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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 9 страница




—¿ Ibais alguna parte?

 

El fuego que ardí a en los ojos de é l la hizo detenerse. É l cruzó el espacio que los separaba y le quitó al niñ o de los brazos, demandando su posesió n.

Mariam lo observó espantada, mientras Enzo llamaba a Beatrice para entregá rselo. Enzo… é l…

 

¡ É l, Vicenzo Riccardi, le quitarí a a su hijo sin siquiera pestañ ear! ¡ La lanzarí a de su vida como si fuera un simple trapo! Oh, Dulce Jesú s, no volveré a ver a mi bebé, a mi pequeñ o Daniel luego de esto.

Mariam supuso que estaba llorando,


podí a sentir có mo las lá grimas abrasaban sus mejillas. Algo parecí a desgarrarle el pecho. Como una cuchillada brutal y despiadada.

 

—Este es mi hijo, cara. —Escuchó de nuevo la voz de Vicenzo. Sus ojos resplandecí an—. Harí as bien en no olvidarlo.

 

La tomó de la muñ eca y la forzó a que lo siguiera hasta su despacho. Una vez dentro, Vicenzo cerró la puerta, y metiendo las manos en los bolsillos del pantaló n de su traje gris, la observó en absoluto mutismo.

 

Al encontrarse con su mirada verde, Mariam sintió un ataque de timidez al


recordar lo que habí an compartido la pasada noche. Apartó la vista y se apretó las manos contra el estó mago. La pequeñ a incomodidad por su posesió n aú n seguí a ahí. Ni siquiera habí an pasado veinticuatro horas desde que se acostaran y ya estaban de nuevo a la gresca.

 

No querí a llorar. No querí a darle el gusto de ver todo lo que la habí a dañ ado, ni todo lo que la golpeó que le quitara a su bebé. Porque era suyo.

 

¡ Madre no es solo la que pare! ¡ Yo soy mucho má s madre de lo que Jud tuvo tiempo y é l no tiene por qué reprocharle eso!


—Este es el trato, o lo tomas o lo dejas

—dijo é l al fin, atravesando la estancia y sentá ndose en el borde del escritorio. Mariam se puso rí gida, los ojos se abrieron, iracundos—. Puedes quedarte bajo este mismo techo… con Daniele — recalcó, sabiendo que el pequeñ o era muy importante para ella. ¡ Bastardo! —, si accedes a convertirte en mi amante.

—Cogió un dossier de su mesa y se lo entregó -. Solo tienes que firmar. Es un acuerdo legal para establecer los té rminos de nuestra relació n de ahora en adelante.

 

—Dios mí o, no puedes estar hablando en serio —dijo ella, perpleja, dando una rá pida ojeada al contrato—. ¿ Y tambié n


tienes un cuarto rojo del dolor? ¿ Y có mo me castigará el signore? ¿ Me dará unos azotes si lo desobedezco o me atara sobre una superficie de madera si he sido una chica muy mala?

 

Cuando volvió a mirarlo indignada, é l alzó un lado de la comisura de sus labios mostrando una media sonrisa.

¡ El muy maldito estaba disfrutando con aquella humillació n! —Tu lengua viperina será tu perdició n, dolcezza mia, pero

 

te aconsejo que no pierdas energí as en algo de lo que sabemos que te resulta intrigante, excitante.

 

—Encima se creerá que le estoy


agradecida por esta estupenda idea y, en consecuencia, que me someteré a usted, signore. —Sacó las hojas del contrato y las rompió una a una—. ¡ Có mo se atreve a proponerme esta basura! ¡ A desear que sea su amante cuando me detesta!

 

Su sonrisa-ponzoñ osa se asomó má s amplia en su boca mientras la observaba con mordacidad.

Se levantó de su improvisado asiento.

—Puede que así sea fuera de la cama, pero cuando te tengo en ella, me vuelves loco. Ademá s, tampoco necesito un documento legal para hacer contigo todo lo que quiera, preciosa.

