese sido capaz de ello. Admiraba la elegancia afectada de los ricos plantadores de arroz y de algodуn, artнculos que transportaban a Savannah desde sus reinos pantanosos en caballos de pura sangre, seguidos de los carruajes de sus seсoras, igualmente elegantes, y de las carretas de sus esclavos. Pero Gerald no consiguiу nunca ser elegante. Aquel modo de hablar perezoso y confuso sonaba agradablemente en sus oнdos; pero su propio acento vivo adherнase a su lengua. Le agradaba la gracia indolente con que realizaban negocios importantes, arriesgando una fortuna, una plantaciуn o un esclavo a una carta y escribiendo sus pйrdidas con indiferente buen humor y sin darle mayor importancia que a la calderilla que arrojaban a los negritos. Pero Gerald habнa conocido la pobreza y jamбs pudo aprender a perder el dinero alegremente y de buen grado. Era una raza simpбtica la de aquellos georgianos de la costa, con su voz dulce, sus iras repentinas y sus deliciosas contradicciones que tanto agradaban a Gerald. Pero en el joven irlandйs, reciйn llegado de un paнs donde el viento soplaba hъmedo y fresco y en donde la fiebre no acechaba en los neblinosos pantanos, habнa una vitalidad ardiente e inquieta que lo hacнa diferente de aquellos individuos indolentes, producto del clima semitropical y de los pantanos, focos de malaria. De ellos aprendiу lo que le pareciу ъtil, prescindiendo del resto. Encontrу que el poker era la mбs ъtil de las costumbres sudistas; el poker y el aguantar el whisky; fue su natural actitud ante las cartas y los licores lo que facilitу a Gerald dos de sus tres bienes mбs preciados: su criado y su plantaciуn. El tercero era su mujer; y йsta la atribuнa ъnicamente a la misteriosa bondad de Dios. El criado, llamado Pork, un negro lustroso, digno y prбctico en todas las artes de la elegancia indumentaria, era el resultado de una noche entera de poker con un plantador de la isla de Saint Simуn, cuyo denuedo en la baladronada igualaba al de Gerald, pero que no tenнa su misma resistencia para el ron de Nueva Orleans. Aunque el propietario de Pork ofreciу despuйs para recobrarlo el doble de su valor, Gerald rehusу obstinadamente, porque la posesiуn de aquel primer esclavo (y por aсadidura «el mejor maldito criado de la costa») constituнa el primer paso hacia el cumplimiento de lo que ansiaba su corazуn. Gerald deseaba ser propietario de esclavos y terrateniente. Acariciaba el pensamiento de no pasarse todos los dнas de su vida comprando y vendiendo como James y Andrew, o todas las noches comprobando columnas de cifras a la luz de una vela. Sentнa ardientemente lo que sus hermanos no sentнan, el estigma social adscrito a los pertenecientes al comercio. Gerald querнa ser un plantador. Con la profunda codicia de un irlandйs que ha sido arrendatario de las tierras que un tiempo fueron de la familia, deseaba ver sus propias hectбreas extenderse verdes ante sus ojos. Con una despiadada sinceridad de propуsitos deseaba tener su propia casa, su propia plantaciуn, sus caballos y sus esclavos. Y aquн, en este nuevo paнs, libre de los dos peligros de la tierra que habнa dejado (los impuestos que devoraban las cosechas y la continua amenaza de una confiscaciуn imprevista), pensaba tenerlos. Pero, con el transcurso del tiempo, se dio cuenta de que tener aquella ambiciуn y conseguir realizarla eran dos cosas distintas. La costa georgiana estaba sostenida tan firmemente por una aristocracia atrincherada en sus reductos que era muy difнcil que йl pudiera nunca esperar conseguir el puesto que se proponнa. Entonces, la mano del destino y la del poker, conjuntamente, le dieron la plantaciуn, que mбs tarde denominу Tara, y al mismo tiempo le sacaron de la costa y le establecieron en la meseta de Georgia. Ocurriу en un salуn de Savannah en una cбlida noche de primavera, cuando la casual conversaciуn de un desconocido sentado a su lado hizo que Gerald aguzase el oнdo. El forastero, un nativo de Savannah, habнa regresado despuйs de doce aсos de ausencia en el interior. Era uno de los agraciados de la loterнa agrнcola organizada por el Gobierno para dividir el amplio espacio de la Georgia central, cedida por los indios el aсo antes de la llegada de Gerald a Estados Unidos. El desconocido marchу allб y estableciу una plantaciуn; pero ahora que su casa se habнa incendiado no querнa permanecer mбs tiempo en aquel «maldito lugar» y se sentirнa encantado de