Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 5 страница



¿ Que ha conocido la suavidad de tus labios y saboreado el dulce sabor de tu boca?

Ella se abrazó el estó mago, convulsa. El cuerpo gigante de ese hombre adherido al suyo la perturbaba demasiado.

—Eres muy arrogante y autocomplaciente. ¿ Qué te hace pensar eso?

—Que no sabes lo que haces o besas muy mal. —Era evidente que aunque jurara sobre una biblia que habí a besado a muchos antes que a é l, no la creerí a.

—Sú male ademá s a lo de arrogante y


autocomplaciente: grosero.

Las comisuras de los labios de Vicenzo se elevaron en un atisbo de sonrisa. Le retiró algunos mechones de la cara que caí an sueltos de su coleta.

Dio mio, no me puedo creer que cuando hace dos añ os nos acostamos y no te besara.

Ella alzó el rostro y lo estudió, pensativa.

No podí a sucumbir, no querí a terminar haciendo esa noche con Vicenzo algo de lo que probablemente al dí a siguiente se arrepentirí a. Y se arrepentirí a porque é l tení a a Gia. Y ella jamá s permitirí a que la convirtiera en su amante mientras tuviera una relació n con otra mujer.

Sintiendo una herida en su alma, volvió


la cara para no mirarlo, y respondió:

—Puede ser que estuviese má s interesado y preocupado en encontrar su propio placer. Pero no le culpo, signore, cinco o diez minutos no dan para ser generoso.

Un tic palpitó en la mandí bula tensa de Vicenzo, y entre dientes le gruñ ó:

—Pequeñ a provocadora e insolente. Ahuecá ndole con sañ a el trasero la aupó. Entre forcejeos y sin darle tiempo a gritar, se apoderó del né ctar de su boca. Ciñ é ndola mejor a su alta figura, se movió con ella hasta chocar su delicada espalda con una de las paredes del bañ o. Mariam se quejó pero los besos que la devoraban no le daban tregua.


Algo electrizante recorrió su espina dorsal y estalló entre sus muslos cuando é l amoldó sus piernas alrededor de sus caderas y le subió la camisa para acariciarle los senos desnudos.

Jadeando y ardiendo, recibió en su boca el sonido gutural que brotó de la garganta de Vicenzo.

Sus manos, temiendo desfallecer, se afianzaron mucho mejor a los amplios hombros masculinos, cuando é l, empujando su erecció n se oprimió má s rudamente en el mismo centro de su feminidad, como si quisiera colarse a travé s de la tela de sus pantalones y lencerí a.

—Deseas esto, eh Mariam… — preguntó, sin separar los labios de los


de ella—… Es esto lo que deseas, verdad pequeñ a impertinente… — Descendió el rostro hasta el cuello, lo lamió y beso. Suspirando de placer, ella le facilitó el acceso mientras extendí a una mano a su cabello—. Sí, sí que lo deseas. Estas ardiendo. —La mano que manoseaba uno de los tentadores pechos bajó por su vientre y terminó colá ndose en el interior de sus braguitas. La acarició, y ella, tirá ndole de los cortos mechones del pelo, se arqueó, gimiendo

—. Y está s muy mojada. —Contoneó la prueba de su excitació n contra la de ella y volvió a reclamar su boca. Mariam lo recibió má s que encantada—. Solo tendrí a que bajarme los pantalones y me dejarí as hacerte todo lo que yo quisiera


—murmuró, entre beso y beso—. Sin importarte en lo má s mí nimo si son cinco o diez minutos o toda la maldita noche.

De repente, sú bitamente frí o e indolente dio por finalizado aquel estallido de arrebatadora lujuria entre ambos y se apartó.

Las piernas de flaqueaban a Mariam y solo la pared en donde apoyaba la espalda le permití a seguir erguida, digna. Con la respiració n jadeante y en medio de la frustració n que sentí a en su cuerpo, observó el rostro endurecido de Vicenzo. Tení a los puñ os apretados y las venas sobresalí an visibles de sus mú sculos.

