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PEQUEÑO Y TENTADOR ENGAÑO 11 страница



Pero antes de que llegara al é xtasis, Vicenzo se levantó, y jadeante se posicionó mejor encima de ella y la penetró sin má s demoras.

Ella se arqueó y lo recibió en su estrecha cavidad con dificultad pero con delicioso placer.

É l se detuvo y la miró a los ojos.

—¿ Está s bien?

Con una llorosa sonrisa, ella asintió y entrelazó mejor sus manos a la nuca de é l.

—En mi vida habí a estado mejor. —Le besó la marcada y á spera mandí bula y subió hasta encontrar sus labios—.

Hazme el amor, Vicenzo. —Su voz se


asemejó demasiado a una sú plica—. Al menos por esta noche mié nteme y permí teme creer que no soy solo sexo para ti.

En esos momentos no le importaba que le mintiera, solo querí a llevarse con ella un bonito de recuerdo, por muy falso que fuera.

—Mariam… —É l parecí a desconcertado ante sus palabras.

Ella le rodeó las caderas con las piernas y clavá ndole los dedos en las nalgas empezó a mecerse.

—Solo te pido eso, Enzo, por favor. Solo eso.

Con un sonido gutural, los ojos verdes de Vicenzo brillaron como esmeraldas.

—No sabes lo que dices —dijo,


mientras su erecció n comenzaba a moverse y a deslizarse dentro de ella y sus bocas se saboreaban la una a la otra

—. ¿ Es esto lo que quieres, eh, preciosa?

—Sí, solo esto. No te detengas. Arqueado encima de ella, se incrustaba incansable y deliciosamente cada vez má s veloz y menos delicado. Disfrutó de los gemidos desaforados de Mariam cuando la dulce y dolorosa tensió n por alcanzar el climax se hizo má s acuciante, má s desesperada.

Vicenzo movió las caderas con má s rapidez, embistié ndola con los mú sculos tensos hasta que un placer pulsante y casi agó nico estalló en el interior de ambos y los hizo gritar de placer. La


penetró una ú ltima vez y permaneció palpitando en su interior al tiempo que se vaciaba dentro de ella, proclamá ndola como suya.

Solo suya, pensó mientras se desplomaba jadeante sobre la joven y descansaba la cabeza entre sus hermosos pechos.

Mariam, intentando recordar có mo se respiraba y con los espasmos del fastuoso orgasmo sacudié ndola aú n, hundió los dedos entre los despeinados mechones de Vicenzo, como si quisiera tenerlo para siempre así: encima de ella y adormilado entre sus senos.

Nuevas lá grimas silenciosas descendieron por sus mejillas y murieron en las almohadas.


Eran lá grimas de felicidad. Una felicidad que serí a solo momentá nea. Pero hasta que amanecerí a nada ni nadie le arrebatarí an esos má gicos instantes.

Por primera vez habí an hecho el amor. Por primera vez se habí an entregado desnudando no solo sus cuerpos sino tambié n sus almas.

Y habí a sido fantá stico.

Con ese pensamiento fue cayendo en los brazos de Morfeo.

Sintió como Vicenzo rodaba sobre su cuerpo y cambiaba las posiciones.

Ahora era ella la que quedaba encima. Tambié n tuvo consciencia de có mo el miembro aú n duro de é l seguí a en su interior, al parecer, negá ndose a dejarla. Sonrió y se acurrucó má s contra su


calor, mientras é l le acariciaba el cabello y rostro susurrá ndole palabras en italiano.

Somnolienta, repitió mentalmente lo que creí a haber escuchado de los labios de Vicenzo. Algo que sabí a que no podí a ser. Que serí a producto de su imaginació n. De su mejor sueñ o hecho realidad.