poder abandonarlo. Gerald, siempre con el pensamiento de poseer una plantaciуn propia, buscу la manera de serle presentado; y su interйs aumentу cuando el extranjero le dijo que la parte septentrional del Estado se estaba poblando de personas procedentes de Carolina y Virginia. Gerald habнa vivido lo suficiente en Savannah para adquirir la opiniуn de los habitantes de la costa: que el resto del paнs era bosque salvaje y que en cada matorral habнa escondido un indio. Haciendo negocios para sus hermanos, habнa tenido que pasar por Augusta, ciudad situada a ciento sesenta kilуmetros al norte del rнo Savannah, y viajado por el interior visitando las viejas ciudades al oeste de aquйlla. Sabнa que esa parte estaba tan poblada como la costa; pero, por la descripciуn del forastero, su plantaciуn debнa encontrarse a mбs de cuatrocientos kilуmetros hacia el interior, al noroeste de Savannah, a poca distancia del rнo Chattahoochee. Gerald sabнa que, al norte y al otro lado del rнo, el territorio estaba aъn en poder de los indios iroqueses: por este motivo oyу con estupor al forastero burlarse de los temores acerca de las desavenencias con los indios y contar cуmo en el nuevo paнs se extendнan las ciudades y prosperaban las plantaciones. Una hora despuйs, cuando la conversaciуn empezу a languidecer, Gerald, con una astucia que hacнa creer en la inocencia de sus brillantes ojos azules, propuso una partida. A medida que avanzaba la noche y las bebidas se sucedнan, los demбs jugadores fueron abandonando la partida, dejando que contendiesen Gerald y el forastero. Este apostу todas sus fichas y puso a continuaciуn la escritura de propiedad de la plantaciуn. Gerald empujу todas sus fichas y apostу por aсadidura su cartera. Que el dinero que contenнa fuera casualmente de la razуn social O'Hara Hermanos, no inquietaba su conciencia hasta el punto de confesarlo antes de la misa de la maсana siguiente. Sabнa lo que querнa, y cuando Gerald querнa algo lo conquistaba por el camino mбs corto. Ademбs tenнa tal fe en su destino y en los cuatro doses que ni por un momento se preguntу cуmo restituirнa el dinero si se echaran sobre la mesa cartas mejores. —No es negocio su ganancia; y me alegro de no tener que pagar mбs contribuciones allб —suspirу el poseedor de un trнo de ases pidiendo pluma y tintero—. La casa grande se incendiу hace un aсo y en los campos crecen malezas y pinos. Pero ya son suyos... —No mezcles nunca las cartas con el whisky, como no hayas sido destetado con aguardiente irlandйs —dijo gravemente aquella noche Gerald a Pork, mientras йste le ayudaba a acostarse. Y el criado, que habнa empezado a chapurrear el dialecto irlandйs por admiraciуn a su amo, le respondiу en una extraсa combinaciуn de jerga negra y de dialecto del condado de Meath que hubiera confundido a cualquiera excepto a ellos dos. El fangoso rнo Flint, que corrнa silencioso entre murallas de pinos y encinas cubiertas de retorcidas vides silvestres, rodeaba la nueva tierra de Gerald como un brazo curvado. Erguido en la pequeсa cima sobre la cual habнa estado en un tiempo la casa, veнa aquella gran barrera verde que representaba la agradable evidencia de su posesiуn, como si fuese una cerca construida por йl mismo para seсalar su propiedad. Firme sobre los cimientos ennegrecidos de la casa quemada, contemplaba la gran avenida de бrboles que conducнa al camino y juraba ruidosamente con una alegrнa demasiado profunda para permitirle una plegaria de acciуn de gracias. Aquellas dos lнneas paralelas de бrboles frondosos eran suyas, suyo aquel prado abandonado, invadido por la cizaсa que crecнa sin trabas bajo los jуvenes magnolios. Los campos incultos tachonados de pinos y de malezas espinosas, que a los cuatro lados extendнan, lejana, su quebrada superficie de arcilla rojiza, pertenecнan a Gerald O'Hara..., eran todos suyos, porque йl poseнa un obstinado cerebro irlandйs, y el valor de apostarlo todo en una jugada de cartas. Gerald cerrу los ojos y, en el silencio de aquellos eriales, sintiу que habнa llegado al hogar. Allн, bajo sus pies, surgirнa una casa de ladrillos enjalbegados. Al otro lado del camino se harнan nuevas cercas que encerrarнan rollizo ganado y caballos de raza; y la rojiza tierra que descendнa desde la ladera de la colina a la fйrtil orilla del rнo resplandecerнa al sol como un edredуn: Ўalgodуn, hectбreas y hectбreas de algodуn! La fortuna de los O'Hara volverнa