Habí a estado jugando con ella. Toda


aquella libidinosa funció n tení a un ú nico objetivo: darle una lecció n.

Reprimiendo las lá grimas de humillació n ladeó la cabeza. ¿ Có mo podí a haber sido tan estú pida? ¡ Maldito seas Vicenzo Riccardi! ¡ Maldito seas!

La joven contuvo un respingo de sorpresa. Unos dedos se clavaron en su barbilla y la obligaron a enfrentar la mirada dilatada de un hombre que parecí a querer destruirla con la misma intensidad con la que la habí a besado y acariciado hacia escasamente unos minutos.

—Si no fuera porque en estos momentos no me hago responsable de lo que pueda hacerte, te arrastrarí a hasta la cama y te enseñ arí a lo generoso que puedo llegar


a ser. No será esta noche, pero te prometo cara, que má s tarde o má s temprano, acabará s en mis brazos de nuevo. Y esta vez, me aseguraré muy bien de darte lo que quieres. Tanto, que cuando sientas la tentació n de volver a escupir veneno por esa deliciosa lengua que tienes, tendrá s que mordé rtela.

Algo desconcertante brotó en sus ojos verdes. Retrocedió, dio media vuelta y se marchó.

Con todos los miembros del cuerpo temblá ndole, Mariam se deslizo lentamente por la pared hasta sentarse sobre el frio piso. Dobló las rodillas y se las abrazó. Enterrando el rostro entre estas, lloró en silencio.


 

Era martes y Vicenzo habí a salido el dí a anterior de viaje y no regresarí a hasta finales de semana. Despué s de su encontronazo del domingo en el bañ o, no se volvieron a dirigir la palabra. Ni siquiera se habí a despedido de ella en su partida.

Pero algo habí a cambiado. Algo habí a hecho que ella descolgara el telé fono y lo llamara.

El enfado y las recriminaciones no tení an cabí a en situaciones como aquella. Y ella lo necesitaba… y no solo como padre de su hijo.

Mariam se apremió a levantarse de la


silla mecedora todo lo rá pido que sus amodorrados miembros le permitieron cuando vio entrar en el dormitorio de Daniel a Vicenzo. Con un nudo en la garganta y con la vista nublada por un llanto que contení a, corrió hasta é l y se arrojó en sus brazos.

—¡ Enzo! Nuestro bebé …

É l la estrechó má s fuerte entre sus brazos.

—Shhh… ya estoy aquí contigo, mia amore. Nuestro hijo se pondrá bien. Te lo prometo. Siempre os cuidaré a los dos.

Sin soltarla, se acercó hasta la cuna para ver a su hijo dormir. Con adoració n acarició la carita del pequeñ o. Despué s, entrelazó los dedos con los de la joven y


la condujo hasta el sofá de la habitació n. Se sentó y luego la instó a ella a sentarse sobre sus rodillas.

—He estado hablando con el doctor Castellino y me aseguró que los cuadros de fiebres suelen ser frecuentes en estos casos. —Los labios de é l recorrieron las mejillas y los parpados cerrados de Mariam, eliminando la humedad de las lá grimas de su dulce rostro. Ella se dejó consolar y unió las manos en su nuca—. Nuestro hijo, cara, acaba de pasar recientemente por una intervenció n, por un trasplante de mé dula ó sea, pero se está recuperando favorablemente cada dí a. Con unos antibió ticos, antimicó ticos y antivirales verá s có mo antes de que finalice la semana te tendrá corriendo


detrá s de é l por todo el apartamento,

¿ capisci?

Ella asintió y lo besó en la comisura de los labios.