—¡ Arrogante patá n! ¡ Neandertal salido de la cueva má s vetusta y ló brega…!


—¿ Has terminado ya de insultarme? Porque tengo una reunió n sustancial esta tarde en la empresa a la que no puedo faltar, pero antes… —Apretá ndola contra é l, estrelló sus labios hambrientos contra los de ella e intentó abrirse paso con la lengua hacia el interior de una boca incitante.

Mariam apretó los puñ os contra su ancho pecho dispuesta a empujarlo, pero por alguna extrañ a razó n, no lo hizo.

Aquello era el colmo de los colmos.

—Hací a añ os que no disfrutaba tanto del sexo como lo hice anoche contigo, cara.

—Comenzó a subirle el vestido para ahuecarle las nalgas con las manos. Bajó la cabeza y rozó con sus labios el pulso que latí a acelerado en el cuello de


Mariam—. Estar enterrado dentro de ti y sentir como tu tierno e inexplorado interior luchaba por aceptarme al completo, ha sido una de las mejores experiencias sexuales que he tenido jamá s

—¡ Calla! No me hables de esa forma.

—Las rodillas se le aflojaban. Si no se caí a era por é l la sujetaba.

É l alzó el rostro y la miró a los ojos. Clavó sus largos dedos en el trasero de la joven y la apretó contra la prueba de su excitació n.

—¿ Qué no te hable có mo? ¿ Có mo un hombre hablarí a a su amante? ¿ A la mujer con la que se acuesta? Con la que tiene sexo

—¡ Ya basta! —Lo encaró, empujá ndolo


ahora sí, antes de que fuera demasiado tarde.

—No tan rá pido, piccola. —É l la sujetó antes de que pudiera escapar.

Mariam se retorcí a en vano, intentando liberarse de las manos que la apresaban.

—¡ Dé jame marchar!

—¡ Esconde tus uñ as pequeñ a fiera! — Le desgarró el vestido hasta la cintura y le quitó el sujetador. Ella intentó morderle una de las manos y é l, maldiciendo, la arrojó al largo sofá que ocupaba la estancia—. ¡ Ahora escucha bien lo que tengo que decirte!

Tapá ndose rá pidamente los pechos con los brazos lo miró con sus ojos agrandados.

—A-anoche te di lo que querí as. Me


entregué a ti dó cilmente. Pero hoy… por favor, no me hagas esto otra vez.

—¿ El qué no quieres que te haga, preciosa? ¿ El amor? — interrogó, cí nico

—. No te preocupes, cariñ o, lo que tenemos tú y yo, solo es sexo. — Quitá ndose la chaqueta apunto, serio— No vas a irte a ninguna parte, cara, y mucho menos con mi hijo.

Aquel hombre debí a tener complejo de Stripper, pensó con angustiosa ironí a Mariam.

¡ Todo el santo dí a se la pasaba desnudá ndose!

—Te quedará s conmigo y complacerá s todos y cada uno de mis caprichos en el dormitorio. No es un pedido, no es una


sugerencia, es lo que hará s.

 

Ella lo contempló intranquila.

—Pe-pero yo no sé …

Se desabotonó la camisa, y sin quitá rsela, se acomodó sobre

 

el silló n, recostá ndose ligeramente. Atrajo a Mariam hasta colocarla encima de su cuerpo.

 

—Eso no me importa, al contrario. Me seduce la idea de ser tu mentor y enseñ arte todo lo que sé y me gusta en el sexo. —É l tomó una de las manos de Mariam y la guió hasta el duro bulto de sus pantalones. Sonrió al ver como ella se ruborizaba—. Como recompensa, prometo que te haré gemir y gritar,


desvergonzadamente de placer, en mis brazos.

 

—No eres má s que un cerdo engreí do.

 

Vicenzo sonriendo, puso un dedo contra sus labios, interrumpiendo los insultos.

