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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 4 страница



La mujer de cabellos claros rió y las pequeñ as arrugas de su rostro se hicieron má s manifiestas.

—Es maravillosa, Enzo. No te pareces nada a todas esas desvergonzadas y aduladoras que merodean constantemente a tu alrededor…


—Zia Iné s… —empezó a censurarla su sobrino. Ella lo ignoró.

—¿ Me dejas cargar a Daniel? — Asintiendo, puso al pequeñ o en brazos de la dama, quié n lo sostuvo y estudió con adoració n—. Oh, es todo un hombrecito hermoso. Todo un Riccardi. Dime, querida, —sin dejar de admirar y complacer al bebé que tení a en brazos, quiso saber—: ¿ có mo ha conseguido este donjuá n refunfuñ ó n que tengo por sobrino conquistar a una muchachita como tú?

Una arrebatadora sonrisa curvó los labios de Vicenzo al tiempo que sus increí bles e enigmá ticos ojos verdes brillaron.

—Sí, dolcezza mia, cué ntale a mi Zia


có mo acabamos perdidamente enamorados y lo mucho que… —Se acercó y colocá ndose por detrá s, la atrajo contra su cuerpo, amarrá ndola con un brazo por la cintura. Ella deseo acuchillarlo—. Lo mucho que conectamos… desde el primer instante. La joven tembló y abrió desmesuradamente los ojos. Levantó la barbilla y se encontró con la sonrisa socarrona de Vicenzo.

—Fue… fue… en un dí a.

—Una noche —corrigió é l. Sus largos dedos rozaron la parte inferior de uno de sus pechos y ella se clavó las uñ as en las palmas de las manos.

—Sí, una noche. Nos conocimos, charlamos…


—Y como debí beber, por lo visto, má s de la cuenta esa noche —la interrumpió, estrechá ndola má s contra é l, pasá ndole los brazos justo por su busto. Su voz continuó, cí nica—: Mariam, tan dulce como es, decidió enseñ arme el camino de regreso al hotel. El resto ya te lo puedes imaginar, Zia. Como digno hijo de padre, me aproveché de la amabilidad de esta anegada y sacrificada criatura virginal. Por ese motivo tenemos a Daniele hoy aquí, con nosotros.

Sin cortarse en lo má s mí nimo deslizó una mano hasta el trasero de la chica y lo sobó a su antojo. Mariam apretó los dientes y deseó poder darle un codazo…

¡ o mejor aú n! Un rodillazo donde má s le


iba a doler.

—En cuanto la vi —siguió é l, sin dejar de manosearla y sin abandonar el tono iró nico de su voz—, supe que serí a para mí, y me juré que no descansarí a hasta convertirla en mi mujer y algú n dí a en la madre de mis hijos. —Inclinó el rostro para susurrarle al oí do… pero asegurá ndose que su tí a lo escuchara—: Siento, cara, no haber tenido paciencia y respetar tu inocencia hasta que te pusiera una alianza en el dedo.

La anciana mujer los contemplaba con novelero regocijo mientras arrullaba en sus brazos a un Daniel que habí a encontrado un nuevo entretenimiento en su collar de perlas.

—Oh, es tan romá ntico. Espero tesoro


que mi sobrino fuera todo un caballero, ya que no tuvo la precaució n de respetar tu virtud.

¿ Virtud? ¿ Le estaba hablando de sexo?

¿ De su primera e inexistente primera vez? Santo cielo, esto debí a ser una pesadilla.

Los dientes le rechinaron. No, no asfixiarí a a ese cretino con la almohada,

¡ sino con una de los pañ ales usados de Daniel!

En el instante que Iné s abandonó la habitació n con Daniel para procurarles algo de intimidad, despué s de tragarse una a una la sarta de mentiras que su sobrino habí a tenido la desfachatez de soltarle a la cara y sin ni siquiera pestañ ear, Mariam dio un fuerte pisotó n


con su pie descanso al italiano. Doblá ndose, sofocó un quejido cuando casi creyó desmayarse de dolor. Parecí a que hubiese pateado una pared de ladrillos.

