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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 12 страница



—Estoy… —Se pasó la punta de la lengua por los labios y los ojos de Vicenzo resplandecieron con el inocente gesto—. Enzo, estoy embarazada.

Ella desde que conocí a la noticia estaba


má s que encantada e ilusionada. No porque sus malestares tuviesen una hermosa causa, sino porque el tener otro hijo con ese prepotente y gruñ ó n italiano era el regalo má s maravilloso que le podí a dar la vida.

É l la miró sin poder evitar la sorpresa. Extendió una mano y la posó en la aú n inexistente abultada barriguita. Ella se la cubrió con una de las suyas, disfrutando de esa primera conexió n de Vicenzo con el pequeñ o o pequeñ a que llevaba en su vientre.

—¿ Pero có mo? Ulises me habí a contado que existí an muy pocas posibilidades de que concibié ramos.

¡ El chismoso de Ulises!

Ella asintió. Las lá grimas pugnaban por


abrirse paso y se las enjuagó.

—Y así es… era. Pero sucedió. Ni siquiera yo aú n me lo puedo creer del todo. Parece un pequeñ o milagro.

—Yo no lo llamarí a del todo un milagro

—se burló é l, tiernamente.

—Ah, ¿ no?

É l negó con la cabeza.

—Creo recordar que en las ú ltimas semanas estaba má s tiempo dentro de ti, llená ndote, que fuera.

Con el rostro arrebolado y graciosamente tapá ndole las orejas a Daniel, que ajeno continuaba durmiendo, dijo:

—Eres… eres… ¡ Argh! … ¡ un engreí do vanidoso!

—Un sensual y atractivo vanidoso que


amas —Se acercó a ella y repasó con la lengua sus labios, provocador. La oyó jadear—. Que te enloquecerá cuando, a partir de hoy, te haga el amor todos los dí as.

Los ojos de ella relampaguearon divertidos.

—Mmmm… de eso ú ltimo creo no estar del todo segura. Sobre todo cuando tenga una enorme barriga y nazca nuestro segundo bebé.

—¿ De veras? —Sus ojos verdes chispearon—. Entonces supongo que deberí amos aprovechar estos primeros meses. Pero te advierto que me gustan los retos. Y ademá s, creo que te verá s malditamente tierna y sensual llevando en los ú ltimos meses de gestació n a mi


hijo en tu vientre.

Sonriendo maliciosamente, tiró de ella para abrazarla y besarla de forma apasionada mientras sus manos intentaban colarse por debajo de su vestido hippie de color beig y de la fina tela del biquini que llevaba puesto.

—Mami… papi… teno hambre. — Escucharon de repente la somnolienta voz de su hijo. El niñ o se habí a incorporado hasta sentarse y se frotaba los ojos.

Como si fueran dos adolescentes pillados en pleno escá ndalo pú blico mientras intentaban hacer el amor, se refrenaron… aunque una mano de Vicenzo continuó discretamente en el interior del vestido de Mariam


acariciá ndole y un pezó n.

Ella le lanzó una mirada de censura a Vicenzo, quié n parecí a divertido, y estiró los brazos hacia el pequeñ o hasta atraerlo a su regazo.

—Cariñ o, ya nos vamos a casa y en unos minutos te preparé algo rico, te bañ aré y te leeré un cuento en la cama, ¿ de acuerdo?

Vicenzo beso en la coronilla a su hijo como todo un orgulloso papá y le sonrió.

—Campeó n, lo de la cama suena realmente bien… —Ahogó una exclamació n cuando sintió que Mariam le daba con el codo en las costillas.

—Vamos, mi amor, recojamos —dijo, dá ndole un amoroso cachete al niñ o en el trasero para que pasara a los brazos


de su padre—. Tu papá dice que te llevara a caballito de camino a casa de los abuelos.

—Aupa, campeó n. —El pequeñ o se encaramó a la espalda de Vicenzo, entusiasmado con el plan. Pero antes de levantarse de la arena con el peso extra de su hijo, acercó sus labios al oí do de Mariam y le juró —. Pequeñ a bruja.