—Gracias por estar aquí. Por dejarlo todo y venir…

—Mariam —con ternura la hizo mirarlo a los ojos—, no importa donde esté, con quié n esté o tenga que dejar tirado. No me importa perder toda una fortuna o mandar todo absolutamente al diablo, si mi hijo o tú me necesitá is. Quiero que entiendas esto: Daniel y tú sois ahora mi familia.

Cá lido y dominante, sus labios probaron los de ella.

Mariam lo envolvió con sus brazos. Aquello era lo que necesitaba. Nada


má s importaba. Y puede que por la mañ ana su relació n volviese a ser como siempre, pero en aquel momento, ella le pertenecí a.

 

Capí tulo 8

 

Mariam, vestida con unos vaqueros desgastados y una camisa ajustada, deambulaba, frené tica y descalza, de un lado a otro por la cocina poniendo de los nervios a una Beatrice que la miraba divertida.

 

—Es el desayuno del signore —explicó, tomando la bandeja que ella personalmente habí a preparado para Vicenzo—. Se lo llevaré ahora mismo a… —Dudó, antes de desaparecer por


la puerta. Nunca solí a coincidir por las mañ anas con é l así que no tení a ni idea hacia dó nde dirigirse. Miró por encima de su hombro—. ¿ A la terraza?

 

La mujer de mediana edad rió y sacudió la cabeza. —No, signorina, a su dormitorio.

Con el ceñ o fruncido giró sobre sus talones.

—¿ Vicenzo desayuna en su habitació n?

—No es lo acostumbrado en el signore, pero cuando supo

 

que… —La ama de llaves enmudeció. Sú bitamente nerviosa se puso a limpiar una encimera tan limpia y reluciente que se podí a comer sobre ella—. Mhm… supongo que se le habrá n pegado las


sá banas. Apenas habé is descansado esta pasada noche. ¿ Có mo sigue el pequeñ í n?

 

Mariam analizaba el comportamiento extrañ o de la mujer pero en cuá nto esta le mencionó a Daniel, pareció olvidarlo todo y su rostro se iluminó con una sonrisa.

 

—Estupendamente. La fiebre ha remitido y esta mañ ana, cuando el doctor Castellino volvió a examinarlo a primera hora, su pronó stico fue muy tranquilizador. Gracias a Dios —dijo, respirando hondo. Se puso nuevamente en marcha—. Ahora sí que me voy. Nos vemos luego Beatrice.

 

A pesar de su dudosa estabilidad y del


pé simo equilibrio que poseí a, Mariam logró milagrosamente llevar intacta la bandeja hasta la recá mara. El sonido suave del agua al caer llegó a sus oí dos así que supuso que Vicenzo se estarí a duchando.

 

Sin preá mbulos, le dejó el desayuno sobre una có moda y comenzó a recoger la ropa que se esparcí a por la cama. Sin ser consciente de lo que estaba haciendo, de repente, se vio exhalando una de las camisas de Vicenzo.

 

Y a su mente volaron los recuerdos de esa pasada noche… “—Está s agotada, Mariam, deberí as irte a descansar — intentaba conversarla Vicenzo—. Yo no me moveré de aquí, te lo prometo.


—No, no quiero apartarme de Daniel.

—Parecí a que se habí a encaramado a la cuna de su hijo y se negaba a desasirse.

—Cara…

—Tú tambié n está s agotado, Enzo. Oí rla pronunciar el diminutivo cariñ oso con el que Diago o su Zia Iné s lo llamaban a veces le arrancó una sonrisa.

De improvisto, la tomó en brazos.

—¿ Qué … qué está s haciendo?

—Como no quieres moverte de esta habitació n, te acondicioné el silló n para que te acuestes un rato. —Con extremada delicadeza la acomodó sobre la superficie de cojines y mantas.

—Pe… pero no es necesario. Yo no


quiero dormir.

Ella intentó incorporarse pero é l, con suavidad y autoridad, la empujó de vuelta al improvisado lecho.

