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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 7 страница




cabello aú n algo mojado y observá ndola. Las sá banas lo cubrí an de cintura para abajo así que no podí a adivinar si dormí a desnudo o no.

—¿ Qu-qué? —balbució, somnolienta.

—¿ A qué está s esperando?

—Mmm… no entiendo.

—Ven aquí y acué state conmigo —la apremió, con un movimiento de cabeza. Ella se pasó las manos por la cara, intentando despejarse. Debí a estar soñ ando.

—Debes estar bromeando.

El sacudió la cabeza muy despacio.

—Para nada. Ya te dije que no saldrá s de este dormitorio hasta que me confieses que es eso que te tiene tan enfurruñ ada y en plena pataleta infantil


conmigo desde hace semanas. Desde el dí a que visitamos por primera vez a Callisto. Y como conocié ndote sé que esto irá para largo, lo mejor será que nos pongamos… có modos.

La joven rió con incredulidad.

—No puedes estar hablando en serio.

—La cama es muy grande, lo suficientemente grande como para los dos.

—¡ Me importa bien poco si la cama es enorme o pequeñ a! —Vio como é l ante esas palabras, malpensado, esbozaba una sonrisa. ¡ Bastardo! —. ¡ Preferirí a dormir en el suelo a pasar la noche compartiendo el mismo espacio que el tuyo!

Questo bene, si es ese tu deseo…


—¡ Sí, lo es!

Un sepulcral silencio los envolvió. El mú sculo del mentó n de Vicenzo pareció contraerse. Luego, se estiró mejor en la cama y con eje sombrí o, dijo:

—Espero fierecilla que el duro piso sea de tu total agrado. Buona notte.

 

Capí tulo 13

 

Vicenzo observó en la penumbra de la habitació n la pequeñ a figura de Mariam acurrucada en el suelo.

Cuando fue a buscarla a su dormitorio aú n hecho una furia y la vio con aquella camiseta ceñ ida y el culotte, su enfado se extinguió y su deseo por ella se avivó. Un deseo que quemaba como una maldita llama del infierno.


Ahogó un jadeo al recordar có mo mientras discutí an, é l solo podí a pensar en las miles de formas en las que le gustarí a poseerla. Lo excitaba al má ximo que lo desafiara. Pensar que bajo aquel rubor y apocamiento se escondí a una mujer apasionada que lograrí a como ninguna otra prender fuego entre sus sá banas.

La incomodidad que sintió de nuevo en su miembro le dio un toque de atenció n. En la ducha habí a tenido que encontrar su propio alivio imaginá ndose que era Mariam quien lo hací a por é l…

¡ Mierda! Tení a que desterrar aquellos libidinosos pensamientos de su mente o terminarí a levantá ndose de la cama y saciarí a su apetito sexual por ella sobre


el mismo suelo, como un verdadero animal.

La respiració n sosegada y relajada de Vicenzo la hizo ponerse en marcha. Lo habí a visto guardar la llave de la puerta bajo su almohada, así que su misió n suicida de esa madrugada consistí a en hurtá rsela sin alterar su sueñ o.

En tanto se acomodó de rodillas sobre la cama, Mariam centró toda su atenció n en el esplé ndido espé cimen de masculinidad que aparentemente dormí a como recié n nacido.

No pudo evitar sonreí r. Vicenzo Riccardi se veí a tan adorable cuando tení a los ojos cerrados y no gruñ í a.

La muchacha se permitió observarlo a consciencia. Los ú nicos sueñ os


agradables que la asediaban ú ltimamente por las noches eran aquellos febriles donde ese hombre le hací a el amor.

Sin poder refrenarse e impulsivamente, sus dedos repasaron los atractivos y agresivos rasgos del rostro varonil.

Antes de que pudiera saber lo que le estaba pasando, el deseo se apoderó de ella.

Perdiendo la concentració n y, cabreada consigo misma, intentó levantarse. No pudo ir muy lejos porque unas fuertes y posesivas manos las retuvieron donde estaba.

