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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 3 страница



—Me pregunto si empleas tambié n ese mismo apasionamiento en otros aspectos de tu vida. Una pena que no pueda recordar con claridad nuestra pequeñ a y fugaz aventura entre los cojines de un sofá.

¡ Arrogante bastardo! ¿ Es qué nunca se cansarí a de humillarla?

Mordié ndose la lengua, salió de la habitació n de Daniel. Tení a que


calmarse, y con Vicenzo, alí as: me- creo-el-ombligo-delmundo cerca, no podrí a.

 

 

 

El olor a lejí a y esterilizació n de un hospital le resultaba demasiado familiar. Se habí a pasado muchos añ os de su vida confinada entre las cuatro paredes de un sitio como ese.

Las lá grimas le quemaban detrá s de los pá rpados, cuando llegando a la zona que comunicaba la planta con los ascensores y escaleras, dejó caer su cuerpo derrotado en uno de los asientos que ocupaban ese espacio.


La invadí an tantos recuerdos.

Su amistad con Judith se inició y forjó precisamente en ese Hospital, mientras ambas combatí an para sobrevivir a sus respectivas enfermedades. Pero solo una de ellas habí a conseguido burlar a la muerte.

—Hola muñ eca, ¿ qué haces aquí solita?

—Escuchó a Ulises desplomarse en el asiento contiguo al de ella—.

¿ Escondié ndote del Adonis malignos con muy malas pulgas?

—Sí, algo así —murmuró, pasá ndose el dorso de la mano por las mejillas para eliminar cualquier lá grima delatora antes de sostenerle la mirada a su amigo

—. Alguien se olvidó de vacunarlo contra la rabia y es insufrible cuando


ladra. Es… es…

—Es extremadamente irresistible — completó é l la frase. Sus ojos de leopardo centellearon traviesos—. Y, lo mires por donde lo mires, solo invita a sexo.

—¡ Uli! —lo censuró ella, totalmente sonrojada, bajando los parpados.

Su amigo rió.

—No seas mojigata, sabes tan bien como yo que ese hombre es condenadamente caliente como el infierno. Hasta las criaturas má s inocentes y en peligro de extinció n, o sea, los Unicornios como tu nena, querrí an descubrir y practicar con é l todas las posturas del Kamasutra.

Bueno, sí, puede que Ulises tuviese


razó n, ¡ pero jamá s lo reconocerí a! Así que optó por contraatacar.

—¿ Los té mpanos de hielo son calientes?

¿ Desde cuá ndo? Ulises soltó una risotada.

—Este té mpano de hielo, sí. Pero ahora dime la verdad, muñ eca —comenzó, rodeá ndola con un brazo por los hombros y atrayé ndola a su costado—,

¿ esa actitud arisca tuya no se debe en parte a su supuesta indiferencia?

—¿ Supuesta? ¿ En serio?

Mariam cerró los pá rpados unos segundos y tomó una larga bocanada de aire.

—Oh, quizá s me despistara que desde que cogimos esta mañ ana su estú pido jet privado hasta hace… —Teatrera, atrapó


la muñ eca de su amigo y echó un rá pido vistazo a la hora en su reloj de pulsera

—, ¿ cinco minutos? … y van hacer las ocho de la noche, ha hecho como sí yo no existiera. —Miró a los ojos a su amigo e hizo una mueca—. Creo que si no me mandó a la bodega de su avió n fue porque iba Valente, y a diferencia de su hermano, é l sí parece ser un auté ntico caballero.

—Valente Riccardi —suspiró —, otro que encabezarí a la lista de mis sueñ os hú medos Top10. En esa familia no deben nacer feos o del montó n.

—Dios. —Se cubrió el rostro con las manos—, ¿ por qué el padre de Daniel tiene que ser precisamente el hermano chalado y malhumorado y no el normal y


simpá tico?