a surgir. Con una pequeсa cantidad que sus hermanos le prestaron con escaso entusiasmo y con una bonita suma obtenida por la hipoteca del terreno, Gerald adquiriу los primeros braceros y se fue a vivir a Tara en soledad de soltero en la casita de cuatro aposentos del mayoral, hasta el dнa en que se levantaron los blancos muros de Tara. Desbrozу los campos, plantу algodуn y volviу a pedir un prйstamo a James y a Andrew para comprar mбs esclavos. Los O'Hara eran como una tribu unida, ligada en la prosperidad y en el infortunio, no por excesiva afecciуn familiar, sino porque habнan aprendido durante los aсos dolorosos que una familia debe, para poder sobrevivir, presentar al mundo un frente compacto. Prestaron el dinero a Gerald y, en los aсos siguientes, aquel dinero volviу a ellos con intereses. Gradualmente, la plantaciуn se ensanchу, porque Gerald comprу mбs hectбreas situadas en las cercanнas; y con el tiempo la casa blanca llegу a ser una realidad en vez de un sueсo. Los esclavos construyeron un edificio pesado y amplio, que coronaba la cima herbosa dominando la verde pendiente que descendнa hasta el rнo; a Gerald le agradaba mucho porque aun siendo nuevo tenнa un aspecto aсejo. Las vetustas encinas que habнan visto pasar bajo su follaje a los indios circundaban la casa con sus gruesos troncos y elevaban sus ramas sobre la techumbre con densa umbrнa. En el prado, limpio de cizaсa, crecieron trйboles y una hierba para pasto que Gerald procurу fuese bien cuidada. Desde la avenida de los cedros que conducнa a las blancas cabanas del barrio de los esclavos, todo el contorno de Tara tenнa un aspecto de solidez y estabilidad, y cuando Gerald galopaba por la curva de la carretera y veнa entre las ramas verdes el tejado de su casa, su corazуn se henchнa de orgullo como si lo viese por primera vez. Todo era obra suya, del pequeсo, terco y tumultuoso Gerald. Estaba en magnнficas relaciones con todos sus vecinos del condado menos con los Macintosh, cuyas tierras confinaban con las suyas a la izquierda, y con los Slattery, cuya hectбrea de terreno se extendнa a la derecha junto a los pantanos, entre el rнo y la plantaciуn de John Wilkes. Los Macintosh eran escoceses, irlandeses y orangistas; y, aunque hubiesen poseнdo toda la santidad del calendario catуlico, su linaje estaba maldito para siempre a los ojos de Gerald. Verdad era que vivнan en Georgia desde hacнa setenta aсos o mбs y, anteriormente, habнan vivido durante una generaciуn en las dos Carolinas; pero el primero de la familia que habнa puesto el pie en las costas americanas procedнa del Ulster, y esto era suficiente para Gerald. Era una familia taciturna y altanera, cuyos miembros vivнan estrictamente para ellos mismos, casбndose con parientes suyos de Carolina; y Gerald no era el ъnico que sentнa antipatнa por ellos, porque la gente del condado era cortйs y sociable pero poco tolerante con quienes no poseнan esas mismas cualidades. Los rumores que corrнan sobre sus simpatнas abolicionistas no aumentaban la popularidad de los Macintosh. El viejo Angus no habнa libertado jamбs ni a un solo esclavo y habнa cometido la imperdonable infracciуn social de vender alguno de sus negros a los mercaderes de esclavos, de paso hacia los campos de caсa de Luisiana; pero los rumores persistнan. —Es un abolicionista, no hay duda —hizo observar Gerald a John Wilkes—. Pero en un orangista, cuando un principio es contrario a la avaricia escocesa, se viene abajo. Los Slattery eran cosa diferente. Pertenecientes a los blancos pobres, no se les concedнa siquiera el envidioso respeto que la independencia de Angus Macintosh conseguнa forzadamente de las familias vecinas. El viejo Slattery, que permanecнa desesperadamente aferrado a sus escasas hectбreas de terreno, a pesar de las constantes ofertas de Gerald y de John Wilkes, era inъtil y quejumbroso. Su esposa, una mujer desgreсada de aspecto enfermizo y pбlido, era la madre de una prole de chicos ceсudos y conejiles que aumentaba cada aсo. Tom Slattery no poseнa esclavos; йl y sus dos hijos mayores cultivaban a ratos sus pocas hectбreas de algodуn, mientras la mujer y los hijos menores atendнan lo que se suponнa una huerta. Pero de todos modos el algodуn se malograba siempre y la huerta, a causa de los constantes embarazos de la seсora Slattery, no producнa lo suficiente para nutrir su rebaсo.
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