Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 6 страница



Como en esa ocasió n.

—Qué me dices, Mariam, ¿ me acompañ as esta noche a cenar y luego a tomar algo?

Ella, que en el suelo luchaba por trasplantar una planta a un tiesto má s grande, alzó la cabeza y le dirigió una


sonrisa de disculpa.

—No creo que sea buena idea.

—¿ Por qué no? ¿ Por mi hermano? Negó con la cabeza, volviendo a su tarea de jardinerí a.

—Se trata de Daniel. La semana pasada estuvo muy enfermo y no me gustarí a separarme de é l.

—Solo será n unas pocas horas, Mariam

—le garantizó é l. Apoyó la barbilla en la cabecita de su sobrino—. Ademá s, a Zia Iné s la haremos dichosamente feliz si este hombrecito pasa má s tiempo como ella.

—No estoy segura. No quiero abusar. Dani es responsabilidad mí a… y de Vicenzo, claro.

—Es jueves por la tarde, eres joven y


apenas sales. ¿ Qué tiene de malo que te diviertas un poquito en su ausencia? El vejestorio de mi hermano no estará de vuelta hasta el sá bado.

Los ojos de ella se dilataron al momento. Se mordió con fuerza el labio para no reí rse.

¡ Vicenzo un vejestorio!

Un sonido procedente del interior del apartamento los interrumpió y Mariam reconoció enseguida la melodí a de su mó vil.

—Es mi telé fono —dijo ponié ndose en pie. Se quitó los guantes de trabajo y se sacudió con las manos los petos vaqueros que llevaba—. Regreso enseguida.

Una vez dentro localizó el aparato


olvidado en el silló n y se lo dirigió a la oreja.

—Sí …

—Hola querida.

—¿ Quié n eres? —quiso saber, arrugando el entrecejo.

—Gia Carusso. ¿ Acaso no me reconoces?

Mariam inspiró profundamente. No iba a perder los nervios.

—¿ Y có mo ha conseguido mi nú mero?

—Ah, eso —dijo, con una risita tonta—. Supongo que lo debí ver ayer por la mañ ana sin querer cuando Vicenzo salió apresurado y se lo dejó olvidado en nuestra suite despué s de una intensa y apasionada noche.

Tras oí r aquella revelació n a Mariam se


le aflojaron las rodillas. Tuvo que aferrarse a uno de los muebles para mantenerse erguida. Parpadeó. ¿ Estaba llorando?

—¿ Mariam, querida, continuas ahí?

—Vicenzo está en Nueva York… La risa de Gia se intensificó.

—Te equivocas querida, lo estaba. Al igual que yo. Regresamos juntos a Italia este mañ ana… —Fingiendo sorpresa, apostilló, con maldad—: ¿ No me digas qué aú n no se ha dignado a aparecer por casa? Que desconsiderado de su parte, teniendo en cuenta que deberí a tenerte cierta estima. Al fin y al cabo, eres el medio que le ha permitido tener un heredero sin renunciar a su licenciosa solterí a.


Mariam sintió ná useas. El cuerpo le tiritaba y algo parecí a habé rsele hecho añ icos por dentro. ¿ Su corazó n?

Apretó los ojos con fuerza y tomó aire a raudales para poder soportar lo que Gia le contaba:

—La cosa es que yo estoy igual de decepcionada y furiosa con Vicenzo como lo está s tú en estos momentos…

—No hable por las dos. —Le escupió Mariam, reaccionando. Aunque el denso dolor persistí a, reflejá ndose en sus ojos, en la lí nea apretada de sus labios y en la rigidez de su cuerpo—. Vicenzo puede hacer con su vida lo que se le pegue la real gana. A mí no me afecta mientras cumpla como padre de mi hijo.

—¿ Entonces no te importa que en estos


momentos esté en los brazos de otra mujer?

La joven se estremeció. Se echó hacia atrá s como si lo hubieran abofeteado.