La joven, sintié ndose cazada tembló. Vicenzo abrió un ojo y con burla preguntó:


—¿ Has cambiado de parecer y has decidido ser una niñ a buena o acaso debo darle las gracias al frí o y duro piso? Porque al parecer, ahora ya no te importe tanto compartir mi mismo espacio.

—Yo… yo solo intentaba ro-robarte la llave. —La sangre arremolinaba en sus mejillas.

É l la tumbó má s sobre su cuerpo. Percibió al instante el enloquecido palpitar del corazó n de Mariam y esbozó una sonrisa.

—Bueno, al menos eres sincera. Y supongo que por tu encantadora sinceridad te mereces alguna compensació n.

Presa de una sú bita inspiració n, ella


sugirió:

—¿ Có mo por ejemplo dejarme salir de la habitació n para que puedas dormir aquí tu solito tu resaca y yo la mí a en otro lugar? Un lugar lejos, muuuy lejos de este dormitorio.

É l estalló en una carcajada.

—No, nada de eso pequeñ a ingeniosa. Yo me referí a a una compensació n como esta.

Agarrá ndola por la coleta, la empujó con amabilidad hasta que sus labios suaves como el pé talo encontraron los de é l. La boca de Mariam se entreabrió en secreta señ al y Vicenzo introdujo la lengua en su dulce sabor. Algo se prendió dentro del italiano y la apretó má s contra su torso. Pero aú n no era


suficiente. Necesitaba mucho má s. Separá ndose de ella la colocó a ahorcajadas sobre sus muslos e instá ndola, la ayudó a sacarse la camisa por la cabeza. Con las mejillas teñ idas de un cautivador rojo é l contempló hambriento su desnudez de cintura para arriba.

—Eres hermosa, cariñ o. Realmente preciosa —dijo é l, con voz ronca, acariciá ndole los pechos y pellizcando y tirando con erotismo de sus pezones tiesos.

Algo caliente y prohibido se movió en el vientre de Mariam, ponié ndola aú n má s tensa, cuando el miembro duro como una roca que percibí a entre sus muslos no hací a má s que recordarle lo mucho que


ansiaba sentirlo dentro de ella.

Por un fugaz momento dudó, y tal vez Vicenzo percibiendo su vacilació n, le devoró nuevamente la boca sin dejar de explorar con sus enormes manos cada rincó n de su cuerpo. Inmediatamente su mente y su cuerpo se confabulaban para conspirar en su contra, y pronto ya no pudo luchar. Vencida, echó los brazos al cuello de Vicenzo y permitió que este rodara sobre su cuerpo y la colocara ahora a ella debajo de su peso.

Besando, lamiendo y mordisqueando sus senos, los largos dedos de é l se colaron bajo el culotte de la joven y los desplazó a modo de rá pida inspecció n por el portal que má s deseaba disfrutar. Un sonido gutural salió de su garganta al


notar la prueba de su excitació n.

—Está s deliciosamente hú meda, pequeñ a.

Ella lo aferró gimiendo por el cabello y oprimiendo má s el rostro contra sus pechos, alzó las caderas.

Vicenzo rió, encantado.

—¿ Quieres que continú e?

—Es… esto no está bien. No… no deberí amos… —Se mordí a el labio para no gemir.

Ella aú n seguí a teniendo barreras, dudas. Rí gido y con la mandí bula apretada, Vicenzo continuó hacié ndole el amor con las manos y boca. Los gemidos y convulsiones de placer de Mariam eran la mejor de las recompensas.


Complacido, la vio entreabrir un poco má s las piernas para é l y hundir los dedos en su cabellera revuelta y oscura, apremiá ndolo a acercar su boca a la suya y que la besara.

Minutos má s tarde se apartó ligeramente de ella.

—Creí a que no querí as seguir con esto, preciosa —le recordó, deteniendo la mano que tení a en su interior, castigá ndola. Le acarició los muslos.