—Deberí as tener má s cuidado, piccola, y mirar bien por donde pisas. — Vicenzo, con ojos rientes, intentó tomarla en brazos pero ella se escurrió de entre sus brazos.

—Lo que deberí as hacer es atar esos tentá culos que tienes por manos. ¡ Como vuelvas a tocarme el culo o los pechos te aruñ aré sin importarme quié n esté delante!

Vicenzo no se esforzó en lo má s mí nimo por ocultar su cí nica sonrisa.

—¿ Eso es una advertencia o una


promesa, fierecilla? Porque deberí as saber que la simple idea de imaginarte aruñ ando mi piel me excita al má ximo. Con el rojo tiñ endo por milloné sima vez esa noche sus mejillas y negá ndose a descender los ojos hasta la entrepierna masculina, la joven con toda la dignidad del mundo, se enderezó y salió de la habitació n. El pie aú n le palpitaba de dolor.

¡ Ojalá hubiese llevado tacones! Capí tulo 6

Bajo a la atenta mirada de Mariam, Vicenzo soltaba de la silla para bebé s de su nuevo y flamante volvo familiar plateado a Daniel y lo cogí a en brazos.


La joven apretó los labios para no reí rse. El italiano tendrí a que comenzar a guardar bajo llave la colecció n de coches deportivos, no aptos para bebé s, que poseí a repartidos por sus muchas propiedades.

 

Se le habí a acelerado el corazó n y encogido el estó mago ante la bonita estampa que formaba ese hombre ejerciendo de feliz papá.

 

—Si logramos salir ilesos de esta visita

—comenzó diciendo é l, robando el bolso cambiador de las manos femeninas y colgá ndolo sobre uno de sus hombros— y la bruja malvada de Regina no nos sirve como primer plato en su almuerzo, prometo que cuando


podamos huir, nos iremos a exorcizar a la primera heladerí a que encontremos.

¿ Qué os parece?

 

Ante semejante ocurrencia, una risita será fica escapó de los labios de Mariam.

Ma come, Daniele —exclamó Vicenzo a su hijo, fingiendo sorpresa—.

¿ La tua mamma sorride? —Se detuvo un momento y rodeó con el brazo libre a la joven. Incliná ndose le susurró al oí do, nada serio—: Pensé que seguí as molesta conmigo por lo de hace dos noches cuando nos visitó Zia Iné s. Incluso habí a llegado a creer que nunca serí a acreedor de alguna de tus encantadoras sonrisas, piccola mia.


Sonrió satisfecho cuando la vio ruborizarse. Mantenié ndola apretada contra é l, comenzaron a subir las grandes escaleras que conducí an al interior del Palazzo Riccardi. Una enorme construcció n que se encontraba en medio de los bosques que poblaban las colinas, lejos del calor y del bullicio de Roma.

 

Aquel era el hogar donde Vicenzo, hué rfano de madre, habí a crecido. El mismo al que llegarí a Valente cuatro añ os má s tarde, fruto de un segundo matrimonio catastró fico de su padre con alguna aprendiz a interprete, y el mismo en el que apenas un añ o despué s aparecerí an por ú ltimo Varian y Veron,


unos gemelos nacidos de una aventura extramatrimonial de Callisto Riccardi que habí a puesto punto y final a su unió n con la aspirante a actriz.

 

Unos ojos verdes tan inusuales y parecidos a los de Vicenzo y Daniel, se agrandaron y impactaron sobre ellos nada má s entrar al saló n, luego se entrecerraron.

 

—Callisto… —dijo Vicenzo a modo de saludo, con Mariam pegada a su costado y cargando aú n en los brazos a su hijo.

El hombre, que debí a rondar los setenta, aú n conservaba rastros de unas facciones y atrayente porte, que sin duda, habí a causado serios estragos en su juventud.