—¿ Con… con otra mujer?

—Imagí nate mi sorpresa cuando despué s de aterrizar esta mañ ana en Roma y asegurarme que no podrí a acompañ arme personalmente a casa porque irí a directamente a las empresas Riccardi, lo vi en muy buena compañ í a. Le pedí a mi chofer que los siguiera, ¿ y a qué no sabes? Condujeron hasta las afueras de la ciudad y entraron muy acaramelados a una mansió n que serí a el sueñ o de toda persona… Un momento. —Hubo una pausa. Gia parecí a estar buscando algo en su mó vil—. Y como pensé que tal vez


no me creerí as, me tomé la licencia de facilitarte alguna prueba. En estos momentos te estoy enviando una foto. Tragó saliva para deshacerse del nudo que tení a en la garganta cuando con pulso inestable abrió el archivo recibido. Vicenzo le sonreí a a una morena bellí sima que se aferraba a su brazo mientras entraban en alguna propiedad privada.

—Es guapa y atractiva —insistí a Gia, con el solo objetivo de herirla—.

Evidentemente no tanto como yo, pero a Vicenzo este detallito le es indiferente, ya que no suele conformarse con una ú nica amante…

Harta de escuchar el perverso regocijó de la Stacy Malibú le colgó. Preferí a ser


maleducada que seguir escuchando la lengua ponzoñ osa de aquella ví bora. Volvió de forma masoquista a contemplar la foto. Mientras má s contemplaba la imagen má s podí a sentir Mariam có mo lá grimas ardientes le abrasaban la piel.

Vicenzo tení a amantes. Unas amantes que al parecer le importaban má s que Daniel… que ella. Porque era con ellas con las que viajaba o las primeras a las que veí a tras varios dí as fuera.

El dolor empezaba a ir dando paso a la má s cruda decepció n y a la má s profunda rabia.

Arrojó el celular al sofá.

¡ La barbie con complejo de teleoperadora y el cabró n con


complejo de conejo en celo podrí an irse juntos al diablo! ¡ Cagna maledetta trascinato y Figlio di… ¡ Ah!

Tení a que tranquilizarse. Eliminando con dedos temblorosos cualquier rastro de llanto en su rostro, respiró hondamente.

Deseaba poder desterrar el dolor que sentí a en esos momentos de su corazó n. Anhelaba erradicar para siempre la ira que le evidenciaba con la má s amarga de las realidades lo que ya no podí a seguir negando: querí a a Vicenzo Riccardi… y estaba celosa.

¿ Pero acaso eso importaba?

Ella no podí a permitir que ese engreí do italiano se convirtiera en el eje central de su universo, de su vida. Porque si lo


hací a, estaba sencillamente perdida. Así que ya era hora de que le sacara al mal tiempo buena cara.

Cerró los parpados y tomó una larga bocanada de aire. A continuació n enderezó los hombros y salió de vuelta a la terraza.

Valente seguí a sentado con Daniel en su regazo.

—Valente …

—¿ Ocurre algo?

Sentá ndose a su lado y mientras le acariciaba la cabecita a su hijo, Mariam no pudo evitar preguntarse si lo que iba hacer solo era fruto del despecho.

Oh, sí, sí que lo era probablemente.

¡ Pero bienvenido sea su maldito resentimiento!


Le dirigió su sonrisa má s radiante.

—No, no ocurre nada de lo que preocuparse. Solo querí a saber si sigue en pie tu invitació n de esta noche.

É l hombre ladeó la cabeza, como si creyese no haber escuchado bien.

Finalmente le sonrió.

—Por supuesto que sí, hermosa. Esforzá ndose en sonar entusiasmada, Mariam preguntó:

—Entonces, ¿ a qué hora me recogerá s?