—¿ Por qué eres siempre tan obstinada? A nuestro hijo le ha bajado la fiebre y pronto se restablecerá por completo. Descansar un poco no te hará ningú n mal ni tampoco te convertirá en una mala madre por hacerlo. —La vio dirigir su mirada preocupada hacia un Daniel que dormí a—. Mariam, mí rame… —Las manos de é l atraparon su desolado rostro—. A pesar de las discrepancias que hayamos podido tener tú y yo, eres la mejor madre que podrí a tener mi hijo. ”


Eres la mejor madre que podrí a tener mi hijo, repitió mentalmente, elevando las comisuras de sus labios y de vuelta al presente.

Tan absorta como estaba en sus cavilaciones, con la prueba de sus fantasí as aú n entre las manos, dio un respingo de sobresalto cuando escuchó la voz de Vicenzo a sus espaldas:

—Mariam…

Ella se giró y lo que encontró la dejó totalmente mareada: Vicenzo Riccardi estaba completamente desnudo. Tení a una toalla pero el muy indecente no hací a nada por cubrirse. Se secaba la cabeza como si el estar de esa guisa delante de ella fuera lo má s natural y normal del mundo.


La camisa de vestir se le cayó de entre los dedos. Incapaz de hablar y con todos sus sentidos entumecidos no pudo moverse.

Empezó a balbucir como una auté ntica tarada:

—Yo… yo… mhhm… desayuno… arreglar ropa…

Y al momento comprendió donde tení a mirada.

¡ Oh, dios mí o! ¿ Eso era normal? Aquello resultaba desmedido para algo que se suponí a debí a estar adormilado…

Agrandó los ojos. El miembro de Vicenzo parecí a crecer cada vez un poco má s mientras ella lo observaba. Por favor, por favor, que no tuviera la


boca abierta como una atolondrada, y… ¿ Por qué no podí a dejar de fascinarse y asustarse a la vez con aquella parte tan í ntima de é l?

¡ Por todos los Santos del cielo! ¡ Aparta la cochina mirada de su entrepierna!

Cuando al fin sus rebeldes ojos decidieron alzar la vista, el rostro le terminó de arder al ver que Vicenzo la observaba con una mueca de burla y de autocomplacencia.

 

¡ Cretino exhibicionista!

Sintié ndose escandalosamente có modo con su desnudez y mientras seguí a secá ndose, en esta ocasió n los brazos, le soltó con sorna:


—Creo, piccola, que cuando me dijiste la primera vez que yo habí a sido el ú nico hombre en tu vida, debí desnudarme ante ti, porque viendo tu reacció n de estos momentos, te hubiese creí do de inmediato.

 

Con reserva y prudencia dio algunos pasos hacia ella. Mariam retrocedió y se volvió para obligarse a no continuar mirá ndolo.

 

—Cú brete, por favor. —Se retorcí a las manos, nerviosa. Sus mejillas estaban teñ idas de un rojo encantador—. Es esto, no está bien.

 

—¿ Por qué tanta incomodidad por verme desnudo? No creo que pudiera


dejarte embarazada sin bajarme los pantalones.

La joven gimió cuando notó el adictivo calor y olor de Vicenzo a su altura. En cuanto percibió la mano de é l subié ndole en una sensual caricia por el brazo hasta su cuello, se dio media vuelta y salió corriendo.

Mejor huir como una cobarde que acabar retozando en los brazos de ese á ngel negro. Una pecaminosa e irresistible criatura que jamá s le habí a hecho promesas de ningú n tipo.

Se dirigió al dormitorio de Daniel, y sin perturbar su sueñ o, intentó recuperarse. Respirando profundamente, luchando por recobrar la calma, trató de vencer el extrañ o instinto que le ordenaba coger a


su pequeñ o y escapar. Pero, ¿ por qué debí a esconderse de Vicenzo? No llegaba a entender del todo esa irracional alarma que la apremiaba a hacerlo.