Dio mio, llevo todo el maldito dí a ansioso por tenerte así, desnuda, caliente… —La deslizó má s sobre é l para tener mejor acceso a su objetivo, y despacio, de manera deliberada, succionó y lamió sus pezones mientras le recogí a el vestido entorno a las caderas y colaba una mano hasta encontrar los pliegues de su sexo y acariciarlos—. Está s hú meda, cariñ o.

Así que deja de engañ arte a ti misma. Deseas esto tanto como yo.


Arqueando el cuello no pudo evitar jadear.

—Desabró chame el pantaló n Mariam. Quiero sentir como tus pequeñ as manos acarician mi miembro.

—Enzo… es solo mediodí a… podrí an llamar a la pu-puerta… —Continuó resistié ndose, pero pronto, cuando comenzó a sentir có mo la excitació n ardí a entre sus muslos, obediente, le empezó a desabrochar el botó n y a bajar la cremallera de los pantalones, anhelando tenerlo entre los dedos, en la boca y dentro de ella.

Y lo odió. Odió sentir eso y odió a Vicenzo por hacé rselo sentir.

 

Vicenzo Riccardi era como un maldito


robot. Un autó mata que podí a cabrearse, pero su furia siempre detonaba gé lida, calmada.

 

Y su padre lo sabí a.

Quizá s, porque despué s de todo, eran demasiado parecidos. —Mariam no es la madre bioló gica de mi nieto, sino la que

 

fuera su mejor amiga: Judith Melian.

¿ Qué tienes que decir a todo esto, hijo?

—preguntó un implacable Callisto Riccardi, moviendo su silla de ruedas cuando vio entrar al salotto de su mansió n a su hijo.

 

Las facciones frí as de Vicenzo se marcaban demasiado, teniendo en cuenta


que hací a solo una hora habí a estado de lo má s dichoso y relajado con Mariam en sus brazos: primero en el despacho y luego en el dormitorio.

 

—En efecto, Judith Melian es la madre natural de Daniele. —Caminó hasta el mueble bar y sirvió dos tragos—. Fui yo quien le propuso a Mariam, que por el momento y mientras se legalizaba todo este asunto burocrá tico para reconocer legal y oficialmente a mi hijo como un Riccardi, guardara silencio.

 

Extendió una de las bebidas a su padre y tomó un largo trago de la suya.

—¿ Y qué pinta entonces Mariam en todo este asunto? ¿ Por qué hacerla pasar como la madre de mi nieto?


—Porque es la ú nica madre que conoce mi hijo… por el momento —añ adió, desechando indagar má s en el tema—. Y porque la prensa sensacionalista, á vida de morbosos titulares, convertirí an nuestras vidas, y sobre todo la de Daniele, en un auté ntico infierno. Mí primer y ú nico heredero: hué rfano, nacido de una aventura de una sola noche y con una mujer a la que ni siquiera puedo recordar —enumeró, con sarcasmo.

Se produjo una breve pausa.

—¿ Está s cien por cien seguro que es un Riccardi? —quiso saber Callisto, entrecerrando los ojos.

—Lo estoy —asintió, dá ndole una palmadita a su padre en el hombro—.


Las pruebas de ADN así lo atestiguaron. Daniele es un Riccardi.

—Y ni siquiera hubiesen sido necesarias esas pruebas — Irrumpió una inesperada voz: Valente—. El pequeñ o Daniel es la viva imagen de mi hermano a su edad. Cada dí a que pasa se parece mucho má s. Aunque espero por su propio bien y por el de los demá s, que se quede solo en eso: en un parecido fí sico.

El impecable traje oscuro, el maletí n, la actitud profesional de viejo sabueso y el sujeto que lo acompañ aba, un hombre que miraba con ojos brillantes todo cuanto habí a a su alrededor, fueron má s que suficientes para saber, que Valente Riccardi estaba allí ese dí a, má s que


como hermano, en calidad de abogado.