 

Horas má s tarde, en uno de los clubes má s de moda de Roma y en uno de los reservados de la zona VIP, Miriam se llevaba un vaso a la boca y bebí a su contenido. El lí quido de color marró n le cosquilleó la garganta y le escoció la


nariz. Haciendo una mueca desazonada dejó su bebida de nuevo en la redondeada y diminuta mesa y miró a su acompañ ante de esa noche.

—Tu hermano es un canalla que no tiene corazó n —hablaba como si realmente estuviera algo ebria—. Có mo se atreve a besarme, ¡ a intentar meterme en su cama! cuando tiene amantes por ahí sueltas en…en…a saber dó nde. ¡ Pero las tiene!

 

Valente la escuchaba, divertido.

—Así que Enzo ha intentado seducirte.

—Seducirme serí a pedirle demasiado

—dijo, apoyando los

 

codos en la superficie de cristal y la cabeza en sus manos, desganada—.


Como caverní cola que es, cree que yo soy de su propiedad y que lo voy a estar esperando con los brazos abiertos…

 

—Será con las piernas abiertas. —Se oyó una voz a travé s del mó vil que descansaba sobre la mesa.

Ulises se habí a unido ví a distancia y gracias a las actuales tecnologí as a esa especie de salida nocturna que má s que fiesta, parecí a una sesió n psicoanalista.

—Sí, esas tambié n —reafirmó graciosamente haciendo un mohí n—. Decí a, que como Hakuna Matata que es, se piensa que puede venir a mí, a desparasitarse despué s de revolcarse como cochino en el cochinero con sus amiguitas.


Una carcajada tronó desde el celular y Valente amplió su hermosa sonrisa. Le agarró las manos a la joven.

—¿ Por eso has aceptado hoy mi invitació n para salir a tomar algo? ¿ Por qué crees que Enzo está en estos momentos con otras?

—No me importa lo que haga o deje de hacer el Hakuna Matata —aseguró, pero el fulgor de sus ojos evidenciaba que mentí a. Estaba molesta—. No es la ú ltima Coca-Cola en el desierto, sabes, y si lo fuera, ¡ preferirí a morirme de sed!

—¡ Eso se lo enseñ é yo! —Siguió rié ndose Ulises sin parar.

Valente echó un vistazo a las dos ú nicas bebidas que se habí a tomado Mariam esa noche.


—¿ Có mo te puedes emborrachar con un margarita apenas sin alcohol y con una simple Coca-Cola? Comienzo a entender como mi hermano terminó engatusá ndote y embarazá ndote.

—Yo jamá s hubiese cometido el error de Jud y acabar retozando en el sofá de un Hotel con alguien tan presuntuoso como el signiore Vicenzo Riccardi.

—Muñ eca… —Ulises habí a perdido el humor de repente.

Valente miró corté s e inquisitivamente el rostro de la joven. La declaració n que acaba de pronunciar y el tono lleno de disimulada advertencia del españ ol a su amiga no le pasaron inadvertidos.

 

Capí tulo 11


—¿ Y cuá ndo ponen en ese antro de mala muerte la canció n del Tiburó n? —Se burló Ulises, ansioso por cambiar de tema, por lo visto.

 

Valente que continuaba como el mejor de los sabuesos estudiando la expresió n de Mariam en silencio, enarcó una ceja oscura.

Ella le explicó:

—Daniel ama esa canció n y se vuelve loco por el ví deo. Sale alguien disfrazado de tiburó n y mujeres escasas de ropa bailando y… —La voz de la joven vaciló. Clavó los ojos en el hermano de Vicenzo y palideció —. ¡ Oh, Dios mí o!

Incliná ndose hacia delante Valente


cubrió la mano que Mariam tení a apoyada en la mesa con una de las suyas.

—¿ Sucede algo? ¿ Te encuentras bien?

—Se trata de tu sobrino —confesó, haciendo un gracioso puchero—. ¡ Ha salido como su padre! Tan pequeñ o y tan aficionado ya a ver a las tatas en tanga. ¡ Esto es culpa de los genes corrompidos y depravados del Neandertal de tu hermano!