Mio Dio, donna, è sempre l´ amore. ” Capí tulo 20

Con Daniel de la mano, Mariam sintió que el corazó n se le contraí a dolorosamente en el pecho cuando observó al final de la gran escalera principal, esperá ndolos, se encontraba un taciturno Vicenzo Riccardi envuelto


en uno de sus elegantes trajes sin corbata. Elegante e inaccesible. Una estatua del má s bello y fino má rmol, duro, inexplicable, indolente.

 

Hacia solo dos madrugadas; cuando en medio de sus pesadillas nocturnas despertó gritando, que habí a hecho el amor por primera vez de verdad, y al parecer por ú ltima, con Vicenzo. Pero aquello no importaba. Ella le habí a pedido que le mintiera y le hiciera creer que hací an el amor, y eso era exactamente lo que habí a hecho é l. No tení a el valor, ni la fuerza para lograr que aquello que tanto anhelaba fuera verdad. Tampoco podí a reprocharle nada, ni antes ni despué s. Ella lo


guardarí a en su memoria todo lo que le quedaba de vida.

 

Pero ahora, y como si esa noche no hubiese existido jamá s, el italiano volví a a encerrarse en sí mismo, apresando sus emociones en su interior de tal manera que Mariam no podí a acceder a ellas.

 

—¿ Cuidará s de tu mamá por mí, hombrecito? —dijo a su hijo cuando lo cogió en brazos.

Signore, las maletas ya está n en el coche —le informó Rocco, su jefe de seguridad y hombre de confianza. É l serí a el encargado de llevar a su hijo y a Mariam no solo al aeropuerto, sino tambié n de viajar con ellos—. Podemos


marcharnos en cuanto usted ordene.

—Enseguida saldrá n.

La sangre le bombeaba muy deprisa a la joven. Se preguntaba si habí a hecho bien o mal en decirle que necesitaba volver a su paí s y ver a sus padres. La duda la embargaba porque en esos momentos se sentí a morir por dentro. Y es que la palabra “despedida” la acosaba desde que a la mañ ana siguiente, despué s de haber hecho el amor con Vicenzo, este le habí a comunicado que estaba de acuerdo en que Daniel viajara con ella.

Mariam deseó que é l se inclinara y la besara, le demostrara que aunque solo fuera un poco, é l se preocupaba por ella. Aunque sea que é l seguí a ardiendo por ella. Un ú ltimo beso a modo de


despedida. De decir adió s. É l nunca dejarí a marchar para siempre a su hijo, pero si a ella. Y aquella parecí a ser la idea.

La ú nica razó n por la que se le habí a permitido vivir bajo el mismo techo que ese hombre y su hijo, era por el deseo que, asombrosamente, despertaba en é l. Pero una vez saciado… simplemente su presencia sobraba. Por fin podrí a volver a las andadas, a sus mujeres, a…

A todo lo que dejó cuando supo que tú habí as sido suya.

Sacudió la cabeza para no darle má s vueltas a nada. Si tení a que pasar, pasarí a. Si Enzo la besaba, la amaba con sus labios como só lo é l sabí a hacer, entonces…


Entonces, quizá, solo quizá tuvieran un futuro juntos.

Antes de salir al exterior y con Daniel aferrado de nuevo a una de sus manos, se detuvo unos segundos para mirar a Vicenzo. El corazó n se le agrieto y se le hizo finalmente miles de pedacitos, cuando é l, con las manos en los bolsillos, se limitó a decirle, indolente:

—Que tengá is buen viaje. Llá mame en cuanto llegué is para saber que habé is llegado bien. —Se dio media vuelta y se perdió escaleras arriba.

Mariam contuvo a duras penas las lá grimas mientras lo observó alejarse, como un sueñ o inalcanzable que se va desvaneciendo lentamente ante su mirada sin que ella pueda hacer nada


para conservarlo. Para que no la abandonara.

Se tapó la boca con la mano libre e intentó contener el llanto para no asustar a Daniel. El dolor que la envolví a era tan intenso que se le clavaba en el alma.

—¿ Signorina? ¿ Está todo bien? —dijo de repente la voz de Rocco a su espalda, sobresaltá ndola.