Puede que por ahora te salves pero cuando llegue la noche, la que montará a caballito será s tú … sobre mis caderas. Ella ladeó la cabeza y rozó sus labios con los suyos. Una sonrisa y el rubor iluminaban su rostro al acceder, traviesa.

—Pero solo porque te amo.

Vicenzo leyó el amor en los ojos de la


joven. Un amor tan fuerte y profundo como el que é l sentí a por ella. Estaba seguro de que pasarí an el resto de sus vidas juntos.

Mariam no só lo le atraí a en el aspecto fí sico, sino en todos los sentidos. Era su compañ era, su amante y la madre de sus hijos. Estaban hechos el uno para el otro.

Dolcezza mia —murmuró, depositando un casto y sincero beso de amor en la frente de su amada.

 

Capí tulo 22

 

Vicenzo Riccardi viví a en esos momentos una de las peores semanas de su vida.

Fuera, la noche cobijaba a los


lugareñ os y turistas que visitaban a la isla tinerfeñ a con su resplandeciente oscuridad. Con su atrayente magnetismo. Aquel lugar tení a fama de ser un paradisiaco destino y é l ni siquiera estaba allí para disfrutarlo. El luto. La pé rdida de alguien demasiado importante a lo largo de su vida lo habí a llevado hasta ese lugar.

Querí a, no, necesitaba con urgencia aislarse absolutamente de todo. De todos. Debí a ser pasada la media noche y Vicenzo continuaba confinado a la barra de un centro nocturno dando buena cuenta del suministro de bebidas alcohó licas má s fuertes que poseí an.

Cabizbajo, ausente y con aire torvo, permanecí a ajeno a la muchas y


variopintas miradas de interé s que despertaba en aquel lugar.

Probablemente a esas horas y en otras circunstancias ya hubiera recibido numerosas proposiciones para no dormir solo esa madrugada, como solí a suceder normalmente, pero esa madrugaba indudablemente veí an en é l algo má s que una atractiva fachada. Y lo que veí an, sin duda, les aterraba.

Pero siempre existí an las pequeñ as excepciones y la de esa noche vení a acompañ ada de una risueñ a voz.

—Si me invitas a una copa tal vez pueda hacer que tu má s secreto y anhelado sueñ o se convierta en realidad. Con desgana, Vicenzo alzó la vista de su bebida y descubrió a su


lado a una bella españ ola de cabello castañ o claro y largo y de ojos oscuros. Vestí a sexy con un vestido corto y negro que se ceñ í a como otra piel a sus anchas caderas y a sus pequeñ os senos.

—Judith Melian —se presentó su inesperada invitada, extendiendo una mano con una entusiasta sonrisa.

Despué s de su reticencia inicial y deseando que una vez atendida lo dejaran nuevamente solo, accedió al suave apretó n de manos y con un gesto de cabeza indicó al barman:

—Una copa para la signorina.

—Grazie, signore.

Descendió la mirada de nuevo y contempló el vaso semi vacio del


whisky que tomaba. Dios, aquello era una auté ntica pesadilla Toda esa condenada semana habí a sido una terrible pesadilla, pensó pasá ndose las manos por la cara, consumido. Stefano Delmauro, su tí o, no podí a estar muerto. É l habí a sido el padre que Callisto Riccardi nunca supo ser, ni quiso.

—Dudaba que esta noche pisara este pub alguien má s deprimido que yo, y entonces te vi a ti. Aquí. Solitario.

—Me lo tomaré como un cumplido — bufó con cinismo. Bebió lo que le quedaba de whisky y cuando el barman sirvió la copa a Judith deslizó su vaso por la barra hacia é l—. Otra.

El joven, probablemente má s


preocupado por si se poní a a vomitar allí mismo todo el veneno alcoholizado que se habí a tragado, que por si se cocí a el hí gado o no, dudo unos segundos, pero al ver la mirada verde y dura del italiano, asintió.

—Si mi amiga estuviera aquí creo que te estarí a sermoneando sin parar. — Rió la mujer a su derecha—. En ocasiones es terca como ella sola y la pierde la mayorí a de las veces el querer ayudar siempre a los demá s.

Estoy segura de que te convertirí as rá pidamente y viendo lo desmoralizado que te encuentras en uno de sus mejores proyectos de rehabilitació n.