Mariam supo inmediatamente entonces de quié n habí a heredado Vicenzo, incluso Valente, su dolorosamente sobresaliente atractivo. De aquel señ or que postrado en una silla de ruedas aú n mirada al mundo con aire de suficiencia y preponderancia. De mandato.

—Así que es cierto —respondió el anciano. Su tono parecí a destinado a herir—. Has tenido un hijo y ademá s de una relació n que te has esmerado, y por los titulares de la prensa yo dirí a que extraordinariamente bien, en mantener en secreto.

Vicenzo pareció ponerse tenso con las intencionadas palabras de su progenitor. Y como si no le gustara seguir escuchando a su padre y ni mucho menos


le agradara su compañ í a, cambio de tema:

—Mariam, te presento a Callisto Riccardi. Mi padre.

Agradecida por haberse puesto para esa ocasió n un sencillo y elegante traje beige de estilo hippie hasta los tobillos y no unos simples vaqueros y blusa, caminó erguida y con una encantadora sonrisa hasta el hombre y le ofreció la mano.

Signore Riccardi, encantada de conocerlo.

El anciano aceptó la pequeñ a mano y se la beso sin quitarle los ojos de encima, examiná ndola.

—Es una ragazzina bellissima, Vicenzo. Tiene la presencia de una dama


y los atributos que sin duda enloquecerí an a un hombre en una alcoba. Te felicito, hijo mí o.

—Callisto —le advirtió Vicenzo entre dientes.

Y como si no soportara que su progenitor disfrutara de la visió n y cercaní a de la chica, Vicenzo se aproximó a ellos.

—Y este es Daniel.

Callisto enarcó sus canosas cejas.

—¿ Daniel? Es un nombre españ ol…

—¿ Tienes algo que objetar padre? — bufó Vicenzo, con cruel cinismo—. Le recuerdo que su primera esposa, mi madre, era españ ola. Incluso la madre de Varian y Varon lo era. ¿ O es que tambié n ha olvidado ya a la aventura de


turno que le vendió a sus hijos como si fueran simple mercancí a y que le costó un matrimonio?

—Es un Riccardi, sangre de sangre, mi primer nieto, y ademá s un heredero varó n, deberí a llevar un nombre italiano como corresponde.

Mariam suspiró. Robó a su bebé de los brazos a Vicenzo y observó resignada como aquellos dos testarudos hombres continuaban en su tira y afloja de comentarios hirientes. Aquello comenzaba a parecerse cada vez má s a un Falcon Crest a la italiana.

Despué s del delicioso y opulento almuerzo que les sirvieron en el comedor, Callisto Riccardi habí a insistido en que salieran a pasear o


reposar la comida envueltos entre la calma y la embriagadora fragancia de los muchos jardines que rodeaban el Palazzo.

El anciano, que no parecí a ser del todo el ogro que sin duda veí an los ojos de un resentido Vicenzo, daba claros indicios de estar má s que encantado en su nuevo papel de abuelo, ya se habí a adelantado con el pequeñ o Daniel a los exteriores mientras ellos, rezagados, aú n continuaban por el comedor.

Dispuestos a reunirse con el anfitrió n y con su pequeñ o, de vuelta al saló n, se dirigí an hacia la terraza que tambié n comunicaba directamente con esa á rea de recreo y esparcimiento de la mansió n, cuando una sofisticada y


espectacular rubia apareció e ignorando su presencia, caminó directamente hacia Vicenzo. Al llegar hasta é l, echó los tentá culos alrededor de su cuello y descarada, no dudo en restregarse “sutilmente” contra su cuerpo.

—Vicenzo querido, que inesperada y agradable casualidad encontrarte por aquí.

A Mariam le chispearon los ojos.

¿ Inesperada casualidad encontrá rselo allí? ¿ En la mansió n Riccardi?

¡ Por el amor de Dios! Extrañ o serí a si estuviesen visitando al charcutero del pueblo un domingo por la tarde en su dí a de descanso, ¡ no a su padre!