—Este es el signore Javier Carballo. Hubo un silencio prolongado y absolutamente todos visualizaron la furia violenta que se dibujaba en el rostro de Vicenzo en esos momentos.

 

—Sé quié n es este, signore —exclamó, subiendo el tono varias octavas, agradeciendo haber logrado sonsacarle a la pequeñ a mentirosa algo má s de informació n ese dí a, en la relajante calma del deseo satisfecho despué s de hacerle el amor por segunda vez—. El bastardo que intentó coaccionar a Mariam, y como no lo consiguió, ha decidido salir hoy de su inmunda cloaca y probar fortuna por otro lado.


Ofendido e indignado, Javier protestó:

—¡ No tengo porque permitir que calumnien cuando solo he venido aquí a desenmascarar a esa tramposa zorrita…!

 

—¡ Maldito hijo de puta! —Empezaba a perder los estribos, y tuvo que ser su hermano quié n lo sujetara para que no saltara encima de ese malnacido y ejercitara los puñ os en su cara.

 

—Veo que a puesto en prá ctica sus mañ as de furcia tambié n por aquí. Como hace siempre con todos…

Javier Carballo quedó enmudecido cuando fue levantado en volandas y empotrado contra la pared. Fuera de sí, Vicenzo encerró en torno al cuello del españ ol una de sus enormes manos y


empezó a apretar sin piedad.

Miembros de la seguridad personal de la mansió n Riccardi entraron como toda una avalancha al salotto. Valente con un simple gesto les ordenó que no intervinieran, por el momento.

—Anoche… —Enterró má s cruelmente las manos en torno a la garganta—.

¡ Anoche la tuve por primera vez en mis brazos y tomé su inocencia! ¡ Así que miserable gusano, no te atrevas a seguir arrojando asquerosas mentiras sobre ella! —rugió, furioso.

Aflojando la mano. El cuerpo de Carballo se derrumbó a sus pies entre toseos y jadeos, esforzá ndose por llenar sus pulmones de aire. Le asestó una patada en los riñ ones que casi lo


hicieron escupirlos por la boca.

—Llevá roslo de mi vista antes de que cometa una locura y me ensucie las manos con un despojo humano como esta basura. —Ordenó Vicenzo, temiendo que podí a perpetrar un homicidio allí mismo… delante de muchos testigos.

Despué s de varios gruñ idos y de muchas maldiciones por parte de Carballo mientras le mostraban el camino de salida con muy poca amabilidad, cuando la estancia quedó en un tranquilo mutismo, Callisto posó su mirada autoritaria y penetrante en su hijo mayor.

—Vicenzo, espero que seas consecuente con tus actos y tomes a esa jovencita como esposa cuanto antes. No solo por lo que sucedió anoche entre ustedes,


sino porque es la ú nica madre que conoce mi nieto. El amor y la devoció n que esa muchacha demuestra por Daniele, es indiscutible. Y supongo que igualmente será una excelente esposa. Es bonita, educada, y acabas de comprobar al ser su primer amante, que nada promiscua.

Vicenzo no respondió. Permaneció quieto y en silencio. Totalmente inmó vil. Su rostro estaba surcado por lí neas de amarga furia y tristeza.

 

¿ Casarse con Mariam?

No, de momento no necesitaba ponerle una alianza en su dedo anular para obtener de ella todo lo que querí a.

Capí tulo 17


Mariam se reprendí a a sí misma:

¿ Alguna vez podrí a eliminar del todo la sensació n de culpabilidad y de mujerzuela que la asaltaba? Sacudió la cabeza. ¿ Y para qué diantres castigaba a su mente con ese absurdo interrogatorio cuando conocí a las respuestas?

La clave para recuperar la paz en su vida tení a nombre y apellido: Vicenzo Riccardi.