Enjuagá ndose la humedad de sus ojos y evitando mirar en todo momento directamente a la cara al hombre de mediana edad que consideraba má s un amigo que un empleado, se obligó a responder con una sonrisa:

—Sí, Rocco, me encuentro perfectamente. So-solo es que las despedidas me ponen triste. Ya sabe


có mo somos las mujeres para estas cosas.

É l le devolvió la sonrisa, como si comprendiera abruptamente su estado cabizbajo de á nimo.

—Ah, signorina, no tiene porque ponerse triste. Estoy seguro que tanto el pequeñ o Daniel como usted estaré is deseando visitar a la familia en Españ a, y que pronto, incluso antes de que pueda darse cuenta siquiera, estará de vuelta por aquí, con el signore.

—Sí, claro —asintió ella poco convencida, cogiendo a Daniel en los brazos y echando una ú ltima mirada a la casa antes de marcharse para no volver nunca má s.


 

—¡ Señ or, no puede entrar sin autorizació n! —exclamó horrorizada la voz de su secretaria mientras la puerta de su despacho en las empresas Riccardi se abrí a de golpe—. ¡ Señ or…

 

Un encrespado Ulises Duarte lo fulminaba con la mirada desde el otro lado de su escritorio.

—¿ Y Mariam?

El moreno entrecejo de Vicenzo se contrajo desconfiado.

—Discú lpeme signore Riccardi —se precipitó su secretaria, azorada—, pero no he podido detenerlo. Llamaré de


inmediato a seguridad…

—No, no llame a nadie —le advirtió é l, dejando de teclear en su portá til y echá ndose hacia atrá s en el asiento, en una pose de inquietante relajació n—.

Salga y dé jenos a solas.

Solos al fin, Ulises sin mayores preá mbulos, apoyando las palmas de las manos en la fina superficie del escritorio, se echó hacia delante y preguntó con aire torvo:

—¿ Sabes dó nde está Mariam? ¡ ¿ Lo sabes?!

—Se ha ido con Daniele a visitar a sus padres en Españ a. ¿ Por qué?

Ulises se irguió y rió sin ganas.

—¿ Y la has dejado llevarse a tú ú nico heredero con ella? ¿ Có mo? Pensaba que


solo confiabas en Mariam cuando tení as los pantalones bajados.

Vicenzo sintió que ya habí a aguantado bastante. Sí no lo echaba a patadas en esos precisos instantes de sus empresas se debí a simple y llanamente a que se trataba del padrino de su hijo. Y ademá s, esa chillona era tambié n el mejor amigo de…

Se levantó de su asiento lentamente, parecí a amenazador cuando se enderezó en su uno noventa de altura. El furor de sus ojos no presagiaba nada bueno.

—¿ A qué has venido hacer aquí exactamente Ulises? ¿ A hacerme perder el tiempo?

El aludido estrechó su mirada y lo estudió unos segundos. Luego sonrió,


nervioso.

—Venga amigo, estoy aquí para amenizar tú siempre aburrida jornada de trabajo. —Sin cortarse ni un pelo, se dirigió hasta un rincó n de la oficina, junto a un armario bien provisto de bebidas, y empezó a llenar dos vasos con lo má s fuerte que encontró —. Ahora cué ntame, ¿ có mo lo hará s?

—¿ Hacer qué?

Ulises regresó, y estirando el brazo le ofreció uno de los tragos. É l lo aceptó y ambos retornaron a sus asientos.

—Decirle a Mariam que finalmente la echará s de la vida de su hijo. Es por eso por lo que le has permitido llevarse a Dani de viaje, ¿ no?

Bebió un sorbo de su bebida y examinó


su reacció n por encima del vaso. Nada.

¡ El maldito de Vicenzo Riccardi parecí a esculpido en hielo!