Vicenzo la miró como si la considerase completamente idiota.


—Entonces hace bien en no entremezclarse ni perder su tiempo con alguien como yo, ¿ no crees?

Lejos de abandonar, Judith sonrió misteriosamente y cogiendo unas servilletas de papel se puso a maniobrar con ellas entre las manos.

—Creo que lo te duele hoy mañ ana te dolerá un poquito menos, pasado mañ ana muchí simo menos aú n, y así conforme vayan pasando los dí as, semanas, meses y añ os.

A Vicenzo esa madrugada le resultaba imposible confiar en esas palabras.

—¿ Eres una de esas filó sofas con complejo de oradoras y salvadoras o algo así?

De soslayo, miró qué demonios estaba


haciendo esa loca con aquellas servilletas. Se preguntó tambié n quié n de los dos estarí a má s ebrio: si esa mujer o é l… Indudablemente ella, concluyó.

—No. Soy una hechicera que puede hacer realidad tu má s anhelado y secreto sueñ o, ya te lo dije. Pié nsalo — dijo con voz alegre y cantarina, tratando de llevar la conversació n hacia un territorio neutral, divertido.

Al fin levantó el rostro y extendió muy sonriente una mano hacia a Vicenzo para entregarle… ¿ Un bá culo de papel? ¿ Una vara? Si no se sintiera tan miserable esa noche, Vicenzo supuso que hasta sonreirí a.

—Busca en lo má s profundo de tu


interior ese sueñ o que te gustarí a alcanzar por encima de cualquier otro, de todos los demá s —prosiguió ella. Y llevando los dedos hasta sus sienes y cerrando los ojos, exclamó, graciosa

—: ¡ No, no me lo cuentes! Puedo adivinarlo, porque signore, yo soy madame Melian, una inminencia en la nigromancia.

Y cuando abrió los ojos pudo ver mejor que nunca el sufrimiento y el corazó n constantemente deshabitado de Vicenzo, sintió pena. Y reconocimiento. Habí a visto esa misma mirada triste en los grandes ojos de su mejor amiga: Mariam. Acortando la ridí cula distancia entre ellos, se inclinó y besó en los labios al espectacular italiano.


Se retiró ligeramente y mirá ndolo fijamente, prometió:

—Te doy mi palabra de maga de que cumpliré ese deseo tuyo. La felicidad el dí a menos pensado irrumpirá tu tranquilidad y vendrá para quedarse.

Por siempre.

—Grazie, madane Melian, cumpliste tu promesa —murmuró Vicenzo Riccardi, frente a la tumba de Judith, las lagunas de su memoria habí an vuelto a llenarse de recuerdos que creí a perdidos—. Me trajiste todo aquello que alguna vez anhelé en secreto. Un hogar. Una familia. Mi propia familia. No solo me diste a Daniel sino tambié n a Mariam. La mujer que amo con locura y por la


que darí a hasta mi propia vida.

 

El sonido de unas tó rtolas alzando el vuelo lo hicieron elevar la vista y admirar por unos segundos aquel planeo natural de las aves chillonas. Era primera hora de la mañ ana y el camposanto de laberinticos pasillos con altos muros repletos de nichos lucí a alegre, fulgente y lleno de flores.

 

Realmente en ese lugar se respiraba una paz y una calma reparadora. Poco o nada que ver con la batalla campal que se debí a estar viviendo a esa hora en la casa de los Salas. Ese mismo mediodí a se casaba con Mariam, y por lo visto, los nervios estaban a flor de piel.

Vicenzo sonrió al pensar que a partir de


ese dí a tendrí a a Mariam en sus brazos. Todas las noches. Y es que para su desdicha, la pequeñ a fierecilla, por respeto a sus padres, se habí a negado a dormir con é l.

 

Maldició n, se habí a negado a dormir con é l y hasta a jugar con é l.

¡ Ni siquiera en la reconciliació n!

El ú nico que habí a montado a caballito ese dí a habí a sido Daniel en su espalda. Pero esa noche… esa noche lo resarcirí a por la semana de celibato que habí a tenido que sufrir desde que pisara la isla.