—¿ Y desde cuando la amabilidad es mejor que la intensidad? —Ulises alzó sus cejas oscuras—. No te engañ es, Mariam. Aunque te muestres contenida, correcta, el fuego de tus ojos desvela que puestos a elegir, siempre escogerí as al chalado y malhumorado.

Notando un nudo en la garganta la joven tragó saliva y miró hacia delante, hacia los ascensores que parecí an en huelga, negá ndose a trasladar ni a un alma má s ese dí a, tras su larga jornada.

No podí a rebatir a su amigo. No podí a porque sabí a que en el fondo, tení a razó n.


 

Solo unos dí as má s tarde, a Mariam Salas le temblaban las manos, el pecho de dolí a y el corazó n amenazaba con rompé rsele en miles de pedazos con cada una de las palabras pronunciadas por el doctor Bosa, cirujano a cargo de la intervenció n de Daniel.

 

—¿ Puedo ver a mi hijo, doctor? —Las lá grimas se le agolpaban en los ojos.

El mé dico le dedicó una sonrisa y le dio un ligero apretó n en el brazo, reconfortá ndola por las interminables horas de angustia.

—Por supuesto. En unos minutos


despertara de la anestesia y estoy convencido que querrá tender a su mamá al lado cuando lo haga. Señ orita, tiene un hijo muy fuerte y valiente.

Ella le devolvió una sonrisa llorosa.

—Gracias, doctor.

—¿ Has oí do eso, Mariam? —Oyó decir a Valente Riccardi a sus espaldas cuando el doctor se retiró —. Todo ha salido bien, sin complicaciones. Ya tienes un motivo para mostrarme esa bonita sonrisa que tienes a mí tambié n. Complaciendo al hombre que finalmente habí a servido de donante para Daniel, la joven, aceptando sus brazos, le sonrió.

—Oh, gracias, Valente. Estoy en deuda contigo. Nunca sabré como pagarte todo esto que has hecho por mi pequeñ o.


—No le debes absolutamente nada a Valente —intervino Vicenzo, parecí a molesto—. Se te olvida, cara, que é l es el tí o del niñ o. Mi hermano. Estaba en su obligació n cooperar al ser el donante má s compatible con Daniele.

Frente a ellos, de pie, y escudado en su habitual actitud hermé tica, Vicenzo Riccardi observaba la efusiva muestra de cariñ o como si contemplara a dos insectos a los que no dudarí a en aplastar.

Sintié ndose incó modos por el censurador escrutinio, se separaron.

—Enzo tiene razó n, era mi deber ayuda a mi sobrino. No tienes ninguna deuda que saldar conmigo, Mariam. —Se encorvó y la besó en la mejilla.


Cuando Valente se incorporó parecí a está rselo pasando en grande con algú n chiste secreto.

Mariam miró desconcertada unos instantes al hombre que se habí a preocupado esos ú ltimos dí as en acercarse a ella y ser su amigo, y despué s desvió toda su atenció n a la estatua masculina que, profiriendo alguna ininteligible palabra, se retiraba de la sala, molesto, como si no tolerada la presencia de su hermano ni la de ella ni un segundo má s.

La muchacha aú n seguí a echando espuma por la boca por la actitud despegada de ese endiosado magnate italiano.

Inalterado, habí a permanecido


enfrascado en sus pensamientos y atendiendo llamadas telefó nicas que iban acompañ adas de cifras y operaciones financieras durante toda la intervenció n de Daniel.

¡ Ni quiera habí a sido capaz de dejar por unas mí seras horas sus obsesivos negocios! Era su hijo quié n estaba en una mesa de operaciones, ¡ no el hamster de la vecina! ¡ Y las malditas pruebas de ADN se lo habí an demostrado!

—Mariam, cariñ o, ¿ có mo se encuentra?

¿ Podemos ver ya a nuestro nieto? Eran sus padres.