—Como una especie de ú ltimo regalo de despedida —prosiguió —, por los servicios prestados. Me pregunto có mo lo hará s. Sí mandará s a alguien a darle la noticia y a arrancarle de los brazos a su bebé o sí será s tú quien vaya personalmente. Ah, puedo imaginarme ya la escena. —Rió. Alzó el trago a modo de brindis y sospechó, acusador

—: Toda una perversa diversió n. La mejor de las venganzas, ¿ cierto, signore Riccardi?

El tenso silencio que siguió crispó los nervios de los dos.


Vicenzo Riccardi lo miraba fijamente. Sus manos aferraban con tanta fuerza el vaso que resultaba milagroso que aú n no hubiese estallado en mil pedazos.

Ulises se puso rí gido. El italiano tení a fama de ser como un toro recio cuando lo enfurecí an.

Sin embargo, lo sorprendió preguntando:

—Cué ntame como Mariam llegó a hacerse cargo de Daniele.

El españ ol valoró un segundo, dos, tres… las ventajas y desventajas de aliarse como chivato en las filas enemigas. Finalmente alzando sus hombros los dejó caer, rindié ndose, y cantó como un lorito:

 

—Judith y ella eran inseparables. Como


uñ a y carne. Tení an una relació n muy fraternal. Despué s de que Judith dio a luz empezó su declive. El cá ncer reapareció, y en esa ocasió n mucho má s agresivo que antes. Estaba tan cansada y tení a a veces tantos dolores, que jamá s pudo cuidar y ejercer de madre. Así que fue Mariam quien abandonó todo y ocupo ese lugar desde el primer dí a.

 

Hubo una pausa cargada, en la que Enzo le dio vueltas a la situació n. Mariam sola, asustada, con el dolor de su mejor amiga muriendo y teniendo que acuñ ar, proteger y amar a un crí o que nada tení a que ver con ella. Mariam apartá ndose de su vida, de todos sus sueñ os, dedicá ndose en cuerpo y alma a una


criatura pequeñ a y frá gil. Frunció el ceñ o, agobiado por el rumbo de sus pensamientos, y preguntó:

 

—¿ Ese es el auté ntico motivo por el que nunca tuvo una… relació n? ¿ Por su amiga? ¿ Por permanecer a su lado antes, durante y despué s de su padecimiento?

 

Ulises movió la cabeza, negando.

—Mariam siempre fue agradable, sociable, a la que era muy fá cil arrancarle una sonrisa, pero la ú nica realidad es que debajo de toda esa superficie de insistente alegrí a, se escondí a una niñ a triste y solitaria. No tienes ni la má s remota idea de lo dura que ha sido su corta vida. —Sonrió con una ternura que dejaba ver todo lo que


ese hombre sentí a por su amiga. Vicenzo vio admiració n, vio fervor, amor de hermanos—. ¿ Y sabes? Nunca la escuche quejarse, ni llorar ni lamentar su mala suerte. Ni siquiera cuando la enfermedad la dejaba casi al borde de…

—Un momento —inquirió taciturno—.

¿ Enfermedad? ¿ De qué demonios está s hablando?

El españ ol se detuvo, petrificado ante su tono. Despué s dijo con voz apagada:

—¿ A-acaso no lo sabí as? No, por supuesto que no sabes nada —bufó —. Has estado má s preocupado en conocer hasta el ú ltimo de los lunares de su cuerpo que en averiguar y llegar a entender los verdaderos motivos que la empujaron a esta terrible situació n.


Ulises prosiguió, como si leyera la confusió n que comenzaba a instalarse en el cuerpo de Vicenzo.

—Mariam padecí a leucemia. Una leucemia que la tuvo acariciando la muerte en numerables ocasiones. Pero la venció … o al menos eso pensá bamos.

Aquella informació n atravesó a Vicenzo como si fuera un cuchillo mellado le abriera el corazó n. Se puso en pie bruscamente, sacudiendo la cabeza y dirigié ndose al ventanal, intentando comprender lo que le estaba diciendo Ulises. Observó el mundo bajo sus pies en versió n miniatura. Allí, en su torre de control, é l podí a alejarse del mundo, ocultarse y…

Mariam… Leucemia… Mariam…


Leucemia.