Ella lo abrazó desesperada y arqueó sus caderas, anhelando tener dentro algo má s que sus dedos.

—Pues ahora sí que quiero. Me… me quema, Enzo —gimoteó, con la piel hirvié ndole.

—¿ Está s segura? —É l la contempló,


tenso—. Porque una vez que te penetre, aunque sea solo al principio, no me detendré aunque me implores que pare. Quiero que lo comprendas, porque no aceptaré arrepentimientos de ningú n tipo despué s, y mucho menos acusaciones.

Ella asintió dé bilmente nublada por la pasió n.

Con una sonrisa gamberra é l volvió a operar la magia con sus experimentadas caricias, pero sú bitamente preguntó, frunciendo el ceñ o:

—Tuviste a nuestro hijo por parto natural, ¿ cierto?

—¿ Po-por qué lo preguntas?

—Porque no tienes ninguna cicatriz ni marca —dijo, repasando la parte inferior de su vientre y la zona del pubis


con la mano. Luego, guió de vuelta a la hendidura de la entrepierna femenina, algunos dedos y comenzó a friccionar y a penetrar con ellos—. Pero sin embargo, y para haber tenido a Daniele de forma normal, está s demasiado cerrada. Apenas puedo introducirte uno o dos dedos y cuando lo hago, me estrangulas en tu interior.

A pesar de estar deambulando por los tó rridos senderos de la pasió n y de hiriente placer, de algú n modo, en medio de la neblina de la lujuria, Miram pudo entender las palabras de Vicenzo, y avergonzada, volvió la cabeza.

—No… no puedo continuar con esto, Enzo. Pensé que estarí a preparada pero me equivoque. Lo siento mucho —se


disculpó, con las lá grimas desenfocá ndole la visió n—. No sabes cuá nto. Ojalá las circunstancias fueran otras.

Unas dó nde no existiesen las mentiras ni las verdades a medias. Pero lamentablemente las circunstancias eran las que eran.

¿ Có mo podí a hacer el amor con un hombre con el que no era honesta? Cuando é l la liberó de su peso y salió de cama y se dirigió al bañ o en completo mutismo, un fuerte sentimiento de angustia se apoderó de ella, dejá ndola sin respiració n, desolada. Pasaron largos minutos en los que dio rienda suelta a su tristeza. Los sollozos le desgarraban en el pecho. El dolor la


arrastraba hasta un profundo pozo de desesperació n, un abismo del que no creí a que pudiera salir jamá s mientras mantuviera aquella farsa. Aquel engañ o. Cuando el sonido de la ducha cesó y antes de que el mismo Vicenzo la echara de su habitació n, se esforzó por incorporarse. Tení a que huir de allí lo má s rá pido posible. Pero su reacció n llegó demasiado tarde. Vicenzo ya estaba de regreso. Cubierto tan solo con un pantaló n de pijama volví a a meterse con ella a la cama.

Sus brazos la atrajeron junto a é l, recostá ndola contra su amplio pecho.

—¿ Adó nde se supone que ibas a irte?

—Supongo que querrá s descansar y lo ú ltimo que deseas es tenerme en este


dormitorio despué s… despué s de lo que acaba de ocurrir… entre nosotros.

—Tú y tus incesantes suposiciones, preciosa —dijo é l, abrazá ndola y estrechá ndola má s contra su cuerpo duro

—. Deberí as no conjeturar tanto en esta cabecita bella que tienes y dejarte llevar má s por las emociones, por lo que quieres realmente.

Ella respiró hondo y trató de deshacer el nudo que sentí a en la garganta.

—Acaso no está s furioso conmigo por no querer…

—¿ Acostarte conmigo? —É l le acariciaba el cabello—. Quizá s me enfureció en un primer momento tu rechazo, pero luego, mientras me duchaba, comprendí que la mujer que


tení a en mi cama, disculpá ndose, destrozada, no era má s que niñ a asustada…

—Tengo veintiocho añ os —le recordó, inhalando el afrodisiaco aroma de su piel recié n lavada.