Mariam los recibió, refugiá ndose en los brazos de sus progenitores. Los necesitaba. Los necesitaba para no terminar perdiendo la cordura si seguí a


pensando en ese sinvergü enza. Saliendo al pasillo, Valente caminó hasta su medio hermano y sospechó:

—No tiene ninguna deuda que saldar conmigo, pero supongo que si contigo,

¿ cierto hermanito?

Vicenzo Riccardi permaneció inmó vil, completamente en silencio. Dirigió la mirada a las puertas acristaladas de la sala de espera y clavó sus ojos verdes en la joven que, vestida casi como una colegiala, hablaba emocionada y con lá grimas en los ojos con sus padres.

Valente no habí a errado en su suposició n. Esa mujer tení a una cuenta pendiente con é l. Una deuda que debí a pagar de algú n modo. Le habí a ocultado la existencia de su hijo y la obligarí a a


resarcirlo por ello.

 

Capí tulo 4

Una semana despué s…

Golpes de impaciencia tronaron en el opulento pasillo que albergaba las costosas suites del hotel de cinco estrellas má s caro, no solo de la isla de Tenerife, sino de parte de Españ a e incluso de Europa.

 

Vicenzo Riccardi, vistiendo su habitual ropa elegante pero sin chaqueta ni corbata, apareció al otro lado del umbral. Mariam, sin darle tiempo a que decidiera si atenderla o no, se precipitó al interior.


É l la siguió a la sala de su suite y con una mueca cí nica, apostilló:

Piccola mia, ¿ recordando los viejos tiempos? Has venido a… ¿ Có mo era?

—Burlá ndose, dudó, dirigiendo una significativa mirada al sofá claro de la estancia—. Ah sí, a ayudarme.

—¡ Esta no es ninguna visita de cortesí a, signiore! —le espetó ella, con las mejillas acaloradas y sus grandes ojos desvelando que si pudiera, lo colgarí a

—. ¡ Solo he venido a decirle que no permitiré que se lleve a Daniel a Italia!

¡ Có mo se atreve!

É l enterró las manos en sus bolsillos, imperturbable.

—Es mi hijo.

—¡ Y tambié n el mí o!


É l examinó por unos segundos la expresió n salvaje en el rostro de la chica.

—Me llevaré a mi hijo a Italia, esté s de acuerdo o no. El jet privado saldrá en unas horas, así que tú decides, cara, te vienes con nosotros o te quedas.

Respirando hondo, intentó controlarse para no saltarle a la yugular.

Cuando habló, se esforzó en sonar calmada, razonable.

—Debe de estar bromeando, Daniel acaba de salir de una intervenció n complicada.

—Una enfermera viajará con nosotros. Mucho má s enfadada, la joven le miró furiosa, haciendo frente a la arrogancia intimidante del italiano.


—¡ Esta es su endiosada forma de solucionarlo todo, no es cierto, signiore! ¡ Creyé ndose con el absoluto derecho de organizar y disponer de la vida de los demá s a su orgulloso antojo!

¡ Pues dé jeme decirle que mi hijo se queda conmigo o…!

—O, ¿ qué? —preguntó é l, enarcando las cejas y brindá ndole una mueca sardó nica—. ¿ Iremos a juicio y pelearemos como dos perros rabiosos por la custodia de nuestro hijo?

—¡ Si es necesario, sí!

—¿ Y qué posibilidades tendrí as de ganar, cara? —comentó é l, jocoso. El pá nico hizo presa en joven. Las piernas se le aflojaron. Con la mente ofuscada como la tení a, no habí a


pensado en las graves consecuencias que acarrearí a para ella que Riccardi cumpliera su amenaza.

Un litigio en los tribunales podrí a desenmascararla, y lo que serí a aú n mucho má s terrorí fico, podrí a perder para siempre a su pequeñ o.