“Pero la venció … o al menos eso pensá bamos”

Notando como una oleada de furia incontrolable corrí a con fuerza por sus venas, Vicenzo se pasó la mano por la cara en un intento de aclarar su visió n, para exiliar el desconcierto que sentí a. Mariam al borde de la muerte.

Mariam tiene leucemia.

Mariam dio todo lo que tení a por tu hijo.

El corazó n se le achicó en el pecho, y latidos despué s sus pulmones dejaron de ofrecerle todo el oxí geno que necesitaba su cuerpo. Dejó de escuchar a Ulises, colocó las manos sobre el ventanal para insuflarse á nimo, fuerza. Estaba


destrozado con la noticia, pensó en lo mal que la habí a tratado y en que quizá, por lo que habí a dicho Ulises, en un futuro cercano, ella…

Esperando no haber entendido bien, rogando no haberlo hecho, carraspeó para aclarar su voz ronca por la emoció n:

—¿ Leucemia?

La vaga sensació n de malhumor no tardó en desvanecerse en Ulises al ver por primera vez al italiano librando consigo mismo alguna secreta batalla interior. Lo delataban sus hombros tensos, la rigidez de amenazante cuerpo y los nudillos blancos que lucí an sus manos cerradas en dos sendos puñ os cayendo a sus costados.


—Que uno de los motivos que la han llevado de vuelta a Españ a es para ver a su doctora. Le preocupa que la enfermedad haya vuelto. Y sus sí ntomas… bueno, todo parece sospechar que podrí a ser así. ¡ Malditos matasanos! Casi se atrevieron a jurarle que estaba fuera. Al fin sana del todo.

Ulises parloteaba cosas importantes, pero Enzo tení a el cerebro tostado, quemado de tanto dolor. Ambos se miraron intensamente durante unos largos y tensos momentos.

—¿ Acaso crees que te ocultó la verdad sobre Daniel por pura diversió n?

¿ Ambició n? —arremetió. Quizá estaba yendo demasiado lejos, pensó Ulises, pero nadie evitarí a que soltara en esos


momentos todo lo que llevaba demasiado tiempo guardá ndose—. Llamar a la puerta de un hombre arrogante, de un conquistador, con el que no podrí a pelear en los tribunales, ha sido la decisió n má s dura y difí cil de su vida. Sabí a perfectamente que hiciese lo que hiciera siempre perderí a ante el poder de los Riccardi. Pero… ¡ Oh, maldita sea el destino, el azar o el estú pido Cupido! —Se pasó las manos por la cara. Resopló —. Porque mi muñ eca en vez de odiarte o simplemente dedicarse a tolerarte, terminó enamorá ndose perdidamente de ti. La conozco bien, y sí ha accedido a ese deplorable status de prostituta que ocupa en tu vida, es porque siente por ti má s de


lo que te mereces, de otra manera y aunque creyese que sus posibilidades fueran casi nulas, estarí a querellá ndose contigo en los juzgados por el pitufo, ¡ no aliviá ndote el calentó n que tienes en la entrepierna!

Vicenzo, dejando pasar la provocació n se habí a quedado inmó vil.

Mariam lo amaba. Mariam tení a leucemia. Mariam, su amada mujer, la ú nica madre que su hijo conocí a… Ella los podrí a avan… No.

Como si fuera una proyecció n apresurada de diapositivas, una serie de imá genes de los ú ltimos meses se le agolparon en la mente.

Y en todas ellas aparecí a un hermoso y dulce rostro.


Una mujer a la que habí a chantajeado, violentado y humillado; pero a la que amaba tanto que le dolí a, le asustaba.