Habí an trascurrido varias semanas desde que la verdad sobre el origen de Daniel saliera a la luz. Casi un mes donde habí a dejado de ser una joven con una inexistente vida sexual a convertirse en la amante de un hombre. Un hombre que le habí a gritado que la despreciaba.


Pero eso, al parecer, no le impedí a usarla a su antojo, poseyé ndola, y en repetidas ocasiones, todos los dí as. Ingenuamente creyó que pronto se cansarí a de ella, pero el italiano parecí a no tener suficiente jamá s.

Ademá s, para rematar, se habí a inmolado sola, dá ndole al enemigo la mejor arma de destrucció n posible, cuando en esos momentos de pasió n, atrapada por su propia sexualidad, se entregaba a é l por completo, sin restricciones. Y mientras Vicenzo hací a de aquellos encuentros un acto de lujuria sin sentimientos, Mariam sin embargo, le hací a el amor.

—¿ Qué opinas? ¿ Te gusta? —preguntó Vicenzo a su lado, indiferente, con las


manos en los bolsillos de su traje azul oscuro.

Ese dí a la habí a llevado a visitar una magní fica y bellí sima mansió n a las afueras de Roma que vergonzosamente le resultaba demasiado familiar. Igual que la empleada de la inmobilaria que les mostraba la vivienda. Una mujer morena, atractiva y sobretodo y aparentemente, felizmente casada,

¡ La maldita foto de Gia Carusso!

¡ La Barbie Malibú, por lo visto, habí a resultado ser igual o má s embustera que ella misma!

No entiendo que hacemos aquí.

Estoy pensando en adquirirla.

¿ Pero por qué? —Lo miró asombrada. Ella suspiró, notando que Vicenzo tení a


las mandí bulas tensas—. Perdó n, no es asunto mí o.

En eso coincidimos, cara: no es asunto tuyo. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿ Qué te parece la mansió n?

Mariam se mordió el labio. Tuvo ganas de gritarle que si no era su problema saber el por qué de esa posible compra, tampoco tendrí a que opinar en sí le gustaba o no, pero decidió ser prudente y mantener las formas.

—Tres plantas, fá cil acceso a la ciudad a pesar de estar en medio de bosques y colinas. Numerosas habitaciones para dar y regalar. Un pequeñ o arroyo.

Anexos a la casa principal…

É l extendió los brazos, como si le molestara que ella no se tomara en serio


todo aquel asunto de la casa.

—No te estoy pidiendo un aná lisis del inmueble, solamente te estoy preguntando sí te gusta o no.

Ella respiró hondamente, observando el entorno. Era má s impresionante de lo que habí a imaginado desde el exterior cuando llegaron. La vivienda era gigantesca y la decoració n exquisita.

Aquel lugar era opulento pero sin caer en el saturado exceso. Los suelos de má rmol negro y blanco relucí an con la luminosidad que despedí an los muchos ventanales que se alzaban desde el piso hasta el techo. Los pasillos parecí an galerí as y conducí an a estancias colosales.

¿ Qué si le gustaba? Aquella edificació n


era un sueñ o. —Sí, es fantá stica — contestó finalmente, incó moda mientras é l inclinaba la cabeza hacia un lado como si reflexionara su respuesta.

Sonrió mecá nicamente y luego volvió a ignorarla. ¡ Qué novedad!

Veinte minutos má s tarde recorrí an la planta que albergaba el dormitorio principal de la enorme vivienda y Vicenzo se sentí a duro. Su incontrolable miembro parecí a no querer darle tregua jamá s. Habí an transcurrido varias semanas desde que comenzara a acostarse con Mariam y lejos de disminuir su deseo por ella, cada dí a que pasaba la ansiaba mucho má s.