Algo en el escudo emocional e impenetrable de Vicenzo Riccardi parecido quebrantarse.

—Pero eres inexperta, casi virgen. La ú nica vez que tuviste sexo fue conmigo y me apoderé de tu inocencia de la peor de las maneras. Probablemente sentiste má s dolor que placer y quizá s ni siquiera alcanzaste al orgasmo. Pero te prometo, cariñ o, que el sexo es algo mucho mejor que esa primera experiencia. —La acomodó mejor entre


sus brazos posesivos y la arrapó. Besando la parte superior de su cabeza, le prometió —: Cuando esté s preparada, lista para mí, yo me encargaré de mostrarte y enseñ arte a disfrutar en mis brazos. Aprenderemos juntos a hacer el amor.

Despué s de llevar unos minutos en silencio, simplemente disfrutando de la calidez de sus cuerpos conectados, Mariam se acurrucó, mimosa, má s junto a é l y enterró el rostro entre su cuello y hombro. Sú bitamente parecí a ansiosa por saber algo.

—Vicenzo… ¿ Viajaste a Nueva York con Gia Carusso?

Con los pá rpados sellados y paseando la mano por toda la espina dorsal de ella,


hasta posarla en su trasero respingó n, comentó:

—Coincidí con Gia en Nueva York y tambié n regresamos hoy juntos a Italia.

¿ Por qué lo preguntas?

—¿ Es tu amante?

La inesperada pregunta lo hizo abrir los ojos y la mano que acariciaba pausada y lentamente las nalgas de Mariam se paralizó.

—¿ Amante? ¡ No! —Rió —. No te voy a negar que tuvimos algo… nada serio.

Pero hace varios meses que terminó. Ella se incorporó solo un poco y apoyando los brazos sobre su fuerte pecho lo miró a los ojos. Dubitativa se mordió el labio inferior.

—Os vi citaros y besaros en casa de tu


padre la primera vez que lo visitamos y ella se presentó. Es la reina de las gratas coincidencias.

—¿ Es por eso por lo que me has declarado la guerra está s ú ltimas semanas? —interrogó é l, sin ocultar su diversió n.

—Yo no le encuentro el chiste por ningú n lado —Lo amonestó Mariam. Aferrando la sá bana contra su pecho desnudo se sentó.

Vicenzo descansó un brazo por detrá s de su cabeza y el otro lo estiró hacia la joven. Sus dedos peregrinaron por la espalda, hacié ndola estremecer.

—Yo sí, porque es evidente que no te quedaste a contemplar la romá ntica escena hasta los aplausos del final. Gia


se abalanzó sobre mí y de la manera má s educada que pude le dije que no querí a absolutamente nada con ella. Dios mí o, Mariam —exclamó de repente, rié ndose

—, llevo una vida de lo má s moná stica desde que apareciste en mi vida.

Mirá ndolo por encima de su hombro, admitió:

—Gia me dijo que llegasteis por la mañ ana y recié n esta noche es cuando te veo. —Y despué s de una pausa, rompió el contacto visual con é l y musitó —: Yo vi la foto con esa mujer con la que te viste a las afueras.

Vicenzo la miró intensamente durante unos largos y tensos momentos. Luego se irguió y aplastó su torso a la espalda de Mariam. Le apartó el cabello de la nuca


y la besó.

—Tengo mis motivos para no poder revelarte nada aú n. Pero te juro por la memoria de Stefano Delmauro, la ú nica persona que junto con Zia Iné s me brindaron alguna vez un hogar de verdad, que no existen otras mujeres.

Dá ndose la vuelta ella lo miró a los ojos.

—¿ Por qué? No tenemos en realidad ninguna relació n —y bajando los pá rpados, murmuró —: tenemos un hijo en comú n.