 

Capí tulo 21

 

El invierno daba ya los ú ltimos coletazos y en muy pocos dí as se despedirí a hasta el pró ximo añ o. Mariam, sentada sobre una vieja manta estirada en la arena volcá nica de una playa tinerfeñ a, alzó la cabeza y miró al cielo. Pronto las primeras sombras de la noche comenzarí an a teñ irlo todo.

Suspiró. Lo mejor serí a regresar a casa. Bajo la vista hasta su regazo y sonrió dulcemente. El pequeñ o Daniel dormí a con la cabecita apoyada en sus muslos despué s de una tarde de juegos.


—Mariam…

Con el corazó n en un puñ o la joven alzó la vista. Vicenzo vestido con un pantaló n y camisa a medio abotonar blancos, se erguí a en su uno noventa de altura frente a ella. Estaba má s guapo que nunca.

—Enzo… —Con voz rota, preguntó —:

¿ Has venido para llevarte contigo a Daniel?

—No, preciosa —aseguró é l, sentá ndose a su lado, sobre la arena. Acarició la mejilla de su hijo a modo de saludo y luego clavó su intensa y peculiar mirada esmeralda en ella—. He venido para llevaros conmigo a los dos. A mi hijo y a la mujer que amo.

El cerebro de la joven se esforzaba por discernir la realidad de lo que acababa


de escuchar, algo que no podí a ser posible de ninguna de las maneras.

¿ Vicenzo Riccardi la amaba?

Tení a que estar soñ ando. Un hermoso sueñ o que se transformarí a en pesadilla cuando despertara y todo ese má gico momento se desvaneciera.

 

A su lado, Vicenzo estudiaba enmudecido la reacció n de la confusa joven, rogando a Dios o al mismí simo Sataná s que no fuera demasiado tarde para una nueva oportunidad entre ellos.

 

La simple idea de perder a Mariam habí a hecho que una fuerza desconocida lo golpeara en el pecho, dejá ndolo sin aliento y a las puertas de un insano


ataque de furia.

 

El dolor despertó en é l la acuciante necesidad de buscarla. Su orgulloso herido podrí a irse al diablo. No malgastarí a ni un solo segundo má s embriagado en rencores ridí culos que má s pronto que tarde, acabarí an destruyé ndolos a los dos.

 

Querí a decirle que no estarí a sola. Que é l lucharí a a su lado y serí a su principal apoyo, su consuelo. Si caí a derrotada de aquella batalla y la perdí a, una parte esencial e importante de é l se irí a con ella para siempre.

 

—M-me amas… —repitió ella, mirá ndolo como si no fuese real.


É l sonrió y le acarició la cara.

—Sé que no soy muy proclive a pronunciar hermosas palabras ni a declararme todos los dí as, pero a veces los actos hablan má s que las palabras. Permí teme, Mariam, demostrarte con hechos cuanto te amo. Cuanto deseo cuidaros, protegeros y amaros a nuestro hijo y a ti —prometió, tomando entre los dedos la diminuta manita de Daniel que continuaba durmiendo ajeno a todo y besando la frente de la joven. Luego, como pudo, la atrajo con un brazo contra é l y la estrechó a su calor, apoyando la barbilla en la cima de su cabeza—. Pero antes, quiero que sepas y que jamá s te quepa la menor duda, de que te amo tanto, que estoy dispuesto a mandar


absolutamente todo al demonio y luchar a tu lado, porque cariñ o, si te llegara a suceder algo —Se estremeció —, yo me perderí a contigo. Me llevarí as contigo.

—¿ Sucederme algo? —Entonces tuvo la ligera convicció n de a qué se referí a. Se apartó —. Ah, te refieres a lo de mi enfermedad.

¿ Era ese el milagroso motivo que lo hací a confesar algo que quizá s no sintiera del todo? ¿ Su supuesta leucemia?

Como no querí a que Vicenzo descubriera su dolor y desilusió n, ladeó la cabeza y apretó los pá rpados. No podí a derrumbarse allí mismo. Ser dé bil.

No má s.