Mariam casi creyó desfallecer cuando é l, sin escrú pulos y con dureza, continuó:

—Ni siquiera tendrí a que mover todas mis mejores influencias y todo mi poder para hacerme con la patria potestad del niñ o. Solo bastarí a con que todos conocieran lo egoí sta de tu decisió n, desde el momento en que te quedaste embarazada y determinaste ocultá rmelo. Hubo una pausa que puso de punta los


nervios de la muchacha.

—Si mi hijo no hubiera estado debatié ndose en la cama de un hospital a vida o muerte, probablemente vivirí a hasta el ú ltimo de mis dí as siendo desconocedor de su existencia.

Ella respiró lentamente y apartó la mirada.

—Lo siento, lo siento mucho.

—¿ Lo sientes? —bufó é l—. Un poco tarde, ¿ no crees? Ahora si me disculpas, tengo asuntos que resolver antes de tomar ese vuelo con Daniele.

Antes de que pudiese desaparecer, Mariam lo agarró del brazo. Con la vista nublada por las lá grimas, imploró:

—Por favor, te lo ruego, no… no me quites a mi bebé. Haré cualquier cosa.


Lo que sea. Pero no lo apartes de mi lado.

Durante unos segundos é l se quedó quieto, mirando aquellos ojos suplicantes, sintié ndose un auté ntico miserable, pero entonces la vio humedecerse los labios resecos y una oleada de calor asaltó su cuerpo.

¡ Al diablo con los posibles arrepentimientos!

—¿ Cualquier cosa? —repitió é l, esbozando una mueca cí nica—. Que tal,

¿ sexo como incentivo?

Soltá ndolo y dando un paso atrá s, la muchacha abrió sus enormes ojos marrones con estupor. Escandalizada exclamó:

—¡ No, por supuesto que no!


Con una sonrisa má s amplia, insultante, é l reaccionó como si nada.

—Pues es una verdadera lá stima, piccola mia, porque en estos momentos lo ú nico que me podrí a interesar de una mujer tan tramposa como tú, serí a que calentara mi cama por las noches.

Incapaz de hablar y con todos sus sentidos tan entumecidos que no pudo moverse, la joven lo miró como quié n contempla una aparició n del má s allá. Dios, no podí a ser que ese hombre con tal de vengarse de ella quisiera convertirla en su concubina. ¡ En una prostituta!

Vicenzo le dio la espalda, dispuesto a mostrarle el camino de salida.

—No, espera… —murmuró ella, con la


garganta apretada.

É l giró sobre sus talones, detenié ndose. Levantó las cejas.

—¿ Te lo has pensado mejor?

Resulta fá cil quedarse atrapada en la mirada de aquel hombre, y Mariam notó que se le formaba un nudo en el estó mago.

—¿ No? —insistió é l, harto de su indecisió n—. Pues entonces hazte, y sobre todo hazme un favor, no me hagas perder el tiempo.

Antes de que é l pudiera darle de nuevo la espalda, la muchacha finalmente tiró del vestido hacia abajo, deshacié ndose de el, obediente, quedá ndose solo cubierta con la modesta ropa interior blanca que llevaba.


Volvió la cabeza, avergonzada.

—Adelante, continua —la animó é l, sentá ndose en el borde de la mesa ubicada en la estancia, a una ridí cula distancia ya de ella.

Atrevié ndose al fin a enfrentar su mirada, Mariam colisionó con los ojos verdes del italiano.

É l la observaba con un brillo voraz en los ojos. No hací a nada por tocarla, solo la devoraba con la mirada, torturá ndola, disfrutando de su sumisió n.

¡ Canalla abusador!

Las manos se le hicieron de plomo y fue incapaz de ponerlas en movimiento para retirar las dos ú nicas prendas que le quedaban.

Vicenzo sonrió ante la gazmoñ erí a de la


joven y elevando una mano hasta la sonrojada mejilla, comenzó una deslizante caricia que lo llevó hasta uno de los apetitosos pechos. Pellizco el pezó n a travé s de la fina tela. Ella se estremeció.