Su inesperado e inexplicable enojo no mejoró cuando, con gesto displicente y


sin ni siquiera mirarla, la rubia con minú scula falda, ordenó:

—Querida, podrí as traernos algo para tomar…

—¿ Perdó n? —Tuvo ganas de sacudir por la larga melena a la relamida barbie.

—Gia —comenzó diciendo Vicenzo mientras se quitaba de encima la garrapata que se aferraba a su cuello—, Mariam no trabaja en esta casa.

—Ah, ¿ no? ¿ Entonces que está haciendo en el Palazzo Riccardi?

—Ha venido conmigo. Yo la he invitado.

Por primera vez desde que llegara los ojos azules de Gia Carusso se posaron en ella, estudiá ndola. Probablemente sopesando si serí a una presumible rival


o no. La sonrisilla que dibujaron sus carnosos labios exteriorizaron su resolució n: no, no la veí a como una digna competidora.

Procurando guardar la compostura y como si ella siguiera sin estar allí, interrogó a Vicenzo, con voz suave:

—¿ Una nueva secretaria? ¿ Asistenta personal?

—En lo que está jugando a los acertijos con Enzo —contestó Mariam, arrastrando adrede el nombre—, ¿ por qué no me interroga directamente a mí?

—Y bien Mariam —comenzó la excitable rubia, arrojá ndose de nuevo a los brazos masculinos—. ¿ trabajas para Vicenzo de algú n modo? Y me refiero fuera de su dormitorio.


—¡ Ya es suficiente, Gia! —explotó Vicenzo, al tiempo que se liberaba de los dedos que lo aferraban.

La rabia se habí a apoderado de Mariam. Sabí a que debí a ignorar los delirios diurnos de la barbie descarriada. Pero, por algú n motivo, hirieron su orgullo.

Estaba a punto de ponerla en su lugar cuando Daniel entró tomando de la mano a Regina.

—Mami quero mi osito —parloteó haciendo un encantador puchero—. Papi…

Mariam le lanzó una mirada llena de advertencia a Vicenzo para que no se acercara ni a ella ni a su hijo. Tomó en brazos a Daniel en un gesto protector, y este, curioso con el llamador de á ngeles


que su madre lucí a colgado de su cuello, lo cogió entre los deditos, y se llevó la bola de oro blanco a la boca en un intento de morderla.

—Cariñ o, no te metas eso en la boca — le reprendió cariñ osa Mariam a su hijo, quitá ndole la joya de su alcance. El pequeñ o dejó caer la manita en el valle de sus pechos y la dejó ahí. —¿ Ya te está n creciendo las muelitas, amore?

A su lado, Vicenzo no puedo evitar fijar la mirada en su hijo; en la mano de su hijo que jugaba no solo con el colgante de su madre, sino tambié n con uno de aquellos turgentes pechos que é l mismo deseaba acariciar. Su pequeñ a mano descansaba en el lugar dó nde é l mismo querí a pasá rselo en grande. Sintió una


incó moda dureza ante el pensamiento. Estaba celoso de que su hijo, ¡ De su propio hijo! Como si tuviera la potestad de hacer, de jugar, de ver y acariciar los pechos de su madre. De su mujer.

¡ Eso le crispaba los ansiosos nervios!

¡ Daniel podí a hacer algo que é l no podí a y deseaba! Oh, cazzo, ¡ É l ya tení a todas sus «muelitas» completas y ni aú n así, Mariam le dejaba acercarse tanto como para tener esas suculentas frutas en su boca! Mariam, poco enterada de todo lo que pasaba por la cabeza de Vicenzo, le quitó la tira del colgante a Daniel y colocó una mano sobre la del pequeñ o. Observó la mirada de Enzo, era intensa, muy intensa. Recordó de pronto, todo el veneno que se estaba


destilando en esa habitació n y no queriendo hacer a su hijo participe, comenzó a retirarse.