En el telé fono se oyeron nuevamente las carcajadas de Ulises.

—Lo está poniendo fino esta noche, ¿ no crees?

—Eso parece.

—Valente Riccardi —exclamó una masculina voz a sus espaldas. Un


hombre rubio y de ojos azules, aproximadamente de su edad, apareció ante ellos—. El brillante y codiciado estudiante de Oxford. —Le extendió una mano—. ¿ Cuá nto tiempo ha pasado desde la ú ltima vez que nos vimos?

—Unos diez añ os —contestó, aceptando el apretó n de manos. Valente ni siquiera se molestaba en ocultar la profunda animadversió n que el recié n llegado provocaba en é l—. Bruce Reynald…

¿ Qué trae por Italia a un aterido inglé s como a ti?

—Negocios. —El britá nico miró apreciativamente a Mariam—. ¿ No me vas a presentar a tu cita de esta noche, amigo?

—Mariam te presento a Bruce —dijo


con desgana—. Es un viejo compañ ero de Universidad.

—Un placer saludarte Bruce —Se levantó de su asiento para darle un beso en la mejilla. Algo que no gustó para nada a Valente.

El inglé s encantadí simo le ofreció a la joven una amplia y perezosa sonrisa.

—El placer es realmente mí o.

En el instante que Mariam se distrajo solo unos segundos para despedir al chismoso de Ulises, que habí a permanecido en absoluto silencio para enterarse de todo, Bruce Reynald, en un tono bajo, preguntó a Valente:

—¿ Está s saliendo con ella?

Antes de responder dio un largo trago a su bebida alcohó lica.


—No, pero conocié ndote te aconsejo que te mantengas bien lejos de ella si no quieres que Vicenzo te parta todos los huesos.

—¿ Es el nuevo juguete de tu hermano?

—No exactamente… —De improvisto, reconoció a alguien entre la multitud del Club. Alzó un lado de la comisura de sus labios, mostrando una media sonrisa

—. Tengo que saludar a alguien. Bruce,

¿ te importarí a acompañ ar a Mariam unos minutos?

La sonrisa del inglé s fue sagaz.

—Por supuesto que no. Será un auté ntico placer.

 

 


Haciendo una sufrida mueca, Vicenzo Riccardi habí a tenido que parpadear en repetidas ocasiones para aclimatar la visió n al ambiente abarrotado y de juerga del local nocturno.

Pero no se marcharí a de aquel sitio hasta localizar y llevarse consigo lo que habí a ido a buscar.

Apretó el mentó n y los puñ os cuando al fin lo encontró. Sus ojos verdes chispeaban de ira mientras, abrié ndose paso entre la multitud, avanzaba hacia una de las zonas VIP. Por dentro se sentí a como una bomba a punto de estallar.

—Se acabó la fiesta, Mariam. —Casi rugió, al tiempo que levantaba a la joven, enmudecida por la sorpresa, de


su asiento. La atrajo contra su cuerpo, posesivo—. En estos momentos te vienes conmigo…

—Eh, amigo —exclamó Bruce ponié ndose tambié n en pie—, qué coñ o te crees que está s haciendo. Ella estaba conmigo.

La expresió n de Vicenzo se tornó mucho má s grave, pero por encima de todo, mucho má s peligrosa y violenta.

—Tú lo has dicho; estaba. Así que si eres inteligente y no quieres que cambie má gicamente tu camisa clara a un doloroso color rojo, será mejor que te busques a otra con la que frotarte y pasar la borrachera, no con mi mujer,

¿ capisci?

Bruce Reynald, con la valentí a que le


brindaba el alcohol que corrí a por sus venas esa noche, dio un paso hacia delante, pero cuando la mirada del magnate italiano resplandeció con algo má s temible, se limitó a maldecir por la bajo y a retirarse hecho una furia.