Pero, presa del pá nico, comprendió que no podí a escapar… que no deseaba escapar.

 

Capí tulo 9

 

Tal y como Vicenzo Riccardi le habí a prometido la noche en la que cuidaban de su hijo enfermo, el fin de semana traerí a consigo la completa recuperació n de Daniel.

 

A regañ adientes y no muy convencida, habí a aceptado la invitació n del italiano


para salir ese mismo sá bado por la noche.

“Nos merecemos una noche solo para nosotros dos despué s de la semana tan aciaga que hemos tenido por delante”, habí a argumentado é l.

Pero solo Iné s Delmauro habí a operado el prodigio de separarla por unas horas de su pequeñ o al quedarse a cargo de Daniel como la má s feliz de las tí as abuelas.

Mariam examinó la numerosa cuberterí a que tení a a ambos lados de su plato e hizo una mueca.

Comenzaba a tener una clara idea de có mo pudo sentirse Jack Dawson, el personaje de Leonardo Dicaprio en la pelí cula Titanic, cuando fue invitado a


la cena de gala en primera clase. Cielos, desde cuando se requerí a de toda esa cuberterí a para comer… ¡ Una raquí tica y tasada comida!

No le extrañ aba que en restaurantes como ese, en donde pagar una factura te costarí a un riñ ó n y parte del otro… a cualquier trabajador medio, amasaran fortunas cada noche, teniendo en cuenta lo que cobraban y la tacañ erí a con la que llenaban sus platos.

—Pareces nerviosa esta noche, ¿ sucede algo, piccola?

Mariam alzó la cabeza de su plato y observó, embrujada, al atractivo hombre que la contemplaba divertido.

Se mordió el labio inferior pensativa.

¡ Sí! ¡ Sucedí a que esa madrugada


estaba má s irresistible que nunca enfundado en su elegante y refinado traje negro y su mente escenificaba miles de imá genes de có mo serí a quitá rselo!

Sintiendo la boca seca se llevó la copa a los labios.

Dios, debí a ser efecto de lo que se estaba tomando. Bajó la mirada hacia su copa. ¿ Una bebida sin alcohol? Con una mueca pensó, que deberí a comenzar a buscarse otra excusa para justificar su sofoco.

—Mariam, cariñ o, ¿ te encuentras bien? Te has puesto colorada.

La mirada tó rrida de é l brilló maliciosa al verla sonrojarse y agachar la cabeza. Incliná ndose, posó los labios en su oí do


y con voz enronquecida, propuso:

—¿ Quieres qué esperemos a llegar al apartamento, preciosa, o prefieres que subamos a una de las suites del Hotel? Al escucharlo casi se atraganta con su propia saliva.

Cielos, esa proposició n sonaba muy eró tica pronunciada desde esa boca pecaminosa, y…

—¡ Está s loco! —Mariam abrió los ojos como platos. Su raciocinio al fin habí a hecho acto de presencia, imponié ndose a su inapropiada lascivia—. No subirí a contigo a una habitació n ni aunque nos invadieran y nos rodearan ahora mismo tu legió n de histé ricas grupies.

É l soltó una carcajada.

—¿ Eres siempre tan encantadora? ¿ O


reservas todo ese genio solo para mí?

—Exactamente eso ú ltimo. Lo reservo todo y exclusivamente para ti.

Sin perder la sonrisa, é l posó una mano en su mejilla y se la acarició.

—Y yo te prometo pequeñ a que tu mal genio de fierecilla no será lo ú nico que reservará s solo y completamente para mí.

Con las mejillas ardié ndole, Marian se apartó de su caricia como si la hubieran abofeteado.

—Deja de estar a la defensiva, preciosa, y disfruta de la velada. Te he invitado a cenar tambié n para que enterremos el hacha de guerra de una vez por todas y comencemos a ser amigos.

—Está bien. —Puso los ojos en blanco.