Exhalando, descendió la mirada y volvió a clavar sus ojos verdes, serios, en la fotografí a de una bonita y sonriente


Judith.

Quizá s su distracció n solo trataba de postergar la otra mitad de esa insó lita y chalada conversació n. Habí a llegado el momento de las recriminaciones y culpas.

—Detesto lo rastrera y egoí sta que fuiste con Mariam, pidié ndole que afrontara tus propias batallas, nuestras batallas — se corrigió, el timbre de su tono revelaba lo mucho que aborreciera ese hecho—. Pero mentirí a si dijera que no te puedo perdonar. Fue tu maldito egoí smo quien la trajo hacia a mí.

Hubo un breve silencio.

—Por otro lado, tampoco podrí a condenarte porque yo he sido igual o má s detestable y miserable con ella. —


Dio un paso hacia delante y colocó sobre en el nicho de Judith una figura de papel similar a la que la joven le regaló la madrugada que se conocieron—. Lo siento Judith. Lo siento mucho. Siento que la vida no te diera la oportunidad de eximirte con Mariam, de recompensarla por exigirle sanar tus faltas y decisiones, en cambio yo…

En esta ocasió n, Vicenzo dio un paso atrá s y escondió las manos en los bolsillos de sus pantalones. Vestí a informal, completamente en tonos oscuros: vaqueros y camisa de botones remangada en los codos. Contempló pensativo un minuto má s la fotografí a y terminó la frase que dejó a medias:

—En cambio yo, Judith, me ocuparé


hasta el ú ltimo de mis dí as en demostrarle lo mucho que me arrepiento de haberla lastimado alguna vez. Ha puesto su amor y bondadoso corazó n en mis manos y pienso protegerlos como un salvaje por encima de todo y de todos.

Esa mujer es mí a y la amo. La amo a ella y a mi hijo. A mis dos hijos. — Se apartó y sin mirar atrá s ni una sola vez comenzó alejarse—. Arrivederci, madane Judith.

Tení a una boda que celebrar. Se casaba con el primer y ú nico gran amor de su vida. Ese dí a Mariam Salas se convertirí a en la signora Riccardi.

Suya. Por siempre.

 

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Cinco añ os má s tarde

 

¡ Ni se te ocurra acercarte a mí si no son con intenciones tan puras y castas como las de un recié n nacido!

La advertencia de una Mariam chistosamente exaltada hizo que Vicenzo sonriera mientras se ajustaba el cinturó n de sus pantalones.

—Le prometimos a mis padres que recogerí amos a los niñ os a las tres — continuó ella, calzá ndose, sentada en la cama, unas sandalias a juego con el vestido color turquesa que se acaba de poner—. Ellos tení an una cita a las cuatro en no sé qué sitio, y… —Echó un rá pido vistazo al reloj de la mesita de noche en el dormitorio y abrió los ojos,


exagerada—. Oh Dios mí o, ¡ y son las cinco!

—Cá lmate cariñ o —dijo Vicenzo sin perder la mueca divertida de sus labios y colocá ndose una camisa—. Estoy seguro que mis queridos suegros sabrá n mejor que nadie el por qué una pareja puede demorarse y perderse a veces durante horas.

Incorporá ndose, Mariam caminó hací a su esposo y rodeó su nuca con las manos, atrayé ndolo hacia ella. De puntillas, frotó mimosa la suavidad de su mejilla con la á spera de Vicenzo. É l gimió y sujetá ndola por las caderas la apretó má s contra su cuerpo.

La joven alzó la cabeza y lo miró. Sus ojos marrones destellaban astutos y tení a


el rostro colorado.

—Y yo estoy convencida, mi amor, que si tu querido suegro conociera el motivo de nuestro pequeñ o retraso de esta tarde y se imaginara solo un poquito las cosas que me has hecho en esa cama —le sonrió —, te castrarí a.

Vicenzo hizo una mueca de dolor y ella, rié ndose, aprovechó para escabullirse de sus brazos.

Solo unos minutos má s tarde, bajaban de la mano las escaleras de aquel coqueto chalet que Vicenzo habí a comprado en el lugar de origen de su esposa en su primer aniversario de bodas. Un lugar idí lico al que solí an acudir de vez en cuando para escapar del mundo exigente y de poder de é l, y ser má s que nunca, lo


que eran: una familia feliz.