Y en un ronco susurró garantizó:

—Estoy sana, Vicenzo. Los exá menes que me hicieron esta semana volvieron a confirmar que la pesadilla concluyó hace añ os. Así que no tienes por qué hacer esto.

Las grandes manos de Vicenzo la hicieron ponerse nuevamente de cara a é l. Le alzó la barbilla y la apremió a que le sostuviera la mirada.

—¿ Crees que miento cuando te digo que te amo, Mariam?

La respiració n de la joven se habí a acelerado, igual que la suya. Le acarició la garganta con la yema de un dedo. Sus ojos fijos en los de ella. Su voz seria.

—Acú same de ser un bastardo o un maldito cabró n libidinoso, pero jamá s


cuestiones mi amor por ti. ¡ Maldita sea, pequeñ a, te quiero! —protestó, entre dientes, sintié ndose impotente por primera vez en su vida—. Te quiero tanto que si la ú nica posibilidad de tenerme a mi lado es no volver a tocarte y a hacerte el amor, me convertirí a en un condenado eunuco para conservarte egoí stamente junto a mí.

—¿ Harí as eso por mí? —Mariam parpadeó, abriendo su condenadamente tentadora y pequeñ a boca con sorpresa. Por todos los demonios, si esa era la condició n para no perderla, bienvenida sea, por muy duro que fuera.

La liberó de sus manos y contempló unos segundos, el extenso y atlá ntico mar que tení a delante, despué s asintió y


regresó su mirada a la de ella.

—Sí, lo harí a. Por ti valdrí a la pena eso y mucho má s.

—Pero yo quiero hacer el amor contigo todas noches. — Sus mejillas se habí an teñ ido de un tono oscuro de carmesí.

Con una media sonrisa y rezando por qué no hubiese oí do mal, cerró la distancia que los separaba y permitió a sus labios acariciar ligeramente los de ella.

—Ese tambié n es mi deseo, cariñ o. Hacerte mí a cada dí a. Cada noche. Abrazarte mientras duermes y sostenerte y consolarte cuando tengas miedo. —Le murmuraba mientras sus labios descendí an y le mordisqueaban el cuello. Un gemido de placer brotó de la


garganta femenina—. Solo dime que me amas y regresemos a Italia. A nuestra casa. A la casa que compré planeando nuestro futuro juntos. En familia.

Mariam pareció estupefacta no solo por la confesió n de sus sentimientos sino tambié n por el hecho de que a pesar de tratarse como el perro y el gato en los casi dos ú ltimos meses, hubiera adquirido una gigantesca mansió n pensando en ellos.

Pero así habí a sido.

La compra se habí a efectuado con su relació n envuelta en las trincheras de una batalla de odios, de egos.

E inconscientemente siempre supo por qué.

Porque la amaba. Porque deseaba


casarse con esa dulce y maravillosa mujer. Porque se imaginaba formando una familia con ella y envejeciendo juntos, felices. Porque soñ aba con ver a sus hijos y nietos correteando por los interminables jardines.

—¿ Me amas, Mariam? ¿ Todaví a existe una oportunidad para nosotros? — musitó, deseando y temiendo oí r la respuesta.

Las manos de Mariam atraparon su rostro. Su boca buscó la suya, pero tras un fugaz beso se apartó. Temblando de dicha susurró con voz emocionada y ojos brillantes.

—Oh, Enzo, ¿ acaso lo dudabas? Te amo con toda la fuerza de mi alma y toda la vida de mi corazó n.


Regodeá ndose en la felicidad que sentí a, Vicenzo inclinó la cabeza y atrapó los labios de la joven. Sú bitamente, ella tambié n empezó a besarle, con toda la pasió n que poseí a. Hundiendo los dedos en su cabello lo acercó mucho má s.

Mariam lo miró con ojos dilatados. Sus labios ligeramente inflamados por los besos voraces de é l.

—Enzo…

—Dime cariñ o —dijo é l, acariciando con el pulgar su boca. Repasando la marca de su pasió n.



  

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