Aú n ni siquiera era media tarde y ya la habí a poseí do dos veces. Un nú mero que


tal y como habí a venido sucediendo hasta entonces y todos los dí as, aumentarí a su cifra antes de que llegara la medianoche. Ese irrefrenable ritmo sexual, teniendo en cuenta que é l pasaba muchas horas en su empresa, demostraba y por mucho que lo odiase, cuando estaba cerca de esa mujer se convertí a en un maldito drogodependiente de su cuerpo.

Dando un brinco, sin esperá rselo, Mariam sintió como un cuerpo fuerte y alto se pegaba a su espalda y la envolví a en sus brazos. El olor masculino, mezclado con un carí simo perfume, las manos que recorrí an descaradas su cintura y pechos y los labios que besaban su cuello, eran inconfundibles a


esas alturas.

—¿ Qué … qué está s haciendo?

—Pienso que es evidente, ¿ no crees? Me dispongo a hacerle el amor a mi… amante.

—Pe-pero aquí no. Podrí a venir alguien y ve-vernos —balbuceó, horrorizada ante la simple idea.

É l la empujó contra una pared y comenzó a subirle la falda del vestido para bajarle las braguitas. Paseó los dedos por su suave hendidura, notando con satisfacció n como se humedecí a bajo su tacto y se estremecí a, respirando entrecortadamente.

—Nadie nos interrumpirá y acabaremos enseguida. Será algo rá pido. Te deseo aquí y ahora y no puedo esperar a que


lleguemos al apartamento.

—Enzo, por favor, no…

—Deberí as agradecer que me enloqueces en la cama y me haces arder de deseo como si fuera un maldito bastardo al que han privado de sexo durante siglos, cara, porque mientras siga sin tener suficiente de ti, te conservaré en nuestras vidas. A mi lado. Satisfaciendo todas y cada una de mis necesidades sexuales.

Inmó vil, totalmente paralizada, y con la voz má s frí a y serena que el nudo en su garganta le permitió, le espetó:

—No me hables como si fuera una de tus prostitutas.

—¿ Una de ellas? —respondió é l con cinismo, liberando su enorme erecció n


de los pantalones y guiá ndola hasta el portal palpitante de ella, hacié ndola estremecer—. No, dolcezza mia. De momento eres la ú nica que ostenta tal merecedor honor.

Las palabras de Vicenzo atravesaron a Mariam como la afilada hoja de un cuchillo.

—Te odio —rechinó tanto sus dientes que é l pensó que iba a rompé rselos—. No te imaginas cuanto.

—No tanto como yo a ti, mi pequeñ a farsante. —Y con un potente empujó n la penetró, una embestida potente hasta el fondo que la hizo, y aunque no quisiera, abrazarse a los anchos hombros masculinos para no desmayarse.

Con la mandí bula apretada, é l mantuvo


su inmisericorde mirada puesta en la vidriosa de ella, e ignorando su expresió n de sufrimiento y decepció n, empezó a entrar y salir de ella con violencia.

Manteniendo el cuerpo de la joven prá cticamente en vilo contra el suyo, los largos dedos de Vicenzo se clavaron descorté s en las caderas femeninas para alzarlas y deslizarlas por su hinchado miembro, marcando un ritmo tosco, desatento.

Cuando los primeros gemidos y jadeos que Mariam tanto habí a luchado por silenciar escaparon de sus labios, lá grimas de derrota y humillació n resbalaron por sus mejillas. É l, lejos de ablandarse, se hundió má s duramente en


su oprimida vagina y la poseyó como un auté ntico bá rbaro, manteniendo en todo momento sus ojos fijos en los de ella, sin besos ni caricias, solo puro y duro sexo.

Sintiendo como Enzo se moví a dentro de ella, inagotable, la joven pensó que si aquella era la mejor forma que tení a de recordarle lo que ella significaba en su vida, llegaba demasiado tarde. Sabí a de sobra que para é l era y siempre serí a una concubina que mientras lo mantuviera caliente, le permitirí a quedarse en su hogar… cerca de Daniel. Quiso sollozar, destrozarse sobre sus brazos y no despertar jamá s para no ver en el infierno que se habí a convertido su vida. Su preciosa vida. Atrá s quedó toda


esa comprensió n, todo ese fervor de algo má s, todo ese deseo de ser, realmente una familia.