É l cubrió el delicado rostro con sus manos y la besó. El beso fue breve y tierno, y terminó antes de que su cuerpo empezara a sentir los efectos. Temí a no poder volver a detenerse si eso sucedí a


—Pero la comenzamos a tener a partir de aquí y ahora, dolcezza mia — aseguró.

La empujó con é l de nuevo al colchó n y con los brazos tensos la meció contra sí. Inclinó la cabeza sobre la joven y se obligó a respirar a pesar del dolor que suponí a reprimir su necesidad de ella.

¿ Có mo demonios podí a haber olvidado la noche que la hizo suya?

Esa realidad seguí a parecié ndole imposible. Difí cil de creer. Pero su hijo era la prueba que atestiguaba ese hecho.

 

Capí tulo 14

 

Dos semanas má s tarde, Mariam se sentí a preparada para dar el siguiente paso en su relació n con Vicenzo


Riccardi.

Indecisa, miraba como un niñ o en una jugueterí a, los diferentes, sofisticados, y en su opinió n, demasiado atrevidos, conjuntos de lencerí a expuestos en aquel elegante local en Roma de una insigne marca de fama mundial.

Pero cuando miró el precio de una de esas maravillas diseñ adas para el erotismo y recrear vistas, sus labios dibujaron una mueca. A lo de sofisticados y atrevidos habí a que sumarle tambié n ademá s: carí simos. Caramba, ¿ có mo algo con tan poquí sima tela podí a costar tanto?

Sabí a que se podí a permitir comprar la tienda entera si querí a; Vicenzo se habí a encargado de proporcionarle tarjetas de


cré dito inagotables, pero siempre evitaba usarlas. Si tení a que pagar algo acudí a a su paupé rrimo sueldo. Una resolució n que sabí a que al arrogante Vicenzo Riccardi le disgustaba.

—Mariam, querida.

Cuando escuchó a sus espaldas la voz de tí a Iné s, se sintió descubierta, como un delincuente en plena fechorí a. Con las manos en la masa.

¡ Mierda!

—¡ Tí a Iné s! —exclamó, girá ndose y esforzá ndose en no parecer nerviosa—. Pe-pero que poco has tardado en probarte todos esos vestidos.

En realidad, la Señ ora Delmauro habí a seleccionado media boutique en la secció n de fiesta y gala.


—Me enamoré del tercero que me probé. Fue como un flechazo instantá neo. Un amor a primera vista. Y me queda tan bien… —argumentó la mujer, con ojos brillantes y extasiada de felicidad—. Entonces supe que no necesitaba seguir buscando má s.

—Genial —dijo Mariam, con la boca pequeñ a—. Eso es estupendo.

¡ No, no lo era!

Habí a planeado comprarse, a solas, algo sexy y con gusto para sorprender a Vicenzo, pero la presencia de tí a Iné s la cohibí a. Esa mujer era una madre para é l, y era como decirle: “Ey, tí a Iné s, quiero sexo con tu sobrino. ¿ Crees que este modelito lo excitará y lo pondrá tan duro cuando me lo vea puesto que


me derribará sobre la cama y me hará el amor como un salvaje? ”

—¿ Un regalo para mi amado sobrino?

—supuso Iné s.

—No sabí a que a Enzo le gustara ponerse lencerí a de mujer.

—No, pero me imagino que sí que le gustará admirar y quitarle a una joven tan hermosa y adorable como a ti, querida, algo tan sensual y estimulante como esta preciosidad. —Acarició un finí simo conjunto de lencerí a color turquesa que poco o nada dejaba a la imaginació n.

Mariam se mordió el labio. Le gustaba.

—Es… es realmente bellí simo.

—Y atrevido —agregó la mujer, mirá ndola a la cara con expresió n


traviesa—. Pero tiene cierto recato que lo hace ideal para ti. Estoy segurí sima que Vicenzo se volverá loco de deseo cuando te lo vea puesto.