—Ven cariñ o, salgamos fuera al jardí n con el abuelito.

Solo segundos antes de pudiera escapar por fin de aquella estancia, Valente Riccardi, llegando inesperadamente y a ú ltima hora a ese dí a en familia, atravesaba la galerí a exterior cuando reparó en todos los allí presentes.

Sonriendo, como si de repente le divirtiera algú n chiste secreto, se limitó a saludar con un gesto de cabeza a su hermano y esperó a que Mariam y su sobrino estuvieran a su altura.

Cuando contempló donde el niñ o tení a posada la mano su sonrisa se ensanchó.


Bella Ragazza —murmuró dulcemente saludando a Mariam. Ella le sonrió en respuesta.

—Valente —Devolvió el saludo. É l se acercó y le colocó un mechó n de cabello que impedí a su visió n detrá s de su oreja derecha—. Eh, gracias.

—Es bueno ayudar —luego, se volvió hacia el niñ o en los brazos de la joven, rió — Daniele Riccardi. ¡ Eres todo un Riccardi, bambino! Pero te aconsejo que dejes de jugar con los pechos de tu mami en pú blico. —De soslayo, observó quedamente el semblante colé rico de su hermano, y añ adió, haciendo sonrojar a Mariam por completo—. Dudo mucho al tuo padre le guste que nos dejes dar un vistazo de


su paraí so.

Cuando Valente desapareció por la puerta con su hijo y mujer… sí, maldita sea, ¡ Su mujer! Vicenzo quiso decapitar a su hermano. La sangre de herví a y necesitó recordarse dó nde estaba y que é l no era un hombre al que le gustaran los espectá culos. Sobre todo cuando eran de celos y vení an directamente de é l mismo! Por todos los demonios, el deseo y la obsesió n por Mariam lo terminarí an trastornando.

Gia se sobresaltó visiblemente cuando Vicenzo una vez solos y tras un largo silencio, le advirtió bruscamente y muy malhumorado:

—Si no quieres que olvide los buenos modales y la caballerosidad que Zia


Iné s se ha dedicado a inculcarme desde la cuna, será mejor que no vuelvas a dirigirte en esos té rminos a la madre de mi hijo, ¿ caspici?

Hubo una pausa provocada por la sorpresa.

—Tu hijo… ¿ ese pequeñ o es tu hijo?

—Así es.

Gia contení a milagrosamente su ira a punto de estallar.

—Creo que no me equivocarí a al confirmar que muchos desconocí amos esta paternidad.

—Nadie salvo yo lo sabí a —mintió, enterrando las manos en sus bolsillos, imperté rrito—. Quise mantenerlo oculto para protegerlos de los medios. Mariam no estaba preparada para convivir dí a a


dí a con la asfixiante presió n de mi mundo y decidimos separarnos.

—Pero ese niñ o debe tener como un añ o y medio, quizá s algo má s —expuso la bella mujer, sin poder creé rselo aú n—. Y tú eres un hombre poderoso, rico y atractivo, muchas harí an lo que fuera para atraparte al precio que sea. ¿ Está s cien por cien seguro que ese niñ o es tuyo?

É l la miró con desagrado.

—Lo estoy.

—¿ Y en qué situació n nos deja ahora todo este asunto del niñ o?

El rostro masculino se endureció aú n mucho má s.

—Tú y yo nos hemos acostado muchas veces a lo largo de este ú ltimo añ o.


Nunca te prometí nada, Gia. Solo se trataba de sexo sin compromiso. Como acordamos.

Cientos emociones atravesaron la cara de Gia Carusso y ninguna era agradable.

—¡ Sí, lo sé! —gritó, malhumorada—.

¡ Como tambié n sé que no he sido la ú nica y que larga lista de amantes podrí a llenar de arriba abajo todas las habitaciones de este Palazzo!

—Baja la maldita voz —la atajó, clavá ndole los dedos en el brazo—. Podrí an oí rnos.

A ella le brillaron de ira sus ojos azules.