—Pareces tan inocente, como si nunca antes un hombre te hubiese acariciado

—comentó, susurrante, agarrá ndola por las caderas y atrayé ndola hasta atraparla contra su cuerpo endurecido. Sin soltarla, deshizo una mano para apretar el delicioso trasero femenino.

Satisfecho, la oyó gemir—. ¿ Es cierto, piccola? ¿ Ningú n otro hombre salvo yo te ha tenido entre sus brazos? —Pegó los labios a su oí do—. ¿ Te ha hecho el amor?


Mariam negó con la cabeza. Sabí a que el sonrojo de su rostro debí a ser má s que evidente porque se notaba las mejillas acaloradas.

—Nunca ha habido nadie… má s.

La respuesta lo complació, y ella notó horrorizada como é l la aplastaba má s contra su esculpido pecho, acomodá ndola mejor entre sus musculosos muslos. La dureza que percibió bajo sus pantalones hizo que el pulso se le acelerara.

Cerró los ojos con fuerza cuando Vicenzo, negá ndose a despegar la mano que oprimí a una de sus nalgas, subió la que tení a posada en su cadera por la espalda, hasta el cierre del sujetador. En el momento que los há biles dedos de é l


desabrocharon la lencerí a, se quedó tiesa.

—Relá jate, dolcezza —dijo, besá ndole un hombro desnudo mientras retiraba el sosté n. Ella sin darle tiempo a que la viera completamente desnuda de cintura para arriba, se cubrió veloz los senos con los brazos. É l, controlá ndose, se prometió tener calma. Sus labios ascendieron hasta el cuello, acariciá ndolo con su humedad—. Esta vez las cosas será n diferentes. Lo disfrutará s má s.

Con cuidado para no asustarla, la separó solo lo justo para poder alejarle las manos del busto que tanto se morí a por ver y tener en su boca, y de repente, fue consciente del rostro compungido de la


joven, a punto de llorar.

Su semblante se endureció, igual que su mirada de color jade. Un mú sculo se movió en su mandí bula.

Con el crudo dolor del deseo insatisfecho, la apartó a un lado sin muchos miramientos. Recogió el vestido olvidado en el piso y se lo arrojó a la mesa.

—Ahora ví stete. Cuando decida acostarme contigo, ya te lo comunicaré

—dijo é l, sin emoció n en la voz, sin mirarla—. El vuelo sale a las siete de esta tarde, así que ten listo tu equipaje a las cinco.

El portazo que dejó tras de sí Vicenzo al abandonar la suite, tronó agresivo en sus oí dos.


Aú n convulsa, estrujó la tela de su vestido y lo llevó contra su pecho. Las lá grimas afloraron en sus ojos. Nada tení a sentido. Deseaba clamar contra el mundo entero por su injusticia. Por la injusticia que aquel hombre sin sentimientos estaba cometiendo con ella. Pero no lo harí a.

El precio a pagar era mucho má s alto de lo que creyó en un principio, pero habí a cumplido su promesa. Daniel estaba salvo. Y eso era lo ú nico que le importaba.

 

Capí tulo 5

 

Llevaba una semana viviendo en el gigantesco á tico que Riccardi tení a en Roma, y en el que al parecer, solí a vivir


la mayor parte del añ o, y a Mariam aú n le costaba lo indecible no extender las manos y robarle a Vicenzo de los brazos a su hijo cada vez que este, tras una jornada de trabajo, llegaba, y entre risas y juegos, saludaba a Daniel.

 

El sentimiento de animadversió n que sentí a por ese hombre no era producto de una madre posesiva, sino el de una madre asustada. Por las noches apenas era capaz de conciliar el sueñ o, porque en cuanto cerraba los ojos, sus peores temores se trasformaban en unas pesadillas que la consumí an y la llenaban de culpabilidad un poquito má s cada dí a.