Con las mejillas incendiadas, Marian dio por buena la elecció n de tí a Iné s, y despué s de una amigable discusió n, accedió a que la insistente señ ora Delmauro le pagase el conjunto.

 

“No hay peros que valgan, tesoro. Piensa que es un regalo que le estoy haciendo tambié n a mi sobrino, ¿ o acaso no será é l quien lo disfrute? ” Habí a argumentado desvergonzadamente la mujer para convencerla.

 

Así que mientras la esperaba, Mariam, sentada en una có moda y contemporá nea


butaca, se dedicó a ojear, con muy poco interé s, revistas de moda. A su derecha, una pared de cristal le ofrecí a una vista panorá mica espectacular de una de las zonas má s selectas y estilosas de Italia con la que muchas mujeres amantes de la alta costura soñ arí an.

 

—Mariam Salas. —Escuchó. Un sudor frí o le recorrió la espina dorsal cuando alzó la cabeza de la revista y encaró en el recié n llegado. Alto, fornido, de pelo y ojos oscuros. Lo conocí a—. La ocurrente y siempre esquiva muñ equita de Judith.

 

—Javier Carballo… —Pudo decir milagrosamente sin echar a correr—.


¿ Qué está s haciendo por Italia? —

¿ Acaso la estaba espiando?

¿ Persiguiendo? Aquello era demasiada coincidencia, pensó

 

Los labios de é l se curvaron con una sonrisa maligna.

 

—¿ Así es có mo me recibes despué s de tanto tiempo sin vernos?

—Te recibo como te mereces. —Lo miró con desagrado—. Ademá s, tú y yo nunca fuimos amigos, así que ahó rrate los falsos agravios.

La boca masculina se volvió seria de repente.

—Sigues siendo una zorra altanera. Nunca me engañ aste con ese aire de estrecha y santurrona que te gusta


exhibir ante todos.

Mariam espió por encima del hombro de Javier, y observo, como varios ojos curiosos e indiscretos parecí an muy interesados en su nada amistosa conversació n.

Aspiró larga y profundamente. Debí a concluir con ese espectá culo cuanto antes.

—Lo que opines de mí, y creí a habé rtelo dejado claro hace mucho tiempo atrá s, me importa bien poco. Así que puedes insultarme y pensar de mí todo lo que quieras. Me da absolutamente igual.

—¡ Menuda lengua viperina continú as teniendo, zorrita! —Rió, recuperando el humor—. No me digas que le contestas con esos mismos modales al signiore


Vicenzo Riccardi. ¿ O é l ha logrado al fin amansarte entre sus sá banas?

Ella se contrajo ante la menció n de Vicenzo. ¿ Có mo demonios sabí a que estaba con é l?

Se levantó de la butaca. Estaba dispuesta a largarse de allí enseguida, pero no sin antes decirle:

—Escú chate, Javier. Eres tan retorcido y egoí sta que desde que has entrado por esa puerta no has hecho otra cosa má s que insultarme, porque segú n parece, en el pasado no cometí el error de idolatrarte. —Sus ojos chispearon, colé ricos—. Ni siquiera has preguntado por Judith.

—Esa despreciable adú ltera debe estarse pudriendo en el infierno.


La mano de Mariam voló a la cara masculina y dejó una bonita y enrojecida marca en una de las mejillas.

—No vuelvas a mancillar su recuerdo. A ensuciar su memoria con tus nauseabundas palabras —dijo, apretando los dientes—. Ella nunca te fue infiel, en cambio tú, no puedes jurar lo mismo.

Comenzaba a pasar por su lado, de largo, cuando las siguientes palabras la detuvieron:

—¿ Y el bastardo que tuvo Judith? Porque me han llegado rumores. Unos rumores que hablan de tu reciente y sorprendente maternidad.

Mariam se sintió descomponer.