Alzó la mano en señ al de paz e ironizó

—: Seré una buena chica y fingiré que me gustas… un poquito al menos. Y seré comprensiva tambié n. Debe ser todo un logro para el gran idolatrado y lujuriado por muchas de Vicenzo Riccardi, salir con una mujer con la que nunca se ha acostado y con la que, para colmo de males…—-El rostro de la muchacha se tensó visiblemente.

É l esbozó una sonrisa.

—Te recuerdo, preciosa, que tenemos un hijo, y que yo sepa, el Espí ritu Santo no se te apareció en la puerta de tu casa,

¿ o sí?

Ella negando bajó de nuevo la mirada a su cena y jugueteó con la comida, sintié ndose como de costumbre:


miserable.

No, claro que no. Puede que el Espí ritu Santo no se le apareciera en la puerta de su casa, pero casi. Daban igual las circunstancias. Ella era madre y seguí a siendo virgen. Y lo que era aú n muchí simo má s grave, seguí a siendo una impostora.

—Mariam, oye —dijo é l, posando un dedo en su barbilla para obligarla a encararlo—. No fue mi intenció n importunarte…

—Oh, Vicenzo, querido. Que fabulosa y grata coincidencia.

Sin saber có mo ni de dó nde, una deslumbrante Gia Carusso apareció de la nada y sin ser invitada, como la garrapata que era, se colgó del brazo de


Vicenzo, hacié ndolo levantarse de su asiento para saludarlo de una forma má s que excesiva.

El bonito y sugestivo vestido largo color jade que lucí a Mariam quedaba ensombrecido con el traje carmesí de la rubia toca narices.

Mariam agitó su copa ligeramente para ver el lí quido balancearse mientras intentaba ignorar a los dos tortolitos.

Ahí estaba la mujer de las grandes coincidencias de nuevo. Al ataque. A la caza.

¡ Maldita Barbie Malibú!

—Oh, Miriam… —exclamó de repente Gia en una muy mala interpretació n, fijá ndose en ella.

—Mariam… —la corrigió.


¡ Bruja!

El ú nico motivo por el cual la rubia malcriada habí a decidido, ahora sí, darle la tabarra a ella, se debí a a que Vicenzo intercambiaba algunas palabras con un caballero que debí a rondar la edad de Callisto Riccardi, su padre.

—Sí, eso, Mariam. Es que es tan idé ntico al de Miriam Legendre. Una de las tantas amiguitas inglesas que ha tenido Vicenzo. —Se rió, sentá ndose en el asiento libre que ocupaba hacia escasos minutos el italiano. Luego teatrera repuso—: Cuanta descortesí a de mi parte no haberte saludado antes, pero no te habí a visto.

—Te creo —bufó ella, e imitando su actitud, alegó —. Discú lpame si no me


levanto pero creo que se me ha indigestado la cena en el ú ltimo minuto.

—Dime querida —dijo, tomando la copa de vino de Vicenzo y acercá ndosela a los labios—, te apellidabas Salas, ¿ verdad?

La joven, que observaba con irritació n el gesto provocador de la rubia de bote, alzó las cejas como dicié ndole: “¿ Y a ti qué te importa?

 

—Mariam Salas. Españ ola…

—De signo Aries —interrumpió su exposició n para continuar ella—: Poseedora de una gran paciencia pero solo cuando estoy de humor. Alé rgica al tinte rubio y… ah sí, de pequeñ a detestaba a las Stacys’s Malibú.


Con una sonrisa forzada Gia movió la cabeza de un lado a otro.

—Vicenzo deberí a poner una mordaza a esa boca contestona que tienes.

Los ojos de Mariam chispearon, rientes.

—Me gustarí a ver como lo intenta.

 

 

 

A trompicones y a duras penas, Mariam consiguió quitarse los zapatos de tacó n que comenzaban a hacerle dañ o, y sin desvestirse, se dejó caer de bruces sobre su cama.