—¿ Acaso temes que tu mujercita escuche como te entretení as con otras mientras esperabas a que ella se sintiera preparada para ser una Riccardi? ¿ Eso


hací as querido? ¿ O te acostabas con tus aventuras de una noche o de unas semanas y luego corrí as a meterte en su cama?

É l la soltó con sequedad.

—¿ Qué parte de qué nos separamos hace mucho no has entendido?

Aquella ú ltima replica de é l hizo que Gia sonriera deliciosa y malignamente. Pegó nuevamente su cuerpo grá cil y perfecto contra el alto y fé rreo de Vicenzo.

—¿ Quieres decir que tu relació n con ella es solo y estrictamente como la de padre de su hijo? —preguntó, retorciendo con el dedo la solapa de é l con coqueterí a—. En ese caso, tu y yo podrí amos vernos esta noche, ¿ qué te


parece?

Antes de que pudiese responder si quiera, la belleza rubia ya le estaba comiendo la boca… literalmente, con un ardiente e impaciente beso, tomá ndolo desprevenido.

 

En el otro extremo de la habitació n, justo antes de cruzar el umbral de la estancia, Mariam, completamente paralizada, contemplaba la apasionada escena.

 

Una extrañ a desilusió n la invadió.

 

Complaciendo la “sugerencia” del señ or Callisto al ver que su hijo se demoraba má s de la cuenta, habí a vuelto a por Vicenzo.


Gia y Vicenzo se citaban y solo unos segundos má s tarde, se besaban como dos calenturientos adolescentes sin importarles que alguien pudiese verlos. Sintiendo un fuerte nudo en el estó mago que le retorcí a las extrañ as con sañ a, se dio la vuelta y se alejó a toda prisa. Al llegar a la antecá mara, se detuvo de golpe. No podí an verla en ese estado.

Tení a que recobrarse y mostrarse indiferente.

Apoyó la espalda contra una de las paredes y se abrazó el vientre con los brazos. Cerró los pá rpados.

¿ Por qué diantres sentí a un crudo dolor apisoná ndole en el pecho? ¿ Por humillació n? ¿ Por rabia? Tomó una larga bocanada de aire. Solo tení a clara


una cosa: descubrir a Vicenzo besá ndose y planeando alguna cita secreta con Gia Carusso le habí a afectado má s de lo que deseaba reconocer.

 

Capí tulo 7

 

En cuanto distinguió desde la puerta entreabierta del bañ o la figura escorada sobre la bañ era de Mariam, que entre risas y juegos bañ aba a su hijo, la boca sensual de Vicenzo se curvó en una mueca maliciosa.

 

La tierna imagen despertó en é l un desconocido sentimiento de posesividad. Aquel bebé y aquella mujer eran suyos.


Cruzó el espacio y se acercó a ellos. Mariam alzó la vista y despué s de mirarlo fijamente unos segundos, rompió la conexió n y regresó toda su atenció n de nuevo al pequeñ o, ignorá ndolo.

Vicenzo dejó caer los brazos y cerró los crispados puñ os. ¿ Qué demonios habí a cambiado? Todo parecí a comenzar a funcionar bien entre ellos y de manera inexplicable su relació n volví a a estar como al principio, con una Mariam crispada y posiblemente declará ndole nuevamente la guerra.

¡ Maldita pequeñ a terca!

Se sentó en el borde de la bañ era y acarició la cabecita de su hijo.

—¿ Vas a contarme que sucede o te lo tendré que sonsacar bajo tortura? —


preguntó, volviendo la mirada hacia la joven.

Por má s que quiso no puedo obviar la esplé ndida visió n de su escote. Como habitualmente, llevaba un pantaló n de pijama y una camisa algo ceñ ida y blanca, solo que la de esa noche estaba en gran proporció n mojada. Podí a ver con claridad el tamañ o y forma de sus pechos. No llevaba sujetador.