¿ Aú n tan cré dula, Mariam? Idiota.

La idiota era ella por no darse cuenta de que lo que Enzo siempre quiso fue solo su cuerpo. Nada má s. Negó. Mariam comprendió una cosa: é l nunca la perdonarí a, por má s justificació n ló gica que tuviera. Enzo odiaba la mentira, y sea como sea ella le habí a mentido.

Cuando el acto terminó, é l se alejó, soltá ndola como si fuera cualquier meretriz que hubiera recogido en la esquina que cualquier calle. Ella evitó sentir, evitó que aquello la perforara por dentro, destrozá ndola má s. Se acomodó la ropa y cuando é l la observó,


murmuró:

—Mi ú nico pecado es amar a tu hijo como si fuera mí o —É l la observó con mirada endurecida. Mariam siguió, muy dolida—. ¿ cuá l es el tuyo, Enzo?

 

Despué s de visitar a primera hora de la tarde la mansió n que en breve serí a suya, de poseer a Mariam como un auté ntico canalla y dejarla má s tarde en su apartamento, sin dirigirse ni una sola palabra y viendo su expresió n inocente herida, Vicenzo estaba de un humor de perros cuando estuvo de vuelta por segunda vez ese dí a en las empresas Riccardi.

 

No podí a creer que su furia habí a llegado a tanto como para tomarla así,


para alejarse luego de ella y tratarla…

¡ Si, Cazzo! É l trataba mejor a las prostitutas que solí an colgarse de sus brazos cada noche, de lo que habí a tratado a Mariam. Su Mariam. ¡ Y que el maldito infierno se congelara si es que é l no estaba seguro que esa mujer era suya en cuerpo y alma!

 

“¿ Cuá l es tu pecado, Enzo? ”

Aquellas palabras que habí an sido deshilachadas de la queda voz pedida y apagada de Mariam le seguí an dando vueltas por la cabeza. No habí a tenido valor para decirle nada, solo para verla partir y sentir có mo el calor de su cuerpo bajaba.


¿ Su pecado?

 

Ser un figlio di puttana. Hacerle dañ o a una mujer que darí a todo por…

¡ Por mí no!

¡ Me mintió, se burló de mi en mi propia cara! ¿ Y quié n cuidó añ o y medio de Daniele? ¿ Quié n veló por é l, quié n pasó noches sin dormir cuando cayó enfermo, tú?

Su estú pida consciencia estaba atormentando al atormentador. Quiso lanzar un bramido, pero en lugar de eso, colocó las manos en sus sienes y apretando un poco, siguió el recorrido hacia la ú nica instancia dó nde podí a olvidar, por unos minutos, su comportamiento. Su oficina.


Estuvo a punto de abrir la puerta, cuando se cruzó en los extensos pasillos con su hermano. Aquel erudito, un perfecto caballero de armadura brillante, comenzaba a ser má s esclavo del trabajo que é l mismo, por muy imposible que pareciera.

—Has vuelto —exclamó Valente—. Pensé que por una vez y para variar, pasarí as la tarde con Mariam y mi sobrino. —He visto a mi hijo y he pasado algunas horas con Mariam.

 

La expresió n acerada de los ojos de Vicenzo bastarí a para advertirle a Valente que pisaba terreno peligroso, pero el muy maldito jamá s se guardaba nada.


—Sí, de eso estoy seguro. Pero yo me referí a a pasar tiempo juntos, en familia, no a si has ido a darle la papilla a Dani y de paso y como habitualmente a acostarte con su madre…

 

—¡ Ella no es su madre!

 

El rostro de Valente se enfureció aú n má s. Apretó la mandí bula con fuerza y cerró los puñ os.



  

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