Rá pidamente sintió como Mariam se sacudí a de sus brazos. Su intervalo de inicial conmoció n se habí a trasformado ahora en un arranque de furor.

—Tu… tu mujer. ¿ De qué diantres está s hablando? ¡ Yo no estoy contigo! ¡ Ni con nadie! Soy una mujer soltera, libre, y… É l le aferró mejor las muñ ecas para inmovilizarla. —¡ Y ademá s tienes un hijo conmigo! ¿ Has olvidado a Daniel? Por divertirte con un malnacido, que apuesto lo que quieras viendo esa cara


de imbé cil que tení a cuando te miraba las tetas, que lo menos que le interesaba de ti esta noche era saber si tení as o no actitudes en la pista de baile.

—Có mo te atreves… —le espetó ella, dolida por las acusaciones.

Los dedos de é l se clavaron mucho má s en la piel de la joven.

—¡ No, có mo te atreves tú a dejar a nuestro hijo solo para tener una cita con un hombre!

—¡ Daniel no está solo! —le gritó, con desesperació n—. ¡ Está con Iné s! ¡ No soy tan irresponsable!

Arrojá ndola fuera de sus brazos y con la ira aú n modulando cada uno de sus rasgos, Vicenzo le escupió:

—Pues para no ser una irresponsable no


solo te acostaste conmigo a los cinco minutos de conocernos, sino que tambié n ademá s te quedaste embarazada.

Mariam, haciendo acopio de las pocas energí as que le quedaban, le cruzó la cara con una bofetada tan violenta, que se lastimó la mano. Le palpitaba de dolor, pero no se asemejaba en lo má s mí nimo al dolor que invadí a su corazó n.

—Eres un miserable. Un canalla arrogante que ni siquiera merece que pierda ni un segundo de mi tiempo insultá ndote — murmuró, reprimiendo con rabia las lá grimas y alejá ndose lo má s deprisa que sus tré mulas piernas le permitieron.

En el preciso instante que Vicenzo maldijo y fue tras ella, una mano fuerte y


decidida en su hombro lo detuvo.

—No, dé jala —le aconsejó Valente—. Está herida y furiosa, y en estos momentos no querrá ni verte y mucho menos seguir discutiendo contigo. Yo la acompañ aré a casa.

—No.

Los ojos de aquel verde inusual tan parecidos a los suyos se posaron en é l, sentenciosos.

—Deja a un lado tus estú pidos celos, Enzo. ¿ Me crees tan cabró n có mo para meterme con la ú nica mujer que te ha removido algo por dentro?

—Esa muchachita no tiene ningú n poder sobre mí. — Apretaba la mandí bula con tanta fuerza que temió que se le desencajara.


—Si tú lo dices —dijo Valente, encogié ndose de hombros—, engá ñ ate a ti mismo si quieres, hermano.

Vicenzo apretó los puñ os mientras veí a como Valente corrí a tras Mariam. Sintió ganas de poder aullar de frustració n, pero no sucumbió a ese deseo y en su lugar caminó hasta la puerta de salida, jurá ndose así mismo que no le importaba si habí a herido o no los sentimientos de la madre de su hijo.

Pero la ú nica verdad era que si que le importaba.

 

Capí tulo 12

 

Hací a algo má s de media hora que Mariam habí a llegado a casa. Despué s de pasarse por el cuarto de Daniel y ver


horrorizada que no estaba en su cunita, habí a vuelto a respirar de tranquilidad cuando comprobó que el pequeñ o dormí a con Iné s Delmauro en una de las habitaciones de invitados del apartamento. Estaban tan adorables y dormidos, que no quiso despertarlos.

 

Ahora, y despué s de darse una ducha y puesto una camiseta de gruesos tirantes y un cortí simo short, ambos de color blanco, acomodaba con demasiada energí a y rabia las almohadas en su cama.