 

Despué s de unos segundos se dio la vuelta y quedó tendida de espaldas


sobre el colchó n. Cubrió sus ojos con un brazo y suspiró. La tensió n comenzaba a disiparse al fin de su cuerpo. Hasta entonces, no se habí a dado cuenta de lo tensa que se habí a puesto.

 

La velada se iba ido al cuerno desde el preciso instante que la Barbie Malibú, al parecer, sin un Kent a quié n desempolvar esa noche, habí a optado por autoinvitarse a su cena.

 

Iró nicamente, le tendrí a que estar agradecida a Gia. Le habí a hecho recordar porque debí a mantener ciertas distancias con Vicenzo Riccardi: para no salir herida.

 

El ú nico momento que volvió a tener a


solas con el italiano esa madrugada habí a sucedido de vuelta al apartamento, hací a escasamente unos minutos. Justo antes de entrar a su dormitorio y tirarse sobre esa misma cama.

 

“—El lunes tengo que viajar a primera hora de nuevo a Nueva York por unos dí as —le habí a dicho Vicenzo inclinando el rostro, sus labios rozaron la garganta de ella. Mariam gimió —.

Daniele está en casa de Zia Iné s y tú y yo podrí amos encerrarnos desde ahora y hasta ese momento en mi dormitorio y no salir.

Cuando la besó en los labios, Mariam rá pidamente se apartó. No podí a pensar claramente con ese hombre


cerca. Y mucho menos si la besaba.

—No estoy ni en una manifestació n ni en una huelga de hambre para encerrarme contigo en una habitació n, Vicenzo.

É l le dedicó una sonrisa malé vola y a Mariam le pareció que sus ojos verdes acariciaban su cuerpo.

—Sobre lo de la huelga de hambre yo no estoy tan seguro.

—Está bien, seré muy clara. Lo nuestro sucedió hace mucho tiempo. Tenemos a Daniel y eso siempre nos unirá de una forma u otra, pero nada má s — argumentaba; aunque sin mirarlo a los ojos, detalle que a Vicenzo no le pasó inadvertido—. Nunca podrí a volver a


ver nada entre nosotros. Ni siquiera una aventura porque yo… yo ya no soy esa jovencita cré dula que se dejó deslumbrar por hombre apuesto en la barra de un pub.

—No me gusta que me mientan, cara — dijo, apretando los labios. Notó como ella se poní a nerviosa—. Nada de lo que acabas de decirme es cierto.

Cualquier dí a de estos me deseará s tanto como yo a ti y vendrá s a mí. Y cuando lo hagas, que Dios se apiade de ti, porque yo no lo haré. Tomaré de ti todo lo que me plazca y desee y tú no podrá s impedí rmelo. —Tomó la mano de Mariam y besó la zona de la muñ eca, donde su pulso acelerado la delataba. Con una sonrisa francamente


cí nica, añ adió —: Buona notte, dolcezza mia. ”

Capí tulo 10

 

La brisa refrescante de mediados de Octubre deberí a comenzar a palparse en el ambiente; pero por el contrario el brillo diurno del cielo despejado de esa tarde, parecí a colmar de calidez y luminosidad cada rincó n de la terraza donde se hallaban. En el á tico de Vicenzo Riccardi. Su hogar desde hací a un mes.

 

Valente tení a a Daniel sobre sus piernas, sentado delante de una mesa de cristal intentaba que el pequeñ o comenzara a escribir, guiado siempre por su mano,


sus primeras palabras en italiano.

 

Mariam reprimió la risa.

Todos parecí an esforzarse para que el bebé de apenas un añ o y medio aprendiera correctamente su lengua paterna. Rara vez se dirigí an a é l en españ ol. En cambio con ella, sucedí a justamente todo lo contrario. Era su idioma natal el que predominaba en sus conversaciones.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.