Nada má s pisar la sala se encontraron, holgazaneando en el sofá, con un intruso que, obviamente, no tení a ningú n problema en allanar casas en las que no habí a sido invitado.

—¡ Aleluya! —clamó Ulises—. Por fin salí s del dormitorio. ¿ Es qué nunca tené is suficiente? Ya habé is pasado la etapa del calentó n inicial y seguí s peor que al principio.

Vicenzo entrecerró por un instante los ojos.

—Ulises, ¿ está s có modo? ¿ O prefieres qué te traigamos algo de tomar?

—Pues ahora que lo mencioná is…

—¡ Papi! ¡ Mami! —Entraron correteando a la estancia dos pequeñ os de cuatro y


seis añ os: Daniel y Judith.

Mientras Daniel se aferraba a la cintura de su mamá, Judith, quié n tení a unos ojos tan enormes como los de su madre pero de un hermoso color esmeralda como los de su padre, aceptaba encantada los brazos de su progenitor.

—Tí o Uli nos ha traí do —dijo el niñ o.

—Primero se ha comido toooda la bandeja de pasteles que ha hecho el abuelito. —Sopló la niñ a de cabellos negros, riendo, e intentando parar los ataques de cosquillas de Vicenzo.

Ulises, poniendo los ojos en blanco, al fin se levantó del sofá. —La pequeñ a Judith ha salido tan encantadora y respondona como su mamá.

—Mami, ¿ está s bien?


—¿ Y por qué no iba a estarlo cariñ o?

—preguntó, desconcertada.

—Porque cuando llegamos a casa te oí mos gritar y llorar en el dormitorio, y tí o Uli dijo que papi te estaba curando porque estabas malita.

—Tito Uli dijo que papi te poní a una inyecció n. ¿ Te dolió mucho, mami? Mariam se ruborizó de la cabeza a los pies mientras el bocazas de su mejor amigo estallaba en una sonora carcajada.

Sorprendida, observó como su esposo tambié n parecí a divertirse con la situació n.

¡ Hombres!

—No, cariñ o, no le dolió —le dijo Vicenzo—. Pero para asegurarme que se


recupera bien, esta noche le pondré otra.

—Esta noche dormirá s en el sofá. Y tú

—apuntó con el dedo a Ulises—, puesto que te has autoinvitado y asaltado mi saló n, esperaras que junto con el cé libe de mí marido…

—¡ ¿ Qué?! —exclamó el aludido, aunque parecí a esforzarse por no romper en carcajadas.

—Os decí a, que las plantas toca regarlas y hay que ponerse manos a la obra con la cena. Invité a mis padres esta noche. — Guiñ ó un ojo a su marido

—. Creo amor, que le podrá s contar esta noche a mi padre todo ese asunto de por qué solemos llegar tarde a prá cticamente todos lados. —Vicenzo hizo una mueca, como si le hubiesen dado una patada en


la entrepierna. Lo que probablemente pasarí a si su suegro supiera—. Ahora, sí me disculpá is, mi pequeñ a jaurí a tiene que merendar. —Bromeó cariñ osamente, guiando a sus dos hijos a la cocina.

Ulises enarcó una ceja y replicó:

—¿ Por qué narices tené is que jugar a la familia mileurista solo cuando pisá is tierras Canarias? Hoy me vendrí a de perlas tu sé quito de empleados.

Ignorando al Ulises llorona, Vicenzo siguió a su mujer a la cocina. Habí a servido la merienda a sus hijos, y sorprendié ndola, la agarró desde atrá s por la cintura y la apretó contra su pecho. Ella estrechó sus brazos con los de é l.


—Pequeñ o —comenzó diciendo Mariam mirando a Daniel primero y luego a Judith.

—Tentador. —Rió Vicenzo, besá ndola en el cuello.

—¡ Engañ o! —gritó Ulises desde el saló n, hacié ndolos reí r—. ¡ Pequeñ o y tentador engañ o! ¡ Seré is mentirosos! ¡ Ya os está is metiendo mano de nuevo!



  

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