 

Imaginaba que era a Vicenzo a quié n zurraba. ¡ Maldito celó pata! ¿ Có mo se habí a atrevido a tratarla así? ¡ Como si


fuera una madre inconsciente! ¡ Como si fuera de su completa y absoluta propiedad!

La puerta de su dormitorio se abrió de repente, con brusquedad. Ella gimió sobresaltada.

—No quiero hablar contigo, Vi… Anonadada, vio como Vicenzo la tomaba de una muñ eca. Casi arrastras la llevó por el pasillo hasta su habitació n.

—Te aseguro que sí que hablaras conmigo, pequeñ a obstinada.

El ú nico motivo por el cual no gritó, fue para no alterar el descanso de Daniel ni el de Iné s. Si ellos no estuvieran cerca, no solo le hubiese gritado como una energú mena, sino que ademá s tambié n, estarí a afilando sus uñ as en la piel


bronceada del italiano. En cuanto atravesaron el umbral, Vicenzo, liberá ndola, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Sus hermosos ojos verdosos la recorrieron audazmente de arriba abajo, y fue entonces cuando ella recordó lo escasamente vestida que estaba.

Tuvo que luchar para mantenerse erguida, enfrentá ndolo, y no correr hasta la enorme cama, arrancar las sá banas y cubrirse con ellas.

A pesar de que el dormitorio de Vicenzo era bastante espacioso, Mariam se sentí a agobiada, atrapada. La habitació n parecí a que se la quisiera tragar… del mismo modo que parecí a queré rsela engullir el italiano que con sus brillantes


ojos asechaba cada uno de sus movimientos.

Hundié ndose las uñ as en las palmas de sus manos, en un intento de restar hierro al asunto, comentó:

—Tienes una recá mara muy bonita, pero si está s pensando en innovar y en darle una nueva imagen a su aspecto regio y clasicó n, creo que no soy la persona má s cualificada para asesorarte.

—No te he traí do…

—Arrastrado —lo corrigió ella—. Arrastrado serí a la palabra má s acorde para definir tu actitud Neandertal.

—¡ Me dan igual los modos empleados!

—le espetó, hacié ndola dar un respingo

—. ¡ No te he traí do hasta aquí para que me aconsejes sobre que tono irí a mejor


o peor en las paredes!

—Ah, ¿ no? ¿ Entonces para qué? — interrogó, en guardia, observando como é l se apartaba al fin de la puerta y atravesaba la estancia.

Apoyado contra la có moda del cuarto y mientras se quitaba el reloj, dejó resbalar su mirada insolente por la figura de Mariam. Aquella obscena inspecció n la hizo enrojecer mucho má s.

—Dí melo tú.

—La bola de cristal la tengo en el bolso, pero si me dejas salir, podré ir a buscarla. —“Y no volver. ¡ Ja! ”

Los ojos verdosos del italiano repasaron las curvas de su cuerpo.

—No necesitas una bola de cristal para lo que quiero hacer contigo, pequeñ a


bruja.

Ella se sintió mareada.

—Y… qué es eso que quieres hacer conmigo, ¿ ha… hablar? —Con el pulso disparado, miró hacia la puerta, preguntá ndose si podrí a llegar hasta ella y salir antes de que Vicenzo la atrapara.

—Yo que tu ni lo intentarí a, te lo advierto.

¡ ¿ Qué?! ¿ Es qué aparte de ser carcelero de dormitorios era tambié n clarividente?

Cuando é l comenzó a quitarse la chaqueta de su traje, la corbata y sacó de sus pantalones la camisa de vestir, inconscientemente, Mariam retrocedió hasta chocar la espalda con la pared. Contuvo el aliento.


¡ Odiosa pared!

—Me vas a contar a qué demonios se debe ese repentino cambio de actitud conmigo —continuó é l. Lanzó un juramento—. ¡ Creí que podí amos intentarlo! ¡ El tener algo tú y yo!

—¡ Pues te equivocaste! ¡ Y tú y yo no tenemos nada má s que discutir! — Envalentonada y con el pulso tan agitado como lo tení a, pensó que el corazó n se le iba a salir del pecho.