—De un mocoso —continuó é l—, que


tiene los mismos meses que tendrí a ahora el hijo de tu queridí sima mejor amiga, y que… oh, casualidades de la vida, tambié n concebiste con el malnacido con el que me fue infiel y se embarazó.

Ella se irguió, muy tiesa.

—¿ Có -có mo sabes que Vicenzo Riccardi fue ese hombre?

La mueca que le dirigió Javier Carballo estaba llena de placer perverso.

—Ver el terror en tus ojos, el tiritar de tu cuerpo y tu voz temblar en estos momentos, es uno de los mayores placeres que me ha ofrecido la vida. — Guardó silencio unos instantes y luego agregó, frí amente—: Fuiste la causante de mi ruptura con Judith. La que siempre


le insistí a para que me dejara. ¡ La que provocó que se arrojara a los brazos de ese cabró n de Riccardi!

Acusadora, lo apuntó con el dedo. Sus ojos brillaban con una luz asesina.

—¡ Fuiste tú mismo con tus constantes infidelidades y denigrante comportamiento quié n la apartó, no yo!

¡ Asume tus malditas culpas y no te escondas tras los demá s! ¡ La estabas destruyendo, Javier!

Se produjo otro nuevo silencio y despué s Mariam murmurando, añ adió:

—Yo… yo solo quise impedir que la arrastraras contigo a la perdició n. Pero ella nunca me hizo caso. Nunca lo hizo, porque si lo hubiera hecho hubiese terminado contigo muchí simo antes. Casi


al principio de vuestra relació n.

Los ojos oscuros de é l llamearon ante el torbellino que le causaron aquellas declaraciones.

—Medio milló n —dijo, sin mayores preá mbulos—. Medio milló n de euros es el precio de mí silencio para que tu amante riquillo siga viviendo en esa enternecedora y embustera mentira en la que has convertido su vida. A no ser…

—¿ Qué? —replicó ella a la defensiva

—. ¿ Qué te jure obediencia y sumisió n?

¿ Qué te diga lo maravilloso y fantá stico que te crees ser? ¿ No es eso lo que te encanta que hagan las personas que desatinadamente pululan a tu alrededor?

—Entonces tal vez deberí as comenzar a imitarlos, monada —dijo é l,


encogié ndose de hombros—. Porque estarí a dispuesto a rebajar algunos miles de ese medio milló n si te portaras generosamente conmigo. —La barrió con una mirada obscena de arriba abajo y rió —. Creo que ya sabes a lo que me refiero. Puede que hayas sido siempre una remilgada de lo peor, pero nunca he subestimado tu inteligencia.

Mariam se puso roja de ira ante la suposició n.

—Entonces el ú nico que ha infravalorado equivocadamente algú n tipo de ingenio aquí, he sido yo. Porque acabo de darme cuenta que eres má s idiota de lo que pensaba. —El enojo que la recorrí a desbordaba la copa de su paciencia. ¡ Jamá s dejarí a que me


pusieras ni una sola de tus sucias manos encima!

Carballo la contempló como un criminal observa a su presa, a su pró xima ví ctima. Parecí a ansiar rodearle el cuello con sus manos y verla morir poco a poco, lentamente.

—Si en estos momentos está s de una sola pieza, sana, se lo debes a que estamos en un sitio pú blico. De lo contrario, estarí a usando en estos precisos instantes tu bonito rostro como saco de boxeo.

Hubo un silencio. Mariam lo miró directamente a los ojos, sin miedo. Parecí a estar conspirando con alguna fuerza maligna para que descargara toda su ira sobre la cabeza de ese hombre.


Procurando sonreí r, finalmente dijo:

—Tus amenazas y tú, podé is iros al infierno.

Dejá ndolo lí vido de rabia y clavado en su sitio, la joven caminó hasta la salida. Esperarí a a tí a Iné s en la calle. Hací a frí o y empezaba a lloviznar, pero cualquier otro lugar serí a muchí simo mejor que permanecer ni un solo segundo má s en la compañ í a de ese bastardo.



  

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