Ademá s, tení a que admitir que aunque pasaba muchas horas en su empresa, Vicenzo se esforzaba por ser un buen padre. Y el pequeñ o parecí a adorarlo ya, tanto, como a ella.

 

Salvo esos momentos que solí an pasar los tres juntos y en donde ella se limitaba a ser mera espectadora, no habí an compartido absolutamente nada má s.

 

El italiano, por lo visto, habí a sido muy concienzudo a la hora de evitarla. Algo que deberí a celebrar, ya que, habí a pasado de ser una presumible amante a convertirse en una clara apestada. Pero contradictoriamente, lo que sentí a era una asfixiante opresió n en el pecho.


—¿ Qué tanto escribes siempre en el portá til? —preguntó Vicenzo de repente, sin apartar los ojos del pequeñ o que jugueteaba con un libro musical en su regazo, sobre una manta en el suelo.

Mariam, que ocupaba el sofá largo de la habitació n de Daniel, estaba descalza y con las piernas sobre este, tecleando en su ordenador.

 

—Es mi trabajo.

 

—Tengo entendido que trabajas en alguna web o revista digital. ¿ Eres periodista?

Sacudiendo la cabeza ella dijo:

—No. Ni siquiera puede ir a la Universidad porque… — Sus manos se


quedaron congeladas sobre el teclado y su mirada perdida en la pantalla. Dios, habí a estado a punto de confesarle cosas de su vida, como sus prolongadas estancias en un hospital, que eran mejor mantener en secreto si no querí a levantar demasiadas sospechas—. Por-porque no quise.

—Valente asegura que tus notas y artí culos son realmente buenos.

Ella alzó la vista, con una sonrisilla tí mida.

—Los mejores.

É l dejó asomar una mueca socarrona.

—Y luego dices que el arrogante y prepotente soy yo.

Minutos má s tarde, aturdida, Mariam creyó que iba a desmayarse de ternura


cuando de soslayo, pudo espiar a Vicenzo enseñ á ndole a Daniel algunas palabras en italiano.

¿ Có mo un hombre tan aparentemente frí o podí a cambiar tanto cuando estaba con su hijo? Debí a ser uno de esos expedientes X que encabezaban las listas de: los grandes misterios sin resolver del mundo.

El altavoz de su ordenador pitó y con el ceñ o fruncido vio que Ulises le escribí a un privado en su facebook personal. Lo abrió para leerlo.

 

Ulises Duarte: ¿ Qué talla de calzoncillos usa el extermina bragas? Mariam Salas: ¿ Qué? ¡ ¡ Y a mí qué me importa!! Ulises Duarte: Porque es un


buen comienzo para saber que esconde… debajo ¡ jajaja!

Mariam Salas: Bueno, en ese caso creo… hmm… Creo que lleva una…

Con disimulo, Mariam miró hacia Vicenzo, hacia la zona de sus muslos… de su entrepierna. Para su desdicha, é l alzó la vista y la pilló infraganti. Una sonrisa divertida apareció en sus labios, y ella, totalmente ruborizada, agachó la cabeza. ¡ Con qué cara iba a mirarlo a los ojos!

 

Mariam Salas: ¡ Maldito seas Uli! ¡ Juro que te mataré cuando te vea!

¡ Juro que aprenderé solo y exclusivamente a conducir para


pasarte un coche por encima!

Ulises Duarte: ¿ Te han pillado?

¡ JAJAJAJAJA!

Vicenzo Riccardi era un maestro del disfraz, y eso le permití a disfrutar muchas veces y a su antojo, de la joven que tení a delante, tecleando en su portá til, completamente sonrosada.

 

A diferencia de todas las mujeres que pasaban por su vida, nunca se vestí a para impresionarlo. Lo decí a el pantaló n bajo de pijama color rosa que llevaba o la camiseta blanca y… ceñ ida.