¿ Có mo se atreví a a gritarle que querí a intentar tener algo con ella cuando iba acostá ndose por ahí con cada falda que se topara?

Vicenzo Riccardi sú bitamente se quedó como clavado en su sitio, en silencio, escrutá ndola con una mirada severa que


le poní a los nervios de punta.

Y en un tono inquietantemente tranquilo, comentó:

—Hay tres cosas que no soporto en esta vida. ¿ Y sabes cuá les son, cara?

La joven tragó saliva.

—¿ El frí o, el sentido del humor y Gran Hermano? É l la miró y contestó:

—Odio que me hagan perder el tiempo, las excusas paté ticas y sobretodo, odio que me mientan.

Mariam palideció. Sentí a como si alguien la hubiese agarrado del cuello con fuerza y le impidiera respirar.

—E-existen mentiras piadosas, y… Interrumpié ndose, ahogó una exclamació n cuando vio como Vicenzo, ignorá ndola, retomaba su tarea de


desvestirse. Se aflojaba el cinturó n y desabrochaba los pantalones.

—¿ Qu-qué está s haciendo?

—Desnudá ndome para meterme en la ducha antes de irme a la cama —dijo como si tal cosa, despojá ndose de la camisa, zapatos y calcetines.

—Pe-pero yo sigo aquí.

—No me molestas, al contrario, me gusta verte ruborizada.

Mariam pensó que se desmayarí a cuando se deshizo tambié n del pantaló n y se quedó en bó xer negros. Su altura, su tamañ o, su magní fica musculatura, su piel bronceada… absolutamente todo de é l quitaba el aliento. Vicenzo Riccardi era como la reencarnació n de un á ngel caí do que habí a sido expulsado a la


tierra para tentar a los incautos mortales. Su belleza y potente aura sexual subyugaba e invitaba a pecar con é l. En sus brazos.

—Hasta que te conocí —siguió é l, sonriente—, llegué a pensar que el sonrojo en las mujeres debí a ser algú n tipo de leyenda urbana.

Y cuando por ú ltimo lo observó despojarse de la ú nica prenda que lo cubrí a ya, entonces ahí sí, creyó firmemente que morirí a fulminada de un ataque cardiaco.

—¡ Por Dios Santo! —Se apuró a voltearse, dá ndole la espalda, así no caerí a en la tentació n de continuar mirá ndolo, alelada—. ¿ Es qué no conoces el pudor?


—Bonita visió n —alabó é l.

Cuando Mariam notó la mano descarada de Vicenzo acariciá ndole una nalga, dio un brinco y supo de inmediato a que parte de su cuerpo iba dirigido el halago.

Disfrutando de su comportamiento puritano, el italiano se retiró finalmente al bañ o, rié ndose. A ella le rechinaron los dientes.

¡ Maldito hombre de las cavernas!

¿ Có mo podí a gustarle tanto? ¿ Por qué su irracional corazó n latí a por é l y su cuerpo traidor reaccionaba ante su cercaní a? ¡ Dios, incluso en esos momentos fantaseaba con la idea de que la tumbara en la cama y la poseyera!

Cuando el sonido de la ducha al caer


llegó hasta sus oí dos, sin perder má s un segundo corrió hasta la puerta. ¡ No, no y no! Agitaba estú pidamente el pomo como si eso fuera hacer que se abriera fá cilmente.

Lo intentó varias veces má s pero cuando al final comprendió que no podrí a escapar, cansada, se sentó en el suelo, con la espalda descansando contra la puerta. Dobló las rodillas y abrazá ndoselas, descanso la cabeza en ellas. Cerró los ojos.

—Mariam…

Probablemente se habí a quedado dormida unos minutos porque cuando escuchó su nombre, descubrió entre la luz amortiguada de la habitació n a Vicenzo echado en la cama, con el



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.