Una incomodidad se instaló en su entrepierna. Cambió de postura. Por suerte, se habí a puesto tras una ducha un pantaló n amplio de lino y una camiseta.

—¿ Y por qué piensas que me sucede algo?

Habí a dejado caer má s su delicado cuerpo sobre la bañ era para seguir


entreteniendo al niñ o, que revoltoso, no dejaba de chapotear y empaparla de arriba abajo. Vicenzo ahogó un gruñ ido al fijarse como sus erizados pezones se reflejaban contra la fina tela.

Le costó todo un esfuerzo hablar:

—Porque desde que regresamos hace unas horas de visitar a mi padre apenas me has dirigido la palabra, y las pocas veces que lo has hecho te has encargado, y te puedo asegurar que muy bien, de estrangularme con la mirada —con los labios apretados, ella lo encaró.

Vicenzo torció la boca, ocultando una sonrisa—… como ahora. Te ves encantadora con esa expresió n tuya de desear estar dentro de un coche y que yo esté debajo de las llantas.


—¿ Has venido a burlarte de mí? É l respiró hondo.

—Mariam, cué ntame que te ocurre. ¿ Se trata de Callisto? ¿ Te hizo algú n desaire?

En cuanto mencionó el nombre de su padre las manos apretadas en puñ os y los mú sculos en tensió n, no le pasaron desapercibidos a la joven.

—Tu padre se comportó conmigo como todo un caballero. Y no me ocurre absolutamente nada —concluyó.

Agarrando una toalla se levantó y sacó a Daniel de la bañ era. El pequeñ o protestó —. Vamos cariñ o, te saldrá n escamas como permanezcas en la bañ era cinco minutos má s. —De forma tierna, Mariam, hacié ndole al bebé una


pedorreta en la tripita, logró que riera. Al final, Vicenzo se obligó a salir del embelesamiento que ejercí a esa mujer cuando estaba con su hijo. Era una madre maravillosa.

Comprendió que no tení a má s remedio que imponer su autoridad si querí a sonsacarle a esa pequeñ a bruja los motivos de su repentino cambio de actitud, se puso de pie y gritó:

—Beatrice… ¡ Beatrice!

Mariam, con Daniel en brazos y con los ojos muy abiertos, lo miraba poco si hubiera perdido el sano juicio.

—¿ Llamaba el signore? —La discreta y siempre agradable ama de llaves se asomó a la puerta.

Quitó a su hijo de los brazos de una


anonadada Mariam y se lo entregó a Beatrice.

—Encá rgate de Daniele unos minutos, yo tengo cosas importantes que hablar con su mamá.

En el instante que la joven hizo ademá n por ir tras ellos, Vicenzo la sujetó, impidié ndole dar ni un solo paso má s. La lujuria y el dolor fí sico por poseerla se habí an intensificado nada má s tocarla.

—¡ Qué se supone que está s haciendo!

—Tiró desesperadamente de sus brazos para intentar liberarse de las manos que la agarraban con fuerza. ¡ Tú y yo no tenemos nada de qué hablar así que…! É l la atrajo con brusquedad contra su cuerpo e inclinando la cabeza la besó,


silenciá ndola. Cuando Mariam sintió la boca masculina reclamando la de ella, una verdadera explosió n de emociones se desencadenó en su interior.

Un beso. Su primer beso de verdad. Sobresaltada, notó como la boca y lengua masculina se moví an má s urgentes, má s exigentes. Apoyó las manos en sus hombros y lo empujó, nerviosa.

—Yo… —El corazó n le latí a acelerado. Los ojos de un oscurecido tono verde la contemplaron con una mueca cí nica.

Acortó distancias entre ellos, y perfiló con el pulgar los labios femeninos.

—¿ Debo entender, dolcezza mia, que no solo he sido tu primer amante, sino que ademá s tambié n, el primer hombre que


te ha besado? —Má s que una duda, sonó muy seguro de sus sospechas. Dios, aquello era lo que le faltaba: un tanto má s en su ya encopetada vanidad—.



  

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