 

Sofocó un gruñ ido cuando sus ojos se detuvieron unos instantes en las


redondeadas curvas de sus senos.

¿ Có mo los sentirí a bajo sus manos y boca? Estaba convencido que condenadamente deliciosos.

 

Cuando su miembro le recordó que estaba pisando arenas movedizas con aquellos peligrosos pensamientos, decidió subir la mirada má s arriba.

Mariam lleva el cabello castañ o enroscado en la cabeza y sus grandes ojos marrones se iluminaban contra su pá lido cutis…

 

Entonces Mariam se estiró y sus pechos se marcaron má s contra la tela delgada de la camisa. Vicenzo fijó de nuevo la vista en el busto femenino.


Oh, lo que tení a esa pequeñ a bajo la camisa no podí a ser obra y milagro de un sujetador de relleno. Solo una semana atrá s habí a estado a un soplo de corroborarlo, de tenerla donde la querí a… ¡ Maldita sea!

 

Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de su ensoñ ació n. Se levantó del piso con Daniel en los brazos y se lo llevó a Mariam, que se habí a incorporado tambié n del sofá. Su má gico y tranquilo momento en familia parecí a concluir por ese dí a.

 

¡ Maldició n! Eran las ocho de la noche y no esperaba a nadie.

 

Casi ladró a su ama de llaves cuando


con discreció n asomó la cabeza.

—Beatrice, ¿ qué sucede? Creo que fui bastante claro y preciso al decir que no querí a interrupciones de ningú n tipo.

Signore Riccardi, se trata de vuestra…

—¿ Desde cuá ndo tengo que ser anunciada en la casa de mi querido sobrino? —Una mujer de edad madura pero que se conservaba sorprendentemente bien, entró en el dormitorio.

—Zia Iné s —murmuró Vicenzo, rí gido. La aludida caminó sonriente hasta é l y lo estrechó entre sus brazos con amor de madre.

—Hola, cariñ o mí o.

Cuando se separó de Vicenzo, reparó en


una bonita joven que sujetaba posesiva a un pequeñ o que le recordaba muchí simo a su sobrino a esa temprana edad.

—¿ Y está bonita ragazza, Enzo?

El italiano parecí a ponerse má s tenso por momentos. Su tono igualmente seco:

—Ella es Mariam. Y es… la madre mi hijo, Zia.

Iné s, sin perder su esplé ndida sonrisa, se acercó a la joven y la besó. Al separarse la tomó del mentó n con gesto amable y declaró con sinceridad:

—Ah, creo que Valente no exageraba nada en su halagadora descripció n, porque eres cautivadora, querida. —Sus amorosos ojos verdosos cayeron en el hermoso niñ o que se aferraba al cuello de su madre—. Y tu chiquití n, debes ser


el pequeñ o Daniele…

—Daniel, se llama Daniel —rectificó Mariam. Dá ndose cuenta de que quizá s pudo sonar molesta, se apuró en decir, avergonzada—: Lo… lo siento, no fue mi intenció n importunarla, signiora.

Los rientes ojos verdes de la elegante dama la tranquilizaron.

—Llá mame tí a Iné s. Y no te preocupes tesoro, Enzo me ha dicho que probablemente estarí as irascible, que fuera paciente contigo como é l lo está siendo. Estas bajo mucha presió n y echas de menos tu casa, tu tierra de origen… es normal que tengas los nervios destrozados.

Mariam apretó los labios en una tensa lí nea de irritació n.


¿ Qué estaba irascible? ¿ Con los nervios destrozados? ¡ Maldito canalla! ¡ Pues puede que é sta loca intente asfixiarlo por calumniador esta noche con la almohada!

—Me encuentro perfectamente, signiora

—respondió, fulminando con la mirada al bastardo que, al parecer, disfrutaba ponié ndola de perturbada para arriba—. Si no lo estuviera, ¿ có mo podrí a soportar a su engreí do sobrino?



  

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